lunes, 24 de junio de 2013

ERIC LAURENT: HOBBES CON FREUD


"La destrucción del Leviatán" (1865), de Gustave Doré

“Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit”, “Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro”, afirmó Plauto en el año 254 d.C. (1). La frase será retomada y reducida en el siglo XVII por Thomas Hobbes, a quien por lo general se atribuye: “Homo homini lupus”, “El hombre es un lobo para el hombre”. El filósofo la adaptó en su ensayo Leviatán (2), título que hace referencia al monstruo bíblico homónimo (3), de poder descomunal, que reinaba de modo absoluto en los mares, causando el terror en ellos.
En su obra, Hobbes escribe sobre la naturaleza humana y sobre la organización de la sociedad. Partiendo de la definición de hombre y de sus características, explica la aparición del derecho y de los distintos tipos de gobierno que son necesarios para la convivencia. 
Hobbes inicia su ensayo señalando que la naturaleza, el arte con el que Dios ha hecho y gobierna el mundo, puede ser imitada por el arte del hombre quien puede crear un animal o un hombre artificial como es el Estado, un Leviatán creado para la protección y defensa del propio hombre.
Sitúa la competencia, la desconfianza y la gloria como las tres principales causas de discordia entre los hombres. La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para lograr seguridad; la tercera, para ganar reputación. Esto llevaría a la guerra de cada uno contra todos.
El estado de naturaleza, para Hobbes, no es paradisíaco sino de barbarie. Los pactos posibles para superarlo no pueden sostenerse solo verbalmente. Sin un poder común que los atemorice a todos, los hombres entran necesariamente en estado de guerra. La “guerra de todos contra todos sería intrínseca a la condición humana (4). Aunque nunca haya existido un estado así, Hobbes señala cómo en épocas muy distintas el hombre vive en estado de continua enemistad.
El derecho de naturaleza, el ius naturales, autoriza a hacer todo lo posible por preservar la vida. Según tal derecho, no hay nada injusto pues donde no hay poder común, la ley no existe y, donde no hay ley, no hay justicia.
Una buena convivencia solo es posible a través del Estado, cuyo fin es la seguridad. “El único camino para erigir semejante poder común, capaz de defenderlos contra la invasión de los extranjeros y contra las injurias ajenas, asegurándoles de tal suerte que por su propia actividad y por los frutos de la tierra puedan nutrirse a sí mismos y vivir satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus voluntades a una voluntad” (5).
Hobbes nombra al Estado como aquel gran Leviatán, “al cual debemos, nuestra paz y nuestra defensa” porque en virtud de la autoridad que cada hombre le confiere, posee y utiliza tanto poder y fortaleza, que “por el terror que inspira es capaz de conformar las voluntades de todos los hombres para la paz, en su propio país, y para la mutua ayuda contra sus enemigos, en el extranjero”.
En su ensayo, Hobbes sitúa el inicio del pacto social y aboga por el establecimiento de una fuerza exterior, un Estado absoluto, para regular la destrucción que conlleva el egoísmo humano, el estado de naturaleza del todos contra todos.

Los Jobs del nuevo Hobbes
En este artículo que tiene ya más de una década, Éric Laurent señala un retorno de Hobbes en el pensamiento político contemporáneo (6). Él hace referencia de entrada a la disyunción planteada por el ensayista político neoconservador Robert Kagan, en otro artículo contemporáneo, donde opone el mundo hobbesiano de los EEUU y el mundo kantiano europeo. 
En el primero, solo la fuerza ejercida por el poder soberano salva o protege del estado de naturaleza hobbesiano caracterizado por “la guerra de todos contra todos”; en el segundo, la regla de derecho se querría establecida para siempre, se creería que puede sostenerse por sí misma –sin la ayuda de la espada, podemos decir- y se querría poder establecer proyectos de paz perpetua”.
En la línea de los defensores del primero, Laurent cita a uno de los maestros del llamado pensamiento realista americano, John Mearsheimer, quien sostiene que “sólo el poder físico –una combinación de efectividad militar, fuerza económica, tamaño de la población y extensión geográfica- es la clave para entender lo que pasa en la política internacional”. Este último no cree que “ningún desarrollo reciente –Naciones Unidas, globalización, extensión del sistema democrático o fin de la historia, haya cambiado estas antiguas verdades”. En este contexto, señala Laurent, “Hobbes puede ser convocado para sostener la necesidad de un estado hiperpoderoso, que asegure el monopolio del ejercicio de la violencia como garantía de un sistema de equilibrio de otros poderes”. El monstruo frío del Estado, el Leviatán mítico, aparece en este pensamiento como una necesidad del sistema.
A continuación, Laurent cita una obra del sociólogo marxista Antonio Negri, escrita en los años 80 durante su estancia en prisión, referida al trabajo de Job (7). Identificado a la figura de este último en el mito bíblico, sometido a todo tipo de pruebas por Dios, Negri reinterpreta el relato: desesperado por el dolor y la falta de sentido, Job interroga a Dios, “trabaja, exige que se le rinda cuenta del mal que sufre, blasfema, protesta contra la explotación, desafía el poder” -y se queda solo contra toda la comunidad-, aunque esto solo represente un momento antes de alcanzar la alegría. Para Negri, la modernidad remite más a la relación del hombre con el Dios del Antiguo Testamento que con el del Nuevo.
En este contexto del redescubrimiento hobbesiano, Laurent sitúa seguidamente la traducción francesa de dos conferencias dictadas por Carl Schmitt en 1938 sobre el Leviatán en el pensamiento del filósofo británico. Para Schmitt, el Estado  liberal es “un instrumento técnico neutro”. ¿El pensamiento de Hobbes sería la última barrera contra ello o su fundamento? El momento hobbesiano que atravesamos -señala Laurent- implica una interrogación sobre la naturaleza del estado liberal, triunfante, frágil, amenazado por poderes y flujos transnacionales hasta el punto de decirse que estamos en la época de los estados disfuncionales o derrumbados o de un Leviatán cojo.
La época de Schmitt no es la nuestra -precisa. En los años 30, el estado se soñaba como un Todo que pondría remedio a los desórdenes del mundo. Schmitt luchaba contra quienes querían reducir al Estado al conjunto de reglas de derecho. Se le opusieron autores como Max Weber o Leo Strauss, cada uno de los cuales trazó la genealogía del corte entre la religión y la política que funda el Estado moderno. Schmitt quiere recordar que el estado de derecho de Hobbes es sobre todo un estado policial.
La cuestión -agrega Laurent- es saber si el surgimiento del Estado elimina la cuestión del estado de naturaleza, la presencia de la muerte. Schmitt sostiene que para Hobbes la amenaza siempre está presente. No es la regla del derecho la que funda el Estado sino la presencia del crimen y del terror. Para orientarnos, Laurent remite a “Psicología de las masas” (8), de 1920, que tiene acentos muy hobbesianos. El contrato social freudiano es un intercambio de yoes que permite liberar la angustia. La masa primaria es una suma de individuos que pone un solo y único objeto en el lugar de su Ideal del yo y están, en su yo, identificados unos con otros”.
Pero la ficción freudiana convierte el asesinato del padre originario en el verdadero momento del contrato -precisa Laurent. “En el seno mismo del contrato se reencuentra el terror fundador que el padre de la horda inspiraba en el reino de la naturaleza. El líder de la masa sigue siendo el padre originario temido, la masa quiere ser dominada siempre por un poder ilimitado. El establecimiento del lazo social, la base pulsional de la identificación, no permite entrever la paz. El goce irrestricto habita al jefe que hereda el goce del Urvater. ¿Cómo deshacerse de eso? -se pregunta.
La pulsión de muerte es como un estado de naturaleza que amenaza siempre a la civilización. Freud nos lleva a pensar que la civilización estará siempre agujereada. Sin embargo, él no deduce de ello la necesidad de una instancia exterior al sistema  que vendría a asegurar una totalización tapando así el abismo que abre el goce en el conjunto de reglas. Siempre faltará una. El Leviatán está cojo. El Todo del Estado está por todas partes derrumbado -aunque en unos casos más que en otros.
Asistimos -señala-, a tentativas de recomponer el Todo mediante “religiosidades estridentes, populismos disparatados, comunidades ferozmente replegadas sobre sus identidades”. Asistimos también a la “constitución de comunidades yuxtapuestas, que no articulan ningún espacio público verdadero. Están atadas por un mercado común y reglas jurídicas que son un mero lenguaje instrumental. Las comunidades reunidas se hablan entre ellas por pasajes al acto. Nos recuerdan el misterio del pacto social, del crimen y del terror que esconde. Encontramos el mismo goce maldito en el fantasma represivo neo-totalitario y en la bacanal suicida del terrorismo”.
No se trata pues -concluye Laurent-, de la elección planteada por Kagan en su artículo, entre Hobbes y Kant. La elección pasa entre Hobbes y Hobbes, gracias al Job de Freud, es decir -me permito traducir un juego de palabras- a su trabajo (job).


Notas
1. Plauto, Tito Macio: La comedia de los asnos (Asinaria). En: Comedias. Madrid: Gredos, col. “Biblioteca clásica”, 1992. Enlace web: http://historiantigua.cl/wp-content/uploads/2011/07/Plauto-Tito-Maccio-Tomo-I-Asinaria-bilingue.pdf
2. Hobbes, Thomas: Leviatán o la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil (1651). México: Fondo de Cultura Económica. Accesible on line en: http://eltalondeaquiles.pucp.edu.pe/sites/eltalondeaquiles.pucp.edu.pe/files/Hobbes_-_Leviatan.pdf
3. Job 41: 1.  
4. Hobbes, Thomas: Leviatán, op. cit., cap. XIII.
5. Ibídem, cap. XVII.
6. Laurent, Éric: “Los Jobs del nuevo Hobbes”. En: Ciudades analíticas. Buenos Aires: Tres haches, 2004.
7. Negri, Antonio: Job, la fuerza del esclavo. Buenos Aires: Paidós, 2003.
8. Freud, Sigmund: “Psicología de las masas y análisis del yo” (1920). En: Obras Completas, vol. XVIII. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1984.

lunes, 3 de junio de 2013

RESEÑA SOBRE “LA POLÍTICA DEL SINTOMA ES EL NOMBRE DE NUESTRA CLINICA”, DE ANTONI VICENS



British Museum

El pasado 28 de mayo tuvo lugar en la sede de Barcelona de la Comunitat de Catalunya la primera sesión preparatoria de las XII Jornadas de la ELP: “Goce, culpa e impunidad”. Contamos para ello con una intervención excelente de Antoni Vicens, miembro de nuestra comunidad y presidente de la ELP, que resultó muy clarificadora en relación  a los tres términos del título. Enmarcada en el quinto eje de las jornadas, “Clínica y política”, sirvió de punto de apertura a los cuatro primeros. Trataré de reseñar aquí algunos de los puntos tratados por su gran interés para el trabajo preparatorio que nos espera de aquí a noviembre.
En la presentación, Elvira Guilañá comenzó recordando que Antoni Vicens se había referido a la acción política y a la política lacaniana con ocasión de  su primera alocución como presidente el pasado mes de noviembre, cuando señaló la necesidad de elaborar más que nunca una razón política que incluya la diferencia entre felicidad y deseo, entre culpa y angustia, entre placer y goce.
El título de la intervención de Antoni Vicens fue: “La política del síntoma es el nombre actual de nuestra clínica”. 

Goce, culpa, impunidad
Antoni Vicens comenzó señalando la actualidad de los términos presentes en el título de las Jornadas.

Goce 
Para entrar en los conceptos, A. Vicens situó la necesidad de empezar por la cuestión de que en tanto hablantes somos causados por un resto de goce, un plus de gozar que es producido por los discursos. Somos causados como síntoma. A partir de ahí, intentamos hablar para insertarnos en un discurso que haga sentido y nos lleve más allá de la soledad de nuestra relación con el goce que nos causa. El goce del discurso analítico en el que estamos comprometidos es afirmarlo, querer saber algo de ese resto de goce que nos causa.
El goce es nuestro concepto fundamental -comenzó diciendo. A partir de determinado momento, Lacan introdujo que “no hay Otro del Otro” -tal y como Jacques-Alain Miller ha señalado recientemente refiriéndose a la novedad que comportó el Seminario VI. Esta introducción constituyó un punto de viraje que “arruinó” parte de su enseñanza precedente, donde la ley tenía un lugar privilegiado. Y, a la par, abrió la puerta a la noción de un Otro sin ley.
Si en el Seminario VI se trata del deseo y su interpretación, el Seminario VII plantea que no hay dialéctica del deseo. Lacan introduce allí el primer elemento no dialéctico: das Ding.  Este último seminario analiza un concepto que se desprende de “no hay Otro del otro” -señaló-, la llamada "tragedia del deseo".
El concepto de goce se plantea desde ese momento como el concepto que más problemas o soluciones clínicos genera –añadió. El deseo pasa a ser definido como un efecto del plus de gozar, el objeto a como causa de deseo es cierta manera de goce.
El concepto de culpa se plantea de un modo diferente.

Culpa
En relación a la culpa, A. Vicens distinguió dos modalidades de la culpa: la culpa contable, dialéctica; y la culpa trágica, que es una culpa sin dialéctica.
La culpa en su versión dialéctica es un laberinto, como el laberinto del superyó, que cuando más se entra en él, más difícil es salir: cuanto más se responde al imperativo del superyó, éste más pide, lo que deja en una posición imposible.
La culpa es un esfuerzo para volver contable el goce. Parte de la suposición de que el goce es contable, y de que existe un Otro que, además de querer que gocemos, lleva la contabilidad necesaria. La culpa es un modo de deshacerse de la soledad pero a costa de encontrar un sentido más o menos mítico a ese Otro que supuestamente lleva las cuentas. No se trata de una suposición de saber sino de la posibilidad de compartir la culpa, cuando implica por ejemplo un sacrificio –lo que todas las religiones tienen en común. Ese sacrificio daría un sentido universal a ese resto de goce.
En relación a la culpa no dialéctica, la culpa trágica, A. Vicens planteó que Lacan la aplica a lo real, a das Ding y la extrae de Antígona. Es una culpa sin medida o que, en todo caso, tiene como medida el infinito.
Para Lacan, tanto Kant como Sade coinciden en un punto donde la culpa, o el deber, o el resarcimiento de la culpa, apela a una inmortalidad: hay una culpa que no se pagaría jamás. En Kant, se sitúa en un alma inmortal y, en Sade, a través de una tortura inflingida a sus víctimas, que irían al infierno para siempre. El victimario gozaría eternamente de la tortura infinita.

Impunidad
En cuanto a la impunidad, A. Vicens planteó que en las Jornadas deberemos poner a prueba la afirmación de la impunidad, que sería gozar sin pagar el precio. Pero eso significaría el paso anterior señalado más arriba que sería hacer existir al Otro como contable. Primero suponer a este Otro contable, y luego distraer al Otro para sustraerle una parte de esa contabilidad.
La cuestión es si el goce puede ser impune, incluso si el goce mismo no es un nombre de la impunidad. Si esto fuera así –afirmó- nos tendríamos que preguntar cómo es posible una ética.
Una ética se entiende a partir de la defensa de un bien, aunque sea un bien diferente de los bienes. Pero aquí estamos en una dimensión distinta. Una ética supone un imperativo. Lacan elabora este imperativo a lo largo de su enseñanza hasta dejarlo en un simple “¡Goza!” donde el imperativo se desvanece con su propia formulación. Él mismo es ya un goce. Tenemos ahí un nudo –señaló.
Si a estas tres dimensiones añadimos la del síntoma nos podemos preguntar si este último es el pago de una culpa o la renovación de su coartada –en la medida que la culpa es una coartada en relación con el deseo.
El síntoma como formación del inconsciente parece entrar en el cálculo del Otro existente, pero cuando lo escribimos como sinthome, como referido a la no existencia del Otro podemos preguntarnos si la culpa se ha desvanecido.
En el Seminario VII, Lacan demuestra que existe una culpa trágica irresoluble, que es objeto de una Ley con mayúsculas. Al editar el seminario, J.-A. Miller tuvo que decidir en qué ocasiones la palabra "ley" se ponía con mayúscula  y en qué ocasiones con minúscula.
La ley contable es una ley con minúscula. Pero hay una Ley, con mayúscula, que no se puede transgredir. Ante ella, el sujeto se abole, desaparece. Pero en estos momentos de la teoría, esta Ley no puede tomar el nombre de real sin ley porque lo real en la enseñanza de Lacan todavía es con ley.
La pregunta es qué ocurre con la ética cuando lo real es sin ley. ¿Lo real sin ley implica una ética? Parecería que la impunidad sería total. Pero A. Vicens subrayó que no podemos admitir una impunidad así lo que nos lleva a una política del síntoma: hay que anudar eso, escribirlo, crear surcos que organicen ese goce, lo real del goce sin ley.
El pensamiento freudiano va hacia el lugar causal que tiene das Ding en relación al síntoma. Freud no cree ni en el valor del orden ni en la bondad de las intenciones. Él va siempre más allá del velo, hacia el sentido oculto de lo inconsciente y nombra eso en términos de  repetición.
En el Seminario VII, Lacan plantea que la repetición freudiana no es la universalidad de la falta original. Equivale a la imposibilidad de legislar sobre das Ding. Lo real es imprevisible pero se repite, reaparece sin los aderezos de lo universal. Ahí está lo real sin ley. Se repite, vuelve pero no siempre al mismo lugar. Esto excluye, en el origen mismo, cualquier benevolencia.
El psicoanálisis no implica una reconciliación con ningún bien perdido en alguna falta original que habría dado paso a una culpa computable.
La relación con das Ding se presenta bajo las formas de la pasión –afirmó A. Vicens. En la última lección del Seminario VII, titulada “Las paradojas de la ética”, Lacan nos enseña a leer en la tragedia griega la función de las tres pasiones fundamentales: el amor, el odio y la ignorancia. Y de qué modo estas pasiones -precisó- dan lugar a las formas de la heroicidad.
A continuación, A. Vicens dio una otra definición de la impunidad muy interesante, tomada de Lacan: el héroe trágico como aquel que puede ser traicionado impunemente. Pero Lacan define al héroe siempre en relación a una pasión: es héroe porque sigue una lógica no dialéctica, que no busca el equilibrio, sino la lógica de la pasión, sin división subjetiva, sin fisuras, innegociable.
El héroe no está en el lugar del comercio de los bienes, que rápidamente es atraído por el universo de la culpa. Por eso, admite ser traicionado por aquellos que lo rodean. El héroe nos enseña la impunidad como algo Otro, contra lo que él se afirma.
A continuación, A. Vicens hizo un recorrido en relación a la lógica de la pasión en Antígona, Filoctetes y Creonte.
En el Seminario VII -precisó-, Lacan muestra la pasión del amor, fraterno, en la heroicidad de Antígona; la pasión del odio en Filoctetes, al que llama el héroe del odio; y por último, Creonte le sirve para ilustrar la pasión de la ignorancia.
Cada una de estas pasiones es una forma de distancia necesaria -señaló-, contingente también, respecto a ese resto de goce que está en el lugar de la causa freudiana. Podemos llamar pasión a ese resto de goce después de la operación analítica.
La pasión afecta a los cuerpos; está del lado de lo real, no es reprimible. Proviene de la soledad de nuestra relación con el goce, con nuestro partenaire-síntoma. Es una fuerza que intenta hacer existir al Otro.
Un héroe es alguien que puede ser traicionado impunemente, como plantea el Seminario VII, pero no tiene porque ser una figura especial: puede serlo cualquiera que se encuentre con la soledad de su relación con el goce, que Lacan en este último seminario denomina el “círculo interior” compuesto de odio, culpa y temor.
No puede ser héroe quien se pone al servicio de los bienes, quien cede en su deseo en nombre del buen orden, del bien negociable. El goce implica la tragedia, nunca está en el lugar que debe.
La culpa es una cuenta pero tratándose del goce esa cuenta implicaría el sacrificio total. La culpa contable está del lado del servicio de los bienes. Pero el Seminario VII enseña que ponerse de ese lado es ceder en la relación con el deseo. Y entonces está garantizada la culpa.
Al final del seminario, Lacan plantea que lo único de lo que un analista puede sentirse culpable es de haber cedido en relación a su deseo.
No podemos existir trágicamente –señaló A. Vicens-, el servicio de los bienes existe. Pero solo debemos entrar en ellos en la medida que ello sirve para pagar el precio por el acceso al deseo. Es dueño de su deseo quien acepta la soledad del goce que lo causa, es decir, quien sabe que el goce está fuera de toda contabilidad, pero también sabe que el acceso al deseo es causado por el goce, por el exceso del plus de gozar. Y eso exige pagar un precio. Es dueño de su deseo quien no confunde el precio a pagar con el sacrificio de la deuda.
En nuestra época, en la que el deseo parece aplicarse solo en una parte a aquello que es causado por el goce parece que nos hemos salido de la dimensión trágica de la pasión –finalizó diciendo. Nos queda la comedia o la ironía infinita de nuestra propia deriva.