viernes, 26 de marzo de 2010

CLINICA DE LA SEXUACION, CLINICA DEL PARTENAIRE-SINTOMA


"Cadáver exquisito" (1928) de Man Ray, Yves Tanguy, Joan Miró y Max Morise

I. Clínica de la sexuación
No hay relación sexual. Hay el goce
Desde un principio, Lacan continúa la vía abierta por Freud al plantear que la sexualidad humana no está regida por el instinto sino por la pulsión, que no es igual para todos sino que se conforma en cada caso de manera particular, según el recorrido trazado en cada caso por las huellas simbólicas inscritas en la primera experiencia de satisfacción.
Estas huellas, marcas de goce que dan las coordenadas de la experiencia de satisfacción del sujeto, son de entrada contingentes, es decir no son necesarias sino azarosas. Sin embargo, una vez dadas, quedan fijadas y devienen necesarias, es decir en adelante condicionan el acceso del sujeto a la satisfacción pulsional. Permanecen en el inconsciente como las coordenadas de su vida erótica.
La pulsión adquiere en el ser hablante la potencia ciega que tiene el instinto en el mundo animal. Y deviene necesaria para suplir la falta de un instinto sexual en la especie, la falta de un saber predeterminado sobre cuál es el compañero que corresponde y de esta manera posibilita el acceso a cierto goce. Entonces, al hecho de que no haya relación sexual predeterminada en el ser hablante, responde un “hay el goce”.
Lacan situará en los años 70 dos goces, según la manera en que un sujeto se inscriba en la función fálica: por un lado tenemos un goce todo fálico, cuyo prototipo es el goce de órgano masculino, cerrado al Otro, limitado y finito y, por otro, un goce no todo fálico o suplementario al goce fálico, no totalmente regulado por el falo, que se dirige al Otro y abre a lo ilimitado y al infinito. Si el goce fálico es compartido por ambos sexos, el segundo es estrictamente femenino. Entre ambos sexos, entonces, no hay simetría al nivel del goce, sino por el contrario disparidad de goces. Y esto determinará la elección del sexo.


La elección de goce
Para Lacan, situarse como hombre o como mujer no es un producto del desarrollo que se daría por sí solo, naturalmente, por haber nacido con una anatomía determinada. En el Seminario XX, plantea que la masculinidad o la feminidad es una identificación pero es importante discernir su estatuto. No se trata de las identificaciones imaginarias y simbólicas a unos roles propuestos o exigidos por el medio familiar o cultural en el que está inmerso el sujeto. Estar del lado hombre o del lado mujer requiere una identificación de goce, que el sujeto identifica incosncientemente su goce como masculino o femenino, según las características antes expuestas.
Hombre o mujer son dos opciones sexuadas distintas, dos posiciones sexuadas distintas frente al goce.
La identificación de goce no tiene por qué coincidir con las identificaciones simbólicas o imaginarias del sujeto. Alguien puede ser anatómicamente hombre, pero tener identificaciones femeninas y, sin embargo, gozar de manera masculina. O ser anatómicamente hombre, tener fuertes identificaciones viriles y, sin embargo, gozar de manera femenina.
Las cosas no necesariamente son como parecen y, en materia sexual, es importante no guiarse por la conducta que tiene el sujeto –menos aún en estos momentos en que hay un imperativo a tener relaciones sexuales siempre que se pueda sin que necesariamente se dén las condiciones para que el sujeto extraiga de ello una satisfacción.
Entonces, la identificación sexuada es fruto de una elección inconsciente: el sujeto sabe, en su inconsciente de qé lado sitúa su goce.
En 1971, Lacan introduce el concepto de sexuación, que toma de la biología –donde permite distinguir los distintos planos de la sexualidad (gonadal, anatómica...), para explicar cómo por ejemplo algunos animales, como ciertas especies de ranas, cuando hay demasiadas hembras en el sistema -en la charca-, algunas pueden transformarse en machos para asegurar la reproducción de la especie. Sin embargo, Lacan desata su concepto de sexuación de la biología y lo vincula al lenguaje. La sexuación remite a la manera en que el sujeto se inscribe en el lenguaje a partir de la relación que mantiene con su goce.
Señala tres cuestiones en la sexuación, a modo de pasos (1):
La primera cuestión, dice, es que el niño nace con una anatomía determinada: los padres, los adultos (el Otro del lenguaje) constatan la especifidad anatómica del niño en base a lo que Lacan llama “la pequeña diferencia”. Esto suele ser bastante fácil de discernir, excepto en algunos casos de intersexuados con diversos grados de hermafroditismo, que nacen con contradicciones hormonales, cromosómicas y/o genitales. Pero por lo general “la pequeña diferencia” es fácilmente observable, incluso puede observarse antes del nacimiento en las ecografías.
Como se basa en un dato de la percepción, en una diferencia anatómica real, se tiende a considerar por consiguiente que el juicio del adulto sobre si es niño o niña es un “juicio natural”. Sin embargo, Lacan objeta que si bien este juicio se basa en una diferencia natural, la distinción no lo es en igual modo ya que en primer lugar no se trata de una distinción que el niño establece naturalmente: los niños no se distinguen como niños o niñas por sí solos sino que son distinguidos de entrada por el Otro, que por otro lado no se da cuenta de que, al hacerlo está utilizando criterios, categorías formados bajo la dependencia del lenguaje, es decir en relación al falo. Es lo que Lacan llama “el error común”.
La segunda cuestión a tener en cuenta, que concierne a todo el mundo, consiste en que cuando se dice “es un niño” o “es una niña” se dice siempre algo más. Si se trata de un niño se está diciendo que se está esperando de él la virilidad, que se comporte como un hombre, lo cual puede tomar significaciones diversas según los padres, el entorno, la época. EL comportamiento del niño quedará significado desde las categorías fálicas del adulto, es decir, categorías organizadas por el falo.
La tercera cuestión alude a la elección del sujeto, que debe decidir si acepta o no esta categorización. “Es un niño “ o “es una niña” sólo será verdad si el niño experimenta el goce correspondiente, masculino o femenino, y acepta inscribirse él mismo en la función fálica. Sea cual sea su anatomía, el sujeto ha de consentir en inscribirse en ella, lo cual implica aceptar la castración, que su goce tiene condiciones, es decir, límites; asimismo aceptar experimentar un goce y poder soportarlo.
No basta con que se le inscriba desde afuera. Se trata del paso más importante. La sexuación aparece como una elección de goce, como la posición que el sujeto asume frente a lo real de su goce.
Un sujeto puede rechazar inscribir su goce en las categorías fálicas tal como pasa en la psicosis, donde podemos encontrar una idea sobre la sexualidad y, también, una conducta, pero esta idea o esta conducta no se inscribe en el universal fálico. Para poder acceder a la sexualidad sin que irrumpa un goce no regulado por el falo, el sujeto tendrá que inventar alguna solución a modo de suplencia.

II. La clínica de la sexuación es una clínica del partenaire

El hecho de que entre los sexos haya disparidad de goces plantea problemas. Si la condición para el encuentro entre ellos pasa por el goce fálico, que ambos comparten, el hecho de que cada uno de ellos tenga una relación distinta con él obstaculiza la realización sexual. Esto es por lo que las relaciones de pareja siempre “cojean”, es decir hacen síntoma, son causa de malestar y, a veces, constituyen el motivo para empezar un análisis.
Cada vez es mayor la frecuencia con que la gente solicita terapias de pareja, como si la cuestión a tratar fuera la relación en sí o lo que alguno de ellos, o los dos, hacen mal.
Una pareja puede no entenderse o faltar el deseo entre ellos, pero en general cuando algo del otro resulta insoportable, hay que pensar que el partenaire insoportable o infernal, como decían en el siglo XII, no está fuera sino que se lleva dentro.
Son las propias marcas de la experiencia de satisfacción las que se buscan en el otro para saber cuál es el partenaire que nos corresponde. No hay acceso al otro sino es a través de esta condición. El enamoramiento se pone en marcha solo cuando se reconocen en el otro estos signos propios de su inconsciente.
La teoría de la sexuación, conduce a Miller, a partir de su lectura de Lacan, a elaborar su teoría del partenaire-síntoma, que no está entonces  referida a la pareja de la realidad sino a aquello, a ese complemento libidinal, con el que el sujeto juega su partida. Eso que busca en el otro sin saberlo, que le permite reconocer en él los signos de que es el partenaire que le conviene desde el punto de vista del goce.
La teoría del partenaire-síntoma –nos dice Miller- invita a situar al otro en términos de goce, no en términos de interlocución (2). Se trata del otro que se inserta en el proceso sintomático. Si hay disparidad de goces no se puede hablar de complementariedad. Por mucho que dos cuerpos se abracen hasta aplastarse –dice irónicamente Lacan-, nunca hacen uno.
Entre hombres y mujeres hay un muro, dice Lacan. Podemos precisar que entre ambos existe el muro del lenguaje, el muro que crea el hecho de que no haya relación sexual predeterminada en el ser hablante  al nivel de la especie. Detrás de ese muro, cada uno se guarece, se desespera, se entretiene... en la soledad de su goce. Desde su lado del muro, uno trata de pasar o de hacer pasar, de invitar, de seducir o de exigir y amenazar, incluso de disparar o hacer la guerra contra el otro lado, según la modalidad, fantasmática o no, que oculta el goce en juego.
Si al final del Seminario XX, Lacan plantea que el amor encuentra soporte entre dos saberes inconscientes y se refiere a él como “valentía ante fatal destino” (3), un poco más tarde se pregunta si el amor no es un intento de fracturar ese muro con el que no podemos sino darnos en la cabeza, porque no hay relación sexual.
No hay entonces una sexualidad sino distintas versiones de la sexualidad: cada sujeto se hace una a partir de su propia contingencia del encuentro con el goce. Por eso, no podemos hacer otra cosa que fallar la relación sexual que no hay y, también, por ello, inventamos distintas soluciones sintomáticas que inventan para suplirla.
(*) Extracto de la presentación del eje del seminario de casos clínicos en el Seminario del Campo Freudiano de Barcelona dedicado al Seminario XX de Jacques Lacan: Aún, en octubre de 2009.


Notas
1. J. Lacan. El Seminario, libro XIX: O peor. Buenos Aires: Paidós, 2012. Ver la sesión del 8.12.1971.
2. J.-A. Miller. El partenaire-síntoma. Buenos Aires: Paidós, 2008, p. 172.
3. J. Lacan. El Seminario, libro XX: Aún (1972-1973). Buenos Aires: Paidós, 1975, p. 174 y ss.

viernes, 19 de marzo de 2010

LA FELICIDAD EN EL MAL: DEL ROMANTICISMO NEGRO AL DESCUBRIMIENTO FREUDIANO


E. Delacroix: "Mefistófeles volando sobre Wittemberg" (1830)

En el tercer párrafo de su escrito “Kant con Sade”(1), J. Lacan plantea que “si Freud pudo enunciar su principio del placer sin tener siquiera que señalar qué lo distingue de su función en la ética tradicional (…), no podemos por menos de rendir por ello homenaje a la subida insinuante a través del siglo XIX del tema de la ‘felicidad en el mal”.
La frase “la felicidad en el mal” remite, según indica J.-A. Miller (2), a “La felicidad en el crimen”, un breve relato de Barbey d’Aurevilly (3) que se inscribe en el movimiento literario conocido como “Satanismo” o “Romanticismo negro”. Su sinuoso ascenso, a lo largo del siglo XIX cuestionando las “luces de la Razón y la ética tradicional" anticiparon lo más subversivo del descubrimiento freudiano: el funcionamiento pulsional está regido por un principio que se sitúa más allá, o más acá, del principio del placer.
Voy a presentar a continuación la investigación que he realizado sobre este punto.

I. El sentir romántico
A finales del siglo XVIII, una constelación de condiciones políticas y sociales nuevas, impulsadas por la revolución francesa y la revolución industrial, favoreció un cambio en el sentir literario. Este cambio cuyos antecedentes podemos situar en el pensamiento de la filosofía de la naturaleza del siglo XVI, se terminó de fraguar a mediados de siglo con la irrupción del movimiento prerromántico. La influencia de pensadores como Jean-Jacques Rousseau, para quien la civilización representaba grandes restricciones sobre el individuo y traía consigo corrupciones y males, fue decisiva para el ulterior surgimiento del llamado romanticismo, o quizás habría que decir “romanticismos”, dada la pluralidad de corrientes que se reconocieron en este nombre.
Rousseau recogió la idea de “encontrar el remedio en el mal mismo” (4), atribuida al monarca francés Louis XIV, como posible guía hacia una plenitud primera, que habría sido perdida. Defendiendo la simplicidad en lugar del artificio, el ideal del hombre natural en lugar del hombre civilizado, se anticipó a los poetas románticos cuya obra estará desde sus inicios marcada por la exaltación del sentimiento, como el mejor de los valores humanos, y por la vuelta intuitiva hacia la naturaleza.
Bajo su influencia encontramos a F. Schiller quien admiraba el universo conceptual inaugurado por la filosofía kantiana pero estaba en desacuerdo con una teoría moral que pregonaba renunciar a la felicidad individual en favor de un bien universal.
Junto a los análisis de Rousseau, la publicación en 1774 de Las desventuras del joven Werther, de Goethe, dará lugar al nacimiento de una nueva concepción del mundo en la que el centro no estará ocupado por el yo pensante del cógito cartesiano sino por la naturaleza. En esta obra aparecen ya los temas que serán recurrentes en los textos románticos, por ejemplo el amor desgraciado que lucha contra la realidad hasta llevar al héroe a la destrucción.
La figura de Prometeo, singularmente transformada en Lucifer, iluminará los pasos del romanticismo a lo largo del siglo XIX: el hombre puede triunfar sobre su propio destino, tejido de soledad y miseria, a través de la rebelión contra la sociedad que le oprime o contra el mismísimo Creador. La muerte propia puede adquirir entonces un valor de victoria.

II. La escuela satánica
El romanticismo negro o satanismo agrupa una serie de corrientes que en el mencionado siglo se desarrollaron alrededor del movimiento romántico, principalmente en Francia e Inglaterra. Los autores que se incluyeron en ellas magnificaron la figura de Satanás o crearon a sus imágenes héroes rebeldes, para hacer escuchar su protesta o contra la sociedad de su época, cuya moral consideraron hipócrita u opresiva, o contra una religión que degradaba el sentido de lo sagrado; o asimismo –sobre todo a finales de siglo- contra una estética que necesitaba un tratamiento de shock para salir de lo prosaico. Estos escritores expresaron su simpatía hacia el demonio y sus suplicios y abogaron por la liberación de las llamadas fuerzas instintivas reprimidas o ignoradas.
En el satanismo podemos diferenciar dos vertientes, la prometeica y la frenética, según predomine la exaltación de la revolución contra las tiranías políticas o se trate de un intento de demostrar que el mal, incluso conservando sus aspectos violentos, es dialécticamente necesario para la manifestación y triunfo final del bien (5).
El término “satanismo” nació en Inglaterra. En su obra “The vision of judgement” (1821), el poeta R. Southey habló de “escuela satánica”, para nombrar a Lord Byron y el círculo poético que le rodeaba (6).
La descripción que Milton (1608-1674) hace de Satán en El paraíso perdido como un ser majestuosamente hermoso, símbolo de una energía original perdida, lleva a Blake a exclamar que Milton “era un verdadero Poeta y del partido de los Demonios, sin saberlo” (7). Esta lectura ejerció una gran influencia sobre él, sobre todo en su obra Las bodas del cielo y el infierno con la cual entró definitivamente a formar parte de la élite de los poetas malditos. La formulación “Mal, sé tú Mi bien” (8), con la que Satán desafía a los Cielos en la obra de Milton, aparece en Blake como la celebración de una energía creadora que se libera al romper las limitaciones del conformismo.
Volvemos a encontrar esta misma celebración en los héroes de Byron —bandidos, piratas, personajes fuera de la ley—, pero en ellos el culto al exceso no responde a lo que podría llamarse una vitalidad exuberante sino a un sentimiento de extenuación que lleva al individuo a buscar la intensidad para sentirse vivo. La nostalgia de una plenitud raramente alcanzada se acentúa con sentimientos de desesperación, culpa, melancolía —esa indefinible enfermedad romántica conocida como le mal du siècle—, pero también de división entre una mítica inocencia perdida y una irresistible inclinación a hacer el mal.
El orgullo, el espíritu sombrío, la palidez desafiante, rasgos del Satán miltoniano –a quien el romanticismo convirtió en el auténtico protagonista del poema-, reaparecen en la obra de Byron a través de la obra teatral de Schiller titulada Los bandidos, que ejerció una gran influencia sobre él. En esta obra emblemática del movimiento prerromántico alemán Sturm und Drang, el autor opone la naturaleza a la civilización y transforma la maldición divina del Paraíso perdido en una maldición social. Su personaje principal, Karl Moor, es alguien de quien Lacan afirma, al analizar la relación entre la libertad y la locura, que “el ideal representa su libertad” (9). La lucha desesperada contra un régimen corrupto le lleva finalmente al odio hacia la humanidad.
El culto a Satán tuvo lugar bajo la bandera de la libertad humana y el progreso. Las maldiciones, las blasfemias, los crímenes inauditos que pregonaron sus seguidores no se limitaron a ser provocaciones para atragantar al lector burgués, sino que fueron intentos de abrir vías o hacia una espiritualidad de los abismos, que devolvería el sentido de lo sagrado a una sociedad considerada excesivamente materialista, o a una estética del vacío que pondría en cuestión los puntos de vista humanistas tradicionalmente reconocidos al arte.

II. 1. El satanismo prometeico
En Caín (10), Satán intenta convencer a los hombres de que la causa de los demonios contra el Tirano es idéntica a la causa humana. Sin embargo, los primeros no tardarán en convertir la lucha espiritual en una lucha más terrestre. Así el tema de la revuelta de Satán contra la tiranía divina prefigurará el asalto que tuvo lugar en toda Europa, a partir de 1830, contra las tiranías políticas.
En esta vertiente del satanismo podríamos enmarcar en parte las “Letanías de Satán” y otros poemas de Baudelaire, incluidos en la sección “Rebelión” de Las flores del mal (11). Pero su obra, que se alza en solitario al final del periodo romántico, entraña también una dimensión por la que transitará la poesía moderna. En su invocación al Tedio (12), al igual que en otros poemas, la poesía misma surge de una herida que se inflige al ser. La melancolía, el tedio de la vida (Spleen) abren la puerta a lo insoportable. Los paraísos baudelairianos constituyen una manera de huir de ello, sea artificialmente a través del alcohol o las drogas, o de manera natural, en los viajes a tierras lejanas, la vida errante y el vagabundeo. Su influencia marcará la marginalidad e inadaptación en la que vivirá la última manifestación de la bohemia: Rimbaud, Verlaine, Lautréamont.
Pero, para Baudelaire, el Mal es el estado en que el hombre tiene conciencia de sí mismo. El dolor moral implica la idea de culpa: si se sufre es porque se es culpable. En su obra, la creación deliberada del mal no deja de ser reconocimiento y aceptación del bien: la “postulación hacia Dios” y “la postulación hacia Satán” se implican mutuamente. Respecto a este punto Bataille plantea que Baudelaire no tuvo nada de radical (13). Se comprende que Barbey d’Aurevilly declarara: “Después de Las flores del mal sólo hay dos posibilidades para el poeta que las escribió ¡o quemarse el cerebro o hacerse cristiano!”

II. 2. El satanismo frenético
En esta segunda vertiente del satanismo aparece una innovación respecto al sentir romántico: ya no se celebra la Naturaleza. Incrédulos frente a un supuesto entendimiento entre la naturaleza y el ser, los autores que se inscriben en ella no recurren a ninguna trascendencia para compensar los sufrimientos terrenales sino que proclaman, a través de su obra, su disidencia respecto a cualquier trascendencia. Aunque claramente influenciados por Sade, se mantuvieron siempre al margen de los crímenes que predicaban. Sus obras, que presentan una distancia irónica respecto a las atrocidades relatadas, parecen tener como único fin sacudir los cerebros de una burguesía a la que detestaban y que, asimismo, les censuraba.
Así cuando Ducasse, más conocido como el conde de Lautréamont (14), se inventa este último personaje y continúa la vena del satanismo frenético con Los cantos de Maldoror -¿mal d’aurore? ¿amanecer del mal? ¿mal dolor?...- nada parecía predecir la admiración que despertaría cincuenta años después cuando fue descubierto  y reivindicado por los surrealistas tras el olvido al que le relegó la censura de su tiempo.
Con una ironía que a veces se desliza hacia la parodia, Lautréamont presenta un héroe querubínico aquejado de “una sed insaciable de infinito”. Para Maldoror, que no cree posible que haya amor en el universo –él no lo ha conocido-, la bondad no es más que “un ensamblaje de sílabas sonoras”. Atacando con ferocidad la maldad humana y al Dios-bandido que la ha engendrado a su imagen y semejanza, se lanza resueltamente a la carrera del mal y comete los mismos excesos que condena. ¿No le empuja a ello –se pregunta- una moral cuyos principios ordenan hacer a los demás lo que tal vez querían que le hiciesen a uno mismo? Sin embargo, como anota Blanchot (15), encontramos en Lautréamont una rebelión natural contra la injusticia que no tiene de entrada ninguna intención perversa. Esto permite decir que sus atrocidades, desde el punto de vista intencional, se sitúan lejos de las del Divino Marqués.

II.3. Las diabólicas, de Barbey d’Aurevilly
Como Baudelaire, este autor puede situarse hacia mitad del siglo XIX entre el romanticismo de la acción frenética de 1830 y el decadentismo de la bella inercia de 1880; entre la época del predominio literario del hombre fatal, que encarnaban bien los héroes de Byron, y la época en la que encontramos el ascenso de la figura de la mujer fatal, una mujer que por condición o exuberancia física se sitúa ante el hombre como la mantis religiosa ante el macho.
Al igual que el resto de la literatura decadente, los dos polos evidentes de la obra de D'Aurevilly son el sadismo y el catolicismo, tal como encontramos reflejado en el prefacio de Las diabólicas, donde el propio autor escribe que ese título “no tiene como pretensión ser un libro de oraciones ni de imitación cristiana… Han sido escritas por un moralista cristiano… que cree en el Diablo y en sus influencias en el mundo” por lo que no se ríe de Él, “y si lo cuenta a las almas puras es con la intención de horrorizarlas” (16) .
Las diabólicas ponen de relieve de manera singular entre las obras satánicas ese par de devoción e impiedad que, según dicen, caracterizaba a su autor. Anatole France cuenta de él que a la vez que “afirmaba su fe en todo momento, lo hacía preferentemente a través de la blasfemia. En él, dice, la impiedad era un complemento de la fe. Ningún creyente ofendió a Dios con tanto celo. Aunque pretendía honrar a la Iglesia, no obstante, como en la Edad Media, dirigía sus plegarias al Diablo y él también acababa en la erotomanía demoníaca, siempre con el fin de arrostrar a Dios forjando monstruosidades sensuales…” Sin embargo, Anatole añade, “aunque quiso tener todos los vicios, no pudo porque se necesitan disposiciones particulares para ello; hubiera querido cometer muchos crímenes, porque el crimen es pintoresco, pero siguió siendo el hombre más galante del mundo y su vida fue casi monástica”.
La vida personal de los autores satánicos estuvo muchas veces marcada por los excesos, tuvieran éstos lugar bajo la modalidad del desenfreno, como en el caso de Byron, o se presentaran bajo la forma de una fuerte inhibición. Sin embargo, aunque su obra refleje claramente la influencia de Sade, como es el caso de D’Aurevilly, quien en ocasiones llegó a transcribir párrafos enteros de aquél, en su vida se mantuvieron al margen de los crímenes que preconizaban. Así, la obra de este último deja ver más bien cierta distancia irónica respecto a las atrocidades relatadas, motivo por el que fue descrito como un dandy que se calzaba para escribir guantes color rojo sangre.
En Las diabólicas, como su título indica, el protagonista no es el Diablo, sino unas mujeres de las que el autor dice que “se supone son amantes de Él, quien les enseña lo que son… ¡Aunque a veces es el Diablo quien aprende de ellas!” El tema recurrente en los seis cuentos que componen la obra son los goces infernales que las mujeres pueden proporcionar a los hombres, hasta transformarlos en bestias, tal como hizo Circe en la isla de Eea (17). El consentimiento de los protagonistas, hombres y mujeres, a llevar ciertos goces hasta el límite del anonadamiento entrelaza íntima, intensa y fatalmente, a lo largo de los seis relatos la voluptuosidad con el horror, de una manera que  ilustra, como uno de ellos dice, que “el Infierno es el reverso del cielo”.

III. Freud descubrió el enigma de la felicidad en el mal
Como dijimos al principio, Lacan hace referencia a Las diabólicas en la reescritura que hace de su seminario La ética del psicoanálisis en 1963 en el escrito “Kant con Sade” -y que debería de haber servido de prefacio a la publicación de la obra sadiana La filosofía del tocador.
La referencia viene a situar que si Freud pudo plantear, en 1920 (18), un más allá del principio del placer es porque algo había ido cambiando en la cultura a lo largo del siglo XIX que cuestionaba la idea de la ética tradicional según la cual el hombre no quiere otra cosa que su bien.
El establecimiento de un más allá del principio del placer permitió a Freud situar poco después que el superyó emana directamente de lo que llamó la pulsión de muerte, y por tanto introduce una ética que no es la del bienestar. De esta manera descubrió la paradoja que plantea la conciencia moral: el superyó no sólo no pone un límite a la exigencia pulsional, sino que él mismo la encarna, extrayendo la satisfacción pulsional de la propia renuncia pulsional. Esta última constituye la fuente de la conciencia moral que después reclama más y más renuncias, es decir, más satisfacción pulsional. Entonces cuánta más conciencia moral, mayor satisfacción pulsional disfrazada, es decir, más goce.
Esta es la clave que, después de leer a Freud, hace decir a Bataille: “El mal, una forma aguada del mal, es para nosotros, creo, el valor soberano. Pero esta concepción no ordena la ausencia de moral, exige una ‘hipermoral” (19): el superyó no frena el goce sino que empuja a él (20). 
* Referencia presentada en octubre de 1998 en el espacio dedicado al escrito de J. Lacan “Kant con Sade” en la Sección de Catalunya de la Escuela Europea de Psicoanálisis, actual Comunitat de Catalunya de la ELP. 

Notas
1. J. Lacan. “Kant con Sade” (1964). En: Escritos II. México: Siglo XXI Editores, 1984, p. 744.
2. J.-A. Miller. “Sobre ‘Kant con Sade” (1985). En: Elucidación de Lacan. Buenos Aires: EOL-Paidós, 1998, pp. 223-224.
3. B. d’Aurevilly. “Le bonheur dans le crime” (1874). En: Les diaboliques. París: Gallimard, 1973.
4. J. Starobinsky. Le remède dans le mal. Critique et légitimation del’artifice à l’lâge des Lumières. Paris: Gallimard, 1989. Ver capítulos I y V.
5. M. Milner. Le diable dans la littérature française de Cazotte à Baudelaire, Paris: Corti, 1960.
6. Lord Byron. Don Juan. Madrid: Cátedra, 1996, p. 183.
7. W. Blake. “Las bodas del cielo y el infierno” (1790-1793). En: Poesía completa. Barcelona: Ediciones 29, 1998, p. 415.
8. J. Milton. El paraíso perdido (1667). Madrid: Cátedra, 1996, p. 183.
9. J. Lacan. “Acerca de la causalidad psíquica”. En: Escritos 1. México: Siglo XXI editores, 1984, p. 163.
10.  Lord Byron. Caín (1821). Barcelona: Quaderns crema, 1997.
11. Ch. Baudelaire. Las flores del mal (1860). Madrid: Alianza editorial, 1977.
12. Poema “Al lector”, en op. cit..
13. G. Bataille. “Baudelaire”. En: La littérature et le mal. Paris: Gallimard, 1957, p. 45.
14. Lautréamont. Los cantos de Maldoror (1869). Madrid: Cátedra, 1998.
15. M. Blanchot. Lautréamont et Sade. Paris: Les éditions du minuit, 1963.
16. B. d’Aurevilly. “Le bonheur dans le crime”, op. cit., p. 9.
17. Homero. Odisea. Madrid: Aguilar, 1987. Ver 10ª rapsodia.
18. S. Freud. “Más allá del principio del placer” (1920). En: Obras Completas, vol. XX. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1981.
19. G. Bataille. La littérature et le mal, op. cit..
20. Sobre este último punto puede consultarse en este blog la entrada 
"El psicoanálisis y el fracaso de la liberación naturalista del deseo":



viernes, 12 de marzo de 2010

EL AMOR EN LAS NEUROSIS


El pasado fin de semana se celebró en Barcelona la X Conversación Clínica del ICF, con el título “El amor en las neurosis”. Contó con la participación de Jacques-Alain Miller y con 434 inscritos procedentes de distintos lugares de España. La coordinación estuvo a cargo de Vilma Coccoz y Xavier Esqué.
La elección del tema –cito las palabras de la comisión de organización- convocaba a debatir sobre las siguientes cuestiones: “¿Qué nos enseña la clínica lacaniana sobre el amor en las neurosis? ¿Qué formas presentan sus estragos, sus síntomas, sus soluciones? ¿Qué conexión podría establecerse con los avatares del amor de transferencia?”.
Para la conversación pudimos leer diez casos de otros tantos colegas.
Esperando que estos trabajos sean difundidos, me limito aquí a situar los puntos del debate que me resultaron más interesantes.
En un primer caso, una mujer acudió a análisis embrollada con el amor pero con sus condiciones eróticas claras: solo puede amar a hombres excepcionales pero solo goza sexualmente con hombres “débiles”. El análisis permitió situar una defensa fuerte contra el deseo masculino, también una identificación viril extrema. Es un hombre que soñaba ser una mujer, planteó Miller. ¿Cómo se produce algo así? No sabemos. Sorprende tanto como en las psicosis: ni en un caso ni en otro podemos recomponer la causalidad.
Esta mujer se reconoció, durante el análisis, en el hombre de un sueño. Esa identificación viril imaginaria produjo un apaciguamiento, una reconciliación con su goce. Fue un momento de franqueamiento tras el cual el análisis se interrumpió. “Vino no sabiendo qué hacer con los hombres, incluido el que ella era, y salió sabiendo algunas cosas de su embrollo y más conforme con el goce”, escribe para finalizar su analista.
Un segundo caso permitió ver cómo el amor de una mujer por su padre, atrapado en un duelo imposible tras la muerte de su mujer, la puso al borde de la melancolización. Ante las dudas diagnósticas que surgieron en el debate, se distinguió que la identificación a la madre muerta tenía relación con que esta última fue el único objeto de deseo del padre. No era un caso de melancolía, la muerte estaba falicizada.
El análisis ayudó a esta mujer a construir en primer lugar la falla del padre, lo que aportó una revitalización. Posteriormente ella pudo subjetivar una pérdida sufrida hacía tiempo en su propio cuerpo y consentir a la indicación médica de reconstruirlo.
Un tercer caso permitió descubrir, tras la problemática de amor y de celos que la mujer planteaba inicialmente, el odio. El cuerpo y el mundo aparecían fuertemente devastados. No había ninguna presencia de goce o de amor.
El rechazo de la castración se reveló más radical que en otros de los casos presentados que, a diferencia de lo ocurrido en éste, encontraron alguna manera de reconducirlo. Esto llevó a pensar que se trataba de un rechazo forclusivo. La tesis de la paciente según la cual el verdadero amor exige cierta especularidad pudo leerse entonces en esta perspectiva.
En un cuarto caso, una mujer muy fuerte y capaz sufrió una desestabilización inesperada tras dejar a su marido. El análisis revelará una identificación muy sólida a un padre fuerte y creador.
Pensando la relación con la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo, se podría decir que ella había estado del lado del amo y situado al marido, que consintió a ello, del lado del esclavo. Las cosas parecían estar claras, pero cuando se separó de él, algo de ella que no sabía quedó atrapado del lado de él.
J.-A. Miller planteó que un hombre puede no tener ningún atributo fálico imaginario y no obstante representar el significante fálico indispensable para la mujer. Así que cada vez que se encuentra una mujer “fuerte” hay que buscar dónde se localiza el significante fálico escondido, el portador que asume dicha función. Esto permitirá entender por qué, como en el caso de esta mujer, no pueden separarse de estos hombres aparentemente indignos: necesitan esta función.
En un último caso, una mujer mantenía relaciones sexuales con el hombre que no la amaba y no las mantenía con el hombre que la amaba. J.-A. Miller señaló que lo central no era el hecho de ser amada o no, sino la posición del hombre como amado o como amante, es decir, si mostraba la falta o no.
Hay mujeres que tienen como condición que el hombre no sea amoroso, porque puede resultarles que no es plenamente viril. En este sentido, necesitan bad boys, no para que las maltraten sino para que no le ofrezcan su falta y poder falicizarlos.
Para finalizar, una cuestión sobre la escritura de los casos. J.-A. Miller señaló cierta tendencia a presentar los casos en esta conversación como historias de amor. Quizás el tema mismo, el hecho de que la construcción tuviera como eje el amor, había empujado a la búsqueda de motivos. Con ello, los casos se transformaron en historias, demasiado coherentes, incluso con un fuerte carácter literario. Sin embargo, los análisis enseñan que en cada sesión se producen nuevas perspectivas, que pulverizan la anterior. Por ello, es más interesante recurrir, en su escritura, por ejemplo a ciertas palabras que se repiten, más que a buscar motivos.
La construcción lógica del caso no debe ser cerrada o consistente sino que ha de dibujar, incluir, su propio agujero –el agujero del caso-, a distinguir claramente de un caso insuficientemente construido.


viernes, 5 de marzo de 2010

EL PSICOANALISIS Y LA EROTICA ACTUAL





En vísperas de la celebración de la X Conversación Clínica del Instituto del Campo freudiano en España, con el título y el tema de “El amor en las neurosis”, se me ocurren algunas reflexiones sobre las coordenadas de la erótica actual, entendiendo por ella el conjunto de los tres elementos que animan y colorean nuestra existencia de seres hablantes: el amor, el deseo y el goce.
Dado que asistimos a una feminización progresiva del mundo y el amor ocupa, por lo general, un lugar importante en la vida de las mujeres, ¿se podría pensar que el amor sale con ello más fortalecido?
Nada más lejos de la realidad. Los vínculos amorosos, los vínculos en general, parecen perder progresivamente solidez -Bauman habla de amor líquido.
Hay que aclarar qué cuando, en psicoanálisis, hablamos de la feminización del mundo, no nos referimos a la presencia creciente de la mujer en la vida social y, por tanto, no la consideramos una consecuencia directa de ella.
Nos referimos a que hay una modificación de la lógica del Otro social: hemos pasado de un funcionamiento basado en la lógica del Todo a un funcionamiento basado en la lógica del no todo. Trataré de explicar un poco esto.
J. Lacan escribió en los años setenta las llamadas fórmulas de la sexuación para dar cuenta de la posición masculina y femenina frente al goce (1).
Hay dos modalidades de satisfacción posibles, cada una de las cuales sigue una lógica distinta: 1. El goce de los sujetos, hombres o mujeres, en posición masculina es todo fálico; y 2. El goce de los sujetos, hombres o mujeres, en posición femenina es no todo fálico.
Ambas lógicas implican figuras distintas del Otro respecto a la ley y su garantía: la lógica del Todo fálico requiere un Otro, el padre tradicional, que enuncia la ley pero queda excluido del conjunto al que esa ley se aplica, por lo que puede funcionar como su garantía, lo que crea un conjunto con los elementos a los que se aplica la ley cerrado y consistente. Sin embargo, en la lógica del no todo fálico, se trata de una figura distinta del Otro: un padre que enuncia la ley pero está incluido en el conjunto al que esa ley se aplica por lo que no puede ocupar el lugar de excepción necesario para ser su garantía, como ocurre con el padre actual; el conjunto al que se aplica la ley es entonces inconsistente y no se puede cerrar.
Decimos que, en el primer caso, existe un Otro de la garantía (2) y, en el segundo, no existe ese Otro –lo que no quiere decir que no haya ningún Otro sino que estamos ante una figura del Otro marcada por su inexistencia lógica, que se escribe mediante el matema S(A/).
Podemos aplicar estas formulas a lo social si cambiamos el valor fálico de la x de la función –f(x)- en las fórmulas para leer los fenómenos sociales (3). En vez de dos figuras distintas del padre, tendremos dos figuras distintas del Otro social (2): la del Otro que existe, consistente, y la del Otro que no existe, inconsistente. Y el conjunto definido por ese Otro pasa a ser el conjunto social, cerrado y limitado en un caso y abierto e ilimitado en el otro.
Entonces cuando hablamos de la feminización actual del mundo actual, y decimos que este último se rige por la lógica del no todo, queremos decir que nuestra época nos las tenemos que ver con las consecuencias de la inexistencia del Otro.
¿Cuáles son estas consecuencias y cómo podemos pensar que afectan a la erótica actual, si tenemos en cuenta que la erótica es siempre sensible a los cambios en las coordenadas culturales del Otro?
Hemos dicho que la inexistencia del Otro afecta a la enunciación de la ley, lo que repercute en la figura actual de la autoridad, que no puede sostenerse en sí misma -principio último de cualquier autoridad- ni puede garantizar la ley del mismo modo. Es una autoridad agujereada. Esto tienen consecuencias en la regulación del goce y, también, en los vínculos de amor.
Al quedar la regulación del goce a cargo del sujeto, éste no solo queda librado a sí mismo, sino que también queda a solas consigo mismo. El autismo del goce se vuelve prevalente. El goce no se dirige al Otro, como requiere el amor. Esto es lo que Lacan presagió durante mayo del 68 como el ascenso futuro –nuestra actualidad - del objeto a, el objeto de goce, al cénit social.
Este ascenso tiene lugar en detrimento de la función del ideal.
Uno y otro proveen de distintas modalidades de regulación: si el ideal provee de una regulación para todos, la regulación del objeto a es singular, para uno solo, es una autorregulación sin el Otro, lo que da una regulación “desregulada” desde el punto de vista del universal. El goce se regula por el lado del exceso, acentuando su lado mortífero.
Es una regulación en principio por fuera del vínculo con el otro, si bien puede llevar a hacer vínculo por modalidad de goce, cada vez más frecuentes: cenas de singles, grupos excursionistas gays… Estos vínculos que no se basan en el ideal sino en la satisfacción no dan la misma solidez al sujeto.
Actualmente el goce (régimen del Uno) prevalece por encima del amor (régimen del Otro) y sus vínculos, que son más frágiles e inestables, pero sobre todo más banales.
El amor incomoda a muchos sujetos hoy en día. Quizás porque crea dependencia no muy bien vista en estos tiempos en los que imperan la ilusión de autonomía y de independencia –así como hacer en todo momento lo que se quiere y estar siempre bien. Paradójicamente cada vez encontramos más dependencias, solo que son "autistas" y dejan al sujeto solo consigo mismo teniendo como único partenaire el objeto de goce: la droga, el juego, la imagen, el trabajo,  internet… Al no tener el límite del amor, el goce enseña claramente su naturaleza compulsiva.
Las modificaciones en las relaciones del amor con el goce en los sujetos contemporáneos no pueden dejar de afectar al deseo.
Si tomamos el famoso aforismo lacaniano sobre las relaciones entre amor, deseo y goce, “Solo el amor permite al goce condescender al deseo”, podemos preguntarnos qué pasa si el amor, el vínculo con los otros, no tiene suficiente solidez a fin de que el goce autista consienta en realizar alguna cesión para preservar el deseo.
Vemos que cuando el sujeto queda librado al propio goce, desea menos (4). Paradójicamente la ausencia de prohibiciones o de limitaciones no tiene como consecuencia un deseo mayor sino un debilitamiento de este último. El estado actual del deseo se puede reconocer en el incremento de la apatía, el aburrimiento, la desilusión y ausencia de proyectos y la sensación de poca vitalidad que conduce a un número cada vez mayor de sujetos al consumo de drogas estimulantes, legales (antidepresivos...) e ilegales (cocaína, etc.), o de "nuevas experiencias" y sensaciones fuertes.
En nuestra época el deseo sufre inexorablemente la misma suerte que la subjetividad, ambos en peligro de extinción al compartir como hábitat el mismo precioso y reducido margen.
Como conclusión, vamos a parar a una paradoja: resulta que, a pesar de las libertades sexuales de nuestra época, de que nunca hubo tantas ocasiones para todo tipo de encuentros, y de que hay muchos encuentros, a pesar de que, a nivel de conducta sexual, los sujetos no encuentran apenas restricciones para hacer lo que quieren -encuentran más bien un empuje a hacerlo-, y siempre pueden encontrar en algún lugar un partenaire dispuesto, las coordenadas actuales de las relaciones entre el amor, el deseo y el goce llevan más bien a pensar que la erótica no disfruta de un buen momento.

Notas
1. J. Lacan. El Seminario, libro XX: Aún (1972-1973). Buenos Aires: Paidós, 1989.
2. J.-A. Miller y E. Laurent. El Otro que no existe y sus comités de ética (curso 1996.1997). Buenos Aires: Paidós, 2005.
3. Sobre este punto se puede consultar el artículo que publiqué hace un tiempo: “Jacques Lacan, Dios y el goce femenino”. En: Revista El psicoanálisis 7. Barcelona: ELP, 2004.
4. Ver la entrada anterior en este blog: “El psicoanálisis y el fracaso de la liberación naturalista del deseo”: http://www.elblogdemargaritaalvarez.com/2010/02/el-psicoanalisis-y-el-fracaso-de-la.html