sábado, 13 de noviembre de 2010

EN TORNO DE LA SOLEDAD DEL ANALISTA: UNA SOLEDAD LLEVADERA



El tema de las presentes jornadas (1) remite a la soledad del analista en el momento del acto, que es su operación fundamental. Y, como afirma de entrada su texto de presentación, esta soledad “se produce en la experiencia del propio análisis”. No se trata por tanto de la soledad del individuo ni del sentimiento fantasmático de soledad. No es tampoco algo que esté de entrada, es el producto de un recorrido. Me propongo aquí hacer una pequeña reflexión sobre cómo esta soledad se ha producido en mi propio análisis.

Un cambio de lógica
Antes del atravesamiento del fantasma, el sujeto no está propiamente solo. Por un lado, está acompañado por el Otro de su fantasma, un Otro consistente que le hace sufrir siempre igual. Por otro, sabemos que dicho sufrimiento es una tapadera del goce que el sujeto extrae de la relación privilegiada con el objeto que la escena fantasmática vela. En este sentido podemos decir, con Lacan, que el sujeto siempre es feliz... porque siempre goza. También podemos decir que en realidad nunca está solo: el sujeto está estrechamente vinculado con un partenaire en el fantasma.
Pero ese Otro fantasmático no tiene solo una vertiente de goce / sufrimiento. Tiene también una vertiente reguladora. El fantasma es fundamentalmente una máquina significante que regula el goce y, en tanto tal, se rige, como ya Freud señaló, por la lógica fálica. El fantasma es solidario de la creencia en la existencia de un Otro de excepción que regularía el goce; un Otro que enunciaría la ley y quedaría excluido de su cumplimiento. El sujeto ignora su contribución activa a la construcción de ese Otro. Por un lado, sufre de él –y goza con él- pero no sabe por qué ni para qué le necesita.
El Otro del fantasma se construye, se infla, en el momento en que el sujeto se encuentra con el goce y con la insuficiencia de lo simbólico para dar cuenta de él. Ese encuentro con un agujero en lo simbólico –S(A/)-, es propiamente la experiencia de soledad, de desamparo más radical, la Hilflosigkeit del ser hablante. El atravesamiento del fantasma implica descubrir su función de tapón de este agujero que la inexistencia del Otro excava y, por tanto, su función de defensa contra la soledad.
Este descubrimiento conlleva un cambio de régimen, introducirse en una nueva lógica: pasar del régimen de la existencia del Otro al de su inexistencia, de la lógica del Todo a la del notodo, es decir, a una lógica que no queda totalmente subsumida por el falo.
Trataré de situar brevemente, a continuación, cómo tuvo lugar para mí este pasaje y para ello referiré en primer lugar uno de esos actos que llamamos, con Freud, fallidos, pero respecto a los cuales nos ha enseñado que el inconsciente triunfa en abrirse paso a su través.

Una nueva relación con la soledad
Me dirigía en taxi a la consulta del analista. Cuando llegaba a la dirección indicada, el taxista me preguntó: 
- ¿Dónde quiere que la deje, en el lado izquierdo de la calle o en el derecho?
Una pequeña dificultad con mi lateralidad que hace que mi respuesta a una pregunta así no sea siempre inmediata, fue la causa de que cuando ya estaba lista para decir “en el derecho”, el taxista ya estaba aparcando en el izquierdo. Al observar por el retrovisor mi expresión sorprendida, me dijo:
“Lo siento, pero como no dijo nada pensé que le daba igual”.
“Sí –respondí mientras abría el billetero-, “a veces soy un poco lenta con estas cuestiones, no lo puedo evitar”. Me sorprendió la naturalidad con la que confesaba a un extraño algo que me había causado algunas pequeñas molestias  en la vida, pero el atravesamiento del fantasma que había tenido lugar tiempo atrás, con la posición distinta respecto a la castración que introdujo, había cambiado de manera radical mi relación con lo que podía ser considerado, por mi misma o por otros, como un fallo.
El taxista respondió a mis palabras también como si la cosa no tuviera demasiada importancia:
- “Sí -dijo con suavidad -, a algunas personas parece que les pasa eso”. 
“¡Qué tipo más amable!” –pensé mientras le pagaba y me encaminaba a bajar del coche. Sin embargo, antes de llegar a hacerlo, sus palabras me retuvieron:
“No –me dijo-,  me paga de más”.
Al recoger confusa los billetes que el taxista me entregaba, comprendí de pronto que no le había dado el dinero del trayecto sino el dinero que llevaba aparte en el billetero para pagar al analista, es decir, el precio de la sesión de análisis.
La confusión se volvió risa al reconocer de inmediato que “una voz amable”, era el rasgo por el que había elegido no solo a mi analista actual, sino también a los que le habían antecedido en dicha función. La importancia que para mí tenía ese rasgo remitía a un punto de angustia de mi historia, momento en que escuché lo que llamaré “una voz que tranquiliza en la oscuridad”. El análisis me había permitido precisarlo como “una voz que tranquiliza en la oscuridad... del encuentro con el goce”. Esa voz –había creído a partir de aquel momento-, sabía qué hacer con el goce.
Llevaba casi la mitad de mi vida –pensé al salir del taxi-, pagando para asegurarme una voz amable, para no sentirme sola, a solas con el goce. Y, ahora, el inconsciente me decía que cualquiera hubiera podido ocupar ese lugar... ¡hasta aquel taxista! La amabilidad de la voz no era más que un rasgo. El acto “fallido” comportaba el reconocimiento de una separación bajo la forma de un vaciamiento de la función fantasmática que el objeto voz había tenido para mi. Era solo una voz.
Por un lado, yo podía reconocer que ese rasgo en la voz había sido el señuelo que había permitido, con la instalación de la función SsS, la puesta en marcha de la transferencia; por otro, también sabía que no había bastado con ese rasgo para que hubiera análisis. Había abandonado tres curas anteriores, a pesar de que el analista tuviera una voz amable, justo siempre en el momento en que algo había venido a taponar el lugar vacío de la función del deseo del analista.
Al acto, digamos, solo en cierto sentido, “fallido” le siguieron en las siguientes semanas otros, así como algunos fenómenos de cuerpo. Todos ellos remitían justamente a la situación de angustia infantil y evidenciaban una nueva relación con el inconsciente. Irrumpían, hacían presente de manera muy viva algún aspecto de la situación mencionada y, luego, pasado un momento de acmé desaparecían sin necesidad de ningún desciframiento. Más bien revelaban, develaban, la ilusión de creer que habría un Otro que regularía el goce, y con ella la ilusión del amor, en tanto que esa voz amable pertenecería a un Otro complementario que volvería posible, de dos, hacer Uno.
Sin embargo, al caer esta ilusión, la soledad perdió su dramatismo y se volvió distinta. Sin el runrún del fantasma, devino más silenciosa y, también, al incluir la inexistencia del Otro, más ligera. Era una soledad nueva que no me paralizaba ni me aislaba de los otros. Era, en definitiva, una soledad llevadera.

La soledad del analista
Hay oposición entre la “soledad” del fantasma y la soledad del acto analítico. El fantasma obstaculiza, entorpece el acto, que requiere detener eso que Lacan llama en los Escritos “el discurso intermedio” (2), y que yo he traducido como el runrún del fantasma, que no desaparece pero se escucha menos –no es una cuestión por supuesto de volumen sino de distancia. Solo al consentir separarse del lastre fantasmático, la soledad se vuelve operativa. El acto analítico implica siempre una separación del Otro, está marcado por su inexistencia.
La ilusión de un Otro complementario, un Otro tranquilizador, ya tome la forma del amor o de la regulación, está más cerca del deseo de curar que del deseo del analista como función vacía. El acto analítico, requiere de la soledad de la relación del analista con su inconsciente y rechaza la compañía del fantasma. El “partenaire” del analista no es el fantasma sino la Escuela que, al no taponar S(A/), tiene una estructura más afin con su posición.

Notas
1. Ponencia presentada en las VIII Jornadas de la ELP celebradas en Valencia en noviembre de 2009, con el título “La soledad del analista”. Publicada en revista Freudiana 57. Barcelona: CdC-ELP, 2010.
2. J. Lacan, “Variantes de la cura-tipo”. En: Escritos 2, México: Siglo XXI editores, 1984, p. 341.


sábado, 6 de noviembre de 2010

HOMBRES Y MUJERES, ¿RELACIONES PERFECTAS?


Después de leer mi texto ¿Ya no quedan hombres?, publicado ayer en Too mach 8 y, también en este mismo blog (1), Ana María Pierini, colega de Málaga, me ha enviado haciendo gala de cierto humor un catálogo con 11 reglas para hacer feliz al marido, que publico aquí, enseguida, intercalado. El catálogo, salta a la vista, es antiguo, de 1953. Sin embargo, me ha hecho recordar una película de Frank Oz, muy divertida, estrenada hace pocos años. Se trata de Las mujeres perfectas (2004), basada en la novela de Ira Levin, The Stepford wifes (1972) es decir, las esposas de Stepford, que es el nombre del pueblecito donde se desarrolla.



Joanna Heberhart (Nicole Kidman) es una mujer con éxito profesional, un marido entregado, Walter (Matthew Broderick) y dos niños hermosos a quien un día el mundo se le derrumba: la echan del trabajo, no puede responder a las exigencias del cuidado de sus hijos, su marido amenaza con dejarla, etc..

En este momento de crisis, la pareja decide replantearse la vida y se traslada, junto con sus hijos, a lo que parece un lugar de ensueño: el idílico paraíso suburbano de Stepford (Conéctica). Pero algo extraño pasa allí. 


Todas las mujeres son como Claire Wellington (Glenn Close), hermosas, felices y asombrosamente activas y creativas: hacen pasteles, pintan la casa, cortan el césped, juegan con los niños y aún tienen tiempo de recibir a sus maridos con lencería sexy cuando vuelven del trabajo. Joanna anda cada vez más preocupada con sus atractivas pero sumisas vecinas. En cambio su marido Walter está encantado. Y espera de su mujer que responda como ellas.


Pero Joanna descubrirá que estas mujeres perfectas son en realidad robots que suplantan a las auténticas mujeres, mantenidas por sus, ahora, encantados maridos  en una especie de hibernación, en los sótanos de su club de hombres. 


En las últimas escenas de la película, se produce sin embargo un vuelco: si hasta el momento parecía que las mujeres-robot  eran invento de los hombres, al final se descubre que la ideóloga era una mujer del pueblo: Claire-Glennclose había soñado un mundo ideal en el que si las mujeres fueran perfectas podrían complementar a los hombres y entonces no habría discordancia entre los sexos, sino relación, en el sentido fuerte, lógico, que este término tiene para el psicoanálisis.


El sueño del amor es siempre femenino. Los hombres sueñan con el objeto. Su sueño es más el de Pigmalión con su obra Galatea.


Que los hombres quieran el objeto hecho a medida de su fantasma y las mujeres a veces sacrifiquen todo, o demasiado, para calzar en él, es un clásico de la vida erótica. Que, además, ellas en realidad se sacrifican sin que nadie se lo pida y, además, no por el otro, como dicen, sino para sí mismas, para ser únicas para el otro, también.


No voy a hacer aquí un análisis de los ideales educativos y sociales prevalentes en otras épocas al respecto. Lo que me interesa señalar es esta idea de que existiría un objeto sin discordancia, un Otro complementario, que complementaría perfectamente al sujeto, sea el objeto fetiche masculino o sea el Otro ideal del amor de la erotomanía femenina. 


Esta idea tiene como función borrar tal discordancia, eludir la cuestión de que entre los sexos hay disimetría, disparidad de los goces (2). Asimismo permite sostener la ilusión de que existiría complementariedad entre ellos.


Pero entre hombres y mujeres hay un muro, dice Lacan. 


Podemos precisar que entre ambos existe el muro del lenguaje, el muro que crea el hecho de que no haya relación sexual predeterminada en el ser hablante  al nivel de la especie. 


Detrás de ese muro, cada uno se guarece, se desespera, se entretiene... en la soledad de su goce -sea el goce del amor o el goce del objeto, el goce siempre es fundamentalmente autoerótico. Desde su lado del muro, cada cual trata de pasar o de hacer pasar, de invitar, de seducir o de exigir y amenazar, incluso de disparar o agredir al otro lado, según la modalidad de goce en juego. 


Cada uno escribe en su muro, y ese escrito, sea el que sea, puede hacer signo al otro si resuena con las letras del goce de su inconsciente. Es entonces cuando surge la posibilidad del amor, pero el vínculo no se establece por sí solo, hay que  quererlo, consentir a ello.


Jugando con la palabra “muro” en francés (le mur), Lacan plantea que solo  el amor (pronunciado "l’amur") podría ayudar a salvar ese muro. De cómo eso ocurre en las parejas, encontramos infinitas versiones.  Cada pareja, inventa la suya y podemos decir que se mantiene unida mientras la versión que ha inventado funciona, aunque cada partenaire la interprete siempre a su manera. No hay una misma versión para los dos -aunque ellos lo crean o a veces lo parezca- cada uno escribe siempre de su lado del muro, que es estructural y, por tanto, no desaparece.


Notas:
1. "¿Ya no quedan hombres?"
http://www.elblogdemargaritaalvarez.com/2010/10/ya-no-quedan-hombres.html
2. La igualdad o la desigualdad de los sexos y la disparidad de los goces
http://www.elblogdemargaritaalvarez.com/2010/04/igualdad-o-desigualdad-sexual-la.html

sábado, 30 de octubre de 2010

Y LA CIENCIA CREO AL TRANSEXUAL...(I)






I. El transexualismo en la clínica psiquiátrica

1. El síndrome transexual

En 1953, el endocrino Harry Benjamin aísla por primera vez el transexualismo como síndrome.1 Veinte años después, en la década de los setenta, este síndrome pasa a formar parte de las categorías nosográficas de la OMS y, en 1980, de las del DSM-III.
El síndrome descrito tiene tres características:
1. Su característica principal es que un individuo, que desde un punto de vista biológico es sexualmente normal, tiene la convicción permanente de que su cuerpo y sus genitales no se corresponden con lo que considera su sexo real y desea de manera intensa y obsesiva cambiar su conformación anatómica sexual según la imagen que él tiene de sí mismo. Esta convicción se instala generalmente durante la pubertad y, conduce:
2. En primer lugar a travestirse.
3. Y, luego, a la demanda imperiosa de someterse a tratamientos hormonales y quirúrgicos adecuados para dar a su cuerpo la apariencia del sexo reivindicado, lo que se conoce como operación de “cambio de sexo” o de “transformación de sexo” o, también, de “reasignación de sexo” ya que suele culminar en un cambio de estado civil.
El síndrome sexual se considera completo cuando comporta la totalidad de los síntomas precedentes. Se dice entonces que se trata de un transexualismo primario. Cuando no es así, se habla de transexualismo secundario.
En los casos diagnosticados de “transexualismo verdadero o primario”, la medicina no se refiere a las intervenciones  de extirpación de los órganos sexuales en términos de “castración” sino de “ablación terapéutica” o de “transformación sexual”, basándose en que los que hacen la demanda de que les mutilen los órganos sexuales, no sienten esta intervención como una castración.2
En relación a esta definición de síndrome transexual, señalaré algunos puntos:
Primero, la convicción transexual sólo puede ser reivindicada por un individuo en la medida en que los discursos médico y social admiten la convicción como creíble y, por tanto, legítima. Igualmente la demanda de cambio de sexo sólo puede formularse en la medida en que los médicos y juristas creen que es posible cambiar de sexo, es decir, que desde el punto de vista médico, social y jurídico existe la posibilidad de hacerlo.
Pero ¿a qué se llama cambiar de sexo? La medicina se refiere con ello a un conjunto de transformaciones morfológicas -ablaciones, injertos, reconstrucciones plásticas, tratamientos hormonales- que rectifican fundamentalmente la apariencia. Sin embargo, estas transformaciones producen en el sujeto la ilusión de que ha habido un corte, una discontinuidad radical, un antes y un después en su historia. Esta ilusión va unida al hecho de pensar el cuerpo como pura envoltura, que ser hombre o mujer es una cuestión de pura apariencia, sin tener en cuenta los límites del organismo ni los que impone la modalidad de goce sexual en juego.

2. Breve historia del concepto
Aunque el transexualismo en tanto “realidad clínica” preexiste a su definición, el síndrome transexual ha tenido que esperar a los progresos científicos para ser aislado. A partir del siglo XVIII hay anotaciones realizadas en las antiguas casas de alienados sobre ciertos pacientes que tenían la convicción de pertenecer a un sexo contrario a su sexo biológico, es decir hombres que decían ser mujeres y mujeres que decían ser hombres. A mediados del siglo XIX, los registros de Esquirol3 o de Leuret4 testimonian de que tales pacientes adoptaban tanto como podían la manera de vestir, el estilo y las costumbres del sexo que han elegido. En algunos casos, tal como recoge Hubert,5 se observa que tales individuos reaccionaban agitadamente cuando alguien se dirigía a ellos nombrándoles de acuerdo con su sexo anatómico, es decir llamándoles por ejemplo “señor” en el caso de un hombre o “señora” en el caso de una mujer. Retomaré más adelante esta cuestión (en la segunda parte del trabajo*).
Durante la primera mitad del siglo XIX se clasifica a estos pacientes en el registro de las monomanías o delirios parciales, afecciones mentales que perturban solamente una parte de la mente, dejando intactas las facultades (Esquirol). A lo largo de ese siglo surgirá un discurso médico nuevo sobre las perversiones en el seno del cual comienza a construirse el concepto de “inversión”.
Entre 1850 y 1950 aproximadamente se desarrolla la clínica de las perversiones sexuales gracias al trabajo de Krafft-Ebing, Havelock Ellis y Magnus Hirschfeld entre otros.6 En esos momentos se entiende por perversión toda manifestación sexual que no sirve a lo que se consideran los fines de la naturaleza, es decir, a la procreación. La convicción de ser de un sexo contrario al anatómico es considerada como una perversión más y los individuos que la tienen tienden a ser confundidos con homosexuales “afeminados”, como se dice en la época, o con travestíes.
Sin embargo, a finales del siglo XIX los descubrimientos y avances técnicos permiten las primeras intervenciones, realizadas sobre animales. El biólogo Eugen Steinach realiza experimentos con diversos tipos de mamíferos que consistían en castrar a algunos individuos e implantarles glándulas germinales (testículos y ovarios) del otro sexo, para conseguir cambiar un macho en una hembra y viceversa.7 Más adelante, intentará “curar” la homosexualidad masculina a través de la castración quirúrgica de los testículos –aún no se había descubierto el papel de las hormonas-, tras lo que se transplantaba al paciente los testículos de otros hombres considerados más viriles. Estas tentativas constituyen el caldo de cultivo del que surgirá algunos años más tarde la idea de cambiar quirúrgicamente el sexo, pensada también con fines terapéuticos.
En 1919, Hirschfeld crea en Berlín el Instituto de Ciencias Sexuales -que fue destruido en 1933 por los nazis. Allí atienden a numerosos travestíes y transexuales y surgen las primeras demandas de cambio de sexo. Se realizan las primeras intervenciones quirúrgicas para transformar anatómicamente algunos hombres en mujeres. Tales intervenciones consisten en una ablación primero de los testículos y, luego, del pene, para posteriormente implantar ovarios.
En 1931, Felix Abraham, un sexólogo que trabaja como asistente de Hirschfeld, relata así uno de los primeros casos: “Rudolf (más tarde, Dora) ha hecho un primer paso en el sentido de una feminización de su sexo sometiéndose en 1921 a una castración. Aunque su instinto sexual masculino se debilitó, el sentimiento que tenía de sí no varío por lo que buscó una feminización mayor a través de una modificación más acentuada de sus partes sexuales”.8
Señalemos dos cuestiones en este relato:
1) Por un lado, se asocia la castración con la feminidad: un hombre castrado no es un hombre.
2) Se busca cambiar el sentimiento que la persona tiene de sí a través de una intervención sobre el cuerpo y no a través de un tratamiento psicológico.
Podemos pensar que tanto para Abraham como para su paciente “ser mujer” era algo vinculado a la anatomía y a la imagen del cuerpo. Por eso las intervenciones se suceden una tras otra, buscando que el paciente se sienta una verdadera mujer. En 1930, este paciente se someterá a una intervención que él mismo había intentado hacerse a la edad de 6 años: la ablación del pene. Seis meses después se le implantará una vagina artificial.
El más conocido entre los primeros operados fue el pintor danés Einar Wegener (Lili Elbe),9 que se sometió a diversas operaciones en Dresde, incluida una implantación de ovarios, a consecuencia de la cual murió por gangrena seis meses más tarde.
En 1949, el norteamericano D.O. Cauldwell usa el término “psicopatía transexual” para describir “a los individuos que pertenecen físicamente a un sexo y, aparentemente, psicológicamente, a otro y que desean modificar quirúrgicamente sus características físicas para que se parezcan a las del otro sexo”.10
Un año después, el fotógrafo danés Georges Jorgenson retorna a EEUU con el nombre de Christine Jorgenson,11 tras haberse sometido a una operación de “cambio de sexo” en Copenhague, a manos del endocrinólogo Christian Hamburger. Es la primera vez que se asocia el tratamiento hormonal con las intervenciones quirúrgicas. El caso salta a los medios de comunicación y el tema cobra gran actualidad. Para Hamburger, el problema de su paciente se debía a un error hormonal. Planteó por primera vez la hipótesis de que durante la época prenatal se hubiera producido una inundación cerebral de hormonas del sexo contrario. Esperaba que la ciencia lo demostraría algún día -cosa que no ha sucedido.
En 1953, Harry Benjamin retoma el término de Caldwell en el Trasvestism and Transexualism Symposium que tuvo lugar en Estados Unidos y sitúa, como señalamos al principio,12 el síndrome transexual como una entidad nosológica autónoma. También toma la explicación de Cauldwell: se trata de un problema constitucional (genético u hormonal), cuyas modalidades aún no han sido descubiertas, por lo que se han de prescribir hormonas del otro sexo.
Como podemos ver, desde que se aísla el síndrome se considera que su etiología es de orden fisiológico y, por tanto, su abordaje debe ser médico, por vía endocrina y quirúrgica, y no psicológica. Se trata de un síndrome operable. Al principio, se desaconseja el abordaje psicoterapéutico de manera explícita.
Benjamin aplica los criterios de lo normal y lo patológico al síndrome: existe el verdadero transexual, aquel que no presenta evidencias clínicas de psicosis -se refiere a signos positivos como delirio o alucinaciones, es decir a signos propios de una psicosis desencadenada- y el falso, aquel que sí las presenta.
Él se esforzará por diferenciar el síndrome transexual del travestismo y de la homosexualidad. Planteará que el transexual no extrae satisfacción erótica manifiesta del hecho de travestirse como ocurre en el travesti y que si mantiene relaciones sexuales con alguien del mismo sexo esto no implica homosexualidad porque él se siente de otro sexo. Para él, el verdadero transexual es el que responde a la definición de transexualismo primario. Sólo éste era operable.
En 1955, el sexólogo americano John Money utiliza por primera vez el término “rol de género” para designar el hecho psicológico por el que alguien se siente y se comporta como una mujer o como un hombre.13 Los estudios sobre los individuos nacidos con ambigüedad genital ponen en evidencia el carácter determinante de la asignación de sexo por parte de los adultos en la constitución de su identidad sexual, es decir, el género que les han atribuido. La fijeza de la identidad de género justifica la decisión de modificar el cuerpo de los transexuales, ya que éste parece más maleable que su psiquismo. Aunque, a diferencia de los intersexuales, los transexuales no han sufrido ningún error de asignación de sexo.
En 1956, el psiquiatra Jean-Marc Alby subraya en su tesis doctoral, Contribution à l’étude du transsexualisme,14 la existencia de una idea prevalente en los transexuales mediante la cual se autodefinen: “Yo tengo un alma de mujer encerrada en un cuerpo de hombre (o viceversa), debido a un error de la naturaleza”.
Para Alby, se trata de una construcción delirante, una solución psicótica por lo que no se muestra favorable a la operación de cambio de sexo como tratamiento del transexual porque puede significar el inicio de una descompensación.
Esta idea encierra dos convicciones: la convicción de ser de otro sexo, que aparece precozmente en la infancia, y la convicción de que la naturaleza ha cometido un error, que aparece más tarde. Respecto a los transexuales masculinos, Alby refiere que hay momentos en que la feminización que experimentan aparece como enigmática y el individuo puede hacer distintas interpretaciones: la feminización se debe a una falta inconfesable, una perversión incomprensible, etc. Luego aparece la solución, la convicción del error de la naturaleza. A partir de ahí el sujeto reinterpreta su historia y distorsiona el recuerdo: ellos han sido femeninos desde siempre. 
En los años 60, el Robert Stoller intenta también perfilar la clínica diferencial entre el transexual, el travesti y el llamado, en la época, “homosexual afeminado” a través del concepto de género, que él inventa. Sin embargo, Lacan le responderá con el concepto de sexuación. Reseñaremos este debate en un próximo post (*).
* Primera parte de la clase “Transexualismo y transgénero”, impartida dentro del curso “Elecciones sexuales. Versiones de la sexualidad” organizado entre la Sección Clínica de Barcelona y la universidad de Barcelona en el curso 2003-2004. La segunda parte está publicada en este mismo blog: http://www.elblogdemargaritaalvarez.com/2012/09/la-pasion-transexual-conviccion-o.html
Ambas partes están publicadas reunidas en Freudiana 70. Barcelona: CdC-ELP, 2014.

Notas
1. Benjamin, Harry: “Travestism and Transsexualism”. En: International Journal Sexology, 1953, vol. 7, pp. 12-14.
2. Mercader, Patricia: L’illusion transexuelle. Paris: L’Harmattan, 1994, p. 17.
3. Esquirol, Jean-Étienne-Dominique: Des maladies mentales, t. I. Paris: Baillière, 1938.
4. Leuret, François: Fragments psychologiques sur la folie. Paris: Crochard, 1934, p. 114.
5. Hubert, Hervé: “L’énigme transexuelle”. En: Divisions subjectives et personnalités multiples (bajo la dirección de François Sauvagnat). Rennes: Presses Universitaires, 2001, p. 204.
6. Von Krafft-Ebing, Richard: Las psicopatías sexuales (1886). Barcelona: Sagitario, 1970.
7. Freud, Sigmund: “Tres ensayos de teoría sexual” (1905). En: Obras Completas, vol. VII. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1984, p. 133 n. 7 y p. 194.
8. Abraham, François: Perversions sexuelles. Paris: François Aldor, 1931, pp. 241-243.
9. Maleval, Jean-Claude: “El síndrome transexual”. En: Cuadernos de psicoanálisis 26. Bilbao: ICF, 2002, pp. 83-84. De E. Wegener se puede consultar una biografía en inglés de Niels Hoyer: Man into Woman. New York: Duton, 1933. También existe una biografía novelada de David Ebershoff. La chica danesa. Barcelona: Anagrama, 2001.
10. Cauldwell, David: “Psychopathia transexualis”. En: Sexology 16, 1949, pp. 274–280.
11. Jorgensen, Christine: A personal autobiographie. New York: Bantam Book' 1968.
12. Benjamin, Harry: “Travestism and Transsexualism”, op. cit.
13. Money, John: “Hermaphoditism: recommendations concerning assignment of sex, change of sex, and psychologic management”. En: Bulletin of the John Hopkins Hospital, Baltimore, 1955, 97, p. 284-300.
14. Alby, Jean-Marc: Contribution à l’étude du transsexualisme. Thèse. Faculté de Médecine de Paris, juin 1956, Paris.

domingo, 24 de octubre de 2010

¿YA NO QUEDAN HOMBRES?

Juguetería Hamleys, Londres, 2007. Foto de M. Álvarez.
Hace tiempo que podemos escuchar a algunas mujeres quejarse de que ya no quedan hombres. A veces lo dicen en el sentido de que “ya no hay hombres como los de antes” y, otras, en el sentido de “ya no hay hombres disponibles”, dispuestos a implicarse en una relación: o ya están casados o son solteros “incurables”, es decir, sin remedio, empedernidos. No voy a tomar aquí este segundo sentido que ya exploré un poco en un texto reciente sobre la ética del soltero en el hombre contemporáneo (1), y me limitaré a considerar el primero.
¿Es esto cierto? ¿Ya no hay hombres como los de antes? Probablemente no, los tiempos han cambiado y seguramente los hombres, como las mujeres, los niños, los jóvenes, la sociedad entera, también. El hecho de que las identificaciones ideales, con su contrapartida de exigencias, se hayan suavizado para los hombres, ha posibilitado que la expresión de la impostura viril también se suavice.
Pero, ¿es esto es un problema? ¿Es algo a reprocharles? ¿Queremos las mujeres tener hombres como los de “antes”, por ejemplo, los hombres de hace cincuenta, setenta o cien años? Seguramente, por lo general, no, sencillamente porque nosotras tampoco somos como entonces.
Pero quizás las mujeres no hemos cambiado mucho en nuestras exigencias hacia la pareja y seguimos esperando en alto grado que ellos respondan siempre de manera inmediata y completa, incluso telepática, a nuestras menores deseos. Quizás incluso nuestras exigencias se hayan multiplicado: los queremos muy fálicos a veces pero, otras, muy poco o nada fálicos, a medida justa cada vez de lo que queremos en ese preciso instante. ¿Como siempre? Pues quizás no. Es probable que en los últimos años la exigencia femenina hacia la pareja, y hacia los hombres en general, haya aumentado y devenido más feroz. Es una hipótesis que planteo al debate.
Parecería que una consecuencia indeseada, e indeseable, del discurso de la igualdad de los sexos, y de la influencia de los discursos feministas del siglo XX en nuestras vidas del siglo XXI, fuera que muchas mujeres se sienten autorizadas a exigir todo al varón, considerándolo un descendiente directo del padre originario de la horda y responsable de todas sus tropelías míticas. El hombre sería culpable solo por el hecho de ser hombre, como si el final del patriarcado deslegitimara por completo la virilidad. ¡Se acabó la diferencia sexual! ¡Ahora todos femeninos!
La masculinidad está en apuros, los hombres en un brete. Y, así escuchamos a algunos, por ejemplo, terminar diciendo que están embarazados –cuando su pareja lo está-, para que ella no le reproche que no se implica, o  ejercitando extrañas posturas para estar lo más próximos posibles de su mujer e hijo durante el amamantamiento, “para participar en él” como ellas les piden -esto se escucha más a los que tienen menos de treinta y cinco que a los de mayor edad, más afectados estos últimos generalmente por el fantasma de feminización que adopta con frecuencia, según Freud, el temor a la castración en el varón.
Se observa un nuevo fenómeno que no afecta solo a los más jóvenes: muchos hombres esconden su virilidad en el armario, porque el menor signo de ella desencadena la agresividad de sus parejas y con facilidad son acusados no ya del tradicional desamor, sino en ocasiones directamente de maltrato -que sin duda es otra cosa.
Pero, ¿son ahora los hombres menos viriles? No lo creo. Como dije en el texto antes citado, la feminización del hombre contemporáneo es lógica y no fenomenológica, acorde con la feminización generalizada de nuestra época regida por la inexistencia del Otro.
En la actualidad, los hombres no son más femeninos o no lo son al nivel que para el psicoanálisis se plantea fundamentalmente la feminidad, como una posición subjetiva ante el goce. Podemos decir que en ese sentido no hay novedad, seguimos encontrando los mismos matemas en el lado macho de las fórmulas de la sexuación: ellos no sufren ahora más por amor, como hacemos las féminas, ni como ellas gozan con él; siguen gozando privilegiadamente del objeto, cuya variedad sí, ahora se infinitiza con la multiplicidad de gadgets que provee la época; continúan con la tendencia a la infidelidad, favorecida además ahora por las nuevas tecnologías: pornografía por internet, chats, etc. -el otro día escuché en un programa de televisión que un altísimo porcentaje de los hombres apuntados a empresas de búsqueda de pareja por internet están casados, quizás el setenta por ciento, no recuerdo bien, pero en todo caso una cifra bastante alta. 
Sin embargo, y siguiendo la lógica de la época, la relación con el goce aparece regulada de otro modo, con menos límites, más infinitizada y, a veces, también, más salvaje. En este sentido, respecto a la modalidad de regulación del goce, sí podemos hablar de feminización, aunque sea una paradoja ya que hay una tendencia más bien a cierta exacerbación de las condiciones del goce masculino, a un too mach. El hombre contemporáneo cada vez se entretiene más con la serie infinita de objetos que la época provee y, por tanto, cada vez tiende a encerrarse  más, a solas con su goce, es decir, sin pasar por la relación con un otro.
Por otro lado, los estudios queer no dejan de atacar a la virilidad. Un estudio como Masculinidad femenina, de Judith Halberstam (2), continuador a su pesar de la famosa querella del falo de los años 20-30, reivindicando la distinción entre masculinidad y virilidad, defiende acudir a las mujeres para estudiar la masculinidad moderna, a partir de las diferentes grados o tipos de masculinidad que presentan (transexuales de mujer a hombre, lesbianas butch), porque, según afirma, la masculinidad en los hombres, es decir, la masculinidad unida con la virilidad, ¡siempre es solidaria de una posición de poder político y cultural!
¡En fin! ¡Malos tiempos para los hombres! Pero afortunadamente ellos resisten, a nosotras y a la época, y lo hacen quizás uno a uno, como pueden: en solitario, silenciosos, por lo general un poco, o muy, atribulados, a veces enfadados, incluso muy enfadados, por lo general pacientes o, quizás esto último solo algunos, otros meramente resignados. Aunque algunos empiezan a asociarse y a  quejarse de ser víctimas de discriminación homófoba (en el sentido que Lacan precisa este “homo” en L’étourdit, como referido a "hombre" y no a partícula de igualdad). Y, a mi entender, no les faltan ni razones ni razón.
* Texto escrito para el boletín on line de las IX Jornadas de la ELP, Too mach, a publicar próximamente en elp-debates.

 Notas:
1. “La feminización lógica del hombre contemporáneo”. En: Bibliografía razonada de las Jornadas de la ELP nº 9, publicada el 18.10.2010. Se puede leer en la siguiente entrada de este blog: http://www.elblogdemargaritaalvarez.com/2010/09/la-feminizacion-logica-del-hombre.html
2. J. Halberstam. Masculinidad femenina (1998). Madrid: Egales Editorial, 2008.
3. J. Lacan. “L’étourdit” (1972). En: Autres écrits. Paris:  Seuil, 2001, p. 467.

viernes, 22 de octubre de 2010

SOBRE LA OTRA MIRADA DEL SIGLO XX. LA MUJER EN LA ESPAÑA CONTEMPORANEA, DE IRIS ZAVALA

Jardines del Generalife, Granada, 2010. Foto de Margarita Álvarez
El título de este libro de Iris Zavala: La otra mirada del siglo XX. La mujer en la España contemporánea, parece proponerse como mirada alternativa, o complementaria, respecto a una mirada ya existente sobre el siglo XX español. Y, aunque, al leer el libro, comprobé de inmediato que la propuesta de la autora era justamente otra, desde luego más compleja, decidí tomar esta cuestión de una mirada única o complementaria como punto de partida para subrayar una de las cuestiones que Iris Zavala propone: la idea de que el pensamiento canónico, el pensamiento que propone un canon único tiene siempre vocación, de convertirse en un pensamiento universal, es decir, válido para todos, pero esta vocación es sin duda ilusoria puesto que el pensamiento que responde a un canon único no agota las posibilidades del pensamiento: hay otros modos de pensar el mundo, otras miradas, que no se sitúan dentro del canon, lo superan, o surgen en sus márgenes o sus fronteras. Estos otros modos de pensar, estas miradas han sido históricamente reprimidas, negadas, desvalorizadas, nos dice la autora. Se ha tratado de aplastarlas bajo la losa del canon. 
Estas miradas que no responden al canon conforman esa otra mirada de la que nos habla el título. Esa otra mirada no es entonces una mirada única, tampoco una mirada más, sino una mirada que se rige por otra lógica. Se trata en realidad de una multiplicidad de miradas.
Para pensar esta distinción, Iris Zavala recurre a las lógicas psicoanalíticas del Todo y del no-todo, que Lacan escribe  para dar cuenta de las posiciones  subjetivas frente al goce. Si vaciamos de contenido fálico el argumento que se pone en juego en estas lógicas, pueden sernos de utilidad para pensar algunas cuestiones de lógica colectiva, por ejemplo esta distinción entre una mirada única y una mirada otra o plural.
Iris Zavala aplica dichas lógicas al campo de la cultura, en concreto a la Modernidad, esa nueva época que comenzó a partir de las distintas revoluciones que se produjeron en Europa durante los siglos XVIII y XIX: revoluciones en los medios de producción, revoluciones sociales, políticas y culturales.
Podemos pensar la irrupción de la modernidad como el encuentro con un mundo desconocido, cuyos mapas aún no estaban trazados, una aventura para la que no servían las referencias anteriores, que hizo que los individuos se fueran despegando poco a poco del peso de la referencia a la tradición, es decir, de lo que se presentaba como escrito desde siempre, y para siempre, y no podía cambiarse. El individuo vivía aplastado por el peso de la tradición, de lo ya establecido (del canon único), por lo que  puede llamarse una figura de la existencia del Otro, ya se lea en términos de Padre, con mayúscula, de Dios, de Rey o de Estado, siempre en posición de excepción. 
Pero los profundos cambios sociales, culturales y políticos que agitaron el siglo XIX modificarán estas coordenadas de la figura del Otro, que pasó en el siglo XX de su existencia a su inexistencia lógica. Esto comportó el declive de la predominancia de la lógica del Todo, tradicionalmente masculina, a la par que comenzaron a crecer, a extenderse, aquellos fenómenos sociales que responden a la lógica femenina del no-todo.
Iris Zavala plantea la siguiente tesis: “Es en el campo en que lo femenino irrumpe, donde se juega la modernidad misma” (p. 66). Si bien entiendo que desde esta perspectiva habría que entender aquí lo femenino en el sentido lógico y no fenomenológico y, por tanto, no identificar necesariamente lo femenino con las mujeres, a veces se confunde: por un lado, el  lenguaje lógico coincide frecuentemente con el lenguaje común y se desliza el malentendido; por otro, lo femenino aunque no es exclusivo de las mujeres, también puede tener que ver con ellas, aunque no siempre y no con todas -hay mujeres que no responden a esta lógica o, también, podemos  decir que no siempre, en todo momento, una mujer se rige por ella. 


Lo moderno, lo femenino y las mujeres
Pero Iris Zavala no se limita a hablar del auge de lo femenino que se produce en consonancia con el declive del padre en la modernidad, sino que señala cómo este auge de la lógica del no-todo es solidario de la promoción de las mujeres en la vida social, con su entrada en campos que tradicionalmente les habían estado vetados.
Hay que subrayar que esta promoción de las mujeres ha sido históricamente, como ella subraya, ganada al Otro social a la fuerza, corriendo el riesgo del acto, siempre a contrapelo.
Sin embargo, en relación a esto, querría subrayar que esto no deja de ser la condición misma para que cualquiera, hombre o mujer, se gane el estatuto subjetivo. El sujeto siempre se constituye  "a contrapelo del Otro". El margen donde se aloja el sujeto, tal como se entiende en psicoanálisis, siempre implica una separación interna del Otro, tiene que ganarse el lugar de sujeto deseante. 
Otra cuestión es que hombres y mujeres hayan enfrentado históricamente dificultades distintas a la hora de ser reconocidos no solo como sujetos deseantes, sino también como sujetos de derecho.
Y no hay duda de que en el caso de las mujeres este logro no hubiera sido posible sin lo que Iris Zavala llama el “acontecimiento ‘feminismo” (p. 20) o los feminismos que nacen con los socialismos democráticos y laicos de la modernidad (p. 257). 
Ella recoge la biografía, de algunas mujeres avanzadas respecto a sus épocas, verdaderas pioneras en vivir según su deseo. Y hay que decir que si cada una de ellas llevó a cabo esa lucha en un campo visible, el lugar donde previamente tuvo que ganarse esa batalla fue en el propio campo subjetivo.
Más allá de las diferencias diferencias personales y de discurso que encontramos en la vida de cada una de estas mujeres del siglo XX que la autora nombra, una por una, podemos subrayar una coincidencia: no se limitaron a responder a lo que se esperaba de ellas sino que decidieron sostener su propio deseo, vivir su vida de manera distinta a lo que marcaba su época, construir lo que la escritora Virginia Wolf llamó en 1928 “una habitación propia”.
Solo voy a citar aquí a una, que de hecho no es una de estas mujeres reales, pero podría serlo. Iris Zavala no la incluye en la serie de biografías que toma porque es un personaje de ficción: se trata de Nora Helmer, la protagonista de Casa de muñecas, de Ibsen, que abandonó el hogar conyugal, y con ello su posición de juguete del otro, para construir su propia vida. Después del estreno, el personaje de Nora se convirtió en un símbolo de este cambio de la posición de la mujer en relación a su deseo; cambio que pone en juego un acto, en el sentido que tiene este término en psicoanálisis, como una acción cuyas consecuencias no pueden preverse de antemano y que, a posteriori puede verse, marca un antes y un después en la vida del sujeto. Un acto siempre implica un atravesamiento de la angustia.
Junto a Nora, Iris Zavala recuerda también a Dora, el célebre caso freudiano de histeria. Y lo hace señalando que tomar la palabra tiene efectos: Dora, y antes de ella, Anna O, Emmy, Elisabeth de R, Catalina... permitieron a Freud descubrir el psicoanálisis. Quizás ahí se ve la conjunción feliz entre un saber que no se sabe, el de ellas, y alguien, Freud, que supo asimismo separarse del discurso dominante de su época, el de aquella psiquiatría del siglo XIX que desahuciaba los casos de histeria, y  escuchar aquello que se rechazaba desde el saber establecido, aquello que no podía escucharse porque no tenía un sentido conocido, aquello que necesitaba una posición de escucha distinta, inédita hasta la fecha, una invención de saber. Esto le permitió descubrir del inconsciente y fundar el psicoanálisis.
Iris Zavala dedica una buen parte de su libro a analizar lo que llama “cinco formas modernas de la experiencia de la mujer: (...) “Desde la primera aventura en la emergencia del discurso, su epopeya en los albores del siglo XX, la conciencia  de libertad de expresión entusiasta en la vanguardia de los años 20, su destino trágico, su requiem con la guerra (in)civil de 1936; y su conciencia enunciativa y analítica a partir de la experiencia de la democracia y su legado para el siglo XXI” (p. 16). 
Para hacer este análisis, estudia asimismo la modernidad española y los cambios económicos, políticos, culturales y sociales que experimento España a lo largo del siglo XX, “siglo de cambalache” nos dice la autora. Un siglo que comenzó en 1898 con las pérdidas de las colonias de ultramar y el espíritu crítico de la generación del 98, con la búsqueda de nuevas coordenadas que supuso el Modernismo y las llamadas vanguardias, con la expulsión de la monarquía y la proclamación de la República y sus ideales de civilización, la rebelión del general  Franco y la guerra (in)civil -como son inciviles todas las guerras, en tanto fracaso de la civilización-, el final de la guerra y la partida dramática al exilio de muchos republicanos, entre ellos la flor y nata de la cultura de nuestro país...
Y aquí, vuelvo otra vez al título, e introduzco una nueva lectura: la otra mirada del siglo XX es sin duda, también, la mirada de Iris Zavala. Como ella misma dice: “La que escribe es una mujer antillana, educada en Puerto Rico -sus maestros fueron exiliados republicanos- y en una Universidad de Salamanca en la que también encontré maestros inspirados. Me inserto pues en un particular mundo simbólico, de grandes maestros , voces que se han unido a mi voz a lo largo de los años, en que no falta 'el maestro' posición discursiva que me induce a la idea de sostener la idea de una historia o un relato que me permita incluir el no-todo en el todo, que incluya hombres y mujeres, que contemple a la sociedad en su pluralidad y su antagonismo central; que mantenga la diferencia disolviendo las jerarquías, que provienen de lo universalizante y del centro” (p. 20).
Iris Zavala que dedica esta obra a “la memoria de sus maestros y amigos republicanos y a su legado”, cumple en ella un ejercicio de memoria, una política de la memoria histórica del siglo, que permita sentir el pasado como un legado (p. 339) y rescate del olvido la memoria de aquellos hombres y mujeres modernos que soñaron un país que no existía y lo quisieron hacer realidad de la manera que supieron. En todo caso, no se merecen el olvido al que el franquismo les sometió y del que la transición democrática, con su necesidad de sostener “una libertad sin ira” que permitiera la convivencia democrática no rescató dándoles el lugar que les correspondía.
Esta obra constituye un homenaje que la autora les hace y, también -me parece-,  la manera que ella tiene de hacerse cargo de la deuda simbólica que cada individuo, cada generación ha de pagar con las generaciones que le siguen por lo que la precedente le ha transmitido. Finalmente quisiera señalar que, a mi entender,  tiene algo de un duelo por esas voces perdidas, esas voces que sostuvieron un proyecto fallido, pero que era un proyecto civilizador basado en un ideal educativo.
Aunque no se trata, creo,  de quedarse en la nostalgia. El siglo XX no solo trajo consigo la guerra civil española, también hubo dos  guerras mundiales en las que Europa  encontró algo más que  sus propias tinieblas, se adentró en una densa oscuridad. En las mismas cámaras de gas donde se exterminó a cientos de miles de hombres, se liquidó el gran Ideal de la civilización occidental de que la cultura acabaría con la violencia, con la destrucción y con las guerras. Nuestra época no escribe los ideales con mayúscula, lo cual comporta sus problemas, pero eso no tiene que dejarnos paralizados. Es preciso inventar.
(*) Presentación del libro de Iris Zavala, La otra mirada del siglo XX. La mujer en la España contemporánea, en la librería Catalonia de Barcelona, el 13 de mayo de 2005.