martes, 7 de junio de 2016

EN FEMENINO: DIOS, LACAN Y EL GOCE DE LA/ MUJER


Mario Pasqualotto. Exposición: "Dios es femenino".  Port de Tarragona

Presento aquí un trabajo sobre la existencia y la inexistencia del Otro tal como J.-A. Miller la trabajó en su curso de la orientación lacaniana 2002-3, Un esfuerzo de poesía, donde aborda estas dos figuras del Otro, y sus distintos modos de regulación, que introducen un límite o una ilimitación, a través de la figuras de Dios Padre y la Diosa Madre. 
Para comentar esos párrafos, recurrí a un texto anterior de François Regnault, "De dos dioses", de 1985, que introduce un vaciamiento del valor fálico de la variable F(x) en las fórmulas de la sexuación, para abordar los cambios en la figura de Dios operados por el advenimiento de la ciencia. El suyo no es un texto fácil sino arduo. Y la lectura del mío en el apartado que me refiero a su desarrollo también lo es. Pero para quien tenga el interés que yo tuve entonces, es interesante porque permite abordar las consecuencias de la  existencia y la inexistencia del Otro en la época de un modo original. 

El trabajo que presento es antiguo, de hace más de diez años, pero el tema ha ido cobrando cada vez más actualidad.



En su curso Un esfuerzo de poesía (1), Jacques-Alain Miller se plantea interrogar a Lacan sobre la  relación que el psicoanálisis mantiene en la actualidad con la civilización y su malestar.
Tal como nos recuerda, fue necesario que se formulara “Dios ha muerto” para que el psicoanálisis pudiera ocupar su lugar en el malestar de la civilización. Pero la muerte de Dios es contemporánea de lo que llamamos el reino del Nombre-del-Padre, que es un significante de la existencia del Otro. La sociedad victoriana, donde el psicoanálisis nació, creía en la existencia de un Otro de la ley y de la garantía, que daba consistencia a la prohibición. Sin embargo, nuestra época es distinta.
A lo largo del siglo que nos separa de Freud, la sociedad occidental se ha ido deslizando paulatinamente desde la represión a la permisividad. Vivimos en una época en que el Otro no existe y no podemos pensar que esto sea consecuencia de la muerte de Dios que, como la del padre, más que poner en cuestión la ley, la consolida (2). Además, ¿es posible plantearse la muerte de Dios cuando en los últimos tiempos vemos asomar por doquier su rostro más funesto? A pesar de las humorísticas resonancias del título “Monoteísmos en la niebla”, con el que A. Elorza se refería hace un tiempo en El País a los fundamentalismos contemporáneos (3), comprobamos que, tristemente y tal como presagió Lacan, cada día hay más posibilidades de que Dios acabe por ex-sistir (4).
Plantear que la época lacaniana del psicoanálisis lleva la marca de la inexistencia del Otro no quiere decir que actualmente no haya ningún Otro, sino que no hay un Otro de la garantía en el que apoyarse, es decir, que no hay un Otro del Otro. El Otro con el que tenemos que vérnoslas en la actualidad tiene un estatuto diferente.
El presente trabajo trata de ello. Me dedicaré, en primer lugar, a situar la cuestión de la genealogía de Dios en psicoanálisis tal como la aborda Miller en el curso citado. Allí subraya que si bien Lacan se inscribe en la misma línea de Freud al plantear dicha genealogía a partir del goce, él la desplaza de Dios Padre a La/ mujer (5). Esto no significa incluir, junto a los rasgos masculinos de Dios, rasgos femeninos, es decir, feminizar la imagen de Dios, tal como predica cierta teología feminista contemporánea, la cual sugiere por ejemplo hablar de Dios en términos de relación (6). Tampoco se trata de limitarse a concluir que la Diosa Madre haya ganado finalmente la partida a Dios Padre.
Lacan se dedica a extraer la lógica que subyace a ese desplazamiento y no habla ni de la madre ni de La mujer, sino de la mujer en tanto barrada, es decir, en tanto que no existe. Y a través de los vericuetos lógicos sobre la posibilidad o no de construir una existencia, encuentra las fórmulas que dan cuenta de ambas versiones de Dios.
Esto le permitirá oponer al misterio divino, el matema, tal como François Regnault ilustra en el desarrollo que hace, a partir de la lógica lacaniana, en su artículo,  “De dos dioses” (7).

I. De Dios Padre a La/ mujer
Dios Padre
Para Freud, la institución de Dios Padre constituiría la tercera y última fase de la evolución de las religiones (8). Y como la misma idea de evolución implica, él considera este hecho como un avance. Aunque supone que debió de haber tenido lugar una primera fase, una “época sin padre”, caracterizada por el culto a la Diosa Madre, la remite a una oscura prehistoria que el tiempo histórico inaugurado por el Padre habría enterrado.
Sin embargo, Freud mismo nos recuerda la cita de San Pablo según la cual “la majestad de la Diosa era inatacable y estaba por encima de cualquier agravio” (9). Tributaria, para algunos, de la ilusión de una “esencia” femenina primera, la sustitución de la divinidad materna por la paterna no se habría cumplido totalmente (10), por lo que cíclicamente resurgiría bajo diversos rostros -especialmente, como se ha subrayado, en los momentos de declive de las figuras del padre (11).
Pero más allá de estas escuetas reflexiones, Freud considera que, solo con la exaltación del padre primordial, dios tomará los rasgos con los que aún se le conoce. Tal como escribe en “Totem y tabú”, después del asesinato del padre gozador, habría surgido la culpa que condujo a los hijos a fundar el pacto entre ellos. El crimen parricida no habría comportado entonces la liberalización del goce, sino la instauración de la ley, que exige la renuncia y pone una barrera a la satisfacción (12). La nostalgia del padre que experimentan los hijos tras su desaparición, es para Freud el origen del sentimiento religioso.
Podemos encontrar en Lacan una idea similar de la pérdida de goce inherente a la instauración de la ley del padre a finales de los años cincuenta, es decir, en el momento que formaliza la metáfora paterna: el Nombre-del-Padre barra, prohíbe el goce de la madre. Sin embargo, Lacan no se detiene en este Padre de la ley y la garantía ni en el ideal concomitante de la primacía del significante sobre el goce -a diferencia de Freud que nunca abandona la idea de una estrecha relación entre Dios y el padre. Él separa a Dios del Padre, y muestra, de este último, su naturaleza de semblante. Asimismo separa a Dios de la religión, y se sirve de la lógica para dar cuenta de él.
La llave de paso en este proceso del Padre a La/ mujer, señala Miller, la encontramos en su Seminario XVII, donde Lacan enseña que el amor por el padre vela aquello que Freud deniega diciendo que el padre muerto tiene el goce en reserva. El padre muerto, afirma Lacan, está castrado desde el origen (13). El goce no es una consecuencia del padre muerto sino que el padre muerto es el goce. El asesinato del padre escenifica la entropía de goce, que da cuenta de la pérdida de goce no como una consecuencia de la prohibición sino como un hecho de estructura: el goce siempre implica un exceso que debe ser sustraído. Se pasa del exceso (en-trop) que implica el traumatismo a la pérdida (en-moins) que introduce la repetición, única manera, sin embargo, de recuperar el goce: es por la pérdida que inaugura la repetición que toma cuerpo el plus-de-gozar. 
El mito solo enuncia lo imposible del goce (14). Y es a partir de este límite de lo simbólico que se introduce lo real.
En los años setenta, Dios ya no es un nombre de la prohibición. En el Seminario XX, Lacan plantea que Dios surge del “no hay relación sexual”. Y con esto introduce una faz de Dios distinta de la freudiana, es decir, distinta también a la del Dios significante, que presentó en “La instancia de la letra...” bajo la forma del Otro de la palabra (15). Esta faz de Dios, que abordaremos seguidamente, está vinculada al goce.
Vemos que frente a la versión consistente del Otro que nos da Freud, Lacan nos ofrece una versión agujereada: el Otro como lugar del significante, A, contiene un significante, S(A barrado), que significa que no se puede decir todo.



La/ mujer
El Seminario XX inaugura un nuevo y último viraje en la enseñanza de Lacan, basado en la disyunción entre el significante y el goce. En el capítulo sexto, “Dios y el goce de La/ mujer”, plantea, junto al goce fálico que ambos sexos comparten, otro goce, un goce Otro que el goce limitado por el falo, es decir por el significante. Es el goce suplementario femenino: un goce inefable que excede toda medida y que, en tanto tal, introduce el infinito (16). Pero Lacan no se detiene tampoco ante ese goce que se siente y del que nada se sabe, ese goce del que testimonian algunas mujeres y ciertos místicos y que conecta con el agujero real mismo en que se asienta la ex-sistencia del ser hablante. Al igual que los místicos, trata de cernirlo a través de la escritura.
Tras presentarnos una nueva faz del Otro, es decir de Dios, que “tiene como soporte el goce femenino” (17), Lacan se acerca a ella mediante el “ser de significancia”, que le permite pensar que así como el poeta del Fino Amor crea a la Dama a partir del vacío de la Cosa, el goce femenino crea a Dios a partir de S (A barrado). Los escritos de algunos místicos, por ejemplo, dan cuenta de cómo ellos identifican a Dios con ese goce inefable, que creen procede del Otro, y de esta manera engendran a Dios y lo sustentan con su decir (18).
Este ser de significancia que los significantes tejen en torno a S(A barrado) crea un significado nuevo sin perder por otro lado el significado establecido anteriormente: la Dama como ser de significancia, que no existe en la realidad, como tampoco existe el unicornio, no es por tanto una dama, pero mantiene su vínculo con ella. Y, lo mismo ocurre con esta nueva faz de Dios respecto a la anterior. Entonces, nos advierte Lacan en su seminario, puede producirse cierto estrabismo: ¿Tenemos uno o dos Otros?
Él mismo avanza una respuesta al plantear a continuación que en el Otro también se inscribe la función fálica que sostiene el padre e introduce con ello la cuestión de la existencia: tenemos la función fálica, pero podemos encontrar dos modalidades distintas de inscribirse en ella, del lado hombre y del lado mujer. En ambas, se objeta el universal de la función fálica, pero cada una lo hace de manera distinta, a su manera: una permite construir la existencia de uno “que dice que no” a la función; la otra, no. Podemos decir que no existen dos Otros porque solo existe uno, pero no podemos decir que haya uno solo (19).
El desarrollo que Lacan hace en estos párrafos reposa en la ambigüedad del estatuto del Otro  y del estatuto de la feminidad en relación a él. Él está tratando de resolver el problema entre el goce fálico y el goce femenino, entre el Otro como lugar de la palabra y el Otro como real supuesto a lo simbólico, o lo que es lo mismo entre la faz significante de Dios y su faz de goce. 
El problema que se plantea es si por el hecho de que el Otro como lugar del significante contenga un significante que significa que no se puede decir todo, se puede deducir que hay algo que no se puede decir; en otras palabras, ¿hay otro goce que el fálico? ¿Hay un Otro que no sea significante? ¿Hay otra faz de Dios distinta a la del Dios de la palabra?
Esa es la cuestión, y Lacan utiliza para resolverla las argucias de la lógica: las diferentes maneras en que se articulan el Todo y el decir le permite situar el Todo que se dice y un Todo de lo que no se dice, a partir del “no se dice todo”. A partir de estas sutilezas y torsiones del lenguaje, que Milner llama posteriormente las chicanas del Todo, o sus vaivenes (20), Lacan propone la lógica del Todo y del no-todo con sus respectivas fórmulas.
Ambas lógicas enseñan que lo que está en juego en cada una de ellas no es algo del orden de la realidad sino de la escritura. Se trata, como hemos avanzado, de la posibilidad o no de construir lógicamente una existencia: se puede escribir que “existe un x” que hace excepción a las características del conjunto, es decir, que está excluido de este último, o eso no se puede escribir. De esta existencia o inexistencia depende que el todo sea o no factible, es decir, su consistencia (Todo) o inconsistencia (no-todo). Por eso, la existencia de un x tiene tanta importancia como su inexistencia. Son dos escrituras y no una sola. Y cada una de ellas tiene distintas consecuencias.
Un artículo de F. Regnault titulado “De dos dioses” (1985) nos permitirá ilustrar con más detalle esta cuestión. El autor aborda allí el problema del rostro bifronte de Dios tal como aparece en un escrito de la época inaugural de la ciencia, es decir de la época en la que se abre la falla de saber donde se alojará la inexistencia del Otro. Se trata del "Escolio General" (1713) con el que Newton clausura en 1697 la segunda edición de sus Principios matemáticos de filosofía natural (21). 
Más que preocuparse por describir a Dios como un cúmulo de funciones, Regnault pone de relieve que lo que interesa a Newton son las argucias de su definición, que él sigue en su artículo provisto de las herramientas de la lógica lacaniana (22).


II. Del misterio al matema
La inexistencia del Otro comienza a esbozarse a lo largo de los siglos XVI y XVII, en la época en que, a partir de la física matemática, se instaura el discurso de la ciencia. La llamada revolución copernicana conducirá a la “destrucción” de la noción de cosmos vigente hasta la fecha y a la sustitución de la concepción del mundo como un espacio cerrado, un todo finito y bien ordenado, organizado según una jerarquía de perfección y valor, por la de un universo indefinido e infinito (23). Esta revolución afectará inevitablemente a la concepción que tenemos de Dios.
Cuando el mundo era cosmos, ordenado jerárquicamente y cerrado, Dios estaba en todas partes y se mostraba en las maravillas de la naturaleza. Sin embargo, cuando se reemplaza el mundo por el espacio infinito, esas pretendidas muestras ya no sirven como prueba y Dios pasa de mostrarse a tener que demostrarse; en otras palabras, Dios queda sometido a las exigencias del discurso de la ciencia.

Los Principia y la hipótesis de Dios
Con Newton, la revolución científica iniciada por Copérnico llega a su conclusión. En sus Principia, encontramos formulada la tesis central de la nueva física: la naturaleza está escrita en clave matemática. Newton establece que los principios constituyentes del universo son la materia, el espacio, el movimiento y la fuerza de atracción entre los cuerpos. 
La introducción de este cuarto elemento representa una revolución en el seno de la física mecanicista, para la que el movimiento resultaba del contacto directo entre los cuerpos, y asimismo supone un escándalo para la razón científica, en la medida en que Newton postula una fuerza que actúa a distancia. La filosofía mecanicista de su época verá en la teoría de la atracción universal de Newton un intento de restablecer aquello que ella había intentado eliminar: las cualidades ocultas, los principios activos internos de la materia, el alma.
Como respuesta a las críticas que se levantaron tras la publicación de los Principia y antes de entregarlos nuevamente a imprenta para su segunda edición, Newton les añade un escolio final en el que explica sucintamente los datos principales descritos en el libro III de su Tratado, que lleva por título “El sistema del mundo”. Insiste en decir que las causas mecánicas no bastan para explicar el movimiento de los planetas en círculos concéntricos alrededor del sol. Aunque él ha descubierto la fuerza de atracción que rige el movimiento de los cuerpos celestes, y esto le ha permitido escribir matemáticamente las leyes y las propiedades de esta fuerza universal, no puede decir nada sobre su causa o agente. Y, a pesar de que no quiere hacer ninguna hipótesis sobre ella, "Hipótesis no finjo", no renuncia tampoco a formular alguna en cuanto a Dios y a su existencia y, sino en relación a su esencia, al menos, en lo que concierne a sus atributos. Para ello,  toma en cuenta los decires acerca de Dios.

De dos dioses
Newton abre el Escolio afirmando que el movimiento de los cuerpos celestes solo puede originarse en el dominio de un Ser inteligente y poderoso: el Universo entero está bajo el imperio del Uno (24).
Este Ser es eterno, perfecto e infinito, pero solo lo podemos llamar Dios por su dominio, en tanto que es el Señor de todas las cosas -ya que Dios es una palabra relativa a los siervos. A partir de esta distinción, Newton introduce el problema de los dos rostros de Dios: por un lado, eterno, perfecto e infinito; por otro, el Señor de todas las cosas.
El “Ser eterno, perfecto e infinito” es absoluto: no podemos mantener ninguna relación con él (no podemos decir “eterno mío”, “perfecto mío” o infinito mío”), no admite el genitivo, es decir ninguna relación de propiedad (no podemos decir “eterno de Israel”) y es un Dios objetivo que rige todo y en todas partes. Pero no puede ser afectado por el todo porque está excluido de él. En ese sentido, es también incognoscible.
Sin embargo, el “Señor de todas las cosas” es relativo y, por tanto, es posible relacionarse con él (podemos decir “Dios mío”, “Señor mío”). Por otro lado, admite el genitivo (“Dios de Israel”), que combina lo relativo (Dios, Señor) y lo subjetivo (el Dios en que creen los israelitas). En tanto que es subjetivo, Dios no es adorado por todos ni en todas partes: “mi Dios” puede no ser “tu Dios”.
El primero es, por tanto, Dios del Todo, el segundo, Dios del no-todo. Sin embargo, Regnault se propone demostrar en su artículo que el primero  no es solamente Dios del Todo sino también Todo, y, el segundo, no solo Dios del no-todo, sino él mismo no-todo. Con ese propósito llama primero “sujeto de la ciencia” a la instancia que sufre la división entre estas dos mitades de Dios. Y teniendo en cuenta que el sujeto de la ciencia es el sujeto del psicoanálisis, introduce en el análisis de los decires acerca de Dios las fórmulas lacanianas del Todo y el no-todo -aunque no tiene en cuenta que estas fórmulas se refieren a sujetos sexuados y deja en suspenso por el momento el argumento de la función F(x), es decir, su sentido fálico (25).




Todo
Para que pueda decirse algún Todo, se necesita un límite que lo suspenda y garantice como un todo factible. Ese límite se propone clásicamente como una existencia -"al menos uno que diga no” a la propiedad que define el todo. Lo esencial, tal como hemos ido diciendo, no es si esa existencia corresponde o no a una realidad sino que se pueda construir (26).
Tenemos así dos fórmulas del Todo, que vemos en la parte izquierda de las fórmulas de la sexuación.
La primera fórmula del Todo, se lee: “Para todo x, se verifica la función fálica”.
La segunda fórmula del Todo, se lee: “Existe un x para el cual la función fálica no se verifica”.
Esta teoría implica combinar dos verdades lógicamente incompatibles: la primera nos dice que la función F es universal y, la segunda, que existe uno que hace objeción a este universal. El universo que la primera define necesita el límite que la segunda designa. Es la existencia de este límite la que permite cerrar el Todo, la que lo hace consistente.
Regnault aplica estas fórmulas lacanianas al texto de Newton y propone que si suponemos que x designa un elemento que pertenece al conjunto de los fenómenos del mundo y que la función F designa la propiedad de tornarse objeto de (la) ciencia (27). Resulta que:
1. “Todos los fenómenos del mundo son objeto de (la) ciencia”. Esta es la hipótesis que plantea la filosofía natural de Newton, quien se refiere a los cuerpos celestes en tanto que forman un todo y nada escapa a sus leyes.
2. “Hay un fenómeno que no es objeto de (la) ciencia”, cuya esencia es por consiguiente incognoscible, pero que afirma y confirma el Todo. Este fenómeno es el Ser perfecto, eterno e infinito.
Este Ser solo se excluirá del conjunto del mundo en un segundo tiempo porque en un primer momento se pudo suponer que formaba parte de él. El primer tiempo se formula así: este mundo supone un Creador. El segundo tiempo supone separarlo de él: este Creador es supuesto del mundo como no formando parte de él.
El párrafo que abre el Escolio y que hace referencia al Todo del universo y al Ser como Uno transcendente a ese todo se puede entender así: el Señor sobre todas las cosas designa en su propio nombre su referencia al Todo. “Eterno”, “infinito” y “perfecto”; sin embargo, son términos que alegan su cualidad de absoluto: este Ser está excluido del Todo.
Las dos fórmulas del Todo son necesarias para dar cuenta del Dios de la ciencia clásica. La existencia de su universo permite poder decir la ciencia y que se pueda dar el artículo definido al objeto de la función F. Todo objeto de ciencia deviene entonces objeto de la ciencia.

No-todo
Hemos visto que para que un Todo sea factible se necesita al menos una existencia que haga objeción a la propiedad que lo define. Sin embargo, puede darse el caso de que no haya un x que constituya una excepción. Entonces el Todo no es factible: no hay un límite que le permita consistir (28). 
Si la existencia no puede construirse, el Todo vira entonces del Todo universal, que es un todo cerrado y consistente, al Todo fuera-de-universo, que no se puede cerrar y es inconsistente. Este Todo no puede decirse íntegramente por lo que el operador que lo escribe se denomina No-todo.
Tenemos dos fórmulas del No-todo:
La primera fórmula del no-todo se lee así: “No existe x para el cual la función F no se verifique”.
La segunda fórmula del no-todo se lee: “No vale para todo x que la función F se verifique”.
1. “Nada detiene la posibilidad de un fenómeno de no ser objeto de ciencia”, todo puede ser dicho o, incluso, todo puede devenir objeto de una ciencia. Pero Regnault se pregunta si este todo constituye un universo. Y responde que no si se combina esta primera fórmula con segunda:
2. “No para todo fenómeno se verifica el que pueda ser objeto de ciencia”, de una ciencia.
Entonces resulta que el Todo que puede decirse de la primera fórmula no tiene universo. Regnault se pregunta qué ciencia plantearía una instancia que surgiría sin tener como horizonte a todos los fenómenos posible, qué ciencia plantearía una instancia que mantendría con cada fenómeno, así como con todos, una relación arbitraria y parcial. Y responde que seguramente se trataría de una ciencia del milagro generalizado, del milagro siempre posible, y la ciencia también de una elección arbitraria y caprichosa (29).
Para Regnault, lo interesante del Escolio es que hace surgir como piedra angular de un tratado de ciencia el problema de los dos dioses. La solución que da Newton es general: solo podemos adorar como señor al Dios que, por otra parte conocemos como perfecto: “Lo admiramos por sus perfecciones pero lo reverenciamos y adoramos por causa de su imperio” (30). Pero, para Regnault, la cuestión no queda zanjada: ¿Con qué derecho afirmamos que se trata del mismo Dios? No siempre esto se ha considerado así: Pascal separa el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob del Dios de los filósofos y los sabios; Descartes pone entre paréntesis el primero para demostrar solo el segundo; mientras que Spinoza niega totalmente la existencia del Dios no-todo. Por otro lado, lo que caracteriza a la filosofía clásica es presuponer una armonía entre ambos.

Dios en femenino
Una vez concluido esto, Regnault reintroduce en las fórmulas que ha estado trabajando sin el argumento fálico, dicho argumento, es decir, el sexo. Y éstas se convierten inmediatamente en las fórmulas de la sexuación, que definen el lado hombre y el lado mujer, y adquieren allí dos significaciones distintas: en el lado hombre, tenemos la regla con la excepción; en el lado mujer, la “sin razón” con el “fuera-de-universo”. Sin embargo, esto no quiere decir que Dios se convierta en hombre o mujer porque al introducir el sexo en las fórmulas “ya no estamos en Dios sino en el jardín del Edén” (31).
Observamos que la función fálica, o la castración, nos lleva necesariamente a la cuestión del padre, del cual tenemos dos versiones: la lógica del Todo nos da la versión del Nombre-del-Padre y la lógica del no-todo, la de Un-padre.
El psicoanálisis constata que Dios, el Otro, es también un Nombre-del-Padre, de lo cual testimonia  la religión. También comprueba la intromisión del Otro, Un-padre sin-razón, allí donde habita el goce femenino. De aquí, Regnault concluye que, de los dos dioses, uno se sitúa en el lugar de su nombre, el otro en el de su goce.

III. Para finalizar
Como acabamos de ver, la lógica del Todo y sus chicanas permiten dar cuenta de estas nociones que la tradición nos ha legado: el mundo, el universo y Dios. En cuanto el mundo, hemos visto que se inscribe del lado del Todo, puesto que Dios -como Creador- es el límite que lo tiene en suspenso. Pero cuando se sustituye el mundo por el universo infinito surgen los problemas, pues no está lógicamente excluido que Dios no esté dentro suyo (32).
Podemos pensar que el Dios de los filósofos y los sabios es esa x que delimita el universo y que, por tanto, lo constituye en un Todo, accesible a proposiciones universales. Poco importa que esa x sea realidad o no, si se puede construir a partir de ella una existencia: en ese sentido el deísmo y el ateismo son equivalentes. Sin embargo, basta con que ninguna x pueda construirse sin escapar a F(x) para que el Todo ya no sea factible. El soporte del no-todo es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob.
Las dos versiones de Dios que Freud y Lacan plantean se esclarecen cuando las leemos a través de estas dos lógicas:
1. Dios Padre responde a la lógica del Todo, que requiere de la existencia de un Otro que hace excepción al universal y de esta manera pone un límite al conjunto que le da consistencia. Es posible así el universo finito de la ley, que tiene su lugar de enunciación en un lugar exterior al conjunto. Este lugar es el lugar de la garantía, el Otro del Otro.
2. La/ mujer responde a la lógica del no-todo, donde no se puede construir una existencia que haga excepción al universal y provea de límite al conjunto. Entonces éste no se puede cerrar y, a falta de una garantía externa, se vuelve inconsistente. La inexistencia del Otro abre ante nosotros un espacio sin límites.
Para Freud, Dios está en lo simbólico. Es padre y es ley y, respecto a él, surgen temores de castigo absoluto pero también expectativas incurables de amparo. Lacan plantea que, por no creer en Dios, Freud “opera en su línea” y termina consagrándose a él en la versión del padre que formula. “No tan sólo perpetúa la religión sino que la consagra como neurosis ideal” (33). El ateísmo no pudo liberarle de Dios porque supone la misma modalidad lógica.
No es el ateísmo lo que nos liberará de la sumisión a Dios, a no ser que pensemos con Lacan la proposición “Dios es inconsciente” como la verdadera fórmula del ateísmo (34). Lacan se propone separar a Dios del padre para no operar en su línea y ello requiere “creer” en él, a fin de “fijar las cosas allí donde merecen ser fijadas, es decir en la lógica” (35). En esa operación retorna a Dios a lo real.
El lugar de Dios se sitúa ahora en la falla del saber que comporta S(A barrado). No hay garantía de que él lo sepa todo. Y Miller señala en su curso que nuestro saber y el de Dios son de la misma especie (36). Esto comporta distintas consecuencias, por ejemplo el hecho de que en la actualidad las prohibiciones no se sostienen igual que antes: todo se tiene que justificar continuamente. La inconsistencia que introduce la inexistencia de un Otro de la garantía posibilita que las cosas se deslicen por la pendiente del “todo vale” hacia el permiso de gozar.
Sin embargo, Miller subraya ene este curso que esto no cambia la estructura del goce. No hay necesidad de la barrera de la prohibición porque el goce mismo hace agujero, comporta un exceso que debe ser sustraído. Y tanto el padre freudiano como el Dios del monoteísmo se limitan a cubrir esta entropía (37).
En la última parte de la enseñanza de Lacan, este agujero se sitúa en la ausencia de relación sexual entre el hombre y la mujer. La introducción de una estructura de goce diferenciada según los sexos pone de relieve que no hay posibilidad de un goce absoluto. Estamos ante un imposible lógico determinado por la ausencia de relación sexual.
Es porque los psicoanalistas tienen horror de lo que la experiencia analítica enseña -que la relación sexual no está programada para el ser hablante-, que pueden buscar, como hizo el mismo Freud, refugiarse en el mundo del padre, en su regazo finito. Sin embargo, ahora sabemos que el Nombre-del Padre no es más que un semblante -aunque sea el semblante por excelencia ya que es un nombre al que nada responde porque se refiere a un vacío (38). Y La mujer en tanto no existe tiene una especial vocación para encarnarlo, lo que lleva a Lacan a preguntarse si el Nombre-del-Padre no es más que uno de los Nombres posibles de la Diosa Blanca (39), tal como Graves la define: "Ella la Diferente, eternamente Otra en su goce" (40).
Una vez que el matema nos ayuda a afrontar el misterio y remontar el horror, se abre para nosotros el campo de lo que Miller llama “la pasión por lo nuevo” (41). No podemos evitar sufrirlo, pero sí tenemos la oportunidad de hacer salir al psicoanálisis del ideal paterno en que Freud lo tuvo cautivo. Los psicoanalistas del mañana, concluye Miler, no podrán ser más los hijos del padre.
* Presentación realizada en el espacio "El surco de la Orientación lacaniana" de la Comunidad de Catalunya de la ELP, el 25 de noviembre de 2003. Publicada en El psicoanálisis 7 con el título: "Jacques Lacan, Dios y el goce de la mujer". Madrid: ELP, 2004.


Bibliografía
1. J.-A. Miller: Un effort de poésie, curso de la Orientación lacaniana 2002-3, clase XV, 2 de abril de 2003, pp. 155-156. Inédito.
2. J. Lacan: El Seminario, libro  XVII: El reverso del psicoanálisis (1969-70), Barcelona: Paidós,  1992, p. 127.
3. A. Elorza: “Monoteísmos en la niebla”. En: “Babelia”, El País, sábado 12 de junio de 2004.
4. J. Lacan: “Télévision”(1975), Autres écrits, Paris: Seuil,  2001, p. 534.
5. J.-A. Miller: Un effort de poésie, op. cit., clase XIX, 11 de junio de 2003, p. 203.
6.  J. J. Tamayo: “Los rasgos femeninos de Dios”. En: “Babelia”, El País, op. cit.
7. F. Regnault: “De dos dioses”. En: Dios es inconsciente (1985). Buenos Aires:  Manantial, 1986.
8. S. Freud: “Psicología de las masas y análisis del yo” (1921). En: Obras Completas, vol. XVIII. Buenos Aires: Amorrortu,  1979, pp. 128-130.
9. S. Freud: “¡Grande es Diana Efesia!” (1911). “Escritos breves”. En: O. C., op. cit., vol. XII, p. 367.
10. R. Graves: La diosa blanca (1948). Madrid: Alianza,  1996.
11. J. Baltruïsaitis: En busca de Isis (1967). Madrid: Siruela,  1996.
12. S. Freud: “Totem y tabú” (1912-3). En: O. C., op. cit., vol. XIII, pp. 142-148.
13. J. Lacan: El Seminario, libro XVII..., op. cit., p. 106.
14. Op. cit., pp. 126-133.
15. J. Lacan: El Seminario, libro XX: Aún (1972-3). Buenos Aires: Paidós, 1989, p. 85.
16. Ibid., p. 90.
17. Ibid., p. 93.
18. M. Álvarez: “Algunos dichos del amor y sus modalidades lógicas”. En: Freudiana 29, op. cit., pp. 72-73.
19. J. Lacan: Seminario XX..., op. cit., p. 93.
20. J.-C. Milner: El amor de la lengua (1978), Visor, Madrid, 1998.
21. I. Newton: “Escolio General”. En: Principios matemáticos de la filosofía natural (1687), libro III: “Sistema del Mundo (matemáticamente tratado)”. Madrid:  Editorial Nacional,  1982, pp. 813-817. Edición de Antonio Escohotado.
22. F. Regnault: “De dos dioses”, op. cit., p. 37.
23. A. Koyré: Del mundo cerrado al universo infinito (1953). Madrid: Siglo XXI, 1999.
24. I. Newton: Principios matemáticos de la filosofía natural, op. cit., p. 814.
25. F. Regnault: “De dos dioses”, op. cit., p. 34.
26. J. Lacan: “L’étourdit” (1972). En: Autres écrits, op. cit., pp. 458-459.
27. F. Regnault: “De dos dioses”, op. cit., pp. 34-36.
28. Ibid., p. 38.
29. J. Lacan: “L’étourdit” (1972), op. cit., pp. 465-6.
30. F. Regnault: “De dos dioses”, op. cit., pp. 36-7.
31. Ibid., pp. 39-40.
32. J.-C. Milner: El amor de la lengua, op. cit., pp. 55-56.
33. J. Lacan: "Seminario XXII: RSI (1975-6), sesión del 17.12.1974". En:  Ornicar? 3, edición en castellano, pp. 32-3.
34. J. Lacan: El Seminario, libro XI: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis (1964). Barcelona: Paidós,  1993, p. 67.
35. J. Lacan: "Seminario XXII", op. cit., p. 33.
36. J.-A. Miller: Un effort de poésie, op. cit., clase 8ª, 22 de enero de 2003, pp. 77-78.
37. J. Lacan: El Seminario, libro XVII..., op. cit., p. 53.
38. J.-A. Miller: “Comentario de ‘El despertar de la primavera”. En: Comentario del seminario inexistente, Buenos Aires: Manantial,  1992, p. 79.
39. J. Lacan: “Préface au ‘L’éveil du printemps”. En: Autres écrits, op. cit., p. 563.
40. R. Graves: La diosa blanca, op. cit..
41.  J.-A. Miller: Un effort de poésie, op. cit., clase XIX, 11 de junio de 2003, p. 203.

LA CUESTION FEMENINA, AYER Y HOY



María, Olga, Zhenia, son los nombres de los personajes de un pequeño relato, de cariz autobiográfico, de la escritora y política rusa Aleksandra Kollontái. Publicado en 1923 bajo el título “El amor de tres generaciones” (1), relata las relaciones amorosas, o mejor, las distintas relaciones con el amor de tres mujeres de una misma familia -abuela, madre y nieta-, participantes todas ellas de los movimientos políticos y sociales que rodearon a la Revolución Rusa de 1917.
El relato ilustra bien dichos movimientos y los ideales que los alentaron, en especial aquellos que defendían la igualdad y la libertad entre los hombres. Surgidos durante la Ilustración e incluidos en el lema de la Revolución Francesa, estos ideales recorrieron el siglo XIX abanderando luchas y revoluciones para transformar las condiciones políticas, económicas y sociales existentes.
El texto de Kollontai está atravesado entonces por estos dos ideales y testimonia no solo de los logros obtenidos al respecto sino también de sus fracasos, allí donde podemos decir que el ideal encuentra su límite, o lo simbólico su tope, real.
Así, los logros obtenidos en materia de igualdad entre los sexos y de libertad en las relaciones entre ellos, no sirvieron para que el amor cumpliera sus aspiraciones de hacer Uno a partir de dos y que la relación sexual cesara de no escribirse. Éste me parece que es el verdadero tema de la obra, calificado por Olga, principal protagonista y conductora del relato, como el “drama del amor: un drama femenino. Un drama corriente y moliente, algo de lo más banal”, pero por ello “especialmente doloroso y humillante”, señala: después de las respectivas luchas y sacrificios de cada una de ellas por cambiar el mundo en que vivían: no pudieron evitar vivir dramas similares a los que sufrían las mujeres del viejo orden social. El amor en el nuevo orden donde hombres y mujeres eran iguales y libres tampoco evitaba “la maldición sobre el sexo que Freud evoca en su malestar” (2).
Es sobre estos ideales de libertad y de igualdad y su influencia sobre la erótica, así como sus aspiraciones y sus límites tal como los vemos en la vida de las protagonistas, que me propongo hacer algunas reflexiones. Esto me servirá para pensar después en la influencia de estos ideales en la vida amorosa de la mujer actual, casi setenta años después de que dichos ideales se incluyeran en la Declaración Universal de los Derechos humanos.

El amor de tres generaciones
El relato Aleksandra Kollontái comienza con la carta que Olga, hija de María y madre de Zhenia, escribe a un hombre pidiéndole consejo sobre un problema familiar que la ha sumido en la desorientación y el abatimiento. Se trata de lo que llama una “tragedia familiar”, dividida en tres dramas amorosos: el de su madre, el suyo propio y el de su hija. Voy a resumirlos.

María
María, la madre de Olga, había sido una importante agitadora cultural de la década de 1890, consagrada a difundir el pensamiento ilustrado tanto entre los habitantes de las aldeas como entre los más desfavorecidos de las ciudades, a través de conferencias, cursos y la creación de una biblioteca itinerante.
Muy joven se había casado por amor con un coronel, contra la opinión de sus padres, con el que había sido feliz durante algunos años y concebido dos hijos. Sin embargo, con el tiempo empezó a añorar su actividad previa, que había dejado al casarse. Abandonó el hogar, marido e hijos, cuando conoció al que sería el padre de su tercer vástago, también revolucionario. Se divorció tan pronto como se enamoró de él, a pesar de que ninguno de los dos hombres se lo exigía: al contrario, su marido no quería perderla y, su amante, no aspiraba en principios a atarse en aquellos momentos a una pareja.
María, sin embargo, dejó su vida segura y confortable y desafió decididamente todos los prejuicios de su época en la que se toleraba la “doble vida” pero el divorcio constituía un escándalo -recordemos a Ana Karenina. En la más pura lógica del amor cortés, es decir, del amor idealizado, explica que “los derechos del amor están por encima de los deberes conyugales”. Ella quería vivir su vida sin hipocresía, de manera “conforme a sus inclinaciones” según los ideales de la nueva época.
Siguiendo esa misma lógica, cuando tiempo después descubre que su nuevo compañero la engaña, le deja de inmediato, llevándose consigo a Olga, la hija de ambos. Considera los sentimientos como verdades absolutas e inalterables contra los que no se puede hacer nada. Nunca más volverá a verlo, pero tampoco lo olvidará ni tendrá una nueva pareja. Al contrario, le seguirá amando toda la vida y se mantendrá fiel a este amor siempre.
Ese es el drama de María: las consecuencias de la exaltación del amor como verdad absoluta, contra sí misma, contra todo.

Olga
Activista asimismo precoz, siempre al lado de su madre, la hija de María se adherirá enseguida al marxismo en cuyos círculos conocerá a su primer compañero y, como él, se hará bolchevique. Pero, no se casarán y no lo harán por “principios”, en conformidad con la libertad preconizada por el nuevo orden social que quieren instalar.
Si su madre mantiene que solo es posible amar a un hombre, Olga considera caduca esa concepción que había precipitado a esta última de un divorcio al otro hasta finalmente acabar sola. Así, cuando ella misma se enamora de otro hombre, se hace su amante pero no lo oculta:  con el primero comparte un proyecto de vida revolucionaria por el que lo ama y lo respeta, pero no lo desea; con el amante, un “burgués” casado, no solo no tiene ningún proyecto en común sino que, ideológicamente, le desprecia; sin embargo, le une a él una pasión tempestuosa. Olga rechaza los prejuicios sociales, también los de su madre, que consideran la situación inmoral y, por su parte, la acepta tal y como es, sin hipocresías, como exige el nuevo orden.
En ese momento, sin embargo, Olga reconoce que “empezó a enredarse el nudo de su vida”. Cuando nace Zhenia, hija de su amante, ambas continúan viviendo con su compañero pero, la situación comienza a deteriorarse, y los dos hombres la conminan a elegir.
Su madre María considera que como su hija está enamorada de su amante, debe elegir a este último, a pesar de no compartir nada más: el amor es lo fundamental. Para su sorpresa, Olga toma una decisión racional y elige a su compañero, con el que tiene un proyecto de vida en común. Huye así de un deseo sexual que no concuerda con sus ideales para elegir la estabilidad de un compañerismo sin deseo.
Pero cuando su compañero se acomoda y deja de interesarse por la revolución, no sostiene más la relación y le deja; se va del país con Zhenia. De nuevo, una mujer sola con su hija.
Más tarde, conocerá a otro camarada, bastante más joven que ella, con el que regresa a Rusia y “juntos colaboran en el triunfo de los soviets”. Viven juntos con la hija de ella.

Zhenia
El drama que aparece en la tercera generación y sumerge a Olga en el abatimiento que la lleva a dirigirse al Otro, se inicia cuando descubre que su hija mantiene a escondidas una relación con el amante de su madre, es decir con su propia pareja.
Al interrogarla sobre ello, Zhenia responde con frialdad. No le había contado nada a su madre sobre esta relación, plantea, porque ella es libre y no consideraba que su conducta sexual fuera de su incumbencia. Se acuesta con la pareja de su madre simplemente porque se entienden bien, para pasar el tiempo, pero no le ama. Es solo sexo.
Si le amara, no se acostaría con él, porque entiende que eso habría hecho daño a su madre. Pero, como no hay sentimientos, no entiende por qué a su madre le tendría que doler: son relaciones sin amor, es decir, “sin consecuencias”.
Como le pasó a Olga en su momento respecto a María, Zhenia tampoco quiere ser como su madre que se debatió entre dos hombres: ella no quiere comprometerse.  Por ello, cuando se queda embarazada de la pareja de su madre, aborta sin ningún tipo de sentimiento. No es el momento, dice, de atarse a un hombre o aun hijo: son años de luchar por el Partido.
Olga se preocupa por la frialdad del razonamiento de su hija. No siente vergüenza, no siente culpa. “¿Qué está pasando? –se pregunta. ¿Es solo el resultado de la lujuria, que no se ve frenada por norma moral alguna? ¿O es algo distinto, consecuencia del nuevo modo de vida, fruto de las exigencias de la clase que ahora estaba en el poder? ¿Se trata de una nueva moral?”.
Sin embargo, el drama de Zhenia surge cuando toma conciencia de las consecuencias de sus actos: puede perder el amor de su madre. Eso la angustia.

El drama del amor, algo más que un fracaso
Cada una de estas tres mujeres ilustra una posición distinta frente al amor: la entrega al amor hasta sus últimas consecuencias, la huida del amor y de sus consecuencias y la banalización de un amor sin consecuencias.
No hay verdadero encuentro amoroso sin consecuencias. El amor, señala Lacan “encuentra su soporte en cierta relación entre dos saberes inconscientes” (3): algo del partenaire hace resonar las propias marcas de goce. En una pareja así constituida se trata de  tener “valentía ante fatal destino”, lo que podemos entender como coraje para enfrentar las consecuencias del encuentro. Éstas pueden ser distintas en cada caso, pero piden soportar que se contraríen las propias aspiraciones del amor: el secreto del amor es que no hace Uno.
Entonces, podemos pensar como Olga que no hay amor sin drama. Pero no por los mismos motivos. Por un lado, el drama del amor es inevitable en tanto le es consustancial: el amor necesita una ficción que venga a suplir el agujero del “no hay relación sexual”. Y, cada ficción amorosa constituye una manera de hacer posible la ilusión de que la relación sexual cesa por un tiempo de no escribirse. Es un tratamiento del imposible, con sus logros y sus fracasos.
Pero, por otro, Lacan sitúa que lo que cuenta en el amor no es el sentido sino el signo, y ese es su auténtico drama (4). El signo se alza siempre sobre un fondo de “no hay”: no hay relación sexual, hay el goce.
El goce se escribe de manera distinta en cada lado del repartitorio sexual: como goce todo fálico o no-todo fálico. Si del lado masculino, el hombre tiene el objeto a como partenaire, del lado femenino tenemos el S(A/), que incluye el Otro privado de lo que da, que es el Otro del amor por excelencia. Pero, aunque el amor se dirige al Otro, en tanto goce es también autoerótico. De modo que podemos decir que el amor vela el goce.
El amor como suplencia de la relación sexual es un amor que permite hacer lazo allí donde lo autoerótico del goce de cada sexo no hace relación con el otro. En este sentido, el amor no solo requiere del encuentro entre dos saberes inconscientes, sino también del consentimiento del sujeto a pasar por el otro y hacer lazo con el partenaire.

La cuestión femenina, ayer y hoy
María, Olga, Zhenia pertenecen a generaciones distintas pero podrían ser tres mujeres contemporáneas, de ayer o de hoy. En el paso de una a otra vemos que, a medida que la idea de libertad individual se vuelve preponderante, el lazo amoroso se debilita. En cuanto, a la igualdad entre los sexos, los cambios sexuales no consiguen eliminar la disimetría de los goces, si bien encontramos posiciones distintas respecto a ello.
Quizás podamos considerar la revolución Rusa como un pequeño laboratorio de los cambios que se sucederán en Occidente en materia amorosa durante el siglo XX, en especial, desde la Declaración Universal de los Derechos humanos de 1948.
Jacques-Alain Miller plantea que “la gran diferencia entre la subjetividad moderna, que Lacan menciona en 1953, y el sujeto contemporáneo es la cuestión femenina que estalla en medio. Sería importante precisar, añade, si se pueden ordenar cierto número de síntomas de la civilización contemporánea en relación con el feminismo y su manera de difundirse” (5).
La lucha del feminismo, o de los diversos feminismos, por la igualdad de los sexos ha acompañado al llamado declive del Padre en la civilización, que ha implicado pasar de una lógica regida por la creencia en la existencia de un Otro de la ley y la garantía a la figura de la inexistencia de un Otro así. Esto nos ha precipitado a un “todos iguales sin excepción”, tal como recoge la misma Declaración.
El concepto de igualdad está siempre referido a un rasgo, por ejemplo, en este caso, a la relación con los derechos civiles. Nunca se refiere al todo.
Sin embargo, el tema de la igualdad se ha deslizado a menudo a  creer que el que los hombres tengan los mismos derechos quiere decir que no hay diferencia entre ellos, lo cual si nos referimos al goce sexual supone borrar la alteridad radical del Otro sexo y su goce.
La igualdad jurídica entre hombres y mujeres coexiste con la desigualdad entre los sexos, como la nombra Miller en su curso (6). No se trata ya de la diferencia sexual que subrayó Freud, sino de la disparidad de los goces que introduce la disimetría en la relación con el falo.
La inexistencia de un Otro de la excepción, propia de nuestra época, es solidaria de la feminización del mundo actual, pero sin olvidar que, cuando aplicamos la lógica de la sexuación al conjunto social (7), hablamos de una feminización lógica (8).
Junto a Marías, que no dejan de soñar con el amor unitivo, cada vez encontramos más Olgas que quieren dejar de lado el amor, y Zhenias que lo banalizan… hasta encontrarse con los consecuencias de sus actos.
La feminización lógica del mundo no nos lleva paradójicamente cada vez más al  encuentro amoroso sino al goce del Uno solo. Si Lacan, en 1972, plantea que cualquier discurso emparentado con el capitalismo, al dejar fuera la castración, forcluye los temas del amor (9), tendríamos la paradoja de que los ideales revolucionarios de la libertad y la igualdad entre hombres y mujeres se habrían puesto desde el principio a su servicio. Y, así, encontramos en los hombres y mujeres actuales, libres e iguales, la tendencia cada vez mayor a dejar de lado las cosas del amor, reduciéndolo a un consumo, a un mercado.


Notas:
1. Kollontái, A. “El amor de tres generaciones”. El amor de las abejas obreras (1923). Barcelona, Alba, 2008.
2. Lacan, J. “Televisión”. Otros escritos. Buenos Aires, Paidós, 2012, pág. 557.
3. Lacan, J. El Seminario, libro XX: Aún. Buenos Aires, Paidós, 1989, págs. 174-5.
4. Lacan, J. “Televisión”, op. cit., pág. 567.
5. Miller, J.-A., y Laurent, E. El Otro que no existe y sus comités de ética. Buenos Aires, Paidós, 1998, pág. 27.
6. Op. cit., pág. 163.
7. Álvarez, M. “Jacques Lacan, Dios y el goce femenino”. El Psicoanálisis 7. Barcelona, ELP, 2004.
8. Álvarez, M. “La feminización lógica del hombre contemporáneo”. Freudiana 61. Barcelona, Comunidad de Catalunya ELP, 2011.Ver en este blog: http://www.elblogdemargaritaalvarez.com/2010/09/la-feminizacion-logica-del-hombre.html

9. Lacan, J. Yo hablo a los muros. Buenos Aires, Paidós, col. “Paradojas de Lacan”, 2012, pág. 106.