Mostrando entradas con la etiqueta libertad. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta libertad. Mostrar todas las entradas

miércoles, 26 de enero de 2022

EL TIEMPO CUANDO EL OTRO FALTA. ¿CÓMO SOBREVIVIR A NUESTRA LOCURA?

 

 Hace tiempo que venimos diciendo que asistimos a un cambio de época, que el mundo ya es otro. La modificación habida en la figura del Otro regulador de los cuerpos y de las relaciones sociales, en definitiva, de las modalidades de goce, permite aproximarlo. Esta figura ha pasado de estar regida por la existencia lógica a estarlo por la inexistencia lógica. Respecto a esta última decimos que el Otro falta, que no hay Otro, pero se trata de que no hay aquel Otro de la garantía. Desde luego hay Otro, pero han cambiado sus coordenadas: de un Otro de la regulación por el Ideal y la represión a un Otro superyoico que no solo autoriza a gozar sino que empuja a hacerlo sin límite, todo el rato. Este cambio no solo modifica la relación del sujeto con el goce sino también su  relación con el tiempo.

 

De un tiempo a otro

Antes solía decirse que las cosas tenían su tiempo. Según podemos leer en uno de los grandes Libros de la Tradición,todo tendría su momento oportuno: habría el tiempo para nacer y el tiempo para morir, el tiempo para reír y el tiempo para llorar, el tiempo para estar de duelo y el tiempo para divertirse,  el tiempo para intentar y el tiempo para desistir… Pero podemos preguntarnos si realmente había siempre ese tiempo. Como todo lo que deriva o compete a la existencia de un Otro de la garantía, la idea de que había un tiempo para cada cosa no dejaba de ser una creencia. El tiempo como la muerte es una figura del amo o de la castración, y nunca lo tenemos del todo, más bien él nos tiene, nos confronta, nos exige o requiere. 

Pero no hay que desestimar en absoluto la función de las creencias, y de los ideales que ellas conllevan, en tanto nos regulan y organizan. Entonces, no se trata de si “El tiempo para cada cosa” fue alguna vez una realidad. Era un Ideal que, en tanto tal, organizaba la vida individual y colectiva. Había que dar tiempo y, por tanto, había que esperar, lo que quiere decir además que había esperanza, creencia en el futuro, en un mañana mejor.

Ahora, en el tiempo en que ese Otro falta, en que el Otro de la garantía no comanda más la vida social, o más bien, en que gran parte de la población ya no cree en él, esta última tampoco se sitúa ya bajo la égida de sus ideales. El declive de éste y de otros  ideales reguladores de la vida individual y colectiva ha conducido a la puesta en primer plano de una nueva relación del sujeto con el goce, tal y como señaló Jacques-Alain Miller en Comandatubahace ahora más de quince años. Verificamos desde entonces cómo en nombre de la libertad, los individuos quedan presos de un empuje a gozar constante, mortífero y, por estructura, asubjetivo. Sin espera ni esperanza, el cielo social se  ha oscurecido: ya no brillan allí los ideales sino que está ocupado por los más negros imperativos. 

El tiempo ya no es algo que haya que aprovechar para mejorar la vida, hay que aprovecharlo, para lo que sea. No se debe perder, aunque no haya un lugar de enunciación claro que diga por qué tiene que ser  así. La idea misma de lo que significa perderlo cambia necesariamente: por ejemplo, descansar no es ya una buena manera de aprovechar el tiempo cuando se está fatigado; por el contrario, tiende a considerarse como una manera de tirarlo. No se puede parar, se han de hacer siempre cosas nuevas, distintas, se ha de consumir todo el tiempo que tenemos hasta quedarnos sin aliento, sin más razón que su consumo mismo. Las vacaciones se convierten en bastantes ocasiones en un tiempo para extenuarse más. El tiempo ya no es “libre”: tenemos que movernos, que agolparnos colectivamente en los museos, en los aeropuertos, en las playas o en las ciudades aunque no nos interese lo que vemos, lo que hacemos o, incluso, no podamos disfrutar de ello debido a ese mismo agolpamiento. Precipitación, hiperexcitación y agolpamiento son tres de los términos que caracterizan la relación el sujeto con el goce en nuestra época y los tres están asimismo presentes en la vivencia que los sujetos hacen en relación a la pulsión. 

El goce ocupa así el lugar vacío del deseo y se confunde con éste último. Pero si el deseo tiene el límite del propio bienestar, del sentimiento de vida, el goce empuja siempre a un “más aún” mortífero que para Lacan precisa su fórmula misma.

 

Sin mañana

En este tiempo acelerado en que vivimos, el presente es una sucesión imparable de instantes. Uno no puede darse tiempo, no puede esperar, como si no existiera el futuro, “como si no hubiera mañana”. Hemos escuchado decir esta frase en bastantes ocasiones en los últimos tiempos, pandémicos, a sujetos que salen a divertirse, obviando todas las recomendaciones sanitarias, y afirmando que lo hacen “como si no hubiera mañana”. ¿Esta frase sigue siendo una metáfora? ¿O bajo ese empuje a divertirse a toda costa la pulsión de muerte trabaja en ocasiones en silencio para no tener dicho mañana? Recordemos el terrible final de las Ménades después de las bacanales, siguiendo a su dios, una figura de un Otro del exceso sin límite. 

La “manía”, término que deriva de “ménade”, es el estado ideal del hombre contemporáneo en el que la alegría, la hiperexcitación del cuerpo, la fuga de ideas, el cambio constante es una máscara de la mortificación que se deriva de esos excesos pulsionales, por definición, fuera del lazo con los otros. El otro estado consecuente es la la llamada derpesion, el hastío, la alta de deseo.

¿Por qué vías los sujetos pueden salir de esos embrollos en los que están presos?

 

¿Cómo sobrevivir a nuestra locura?

Este subtítulo evoca el  título de un relato de Kenzaburo Oé, “Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura”,de 1966, un relato que si bien no se sitúa en nuestra época ilustra bien algunos de los puntos señalados: la prevalencia del registro el goce sobre el del deseo en la vida del sujeto, la vivencia de vorágine, de amontonamiento, de precipitación, de hiperexcitación, la huida hacia delante confundida con la libertad, la idea de que lo que molesta es el Otro, que uno no es responsable…




El protagonista de ese relato 
encuentra sus dificultades para hacer frente a los 

embrollos de su goce en el momento preciso que debe hacer frente a la paternidad. Primero 

se dirige al Otro materno intentando encontrar una respuesta sobre la locura de su propio 

padre (quien se había encerrado en el garaje y fallecido rodeado de trastos). Demanda  una 

respuesta  que le oriente sobre su locura propia y la de su hijo (nacido con una parálisis 

cerebral). Tres   “locuras” que él pone en serie según una supuesta filiación hereditaria. El 

problema es primero la respuesta que el Otro no le da… Pero, cuando finalmente consigue 

que la madre le dé una sobre lo que precipitó la locura del padre, se da cuenta de que no le 

sirve, de que no puede esperar que la respuesta a su malestar le venga del Otro.

De tintes autobiográficos, la temática de las dificultades con el propio deseo y con la paternidad se repite en distintas obras del autor. Algunos de los protagonistas de sus relatos enfrentan estas dificultades, o más bien no las enfrentan, mediante una huida desesperada hacia delante, sin hacerse cargo de lo que quieren, sin darse tiempo para pensar o para buscar una solución mejor, en nombre de una ilusión de libertad que en realidad oculta cómo el sujeto está preso de esa parte pulsional que no reconoce como suya sino que cree causada por el Otro. 

Voy a referirme a lo que el autor relata a este respecto en otra obra, un poco anterior a la citada: Una cuestión personal,4de 1964. 




La trama comienza cuando la mujer del protagonista, llamado Bird, ingresa en un hospital 

para dar a luz. Él no es capaz de acompañarla, también tardará en visitarla, apenas puede 

siquiera preguntar por ella, por si el parto ha tenido ya lugar o no, si todo va bien. No puede 

cuidarla ni hacerse cargo del hijo de esa unión que va a nacer. Poco a poco se irá sumiendo 

en una vorágine temporal y pulsional, que se irá profundizando durante los tres días que 

durará el relato y en los que no dejará de intentar autojustificarse ante sí mismo y los otros, 

mientras se sume en un estado de creciente angustia

De su deseo, sin embargo, nada dice. No se opuso al matrimonio pero tampoco lo deseó, ni siquiera sabe si alguna vez deseó a su mujer. Respecto a la paternidad, pasa algo parecido. Y también con su trabajo, con la vida… como si las cosas se decidieran  solas o las decidieran los otros por él. Querría haberse ido a vivir a África, continente que desconoce pero del que va a comprar un mapa, como si irse allí sin ningún proyecto concreto fuera la solución… En realidad, nunca elige algo de modo activo, no hace ninguna apuesta, cree que puede no arriesgarse o no arriesgar nada, que puede no perder nada. 

Cuando se entera de que su hijo ya ha nacido, acude al hospital, fundamentalmente por el qué dirán. Allí, le recibe un médico que le pregunta si quiere ver “la cosa”. Se refiere a su hijo, al que seguidamente califica de “monstruo” pues ha nacido con una hernia cerebral la cual produce cierta  deformidad en la cabeza. No se sabe cuánto sobrevivirá, le explica, pero se calcula que no mucho. Aunque Bird, como padre, le precisa, puede resolver la situación permitiéndose a sí mismo, a su familia, al hospital y al propio médico, librarse del “problema”: se trata solo de que autorice el traslado del bebé hasta el instituto forense para que la ciencia pueda estudiarlo durante lo que sin duda será su breve vida. 

A partir de ese momento, la angustia de Bird llega al paroxismo. Por un lado, recae en su alcoholismo, se droga, frecuenta a otras mujeres, reencuentra a su exnovia con la que planea huir a África… Por otro  lado, la angustia de ser padre se multiplica ante la dificultad de su hijo. Pero, también, surge un  enfado creciente respecto a una medicina que consideran al niño no como un sujeto sino como un trozo de carne. Esto último le despierta. Es un punto ético que le servirá de orientación. La solución no puede encontrarla en el Otro, el sujeto está solo a este respecto. Ha de encontrar en sí mismo la respuesta para salir del estado en que esta inmerso.

Mientras tanto, su hijo crece día a día vigorosamente. Ese bebé que todo el mundo espera que muera, pese a sus graves problemas, se aferra con tal fuerza a la vida, que le da una lección y, a la par, le conmueve, en particular a partir de identificar que tiene sus mismas orejas. En ese momento, puede empezar a reconocerlo como suyo. Recuerda entonces una frase que Kafka escribió a su padre: “Lo único que un padre puede hacer por su hijo es acogerle con satisfacción cuando nace”. No es responsable de todo lo que le ocurra a su hijo pero puede cuidarle. 

Asistimos a un cambio de posición que no tendrá consecuencias solo sobre su relación con su mujer o su hijo: por primera vez Bird pone en juego su  deseo.

Kenzaburo Oé explica en algunas entrevistas las dificultades que tuvo para asumir el autismo de su hijo, Hikari, que no hablaba, no se comunicaba de ningún modo y apenas se movía. Sin embargo, tras cierto proceso personal que fue distinto para cada uno de los padres, él y su mujer decidieron que estaban dispuestos a acompañarle en sus dificultades y de este modo le alojaron en su deseo y en su vida.  



Un día, su mujer se percató de que Hikari mostraba alguna respuesta cuando oía cantar a los 

pájaros, así que le compraron un disco en el que se catalogaba el trino de unas setenta aves 

diferentes. Un tiempo después, el niño pronunció su primera palabra: fue en un parque, al 

reconocer el canto de un pájaro que había escuchado en el disco. Hikari que, sin que se 

dieran cuenta, había memorizado e identificado todos los sonidos de los pájaros del disco, 

nombró al cantor. 

Podemos pensar que esta habilidad particular para identificar los cantos de los pájaros, permitiría después a Hikari identificar muy precozmente las composiciones musicales, dado que hay un estrecho vínculo entre ambas cosas. Tal y como Cheney escribió a finales del XIX: “Los pájaros poseen el arte consumado de la melodía, que ejecutan con una entonación perfecta y una voz pura todos los intervalos de las escalas musicales mayores y menores”.

Cuando Kenzaburo y su mujer se dieron cuenta de su interés por la música, le buscaron una profesora. Y fue de este modo que Hikari Oé encontró la vía que le llevaría años más tarde a convertirse en compositor.

En conclusión: los personajes de Oé en estas obras permiten ilustrar cómo ciertas actuaciones realizadas en nombre de la libertad nos muestran paradójicamente a los individuos presos de su propio goce, sin tiempo, sin margen para que el sujeto sea libre para elegir otra cosa que le ponga del lado del deseo y la vida. En nuestra época, estos sujetos que se dicen “libres”, aparecen fuertemente alienados a menudo a un sistema que solidariamente los empuja a ello. 

Solo si se da un tiempo y un lugar al sujeto, hay alguna posibilidad de que (uno) pueda sobrevivir no solo a la locura de los tiempos sino, principalmente, a la locura de su goce.

* Artículo publicado en la Letras lacanianas, Revista de la Comunidad de Madrid de la ELP, nº 22, en diciembre de 2021.

 Aquí dejo un enlace de youtube a una grabación con  la música  de Hikari Oe:






Bibliografía

1. La Biblia, “Eclesiastés” 3.

2. Miller, Jacques-Alain. “Una fantasía”, El Psicoanálisis,Revista de la ELP, nº 9. Madrid, 2005.

3. Oé, Kenzaburo. Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura. Barcelona, Anagrama, 1995.

4. Oé, Kenzaburo. Una cuestión personal. Barcelona, Anagrama, 1994.

5. Cheney, Simeon Cheney. La música de los pájaros. Palma, Jacobo Olañeta Editor, 2010.


 

martes, 7 de junio de 2016

LA CUESTION FEMENINA, AYER Y HOY



María, Olga, Zhenia, son los nombres de los personajes de un pequeño relato, de cariz autobiográfico, de la escritora y política rusa Aleksandra Kollontái. Publicado en 1923 bajo el título “El amor de tres generaciones” (1), relata las relaciones amorosas, o mejor, las distintas relaciones con el amor de tres mujeres de una misma familia -abuela, madre y nieta-, participantes todas ellas de los movimientos políticos y sociales que rodearon a la Revolución Rusa de 1917.
El relato ilustra bien dichos movimientos y los ideales que los alentaron, en especial aquellos que defendían la igualdad y la libertad entre los hombres. Surgidos durante la Ilustración e incluidos en el lema de la Revolución Francesa, estos ideales recorrieron el siglo XIX abanderando luchas y revoluciones para transformar las condiciones políticas, económicas y sociales existentes.
El texto de Kollontai está atravesado entonces por estos dos ideales y testimonia no solo de los logros obtenidos al respecto sino también de sus fracasos, allí donde podemos decir que el ideal encuentra su límite, o lo simbólico su tope, real.
Así, los logros obtenidos en materia de igualdad entre los sexos y de libertad en las relaciones entre ellos, no sirvieron para que el amor cumpliera sus aspiraciones de hacer Uno a partir de dos y que la relación sexual cesara de no escribirse. Éste me parece que es el verdadero tema de la obra, calificado por Olga, principal protagonista y conductora del relato, como el “drama del amor: un drama femenino. Un drama corriente y moliente, algo de lo más banal”, pero por ello “especialmente doloroso y humillante”, señala: después de las respectivas luchas y sacrificios de cada una de ellas por cambiar el mundo en que vivían: no pudieron evitar vivir dramas similares a los que sufrían las mujeres del viejo orden social. El amor en el nuevo orden donde hombres y mujeres eran iguales y libres tampoco evitaba “la maldición sobre el sexo que Freud evoca en su malestar” (2).
Es sobre estos ideales de libertad y de igualdad y su influencia sobre la erótica, así como sus aspiraciones y sus límites tal como los vemos en la vida de las protagonistas, que me propongo hacer algunas reflexiones. Esto me servirá para pensar después en la influencia de estos ideales en la vida amorosa de la mujer actual, casi setenta años después de que dichos ideales se incluyeran en la Declaración Universal de los Derechos humanos.

El amor de tres generaciones
El relato Aleksandra Kollontái comienza con la carta que Olga, hija de María y madre de Zhenia, escribe a un hombre pidiéndole consejo sobre un problema familiar que la ha sumido en la desorientación y el abatimiento. Se trata de lo que llama una “tragedia familiar”, dividida en tres dramas amorosos: el de su madre, el suyo propio y el de su hija. Voy a resumirlos.

María
María, la madre de Olga, había sido una importante agitadora cultural de la década de 1890, consagrada a difundir el pensamiento ilustrado tanto entre los habitantes de las aldeas como entre los más desfavorecidos de las ciudades, a través de conferencias, cursos y la creación de una biblioteca itinerante.
Muy joven se había casado por amor con un coronel, contra la opinión de sus padres, con el que había sido feliz durante algunos años y concebido dos hijos. Sin embargo, con el tiempo empezó a añorar su actividad previa, que había dejado al casarse. Abandonó el hogar, marido e hijos, cuando conoció al que sería el padre de su tercer vástago, también revolucionario. Se divorció tan pronto como se enamoró de él, a pesar de que ninguno de los dos hombres se lo exigía: al contrario, su marido no quería perderla y, su amante, no aspiraba en principios a atarse en aquellos momentos a una pareja.
María, sin embargo, dejó su vida segura y confortable y desafió decididamente todos los prejuicios de su época en la que se toleraba la “doble vida” pero el divorcio constituía un escándalo -recordemos a Ana Karenina. En la más pura lógica del amor cortés, es decir, del amor idealizado, explica que “los derechos del amor están por encima de los deberes conyugales”. Ella quería vivir su vida sin hipocresía, de manera “conforme a sus inclinaciones” según los ideales de la nueva época.
Siguiendo esa misma lógica, cuando tiempo después descubre que su nuevo compañero la engaña, le deja de inmediato, llevándose consigo a Olga, la hija de ambos. Considera los sentimientos como verdades absolutas e inalterables contra los que no se puede hacer nada. Nunca más volverá a verlo, pero tampoco lo olvidará ni tendrá una nueva pareja. Al contrario, le seguirá amando toda la vida y se mantendrá fiel a este amor siempre.
Ese es el drama de María: las consecuencias de la exaltación del amor como verdad absoluta, contra sí misma, contra todo.

Olga
Activista asimismo precoz, siempre al lado de su madre, la hija de María se adherirá enseguida al marxismo en cuyos círculos conocerá a su primer compañero y, como él, se hará bolchevique. Pero, no se casarán y no lo harán por “principios”, en conformidad con la libertad preconizada por el nuevo orden social que quieren instalar.
Si su madre mantiene que solo es posible amar a un hombre, Olga considera caduca esa concepción que había precipitado a esta última de un divorcio al otro hasta finalmente acabar sola. Así, cuando ella misma se enamora de otro hombre, se hace su amante pero no lo oculta:  con el primero comparte un proyecto de vida revolucionaria por el que lo ama y lo respeta, pero no lo desea; con el amante, un “burgués” casado, no solo no tiene ningún proyecto en común sino que, ideológicamente, le desprecia; sin embargo, le une a él una pasión tempestuosa. Olga rechaza los prejuicios sociales, también los de su madre, que consideran la situación inmoral y, por su parte, la acepta tal y como es, sin hipocresías, como exige el nuevo orden.
En ese momento, sin embargo, Olga reconoce que “empezó a enredarse el nudo de su vida”. Cuando nace Zhenia, hija de su amante, ambas continúan viviendo con su compañero pero, la situación comienza a deteriorarse, y los dos hombres la conminan a elegir.
Su madre María considera que como su hija está enamorada de su amante, debe elegir a este último, a pesar de no compartir nada más: el amor es lo fundamental. Para su sorpresa, Olga toma una decisión racional y elige a su compañero, con el que tiene un proyecto de vida en común. Huye así de un deseo sexual que no concuerda con sus ideales para elegir la estabilidad de un compañerismo sin deseo.
Pero cuando su compañero se acomoda y deja de interesarse por la revolución, no sostiene más la relación y le deja; se va del país con Zhenia. De nuevo, una mujer sola con su hija.
Más tarde, conocerá a otro camarada, bastante más joven que ella, con el que regresa a Rusia y “juntos colaboran en el triunfo de los soviets”. Viven juntos con la hija de ella.

Zhenia
El drama que aparece en la tercera generación y sumerge a Olga en el abatimiento que la lleva a dirigirse al Otro, se inicia cuando descubre que su hija mantiene a escondidas una relación con el amante de su madre, es decir con su propia pareja.
Al interrogarla sobre ello, Zhenia responde con frialdad. No le había contado nada a su madre sobre esta relación, plantea, porque ella es libre y no consideraba que su conducta sexual fuera de su incumbencia. Se acuesta con la pareja de su madre simplemente porque se entienden bien, para pasar el tiempo, pero no le ama. Es solo sexo.
Si le amara, no se acostaría con él, porque entiende que eso habría hecho daño a su madre. Pero, como no hay sentimientos, no entiende por qué a su madre le tendría que doler: son relaciones sin amor, es decir, “sin consecuencias”.
Como le pasó a Olga en su momento respecto a María, Zhenia tampoco quiere ser como su madre que se debatió entre dos hombres: ella no quiere comprometerse.  Por ello, cuando se queda embarazada de la pareja de su madre, aborta sin ningún tipo de sentimiento. No es el momento, dice, de atarse a un hombre o aun hijo: son años de luchar por el Partido.
Olga se preocupa por la frialdad del razonamiento de su hija. No siente vergüenza, no siente culpa. “¿Qué está pasando? –se pregunta. ¿Es solo el resultado de la lujuria, que no se ve frenada por norma moral alguna? ¿O es algo distinto, consecuencia del nuevo modo de vida, fruto de las exigencias de la clase que ahora estaba en el poder? ¿Se trata de una nueva moral?”.
Sin embargo, el drama de Zhenia surge cuando toma conciencia de las consecuencias de sus actos: puede perder el amor de su madre. Eso la angustia.

El drama del amor, algo más que un fracaso
Cada una de estas tres mujeres ilustra una posición distinta frente al amor: la entrega al amor hasta sus últimas consecuencias, la huida del amor y de sus consecuencias y la banalización de un amor sin consecuencias.
No hay verdadero encuentro amoroso sin consecuencias. El amor, señala Lacan “encuentra su soporte en cierta relación entre dos saberes inconscientes” (3): algo del partenaire hace resonar las propias marcas de goce. En una pareja así constituida se trata de  tener “valentía ante fatal destino”, lo que podemos entender como coraje para enfrentar las consecuencias del encuentro. Éstas pueden ser distintas en cada caso, pero piden soportar que se contraríen las propias aspiraciones del amor: el secreto del amor es que no hace Uno.
Entonces, podemos pensar como Olga que no hay amor sin drama. Pero no por los mismos motivos. Por un lado, el drama del amor es inevitable en tanto le es consustancial: el amor necesita una ficción que venga a suplir el agujero del “no hay relación sexual”. Y, cada ficción amorosa constituye una manera de hacer posible la ilusión de que la relación sexual cesa por un tiempo de no escribirse. Es un tratamiento del imposible, con sus logros y sus fracasos.
Pero, por otro, Lacan sitúa que lo que cuenta en el amor no es el sentido sino el signo, y ese es su auténtico drama (4). El signo se alza siempre sobre un fondo de “no hay”: no hay relación sexual, hay el goce.
El goce se escribe de manera distinta en cada lado del repartitorio sexual: como goce todo fálico o no-todo fálico. Si del lado masculino, el hombre tiene el objeto a como partenaire, del lado femenino tenemos el S(A/), que incluye el Otro privado de lo que da, que es el Otro del amor por excelencia. Pero, aunque el amor se dirige al Otro, en tanto goce es también autoerótico. De modo que podemos decir que el amor vela el goce.
El amor como suplencia de la relación sexual es un amor que permite hacer lazo allí donde lo autoerótico del goce de cada sexo no hace relación con el otro. En este sentido, el amor no solo requiere del encuentro entre dos saberes inconscientes, sino también del consentimiento del sujeto a pasar por el otro y hacer lazo con el partenaire.

La cuestión femenina, ayer y hoy
María, Olga, Zhenia pertenecen a generaciones distintas pero podrían ser tres mujeres contemporáneas, de ayer o de hoy. En el paso de una a otra vemos que, a medida que la idea de libertad individual se vuelve preponderante, el lazo amoroso se debilita. En cuanto, a la igualdad entre los sexos, los cambios sexuales no consiguen eliminar la disimetría de los goces, si bien encontramos posiciones distintas respecto a ello.
Quizás podamos considerar la revolución Rusa como un pequeño laboratorio de los cambios que se sucederán en Occidente en materia amorosa durante el siglo XX, en especial, desde la Declaración Universal de los Derechos humanos de 1948.
Jacques-Alain Miller plantea que “la gran diferencia entre la subjetividad moderna, que Lacan menciona en 1953, y el sujeto contemporáneo es la cuestión femenina que estalla en medio. Sería importante precisar, añade, si se pueden ordenar cierto número de síntomas de la civilización contemporánea en relación con el feminismo y su manera de difundirse” (5).
La lucha del feminismo, o de los diversos feminismos, por la igualdad de los sexos ha acompañado al llamado declive del Padre en la civilización, que ha implicado pasar de una lógica regida por la creencia en la existencia de un Otro de la ley y la garantía a la figura de la inexistencia de un Otro así. Esto nos ha precipitado a un “todos iguales sin excepción”, tal como recoge la misma Declaración.
El concepto de igualdad está siempre referido a un rasgo, por ejemplo, en este caso, a la relación con los derechos civiles. Nunca se refiere al todo.
Sin embargo, el tema de la igualdad se ha deslizado a menudo a  creer que el que los hombres tengan los mismos derechos quiere decir que no hay diferencia entre ellos, lo cual si nos referimos al goce sexual supone borrar la alteridad radical del Otro sexo y su goce.
La igualdad jurídica entre hombres y mujeres coexiste con la desigualdad entre los sexos, como la nombra Miller en su curso (6). No se trata ya de la diferencia sexual que subrayó Freud, sino de la disparidad de los goces que introduce la disimetría en la relación con el falo.
La inexistencia de un Otro de la excepción, propia de nuestra época, es solidaria de la feminización del mundo actual, pero sin olvidar que, cuando aplicamos la lógica de la sexuación al conjunto social (7), hablamos de una feminización lógica (8).
Junto a Marías, que no dejan de soñar con el amor unitivo, cada vez encontramos más Olgas que quieren dejar de lado el amor, y Zhenias que lo banalizan… hasta encontrarse con los consecuencias de sus actos.
La feminización lógica del mundo no nos lleva paradójicamente cada vez más al  encuentro amoroso sino al goce del Uno solo. Si Lacan, en 1972, plantea que cualquier discurso emparentado con el capitalismo, al dejar fuera la castración, forcluye los temas del amor (9), tendríamos la paradoja de que los ideales revolucionarios de la libertad y la igualdad entre hombres y mujeres se habrían puesto desde el principio a su servicio. Y, así, encontramos en los hombres y mujeres actuales, libres e iguales, la tendencia cada vez mayor a dejar de lado las cosas del amor, reduciéndolo a un consumo, a un mercado.


Notas:
1. Kollontái, A. “El amor de tres generaciones”. El amor de las abejas obreras (1923). Barcelona, Alba, 2008.
2. Lacan, J. “Televisión”. Otros escritos. Buenos Aires, Paidós, 2012, pág. 557.
3. Lacan, J. El Seminario, libro XX: Aún. Buenos Aires, Paidós, 1989, págs. 174-5.
4. Lacan, J. “Televisión”, op. cit., pág. 567.
5. Miller, J.-A., y Laurent, E. El Otro que no existe y sus comités de ética. Buenos Aires, Paidós, 1998, pág. 27.
6. Op. cit., pág. 163.
7. Álvarez, M. “Jacques Lacan, Dios y el goce femenino”. El Psicoanálisis 7. Barcelona, ELP, 2004.
8. Álvarez, M. “La feminización lógica del hombre contemporáneo”. Freudiana 61. Barcelona, Comunidad de Catalunya ELP, 2011.Ver en este blog: http://www.elblogdemargaritaalvarez.com/2010/09/la-feminizacion-logica-del-hombre.html

9. Lacan, J. Yo hablo a los muros. Buenos Aires, Paidós, col. “Paradojas de Lacan”, 2012, pág. 106.

martes, 4 de octubre de 2011

¿LIBERTAD DE EXPRESION, LIBERTAD DE PENSAMIENTO?


Tin toy. Arrastre de Rico, años 30. Foto M. Álvarez
“Se confunde a la gente ofreciéndole libertad de expresión al tiempo que se le escamotea la libertad de pensamiento”.
José Luis Sampedro

Me gusta esta cita de Sampedro porque de manera breve y sencilla diferencia algo que con frecuencia se confunde. El hecho de que actualmente haya un empuje a decir de inmediato, y en cualquier lado, todo aquello que a uno se le pasa por la cabeza no se puede confundir con la llamada “libertad de expresión”, es decir, con aquello por lo que muchas generaciones, siglos enteros, lucharon y pagaron un alto precio. Aunque afortunadamente en ese sentido, los tiempos sean más tranquilos, la libertad no ha dejado por ello de ser una elección y, en tanto tal, implica una pérdida o un precio a pagar. No hay libertad sin responsabilidad, como tampoco se puede hablar de responsabilidad si uno no es libre de elegir.
Sin embargo, cuando se apela hoy a la libertad de expresión, con frecuencia se habla de una elección que no se hace cargo de las consecuencias. Esto no solo es irresponsable sino que, incluso, podemos dudar razonablemente de si, en ese caso, podemos hablar de libertad.
¿No se trataría allí más bien de un imperativo superyoico  que, en nombre de lo que no es sino falsa modernez, empuja a decir lo que se nos pasa por la cabeza sin pensar en las consecuencias, como si hacer desaparecer las barreras  del respeto y el pudor nos hiciera más libres y no simplemente más imprudentes o, a veces, más insensatos?
Mientras más ruido hacemos tratando de hablar de todo y de decirlo todo, menos pensamos. Del mismo modo, buscando continuamente consumir nuevas excitaciones que vienen paradójicamente a sustituir en nuestra época la posibilidad de hacer una experiencia, cada vez dejamos menos espacio al vacío, condición sine qua non del pensamiento. Y, por tanto, cada vez reflexionamos y debatimos menos. Cada vez, también, somos menos conscientes de lo que nos perdemos con ello.
Claro que la época no ayuda. Y no me refiero a esta época de cambio más reciente que llamamos crisis. Hace ya un par de décadas, al menos, que la vida empezó a ir demasiado deprisa para todos. Desde los años noventa vivimos en una aceleración creciente como si no hubiera futuro, como si tuviéramos que hacerlo todo de inmediato, como si no pudiéramos esperar, como si no tener lo que se quiere en el acto fuera un signo de enfermedad o, lo que se considera  peor, de fracaso social.
Tenemos que tener todo lo que queremos y tenemos que estar siempre bien. Y eso no hay cuerpo ni vida que lo aguante. No tendríamos que sorprendernos tanto de cómo funcionan muchos adolescentes y jóvenes porque los hemos educado nosotros. Y resulta difícil pedirles que aprendan a soportar la angustia de la vida sin beber compulsivamente hasta caer al suelo sin sentido cuando, de más en más, los adultos queremos eludir las dificultades y sinsabores de nuestra vida psicomedicándonos a todas horas.
¿Pero quién nos dice que tenemos que vivir así? Los enunciados actuales no toman por lo general la forma de la prohibición, bastante impopular desde hace tiempo; estos enunciados difusos, que se han extendido como una mancha de aceite sobre todas las capas y grupos sociales, no tienen un lugar de enunciación como antes único y localizable lo que facilitaba tomar posición y, por tanto, llegado el caso construir una oposición. Y estos enunciados por lo general no dicen tanto cómo no hay que ser, sino cómo hay que ser. Nos ordenan entre otras muchas cosas que seamos enrollados, que ni molestemos ni nos sintamos molestos, que no incordiemos... para poder -es lo fundamental-, estar siempre bien disponibles y bien dispuestos a producir y a consumir.
Consecuentemente cada vez somos más homogéneos, lo que no deja de ser una paradoja en una época que tiene como bandera la libertad, como también lo es que, a pesar de que nunca se había hablado tanto, de todo, en todo momento y en todas partes, cada vez debatimos menos y, cada vez también más, nos cuesta tomar la palabra para hablar en nombre propio, para decir algo nuestro que no sean esos enunciados alienantes, repetidos hasta la saciedad por los medios, que han dado en llamarse lo políticamente correcto.
¿No será que vivimos en un bluff? ¿No será que ni somos tan libres, ni nos lo pasamos tan bien, ni disfrutamos tanto con esa vida acelerada y consumista que llevamos? Si esto fuera así, podría pensarse que quizás entonces, mira por dónde, la dureza de la crisis actual y de los tiempos que según parece nos esperan puedan ser una ocasión al menos para pensar en ello.
Me gusta el estilo de Sampedro de decir las cosas porque no se dedica a denunciar lo que todos ya sabemos sino a señalar, a poner de relieve, pequeñas ideas que en realidad son grandes pensamientos. Se sale de la "histeria" de la denuncia que reina en la actualidad y nos invita a pensar. ¡Qué mayor regalo en estos tiempos de crisis, donde todos somos tratados como cifras, como objetos consumibles y desechables, que alguien nos diga que podemos ser sujetos de un pensamiento!
La cita de Sampedro ayuda a pensar, lo que ya es producir un efecto, mientras que la simple denuncia, por muy verdadera o motivada que sea, cuando no se acompaña de propuestas, nos deja cada vez más en la furia estéril y en la impotencia.
Y yo, particularmente, estoy un poco cansada de estos discursos. Sabemos que las cosas está fatal, ¿pero qué podemos hacer con eso? ¿Limitarnos a denunciar? Cómo salir de una situación tan complicada, tan compleja, sin arriesgarnos a inventar. Aproximemos lo imposible, no para negarlo ni para rendirnos delante suyo sino para darnos la posibilidad, que nadie más nos dará, de hacer nuestras vidas más vivibles. Si no lo intentamos, ya sabemos que el lugar que tenemos reservado es el lugar de la impotencia, donde hace tiempo por otro lado que ya estamos. Y no hay nada mejor para lograr perder el gusto de la vida que  malacomodarse sin decir ni hacer nada a toda su inercia.