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viernes, 4 de mayo de 2018

EL PSICOANALISTA NO ES NI JUSTO NI TODO LO CONTRARIO



"Wisdom" (1933), (detalle) de Lee Lawrie. 









En una entrevista publicada hace tres años, Jacques-Alain Miller planteaba que “Jacques Lacan tenía una gran ambición para el analista. Pensaba que cuando uno hubiera acabado su análisis confluiría con el movimiento de su época” (1).
La preocupación porque el psicoanálisis esté atento a esta última la encontramos ya en Sigmund Freud en torno al final de la primera guerra mundial, hace cien años,  momento que coincide con el final del Imperio Austrohúngaro y la Revolución Rusa, es decir, con las grandes transformaciones político-sociales que modificarán el rostro de Europa e influirán en la vida y las perspectivas de la gente en gran parte del mundo.  
A pesar de la incertidumbre y las dificultades que implica la desintegración del Imperio, Freud asegura estar satisfecho con ese resultado, confiando que la caída del absolutismo conduzca a un mundo mejor (2).
En ese tiempo, empieza a preocuparse por inventar dispositivos para que la terapia psicoanalítica pueda aplicarse a personas sin recursos económicos ayudando a aliviar la “miseria neurótica” de la población resultante de sus duras e injustas condiciones de vida. Asimismo espera que la conciencia moral de la sociedad despierte a ese respecto (3). El gran trabajo de Elisabeth Ann Danto ilustra bien el esfuerzo de Freud y de sus discípulos para facilitar el acceso al tratamiento (4). La creación del Instituto Policlínico de Berlín, entre otros, es una buena muestra de ello. 
En relación a Lacan, encontramos esa ambición señalada por Miller, que hemos citado al principio, ya en 1953, es decir, al principio de su enseñanza, cuando al referirse a la formación del analista sentencia: “Mejor pues que renuncie quien no pueda unir a su horizonte la subjetividad de su época” (5).
Me pregunto si esta frase  ampliamente citada e interpretada es siempre entendida por nosotros del mismo modo. Pero creo que podemos estar de acuerdo en decir que Lacan no habla aquí de que el psicoanalista haya de unir a su horizonte los ideales de su época sino la subjetividad de la misma. Y entiendo aquí que, con “subjetividad de la época”, se refiere a las condiciones del Otro que caracterizan a esta última y las repercusiones que ellas tienen en los sujetos.
Un año después, Lacan plantea en su seminario que “no estamos dispensados de los problemas planteados por las relaciones entre el deseo del sujeto y el conjunto del sistema simbólico en que el sujeto está llamado a ocupar un lugar” (6). Esta frase se enmarca en la tesis de la preeminencia del símbolo en el mundo humano característica de estos primeros años 50, según las tesis pioneras de Levi-Strauss: todo lo que acontece en el sujeto debe situarse en su relación con la ley, siempre simbólica, la cual opera para el sujeto, incluso aunque él la desconozca: la estructura se incorpora de manera inconsciente (7). Siguiendo al fundador de la Antropología estructural, Lacan plantea en ese momento que las leyes del parentesco (leyes de la alianza y la filiación) estructuran el mundo simbólico del sujeto de tal modo que la prohibición universal del incesto no tiene por qué ser enunciada explícitamente para operar. 
Por otro lado, Lacan subraya que la relación del sujeto con el símbolo no es universal: los mundos simbólicos varían de sujeto a sujeto, según las coordenadas simbólicas en que ha nacido, las vicisitudes de su historia, etc. Por eso, no es posible, un tratamiento tipo.
Además, la relación del sujeto con la ley nunca es simple en tanto ésta tiene distintos planos, por ejemplo, la ley jurídica, la ley religiosa, la ley edípica, la ley insensata del superyó… Respecto a este último, plantea que aparece, al igual que el inconsciente, como una escisión en el mundo simbólico del sujeto que explica el carácter coercitivo que aquél tiene para él: “Es un enunciado discordante, ignorado en la ley, un enunciado situado al primer plano por un acontecimiento traumático, que reduce la ley a una emergencia de carácter inadmisible, no integrable” (8) -a partir de 1955, Lacan vinculará el superyó con el imperativo categórico kantiano (9).
Para situar este conflicto del sujeto con los distintos planos de la ley, Lacan acude aquí a un ejemplo (10)  de su clínica: se trata de un sujeto de origen musulmán que presenta síntomas con “las actividades de la mano”. En un análisis “clásico” –señala- la interpretación del analista apuntaría a la masturbación infantil y a los efectos de las prohibiciones proferidas por el entorno. Pero Lacan se distancia de esta interpretación, que nada explica de la particularidad de los síntomas del sujeto pues esas prohibiciones siempre existen. Y señala que la relación del sujeto con la ley en la religión islámica tiene un carácter totalitario que no permite separar el plano jurídico y el plano religioso.
Aunque este sujeto desconocía la ley coránica, Lacan plantea que nosotros no debemos desconocer las referencias simbólicas del sujeto: en este caso se trataba de la ley que sanciona el robo con un “se le cortará la mano”. El sujeto había aislado del conjunto de la ley de modo privilegiado este enunciado que estaba en el centro de toda una serie de expresiones inconscientes sintomáticas, vinculadas con una experiencia fundamental de su infancia.
Entonces, Lacan se refiere al final del análisis y plantea que “una vez realizadas las vueltas necesarias para que aparezcan los objetos del sujeto y para que su historia imaginaria sea completada, una vez nombrados y reintegrados los deseos sucesivos (…) no todo está terminado. Ello debe trasladarse al sistema completado de los símbolos. Así lo exige la salida del análisis. Y seguidamente se pregunta las frases (11) que me han pedido comentar: “¿Donde se detendrá esta remisión? ¿Deberíamos impulsar la intervención analítica hasta entablar diálogos fundamentales sobre la valentía y la justicia, siguiendo así la gran tradición dialéctica?”.
Seguidamente responde que “no es fácil resolver [la pregunta] porque, a decir verdad, el hombre contemporáneo se ha vuelto singularmente poco hábil para abordar estos grandes temas. Prefiere resolver las cosas en términos de conducta, adaptación, moral de grupo y otras pamplinas. De ahí la gravedad del problema que plantea la formación humana del analista”.
Estamos aún en 1954. Y me parece que podemos encontrar algunas respuestas a esta pregunta en la enseñanza ulterior de Lacan donde ya no se trata de la preeminencia de lo simbólico sino de la del goce; donde no se resuelve la división del sujeto respecto a su goce (se encuentran soluciones, pero no se elimina); donde el Otro del significante no puede dar cuenta del goce; donde ya no hay un ideal de integración del final sino que queda un resto no simbolizable; es decir, donde encontramos una concepción del final de análisis que, si bien nos abre posibilidades de invención de soluciones inéditas, está “rebajado” desde el punto de vista del ideal o de lo simbólico, que ya no es en la teoría lo que era.

El antihumanismo del psicoanalista
Aunque Lacan no dejó nunca de hablar de la importancia de las disciplinas simbólicas en la formación del analista –en el Seminario 25 aún recuerda la importancia de la retórica en la formación del analista, a través del neologismo retor- el calificativo de formación “humana” aplicado al analista se desprestigiará paulatinamente  en su enseñanza, en la medida que el goce tome un lugar preponderante en ella. 
Entonces, para volver a la frase indicada, podemos afirmar que no hay formación analítica que sea humana porque el psicoanalista no es un humanista. No puede serlo porque se ha de situar no en relación al ideal, a lo imaginario y lo simbólico que constituyen el mundo humano, sino en relación a lo real en juego, por definición inhumano: lo no-humano en el corazón de lo humano. El psicoanálisis no es humano y el psicoanalista es un antihumanista. 
Y en ese sentido el psicoanalista no puede dejar de estar advertido de todo aquello que opera taponando la división subjetiva, el agujero de lo real en lo simbólico para cada uno, o para un grupo, o una época. En primer lugar, debe estar advertido del fantasma, de los ideales, incluidos el de la valentía y el de la justicia, que Lacan cita en la frase que comento.
La formación del analista no pasa por el cultivo de los ideales ni de la Verdad, sino por su relación con lo Real. No se trata de que tenga una relación con la valentía, que Lacan comenta en su Seminario VII en relación al mal estado en que acaban los héroes, sino una posición decidida frente a lo real.
En el capítulo de este seminario titulado “La demanda de felicidad y la promesa analítica”, añade: “La cuestión del Soberano Bien se plantea ancestralmente para el hombre pero él, el analista, sabe que esta cuestión es una cuestión cerrada. No solo lo que se le demanda, el Soberano Bien, él no lo tiene, sin duda, sino que además sabe que no existe. Haber llevado a su término un análisis no es más que haber encontrado ese límite en el que se plantea toda la problemática del deseo” (12).  Y, más adelante, añade que el analista “no puede desear lo imposible” (13).  
El analista no es un héroe pero tiene que tener coraje frente a lo real para no ceder al no querer saber de aquello que le habita; para poder conducir  también al analizante a poner la máxima distancia entre I y a, el ideal y el objeto, y no retroceder tampoco ante ello.
Tener coraje no quiere decir ser temerario. El sujeto puede serlo pero el analista no, porque está sujeto a una ética. Y ésta no compete a los ideales de valentía o de justicia sino al “bien decir” la singularidad del goce, acción que requiere el medio decir de la verdad para apuntar a cernir el síntoma en juego, o a sintomatizarlo cuando se presenta en la forma del estrago. 
En este sentido, el analista más que un héroe o un juez es un “artificiero respecto a lo real” (14) tomando la feliz expresión planteada por Miquel Bassols hace cuatro años: se trata de aproximarlo y de manejarlo de manera que no explote. En relación a lo real, Lacan señala la virtud de la prudencia, la cual no ha de inhibir el acto, sino dar las condiciones para que encuentre su momento oportuno.
Entonces, los analistas hemos de estar advertidos del ideal de justicia al igual que de cualquier otro ideal. Por otro lado, Lacan se mofó un poco de la idea de una justicia distributiva (15). Miller por su parte señala que no estaba atormentado por ella: Lacan no era un justo (16). Pero eso, no le convierte en injusto. Se trata de otra lógica. 

Una paradoja de la subjetividad de nuestra época
En relación a la justicia y al humanitarismo, Lacan afirma, en 1951, que “en una civilización cuyos ideales serán cada vez más utilitarios, comprometida como está con el ritmo acelerado de su producción (…) los ideales del humanismo se resuelven en el utilitarismo del grupo. Y como el grupo que hace la ley no está, por razones sociales, completamente seguro respecto a la justicia de los fundamentos de su poder, se remite a un humanitarismo en el que se expresan igualmente la sublevación de los explotados y la mala conciencia de los explotadores” (17).
Miller subraya al respecto que cuando un gobernante está demasiado seguro de la justicia de los fundamentos de su poder, no nos da seguridad alguna, a pesar de sus buenas intenciones (18). Podríamos quizás añadir que cuando un analista está muy seguro de sus intenciones, tampoco. Y, entonces, puede pasar que ilustre aquello que Shakespeare hace decir al Rey Lear: “No somos los primeros que vamos hacia lo peor con las mejores intenciones” (19). Desde La dirección de la cura... Lacan previene de la relación del analista con el poder (20).
Cada vez que desaparece la división subjetiva en el Otro, en los otros o en uno mismo, hay razones para inquietarse, y más cuando se trata de alguien que ostenta el poder. Pero, ¿cómo manejarse con ello? Ahora que, con La movida Zadig, estamos entrando en campos inéditos para nosotros, es especialmente importante velar por mantener las condiciones en las que el psicoanálisis puede ser operativo.
También es interesante para pensar “la subjetividad de la época” esta paradoja, que Lacan plantea poco después, en ese mismo escrito, sobre algo que advierte cuando aún justo está empezando, y que ahora, setenta años después, se revela en todo su potencia: la solidaridad entre el ascenso del individualismo y el creciente conformismo social. 
En una civilización donde el individualismo reina es donde hay más fenómenos de asimilación social, es decir, que “los individuos tenderán a un estado en que pensarán, sentirán, amarán y harán exactamente las mismas cosas a las mismas horas en porciones del espacio estrictamente equivalentes” (19). Hemos de estar advertidos de ello, en tanto este conformismo social, hecho con identificaciones alienantes, comporta una agresividad que a partir de cierto punto produce efectos de ruptura y polarización en la masa, como subraya Lacan. 
La creciente división del mundo no es la buena división que trata de mantener abierta el psicoanálisis. Por el contrario, se trata de trabajar para disminuir ese abismo, esa grieta, esa fisura destructiva y sus consecuencias de segregación (también de autosegregación) y consiguiente ruptura del lazo social. No se puede disminuir, considero, sin reconocer las diferencias: no se trata de que no las haya sino de que no sean segregativas, sino productivas, es decir, generadoras de debate y de lazo social.
En la entrevista citada al principio, Miller sostiene que “en mayo del 68, el Seminario de Lacan estaba lleno de jóvenes estudiantes que esperaban alguna cosa de la lección que daba de no someterse y tampoco de ir hacia la utopía. Pero el psicoanálisis es una práctica de palabra que no consiste en imponer los prejuicios, los ideales, las concepciones de la gente, sino que permite a cada uno esclarecer los suyos. Tanto es así que el psicoanálisis es conforme al pensamiento de Heráclito, cuando dice que los seres humanos comparten el mismo mundo cuando están despiertos, mientras que, cuando duermen, cada uno tiene el suyo” (20).
Entonces, se trata de que los psicoanalistas, que sabemos del sueño de muerte del goce, encontremos, cada vez, el momento de despertar, como ya esperaba Freud. 
* Publicado originalmente en Revista Estrategias. Psicoanálisis y Salud mental, nº 6: La justicia al revés,  Universidad Nacional de La Plata, Argentina, abril de 2018.

Notas:
1. “Por la libertad de palabra. Entrevista a Jacques-Alain Miller”, en Punt Diari, sábado 3 de marzo de 2013. http://www.eol.org.ar/template.asp?Sec=prensa&SubSec=europa&File=europa/2013/13-03-02_Entrevista-a-Jacques-Alain-Miller.html
2. Freud, S. – Ferenczi, S., “Carta 762 (I1 de octubre de 1918)”, Correspondencia completa II-2, Madrid, Síntesis, 1999.
3. Freud, Sigmund, “Nuevos caminos de la terapia psicoanalítica” (1918), Obras Completas, vol. XVII, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 1984, p. 162.
4. Danto, Elisabeth Ann, Psicoanálisis y justicia social, Madrid, Gredos-ELP, 2013.
5. 5. Lacan, Jacques, “Función y campo de la palabra y del lenguaje en el psicoanálisis”, Escritos 1, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2008.
6. Lacan, Jacques, El Seminario, libro I: Los escritos técnicos de Freud (1953-1954), Barcelona, piados, sesión del 19 de mayo de 1954,1981, p. 293.
7. Levi-Strauss, Claude, Las estructuras elementales del parentesco, Barcelona, Paidós, 1981.
8. Lacan, Jacques, El Seminario, libro I: Los escritos técnicos de Freud, op. cit., p. 292.
9. Lacan Jacques, El Seminario, libro III: Las psicosis, Buenos Aires, Paidós, 1984, p. 393.
10. Lacan, Jacques, El Seminario, libro I: Los escritos técnicos de Freud, op. cit., pp. 292-3.
11. Ibidem, pp. 293-4.
12. Lacan, Jacques, El Seminario, libro VII: La ética del psicoanálisis, Buenos Aires Paidós, 1988, p. 357.
13. Ibidem, p. 358.
14. Entrevista de Marisa Morao a Miquel Bassols a propósito del cartel en las escuelas de la AMP, en Radio Lacan, el 20 de agosto de 2014.
15. Lacan, Jacques, “Televisión”, Otros escritos, Buenos Aires, 2012, p. 546.
16. Miller, Jacques-Alain, Vida de Lacan, 2 de agosto de 2011.
17. Lacan, Jacques, “Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en criminología” (1951), Escritos 1, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2008, p. 140.
18. Miller, Jacques-Alain, Piezas sueltas, Curso de la Orientación lacaniana 2004-5, Buenos Aires, Paidós, 2013, p.  157.
19. Shakespeare, William, “El rey Lear”, Obras Completas II, Madrid, Aguilar, 1991.
20. Lacan, Jacques, “La dirección de la cura y los principios de su poder”, Escritos 2, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2008.
21. Lacan, Jacques, “Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en criminología”, op. cit., p. 146.
Miller, Jacques-Alain, Piezas sueltas, op. cit.,  p. 158.

22. “Por la libertad de palabra”, op. cit.

domingo, 27 de diciembre de 2009

EL FINAL DEL HUMANISMO


Seto jardines Quinta Mateus, Portugal. Foto de Margarita Álvarez
 
 Las Memorias de la casa muerta (1862), de Dostoievski (1), recogen parte de su experiencia en el presidio militar de Omsk (Siberia) donde estuvo prisionero desde 1850 hasta 1854. Fue deportado allí, condenado a trabajos forzados, por su activismo socialista -era simpatizante del socialismo utópico que preconizaba Fourier.
El ingreso de Dostoievski en la kátorga, la “casa muerta en vida” como la llama (p. 43), le sumirá de entrada en la desesperación y el aislamiento. Sin embargo, poco a poco empezará a relacionarse con los otros presidiarios: algunos, prisioneros políticos como él; otros, soldados procedentes de batallones de castigo, pero la mayoría contrabandistas, falsificadores y bandoleros de oficio, pequeños ladrones, homicidas ocasionales... También, algunos "criminales pervertidos y feroces"… A excepción de unos pocos nobles como él, la mayoría son  gente del pueblo, cuyas vidas parecen  dramaticamente determinadas desde su inicio por unas condiciones socioeconómicas en extremo duras.
Con un relato organizado a modo de un informe sobre el presidio, el autor va describiendo a los otros presidiarios, pero también a los mandos, siempre con la perspicacia y profundidad psicológica que distingue la caracterización de los personajes en toda su obra. 
Las historias, las conversaciones que narra se van tejiendo con el relato de la vida en el presidio. Cuenta sus rutinas pero también sus rigores: la arbitrariedad de la disciplina y de los castigos físicos, las torturas y las humillaciones vanas y, también, la crueldad de las normas sin sentido… Pero “el hombre –escribe- es un ser que se acostumbra a todo; ésa es, pienso, su mejor definición” (p. 45).
Dostoievski descubre en el presidio una realidad común e infame a la que, en tanto aristócrata, no ha sido sensible hasta la fecha: el dolor del pueblo ruso condenado de entrada a una vida injusta y miserable, sin esperanza. Este descubrimiento le transforma llevándole a cuestionar los ideales políticos por los que ha ido a prisión.
“Los hombres –afirma- son hombres en todas partes. Incluso en el presidio, entre criminales, durante esos cuatro años pude, finalmente, distinguir a la gente”. Esto le hace valorar que el tiempo pasado en el presidio, pese a todo, no ha sido en vano: ha conocido al pueblo ruso; ahora lo conoce mejor que nadie y puede escribir sobre él. A partir de ahí, su obra reflejará cierta idealización del tema.
Esta transformación experimentada tiene, para él, un sentido de regeneración que se expresará en las últimas líneas de las Memorias, como la posibilidad de una nueva vida, de lo que llama "una resurrección de entre los muertos" (p. 414). La crítica a sus valores anteriores se hará patente en su obra inmediatamente posterior, Apuntes del subsuelo, de 1864 (2).


Las Memorias inauguran la literatura penal rusa y su estilo influirá y proporcionará el marco a otras obras posteriores, tal y como se puede apreciar en el reportaje que hizo Chéjov, en 1895, en la isla de Sajalín (3), donde había en la época una importante colonia penitenciaria; también, en las obras de Alexander Solzhenitsin sobre los gulags soviéticos, Un día en la vida de Iván Ilich o Archipiélago Gulag, cuya escritura pertenece ya al siglo XX.
Encontramos la marca de la obra de Dostoievski asimismo en la llamada Trilogía de Auschwitz, de Primo Levi (4), testimonio de la estancia de este último en el campo de exterminio del mismo nombre durante los dos últimos años de la segunda guerra mundial. El autor hace allí un guiño a las Memorias cuando, al agradecer las únicas palabras amables recibidas a su llegada al campo, afirma no haber olvidado la cara mansa del joven prisionero que le “acogió en el umbral de la casa de los muertos” (p. 53).
Sin embargo, Primo Levi titula su experiencia en el Lager, en el campo, “Si esto es un hombre”. Las reflexiones sobre qué es un hombre atraviesan la trilogía. Parecería que, para él, los hombres no son hombres en todas partes, como decía Dostoievski, no son hombres siempre. Casi un siglo después de la experiencia de este último en el presidio de Omsk,  ¿el mundo descubrió que los hombres podían dejar de serlo? 
No hay duda de que no es lo mismo la casa de los muertos de Dostoievski, que los gulags soviéticos. Ni estos fueron lo mismo que los campos de exterminio nazis, porque a pesar de los crímenes y horrores cometidos en ellos, los primeros no tenían como principal objetivo eliminar sistemáticamente a todos aquellos que consideraban pertenecían a "las razas inferiores".
Entre las muchas cosas que Primo Levi dice en este relato sobre el horror y la aniquilación que constituye la Trilogía de Auschwitz, está la afirmación, hecha en distintas ocasiones, de que es el uso de la palabra el que hace que los hombres sean hombres (p. 549). En el Lager, "el uso de la palabra había caído en desuso" (...). "Los prisioneros eran despojados de todo, hasta de sus nombres" (p. 549). Respecto a los nazis y todos aquellos prisioneros que colaboraron de distinto modo con ellos, dice: "Los personajes de estas páginas no son hombres. Su humanidad estaba sepultada o ellos mismos la han sepultado bajo la ofensa súbita o infligida a los demás (...) Todos ellos estaban emparentados por una unitaria desolación interna" (p. 550). 
Gracias a otro prisionero, que le hace recordar que aún había un mundo justo fuera del suyo, Primo Levi afirma no haber olvidado que era un hombre (p. 156). Esto recuerda lo que dice Appelfeld sobre, cómo, a pesar de todo, él ha seguido confiando en la humanidad (5).
A pesar de lo inaudito, del horror, de la aniquilación peor que la humanidad haya conocido jamás, ¿podemos decir que los hombres dejaron de ser hombres? ¿O sencillamente cayó de manera atroz e irremisible el ideal de humanismo  que impregnaba la noción de hombre en el pensamiento occidental? 
El psicoanálisis nos enseña a tener cuidado con los ideales, que producen su propio desconocimiento. El brillo del ideal ciega y deja en la sombra su lado oscuro: el hecho de que los ideales no son solo motor del deseo sino también agentes eficientes de la segregación. Las peores barbaries se han cometido siempre en nombre suyo. 
Algo ha cambiado, sin duda, después de Auschwitz en nuestra relación con los ideales. Al menos, desde entonces, estamos advertidos de aquello que ya había señalado Sigmund Freud en El malestar de la cultura (6) y que Jacques Lacan abordó en distintas ocasiones: en el seno de la civilización, hay algo que resiste a entrar en ella. 
Freud lo aisló como un más allá del principio del placer y Lacan lo conceptualizó como goce. Se trata de una modalidad de satisfacción que no es del orden del placer, ni del bien del sujeto. Es inconsciente, lo que quiere decir que, para él, constituye un punto ciego: no se da cuenta o  puede experimentarlo como sufrimiento. Un psicoanálisis apunta a conocerlo y saber hacer con ello.
El goce constituye el núcleo de las repeticiones sintomáticas, sean individuales o colectivas. Es un resto del proceso de simbolización y, por ello, es específicamente humano. El dicho de que "el hombre es el único animal que tropieza dos -innumerables- veces con la misma piedra" apunta a él.
Este resto resiste a los intentos educativos o civilizadores. Es ineducable.
Podemos calificar este ineducable de inhumano, en tanto rechaza el humanismo civilizador. Pero no podemos decir que sea ajeno al hombre. Al contrario, lo que más caracteriza a este último es su "inhumanidad". Es sobre esta última que se eleva la humanidad, intentando vencerla, ocultarla, olvidarla.
El humanismo es un intento de civilizar ese resto, de regular el goce, pero no hay que engañarse al respecto: no lo elimina.
La civilización no borra del todo la barbarie, sino que la porta indefectiblemente en su seno. Es lo que nos ha enseñado Auschwitz. Y, cuanto más ciegos somos  a la presencia de la barbarie en nuestro seno, más abruptamente irrumpe, más nos coge por sorpresa sus distintos rebrotes o resurgimientos.
El goce resiste  a su tramitación por la palabra, por eso "hablando no se termina de entender la gente", más bien el lenguaje es fuente continua de malentendido. Y, también, por eso, los organismos internacionales no cesan de fracasar, o sus logros no son totales ni para siempre.
Sin embargo, no se trata de dejar de usar la palabra. Primo Levi nos ilustró acerca de lo que puede suceder cuando se hace. Solo tenemos la palabra para intentar, cada vez, cernir el goce en juego.
Se trata de pensar en un uso de la palabra que puede guiarse por el ideal en tanto motor del deseo, pero que debe de estar advertido también de sus poderes funestos. No es un uso impotente de la palabra, sino un uso que tiene en cuenta el goce como imposible.

Notas
1. Dostoievski, Fiodor. Memorias de la casa muerta. Barcelona: De bolsillo, 2004.
2. Dostoievski, Fiodor. Apuntes del subsuelo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.
3. Chèjov, Anton. La isla de Sajalín. Barcelona: Alba, 2005.
4. Levi, Primo. “Si esto es un hombre”. En: Trilogía de Auschwitz. Barcelona: Aleph editores, 2005.
5. Ver en este blog: "Aharon Appelfeld: Un artista no puede perder la inocencia", noviembre de 2009: http://www.elblogdemargaritaalvarez.com/2009/11/aharon-appelfeld-un-artista-no-puede.html
6. Freud, Sigmund. "El malestar en la cultura". En: Obras completas, vol. XXI. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1984.