Presento aquí un trabajo sobre la
existencia y la inexistencia del Otro tal como J.-A. Miller la trabajó en su
curso de la orientación lacaniana 2002-3, Un esfuerzo de poesía, donde aborda
estas dos figuras del Otro, y sus distintos modos de regulación, que introducen
un límite o una ilimitación, a través de la figuras de Dios Padre y la
Diosa Madre.
Para comentar esos párrafos, recurrí a un
texto anterior de François Regnault, "De dos dioses", de 1985, que
introduce un vaciamiento del valor fálico de la variable F(x) en las
fórmulas de la sexuación, para abordar los cambios en la figura de Dios
operados por el advenimiento de la ciencia. El suyo no es
un texto fácil sino arduo. Y la lectura del mío en el apartado que me refiero
a su desarrollo también lo es. Pero para quien tenga el interés que yo tuve
entonces, es interesante porque permite abordar las consecuencias de la
existencia y la inexistencia del Otro en la época de un modo
original.
El trabajo que presento es
antiguo, de hace más de diez años, pero el tema ha ido cobrando cada vez más
actualidad.
En su curso Un esfuerzo de poesía (1), Jacques-Alain Miller se plantea interrogar a Lacan sobre la relación que el psicoanálisis mantiene en la actualidad con la civilización y su malestar.
Tal como
nos recuerda, fue necesario que se formulara “Dios ha muerto” para que el
psicoanálisis pudiera ocupar su lugar en el malestar de la civilización. Pero
la muerte de Dios es contemporánea de lo que llamamos el reino del
Nombre-del-Padre, que es un significante de la existencia del Otro. La sociedad
victoriana, donde el psicoanálisis nació, creía en la existencia de un Otro de
la ley y de la garantía, que daba consistencia a la prohibición. Sin embargo,
nuestra época es distinta.
A lo
largo del siglo que nos separa de Freud, la sociedad occidental se ha ido deslizando
paulatinamente desde la represión a la permisividad. Vivimos en una época en
que el Otro no existe y no podemos pensar que esto sea consecuencia de la
muerte de Dios que, como la del padre, más que poner en cuestión la ley, la
consolida (2). Además, ¿es posible plantearse la muerte de Dios
cuando en los últimos tiempos vemos asomar por doquier su rostro más funesto? A
pesar de las humorísticas resonancias del título “Monoteísmos en la niebla”,
con el que A. Elorza se refería hace un tiempo en El País a los fundamentalismos
contemporáneos (3), comprobamos que, tristemente y tal como presagió Lacan,
cada día hay más posibilidades de que Dios acabe por ex-sistir (4).
Plantear
que la época lacaniana del psicoanálisis lleva la marca de la inexistencia del
Otro no quiere decir que actualmente no haya ningún Otro, sino que no hay un
Otro de la garantía en el que apoyarse, es decir, que no hay un Otro del Otro.
El Otro con el que tenemos que vérnoslas en la actualidad tiene un estatuto
diferente.
El
presente trabajo trata de ello. Me dedicaré, en primer lugar, a
situar la cuestión de la genealogía de Dios en psicoanálisis tal como la aborda
Miller en el curso citado. Allí subraya que si bien Lacan se inscribe en la
misma línea de Freud al plantear dicha genealogía a partir del goce, él la
desplaza de Dios Padre a La/ mujer (5). Esto no significa incluir,
junto a los rasgos masculinos de Dios, rasgos femeninos, es decir, feminizar la
imagen de Dios, tal como predica cierta teología feminista contemporánea, la cual sugiere por ejemplo hablar de Dios en términos de relación (6). Tampoco
se trata de limitarse a concluir que la Diosa Madre haya ganado finalmente la
partida a Dios Padre.
Lacan se
dedica a extraer la lógica que subyace a ese desplazamiento y no habla ni de la
madre ni de La mujer, sino de la mujer en tanto barrada, es decir, en tanto que
no existe. Y a través de los vericuetos lógicos sobre la posibilidad o no de
construir una existencia, encuentra las fórmulas que dan cuenta de ambas
versiones de Dios.
Esto le
permitirá oponer al misterio divino, el matema, tal como François Regnault
ilustra en el desarrollo que hace, a partir de la lógica lacaniana, en su
artículo, “De dos dioses” (7).
I. De
Dios Padre a La/ mujer
Dios
Padre
Para
Freud, la institución de Dios Padre constituiría la tercera y última fase de la
evolución de las religiones (8). Y como la misma idea de evolución implica, él
considera este hecho como un avance. Aunque supone que debió de haber tenido
lugar una primera fase, una “época sin padre”, caracterizada por el culto a la
Diosa Madre, la remite a una oscura prehistoria que el tiempo
histórico inaugurado por el Padre habría enterrado.
Sin
embargo, Freud mismo nos recuerda la cita de San Pablo según la cual “la
majestad de la Diosa era inatacable y estaba por encima de cualquier agravio”
(9). Tributaria, para algunos, de la ilusión de una “esencia”
femenina primera, la sustitución de la divinidad materna por la
paterna no se habría cumplido totalmente (10), por lo que cíclicamente resurgiría
bajo diversos rostros -especialmente, como se ha subrayado, en los momentos de
declive de las figuras del padre (11).
Pero más
allá de estas escuetas reflexiones, Freud considera que, solo con la exaltación
del padre primordial, dios tomará los rasgos con los que aún se le conoce. Tal
como escribe en “Totem y tabú”, después del asesinato del padre gozador, habría
surgido la culpa que condujo a los hijos a fundar el pacto entre ellos. El
crimen parricida no habría comportado entonces la liberalización del goce, sino
la instauración de la ley, que exige la renuncia y pone una barrera a la
satisfacción (12). La nostalgia del padre que experimentan los hijos
tras su desaparición, es para Freud el origen del sentimiento religioso.
Podemos
encontrar en Lacan una idea similar de la pérdida de goce inherente a la
instauración de la ley del padre a finales de los años cincuenta, es decir, en
el momento que formaliza la metáfora paterna: el Nombre-del-Padre barra,
prohíbe el goce de la madre. Sin embargo, Lacan no se detiene en este Padre de
la ley y la garantía ni en el ideal concomitante de la primacía del
significante sobre el goce -a diferencia de Freud que nunca abandona la idea de
una estrecha relación entre Dios y el padre. Él separa a Dios del Padre, y muestra,
de este último, su naturaleza de semblante. Asimismo separa a Dios de la
religión, y se sirve de la lógica para dar cuenta de él.
La llave
de paso en este proceso del Padre a La/ mujer, señala Miller, la encontramos en su Seminario
XVII, donde Lacan enseña que el amor por el padre vela aquello que Freud
deniega diciendo que el padre muerto tiene el goce en reserva. El padre muerto,
afirma Lacan, está castrado desde el origen (13). El goce no es una
consecuencia del padre muerto sino que el padre muerto es el goce. El asesinato
del padre escenifica la entropía de goce, que da cuenta de la pérdida de goce
no como una consecuencia de la prohibición sino como un hecho de estructura: el
goce siempre implica un exceso que debe ser sustraído. Se pasa del exceso
(en-trop) que implica el traumatismo a la pérdida (en-moins) que introduce la
repetición, única manera, sin embargo, de recuperar el goce: es por la pérdida
que inaugura la repetición que toma cuerpo el plus-de-gozar.
El mito solo enuncia lo imposible del goce (14). Y es a partir de este límite de lo simbólico que se introduce lo real.
El mito solo enuncia lo imposible del goce (14). Y es a partir de este límite de lo simbólico que se introduce lo real.
En los
años setenta, Dios ya no es un nombre de la prohibición. En el Seminario XX, Lacan plantea que Dios
surge del “no hay relación sexual”. Y con esto introduce una faz de Dios
distinta de la freudiana, es decir, distinta también a la del Dios
significante, que presentó en “La instancia de la letra...” bajo la forma del
Otro de la palabra (15). Esta faz de Dios, que abordaremos seguidamente, está
vinculada al goce.
Vemos
que frente a la versión consistente del Otro que nos da Freud, Lacan nos ofrece
una versión agujereada: el Otro como lugar del significante, A, contiene un
significante, S(A barrado), que significa que no se puede decir todo.
La/
mujer
El
Seminario XX inaugura un nuevo y último viraje en la enseñanza de Lacan, basado en la disyunción entre el
significante y el goce. En el capítulo sexto, “Dios y el goce de La/ mujer”,
plantea, junto al goce fálico que ambos sexos comparten, otro goce, un goce
Otro que el goce limitado por el falo, es decir por el significante. Es el goce
suplementario femenino: un goce inefable que excede toda medida y que, en tanto
tal, introduce el infinito (16). Pero Lacan no se detiene tampoco ante ese goce
que se siente y del que nada se sabe, ese goce del que testimonian algunas
mujeres y ciertos místicos y que conecta con el agujero real mismo en que se
asienta la ex-sistencia del ser hablante. Al igual que los místicos, trata de
cernirlo a través de la escritura.
Tras
presentarnos una nueva faz del Otro, es decir de Dios, que “tiene como soporte
el goce femenino” (17), Lacan se acerca a ella mediante el “ser de
significancia”, que le permite pensar que así como el poeta del Fino Amor crea
a la Dama a partir del vacío de la Cosa, el goce femenino crea a Dios a partir
de S (A barrado). Los escritos de algunos místicos, por ejemplo, dan cuenta de cómo
ellos identifican a Dios con ese goce inefable, que creen procede del Otro, y
de esta manera engendran a Dios y lo sustentan con su decir (18).
Este ser
de significancia que los significantes tejen en torno a S(A barrado) crea un significado nuevo sin perder por otro
lado el significado establecido anteriormente: la Dama como ser de significancia, que no existe en la realidad, como tampoco existe el unicornio, no es por tanto una dama, pero
mantiene su vínculo con ella. Y, lo mismo ocurre con esta nueva faz de Dios
respecto a la anterior. Entonces, nos advierte Lacan en su seminario, puede producirse cierto
estrabismo: ¿Tenemos uno o dos Otros?
Él mismo
avanza una respuesta al plantear a continuación que en el Otro también se
inscribe la función fálica que sostiene el padre e introduce con ello la
cuestión de la existencia: tenemos la función fálica, pero podemos encontrar
dos modalidades distintas de inscribirse en ella, del lado hombre y del lado
mujer. En ambas, se objeta el universal de la función fálica, pero cada una lo
hace de manera distinta, a su manera: una permite construir la existencia de uno “que dice
que no” a la función; la otra, no. Podemos decir que no existen dos Otros
porque solo existe uno, pero no podemos decir que haya uno solo (19).
El
desarrollo que Lacan hace en estos párrafos reposa en la ambigüedad del
estatuto del Otro y del estatuto
de la feminidad en relación a él. Él está tratando de resolver el problema entre
el goce fálico y el goce femenino, entre el Otro como lugar de la palabra y el
Otro como real supuesto a lo simbólico, o lo que es lo mismo entre la faz
significante de Dios y su faz de goce.
El problema que se plantea es si por el hecho de que el Otro como lugar del significante contenga un significante que significa que no se puede decir todo, se puede deducir que hay algo que no se puede decir; en otras palabras, ¿hay otro goce que el fálico? ¿Hay un Otro que no sea significante? ¿Hay otra faz de Dios distinta a la del Dios de la palabra?
El problema que se plantea es si por el hecho de que el Otro como lugar del significante contenga un significante que significa que no se puede decir todo, se puede deducir que hay algo que no se puede decir; en otras palabras, ¿hay otro goce que el fálico? ¿Hay un Otro que no sea significante? ¿Hay otra faz de Dios distinta a la del Dios de la palabra?
Esa es
la cuestión, y Lacan utiliza para resolverla las argucias de la lógica: las
diferentes maneras en que se articulan el Todo y el decir le permite situar el
Todo que se dice y un Todo de lo que no se dice, a partir del “no se dice
todo”. A partir de estas sutilezas y torsiones del lenguaje, que Milner llama
posteriormente las chicanas del Todo, o sus vaivenes (20), Lacan propone la
lógica del Todo y del no-todo con sus respectivas fórmulas.
Ambas
lógicas enseñan que lo que está en juego en cada una de ellas no es algo del
orden de la realidad sino de la escritura. Se trata, como hemos avanzado, de la
posibilidad o no de construir lógicamente una existencia: se puede escribir que
“existe un x” que hace excepción a las características del conjunto, es decir, que está excluido de este último, o eso no se puede escribir. De esta existencia o
inexistencia depende que el todo sea o no factible, es decir, su consistencia
(Todo) o inconsistencia (no-todo). Por eso, la existencia de un x tiene tanta
importancia como su inexistencia. Son dos escrituras y no una sola. Y cada una
de ellas tiene distintas consecuencias.
Un artículo
de F. Regnault titulado “De dos dioses” (1985) nos permitirá ilustrar con más
detalle esta cuestión. El autor aborda allí el problema del rostro bifronte de
Dios tal como aparece en un escrito de la época inaugural de la ciencia, es
decir de la época en la que se abre la falla de saber donde se alojará la
inexistencia del Otro. Se trata del "Escolio General" (1713) con el que Newton
clausura en 1697 la segunda edición de sus Principios
matemáticos de filosofía natural (21).
Más que preocuparse por describir a Dios como un cúmulo de funciones, Regnault pone de relieve que lo que interesa a Newton son las argucias de su definición, que él sigue en su artículo provisto de las herramientas de la lógica lacaniana (22).
Más que preocuparse por describir a Dios como un cúmulo de funciones, Regnault pone de relieve que lo que interesa a Newton son las argucias de su definición, que él sigue en su artículo provisto de las herramientas de la lógica lacaniana (22).
II. Del
misterio al matema
La
inexistencia del Otro comienza a esbozarse a lo largo de los siglos XVI y XVII,
en la época en que, a partir de la física matemática, se instaura el discurso
de la ciencia. La llamada revolución copernicana conducirá a la “destrucción”
de la noción de cosmos vigente hasta la fecha y a la sustitución de la
concepción del mundo como un espacio cerrado, un todo finito y bien ordenado,
organizado según una jerarquía de perfección y valor, por la de un universo
indefinido e infinito (23). Esta revolución afectará inevitablemente a la concepción que tenemos de Dios.
Cuando
el mundo era cosmos, ordenado jerárquicamente y cerrado, Dios estaba en todas
partes y se mostraba en las maravillas de la naturaleza. Sin embargo, cuando se
reemplaza el mundo por el espacio infinito, esas pretendidas muestras ya no sirven
como prueba y Dios pasa de mostrarse a tener que demostrarse; en otras
palabras, Dios queda sometido a las exigencias del discurso de la ciencia.
Los
Principia y la hipótesis de Dios
Con
Newton, la revolución científica iniciada por Copérnico llega a su conclusión.
En sus Principia, encontramos formulada la tesis central de la nueva física: la
naturaleza está escrita en clave matemática. Newton establece que los
principios constituyentes del universo son la materia, el espacio, el
movimiento y la fuerza de atracción entre los cuerpos.
La introducción de este cuarto elemento representa una revolución en el seno de la física mecanicista, para la que el movimiento resultaba del contacto directo entre los cuerpos, y asimismo supone un escándalo para la razón científica, en la medida en que Newton postula una fuerza que actúa a distancia. La filosofía mecanicista de su época verá en la teoría de la atracción universal de Newton un intento de restablecer aquello que ella había intentado eliminar: las cualidades ocultas, los principios activos internos de la materia, el alma.
La introducción de este cuarto elemento representa una revolución en el seno de la física mecanicista, para la que el movimiento resultaba del contacto directo entre los cuerpos, y asimismo supone un escándalo para la razón científica, en la medida en que Newton postula una fuerza que actúa a distancia. La filosofía mecanicista de su época verá en la teoría de la atracción universal de Newton un intento de restablecer aquello que ella había intentado eliminar: las cualidades ocultas, los principios activos internos de la materia, el alma.
Como
respuesta a las críticas que se levantaron tras la publicación de los Principia
y antes de entregarlos nuevamente a imprenta para su segunda edición, Newton
les añade un escolio final en el que explica sucintamente los datos principales
descritos en el libro III de su Tratado, que lleva por título “El sistema del
mundo”. Insiste en decir que las causas mecánicas no bastan para explicar el
movimiento de los planetas en círculos concéntricos alrededor del sol. Aunque
él ha descubierto la fuerza de atracción que rige el movimiento de los cuerpos
celestes, y esto le ha permitido escribir matemáticamente las leyes y las
propiedades de esta fuerza universal, no puede decir nada sobre su causa o
agente. Y, a pesar de que no quiere hacer ninguna hipótesis sobre ella, "Hipótesis no finjo", no
renuncia tampoco a formular alguna en cuanto a Dios y a su existencia y, sino en relación a su
esencia, al menos, en lo que concierne a sus atributos. Para ello, toma en cuenta los decires acerca de Dios.
De dos
dioses
Newton
abre el Escolio afirmando que el movimiento de los cuerpos celestes solo puede
originarse en el dominio de un Ser inteligente y poderoso: el Universo entero
está bajo el imperio del Uno (24).
Este Ser
es eterno, perfecto e infinito, pero solo lo podemos llamar Dios por su
dominio, en tanto que es el Señor de todas las cosas -ya que Dios es una
palabra relativa a los siervos. A partir de esta distinción, Newton introduce
el problema de los dos rostros de Dios: por un lado, eterno, perfecto e infinito;
por otro, el Señor de todas las cosas.
El “Ser
eterno, perfecto e infinito” es absoluto: no podemos mantener ninguna relación
con él (no podemos decir “eterno mío”, “perfecto mío” o infinito mío”), no
admite el genitivo, es decir ninguna relación de propiedad (no podemos decir
“eterno de Israel”) y es un Dios objetivo que rige todo y en todas partes. Pero
no puede ser afectado por el todo porque está excluido de él. En ese sentido,
es también incognoscible.
Sin
embargo, el “Señor de todas las cosas” es relativo y, por tanto, es posible
relacionarse con él (podemos decir “Dios mío”, “Señor mío”). Por otro lado,
admite el genitivo (“Dios de Israel”), que combina lo relativo (Dios, Señor) y
lo subjetivo (el Dios en que creen los israelitas). En tanto que es subjetivo,
Dios no es adorado por todos ni en todas partes: “mi Dios” puede no ser “tu
Dios”.
El
primero es, por tanto, Dios del Todo, el segundo, Dios del no-todo. Sin
embargo, Regnault se propone demostrar en su artículo que el primero no es
solamente Dios del Todo sino también Todo, y, el segundo, no solo Dios del
no-todo, sino él mismo no-todo. Con ese propósito llama primero “sujeto de la
ciencia” a la instancia que sufre la división entre estas dos mitades de Dios.
Y teniendo en cuenta que el sujeto de la ciencia es el sujeto del
psicoanálisis, introduce en el análisis de los decires acerca de Dios las
fórmulas lacanianas del Todo y el no-todo -aunque no tiene en cuenta que estas
fórmulas se refieren a sujetos sexuados y deja en suspenso por el momento el
argumento de la función F(x), es decir, su sentido fálico (25).
Todo
Para que
pueda decirse algún Todo, se necesita un límite que lo suspenda y garantice
como un todo factible. Ese límite se propone clásicamente como una existencia
-"al menos uno que diga no” a la propiedad que define el todo. Lo esencial,
tal como hemos ido diciendo, no es si esa existencia corresponde o no a una
realidad sino que se pueda construir (26).
Tenemos
así dos fórmulas del Todo, que vemos en la parte izquierda de las fórmulas de la sexuación.
La primera fórmula
del Todo, se lee: “Para todo
x, se verifica la función fálica”.
La segunda
fórmula del Todo, se lee: “Existe
un x para el cual la función fálica no se verifica”.
Esta
teoría implica combinar dos verdades lógicamente incompatibles: la primera nos
dice que la función F es universal y, la segunda, que existe uno que hace
objeción a este universal. El universo que la primera define necesita el límite
que la segunda designa. Es la existencia de este límite la que permite cerrar
el Todo, la que lo hace consistente.
Regnault
aplica estas fórmulas lacanianas al texto de Newton y propone que si suponemos
que x designa un elemento que
pertenece al conjunto de los fenómenos del mundo y que la función F designa la
propiedad de tornarse objeto de (la) ciencia (27). Resulta que:
1.
“Todos los fenómenos del mundo son objeto de (la) ciencia”. Esta es la hipótesis que plantea la filosofía natural de Newton,
quien se refiere a los cuerpos celestes en tanto que forman un todo y nada
escapa a sus leyes.
2. “Hay
un fenómeno que no es objeto de (la) ciencia”, cuya esencia es por consiguiente
incognoscible, pero que afirma y confirma el Todo. Este fenómeno es el Ser
perfecto, eterno e infinito.
Este Ser
solo se excluirá del conjunto del mundo en un segundo tiempo porque en un
primer momento se pudo suponer que formaba parte de él. El primer tiempo se
formula así: este mundo supone un Creador. El segundo tiempo supone separarlo
de él: este Creador es supuesto del mundo como no formando parte de él.
El
párrafo que abre el Escolio y que hace referencia al Todo del universo y al Ser
como Uno transcendente a ese todo se puede entender así: el Señor sobre todas
las cosas designa en su propio nombre su referencia al Todo. “Eterno”,
“infinito” y “perfecto”; sin embargo, son términos que alegan su cualidad de
absoluto: este Ser está excluido del Todo.
Las dos
fórmulas del Todo son necesarias para dar cuenta del Dios de la ciencia
clásica. La existencia de su universo permite poder decir la ciencia y que se pueda dar el artículo definido al objeto de la
función F. Todo objeto de ciencia
deviene entonces objeto de la
ciencia.
No-todo
Hemos
visto que para que un Todo sea factible se necesita al menos una existencia que
haga objeción a la propiedad que lo define. Sin embargo, puede darse el caso de
que no haya un x que constituya una excepción. Entonces el Todo no es factible:
no hay un límite que le permita consistir (28).
Si la existencia no puede construirse, el Todo vira entonces del Todo universal, que es un todo cerrado y consistente, al Todo fuera-de-universo, que no se puede cerrar y es inconsistente. Este Todo no puede decirse íntegramente por lo que el operador que lo escribe se denomina No-todo.
Si la existencia no puede construirse, el Todo vira entonces del Todo universal, que es un todo cerrado y consistente, al Todo fuera-de-universo, que no se puede cerrar y es inconsistente. Este Todo no puede decirse íntegramente por lo que el operador que lo escribe se denomina No-todo.
Tenemos
dos fórmulas del No-todo:
La primera
fórmula del no-todo se lee así: “No
existe x para el cual la función F no
se verifique”.
La segunda
fórmula del no-todo se lee: “No vale
para todo x que la función F se
verifique”.
1. “Nada
detiene la posibilidad de un fenómeno de no ser objeto de ciencia”, todo puede
ser dicho o, incluso, todo puede devenir objeto de una ciencia. Pero Regnault se pregunta si este todo constituye un
universo. Y responde que no si se combina esta primera fórmula con segunda:
2. “No
para todo fenómeno se verifica el que pueda ser objeto de ciencia”, de una
ciencia.
Entonces
resulta que el Todo que puede decirse de la primera fórmula no tiene universo.
Regnault se pregunta qué ciencia plantearía una instancia que surgiría sin
tener como horizonte a todos los fenómenos posible, qué ciencia plantearía una
instancia que mantendría con cada fenómeno, así como con todos, una relación
arbitraria y parcial. Y responde que seguramente se trataría de una ciencia del
milagro generalizado, del milagro siempre posible, y la ciencia también de una
elección arbitraria y caprichosa (29).
Para
Regnault, lo interesante del Escolio es que hace surgir como piedra angular de
un tratado de ciencia el problema de los dos dioses. La solución que da Newton
es general: solo podemos adorar como señor al Dios que, por otra parte
conocemos como perfecto: “Lo admiramos por sus perfecciones pero lo
reverenciamos y adoramos por causa de su imperio” (30). Pero, para Regnault, la
cuestión no queda zanjada: ¿Con qué derecho afirmamos que se trata del mismo
Dios? No siempre esto se ha considerado así: Pascal separa el Dios de Abraham,
de Isaac y de Jacob del Dios de los filósofos y los sabios; Descartes pone
entre paréntesis el primero para demostrar solo el segundo; mientras que Spinoza niega
totalmente la existencia del Dios no-todo. Por otro lado, lo que caracteriza a la filosofía clásica
es presuponer una armonía entre ambos.
Dios en
femenino
Una vez
concluido esto, Regnault reintroduce en las fórmulas que ha estado trabajando sin el argumento fálico, dicho argumento, es decir, el sexo. Y éstas se convierten inmediatamente en
las fórmulas de la sexuación, que definen el lado hombre y el lado mujer, y
adquieren allí dos significaciones distintas: en el lado hombre, tenemos la
regla con la excepción; en el lado mujer, la “sin razón” con el
“fuera-de-universo”. Sin embargo, esto no quiere decir que Dios se convierta en
hombre o mujer porque al introducir el sexo en las fórmulas “ya no estamos en
Dios sino en el jardín del Edén” (31).
Observamos que la función fálica, o la castración, nos lleva necesariamente a
la cuestión del padre, del cual tenemos dos versiones: la lógica del Todo nos
da la versión del Nombre-del-Padre y la lógica del no-todo, la de Un-padre.
El
psicoanálisis constata que Dios, el Otro, es también un Nombre-del-Padre, de lo
cual testimonia la religión. También comprueba la intromisión del Otro,
Un-padre sin-razón, allí donde habita el goce femenino. De aquí, Regnault
concluye que, de los dos dioses, uno se sitúa en el lugar de su nombre, el otro
en el de su goce.
III.
Para finalizar
Como
acabamos de ver, la lógica del Todo y sus chicanas permiten dar cuenta de estas
nociones que la tradición nos ha legado: el mundo, el universo y Dios. En
cuanto el mundo, hemos visto que se inscribe del lado del Todo, puesto que Dios
-como Creador- es el límite que lo tiene en suspenso. Pero cuando se sustituye
el mundo por el universo infinito surgen los problemas, pues no está
lógicamente excluido que Dios no esté dentro suyo (32).
Podemos
pensar que el Dios de los filósofos y los sabios es esa x que delimita el
universo y que, por tanto, lo constituye en un Todo, accesible a proposiciones
universales. Poco importa que esa x sea realidad o no, si se puede construir a
partir de ella una existencia: en ese sentido el deísmo y el ateismo son
equivalentes. Sin embargo, basta con que ninguna x pueda construirse sin
escapar a F(x) para que el Todo ya no sea factible. El soporte del no-todo es el
Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob.
Las dos
versiones de Dios que Freud y Lacan plantean se esclarecen cuando las leemos a
través de estas dos lógicas:
1. Dios
Padre responde a la lógica del Todo, que requiere de la existencia de un Otro
que hace excepción al universal y de esta manera pone un límite al conjunto que
le da consistencia. Es posible así el universo finito de la ley, que tiene su
lugar de enunciación en un lugar exterior al conjunto. Este lugar es el lugar
de la garantía, el Otro del Otro.
2. La/
mujer responde a la lógica del no-todo, donde no se puede construir una
existencia que haga excepción al universal y provea de límite al conjunto.
Entonces éste no se puede cerrar y, a falta de una garantía externa, se vuelve
inconsistente. La inexistencia del Otro abre ante nosotros un espacio sin
límites.
Para
Freud, Dios está en lo simbólico. Es padre y es ley y, respecto a él, surgen
temores de castigo absoluto pero también expectativas incurables de amparo.
Lacan plantea que, por no creer en Dios, Freud “opera en su línea” y termina
consagrándose a él en la versión del padre que formula. “No tan sólo perpetúa
la religión sino que la consagra como neurosis ideal” (33). El ateísmo no pudo
liberarle de Dios porque supone la misma modalidad lógica.
No es el
ateísmo lo que nos liberará de la sumisión a Dios, a no ser que pensemos con
Lacan la proposición “Dios es inconsciente” como la verdadera fórmula del ateísmo
(34). Lacan se propone separar a Dios del padre para no operar en su línea y
ello requiere “creer” en él, a fin de “fijar las cosas allí donde merecen ser
fijadas, es decir en la lógica” (35). En esa operación retorna a Dios a lo
real.
El lugar
de Dios se sitúa ahora en la falla del saber que comporta S(A barrado). No hay
garantía de que él lo sepa todo. Y Miller señala en su curso que nuestro saber
y el de Dios son de la misma especie (36). Esto comporta distintas
consecuencias, por ejemplo el hecho de que en la actualidad las prohibiciones
no se sostienen igual que antes: todo se tiene que justificar continuamente. La
inconsistencia que introduce la inexistencia de un Otro de la garantía
posibilita que las cosas se deslicen por la pendiente del “todo vale” hacia el
permiso de gozar.
Sin
embargo, Miller subraya ene este curso que esto no cambia la estructura del goce. No hay
necesidad de la barrera de la prohibición porque el goce mismo hace agujero,
comporta un exceso que debe ser sustraído. Y tanto el padre freudiano como el
Dios del monoteísmo se limitan a cubrir esta entropía (37).
En la
última parte de la enseñanza de Lacan, este agujero se sitúa en la ausencia de
relación sexual entre el hombre y la mujer. La introducción de una estructura
de goce diferenciada según los sexos pone de relieve que no hay posibilidad de
un goce absoluto. Estamos ante un imposible lógico determinado por la ausencia
de relación sexual.
Es
porque los psicoanalistas tienen horror de lo que la experiencia analítica
enseña -que la relación sexual no está programada para el ser hablante-, que
pueden buscar, como hizo el mismo Freud, refugiarse en el mundo del padre, en
su regazo finito. Sin embargo, ahora sabemos que el Nombre-del Padre no es más
que un semblante -aunque sea el semblante por excelencia ya que es un nombre al
que nada responde porque se refiere a un vacío (38). Y La mujer en tanto no
existe tiene una especial vocación para encarnarlo, lo que lleva a Lacan a
preguntarse si el Nombre-del-Padre no es más que uno de los Nombres posibles de
la Diosa Blanca (39), tal como Graves la define: "Ella la Diferente, eternamente
Otra en su goce" (40).
Una vez
que el matema nos ayuda a afrontar el misterio y remontar el horror, se abre
para nosotros el campo de lo que Miller llama “la pasión por lo nuevo” (41). No
podemos evitar sufrirlo, pero sí tenemos la oportunidad de hacer salir al
psicoanálisis del ideal paterno en que Freud lo tuvo cautivo. Los
psicoanalistas del mañana, concluye Miler, no podrán ser más los hijos del
padre.
*
Presentación realizada en el espacio "El surco de la Orientación lacaniana" de la
Comunidad de Catalunya de la ELP, el 25 de noviembre de 2003. Publicada en El
psicoanálisis 7 con el título: "Jacques Lacan, Dios y el goce de la mujer". Madrid: ELP, 2004.
Bibliografía
1. J.-A.
Miller: Un effort de poésie, curso de la Orientación lacaniana 2002-3, clase
XV, 2 de abril de 2003, pp. 155-156. Inédito.
2. J.
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13. J.
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22. F. Regnault: “De dos dioses”, op. cit., p. 37.
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24. I.
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25. F.
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26. J. Lacan: “L’étourdit” (1972). En: Autres écrits, op. cit., pp. 458-459.
27. F.
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28. Ibid., p. 38.
29. J.
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30. F.
Regnault: “De dos dioses”, op. cit., pp. 36-7.
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36. J.-A.
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37. J.
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38. J.-A.
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inexistente, Buenos Aires: Manantial, 1992, p. 79.
39. J.
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40. R.
Graves: La diosa blanca, op. cit..
41. J.-A. Miller: Un effort de poésie, op.
cit., clase XIX, 11 de junio de 2003, p. 203.