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miércoles, 14 de marzo de 2012

PUBLICACIÓN DE "OTROS ESCRITOS" DE JACQUES LACAN



Ha sido un honor colaborar en la gran aventura de traducción de los Otros escritos, en concreto haciéndome cargo de la traducción de "Radiofonía". Toda una responsabilidad. 
Me han dicho que he devuelto a la traducción de este escrito su dignidad. Eso me tranquiliza un poco. Aunque no tengo duda de que siempre es y será posible una traducción mejor. 
En un mundo como el humano, donde el lenguaje no es un lenguaje-signo y cada palabra remite siempre a más de una significación, el equívoco reina. Traducir exige entrar en la intimidad del autor para conocer lo mejor posible cómo piensa, qué tiene en la cabeza cuando escribe. Sólo así se puede enfrentar la casi imposible tarea de pasar un pensamiento de una lengua a otra, palabra por palabra y frase por frase.
Los traductores hacemos una función de "pasadores" que ayudamos a pasar de una lengua a otra, con lo que ello implica de pasar de un mundo a otro. Es una tarea en parte imposible por definición. De ahí, la fama de traidores que tenemos de oficio,  pero lo somos -en el mejor de los casos- sin poderlo remediar.
La tarea de decir las cosas, por estructura, nunca se puede considerar acabada y, la de traducir tampoco. 
La aventura entonces continuará. 
Traductores por venir colaborarán sin duda a traducir, y decir mejor, el decir de Lacan. 

Participaron en la traducción del volumen: Graciela Esperanza, Guy Trobas, Silvia Tendlarz, Vicente Palomera, Margarita Álvarez, Juan Luis Delmont-Mauri, Julieta Sucre y Antoni Vicens. 
Graciela Esperanza ha realizado además la titánica tarea de revisar todos los textos. A ella, la gratitud de todos los lectores de Lacan.

Del "Prólogo", de Jacques-Alain Miller:
"La publicación de la presente compilación no se inscribe en ningún retorno a Lacan. Es que, así lo creemos, Lacan no se alejó. Está ahí. ¿Siempre actual, o definitivamente intempestivo? Quizás está él ahí al modo tan particular de “La carta robada”.
Sea como sea, veinte años después de su muerte, no hay quien finja, seriamente se entiende, que él ha sido superado en el psicoanálisis como sujeto supuesto saber. La recepción hecha a sus Seminarios lo testimonia: son recibidos por los practicantes y por el público como libros de actualidad, no de otro tiempo.
Es posible que en el gran público se lea poco a Lacan. Esto hace pensar en las palabras de Picasso: “¿Cuántas personas han leído a Homero? Sin embargo todo el mundo habla de él. Se creó así la superstición homérica”. Hay una superstición lacaniana. No satisfacerse con ella no impide admitir un hecho, que es un hecho de transferencia.
La publicación de la presente compilación tendrá incidencia sobre esa transferencia. Ella hará ex-sistir, lo creemos, a un Lacan diferente del que se volvió clásico (dicho de otro modo, clasificado) bajo el signo de la palabra y el lenguaje".
Buenos Aires, 2012


miércoles, 21 de diciembre de 2011

SOBRE LA RELACIÓN CON LA LENGUA 2. EL AMOR POR LA LENGUA

(Foto M.Álvarez, 2011)

Respecto a las lenguas que digo -o dicen- que hablo, quiero hacer algunas precisiones. De todas ellas, la lengua menos desconocida para mí es aquella que aprendí de niña: el castellano que se habla en Asturias, impregnado en primer lugar por las formas sintácticas del bable y por sus fonemas - objeto este último durante mi infancia, en tiempos de la dictadura, de censura y desprestigio como el resto de las lenguas de España en favor del primero. Pero también, en mi caso particular, era un castellano que dialogaba con el gallego natal de la mujer que me cuidaba y  los giros de su madrileño castizo, de adopción, que ella hacía servir a menudo para enfrentar con bastante humor las vicisitudes de su vida.
En segundo lugar, hablo el catalán, que es una lengua que no me vino dada, sino que elegí, y lo hice por amor, y con amor.  Por el amor, y con el amor, necesario para aprender cualquier lengua, incluso, para aprender a hablar cuando somos niños. Pero, no solo aprendí a hablar catalán por amor a la lengua misma y a mis amigos, a la comunidad donde vivo; también lo hice, por razón, y con razones (1).  
Vivir fuera del lugar donde había nacido, en Barcelona,  transformó mi relación con el castellano: me hizo "normalizarlo" y abandonar ciertos localismos para adoptar otros en favor de la comunicación, ya que descubrí que no en todas partes donde se habla el castellano "allegan" las puertas o, también, que si decía "riche" en vez de "bollo" o "servus" en lugar de "betún", como se hace en Gijón, nadie fuera de allí me entendía -por cierto que al cabo de los años descubrí en un mercado de brocanters en Barcelona que el famoso "servus" era una antigua marca de betún ¡de Badalona! Nadie parece acordarse de ella por aquí, sin embargo, a mil kilómetros, dejó su impronta, su marca en la lengua.
Mi castellano quedó afectado también por la adquisición del catalán, y la preceptiva diglosia que irrumpe cuando dos lenguas conviven juntas: más allá de que se peleen o hagan el amor –o de que se peleen y hagan el amor, que todo es posible-, una se contagia irremisiblemente de la otra. Así, a veces, digo a alguien que "hace mala cara" cuando "tiene mala cara", lo cual causa cierto sobresalto o perplejidad en el receptor, sobre todo cuando no conoce el catalán y, por tanto, no reconoce que traduzco literalmente de él sin darme cuenta. 
Pero lo he aceptado sin problemas. He aceptado que la riqueza de hablar cotidianamente dos lenguas me quitara algo, me desidentificara un poco y me dejara sentir cierta falta, cierto vacío constituyente. Esta pérdida es positiva porque es productiva. Ya sabemos que no hay creatividad sin vacío, sin el requisito, sin el riesgo que supone aventurarse en él.
En tercer lugar, la lengua que menos extranjera me resulta es el francés, la lengua de Montaigne, de Descartes y la Ilustración, así como de una de las revoluciones político-sociales fundamentales; también la de Baudelaire, de Ducasse, de Mallarmé y de Apollinaire, de Raimond Roussel y los surrealistas; pero sobre todo -para mí-, la lengua del psicoanálisis que ha encontrado en ella, y el pensamiento que vehicula, gracias a Jacques Lacan, su renovación y su fuerza.
El inglés lo conozco menos, aunque también me interesé por él pronto. Un día, un familiar me dijo que al otro lado del mar, que estaba mirando desde mi balcón, se vivía mucho mejor. Era una mañana gris y yo tenía seis años. ¿Cómo iba a pensar que me estaba diciendo que en Inglaterra no había una dictadura, cuando ni siquiera había oído esa palabra ni conocía lo que significaba y, además, tardaría varios  años más en ser plenamente consciente de que vivía en una? 
¡Entendí lo que entendí!… En concreto, que los ingleses, cuyos paisajes y economía son en parte similares a los de Asturias, eran más felices. Eso despertó rápidamente un vivo interés por ellos, por su lengua, su historia, su cultura, así como por el mar que nos separaba -ese mar que los portugueses calificaban de tenebroso hace varios siglos. Mi dirección electrónica es un resto de ese amor por aquellas islas que se alzaban entre la bruma tras la línea del horizonte de mi universo infantil: en gaélico, "sgairbh" quiere decir "cormoranes", unas aves marinas fuertes y veloces que cruzan libremente el mar como yo tantas veces deseé hacer desde aquel mismo balcón.
Respecto al bable, es cuestión de cierta inmersión primera en sus formas y resonancias pero también de cariño y homenaje a un mundo prácticamente desaparecido que ya casi no conocí pero en el que vivieron muchas  generaciones que me precedieron en esta existencia singular y universalmente extraña que decimos "humana".  Reconozco que algo tiene que ver conmigo, y aunque nunca lo he hablado, ni probablemente lo hablaré, lo entiendo bastante bien las raras veces que lo escucho. Y algo en su acento y su expresividad me resulta alegre y me hace sonreír .
En fin, en relación a las lenguas, sobre todo, las románicas o romances, la arquitectura de mi pensamiento es como el monte bajonormando Saint Michel: no hay homogeneidad en absoluto, sino variedad de estilos que se corresponden, allí, en su abadía, con las sucesivas construcciones y remodelaciones realizadas,  a lo largo de los siglos, siguiendo los cambios de las directrices artísticas en materia de edificación  religiosa. Pero, ¿alguien duda que ello le da su singularidad? ¿Alguien se atrevería a atacar su arquitectura prodigiosa? ¿Defendería que tendría que haber sido construido con un solo estilo? ¿Que sería mejor que fuera homogéneo?
Sabemos que nadie habla a la perfección  lengua alguna. Estamos siempre, en relación a cualquiera de ellas en situación de déficit, de cierta falta.  Y yo, con esta historia tan particular, desde luego no voy a ser una excepción. Pero me alegro de esta historia que, al fin y al cabo, es la mía. 
El conocimiento que tengo de distintas lenguas, por limitado e insuficiente que sea, me ayuda a entender que cada persona, también las diferentes culturas, piensan el mundo, conciben la vida de manera no idéntica, cuando no radicalmente distinta. Me resulta asimismo fundamental para no creerme -lo que siempre contraría el narcisismo constitutivo-, que mi pensamiento, mi lengua o mi cultura  son las únicas posibles, o las mejores posibles.
Así, amo todas las lenguas que hablo, que malhablo, que deshablo, que rehablo, que casi hablo, que hablo como quiero o como puedo, o que no hablo tanto como quiero. De hecho, también amo las lenguas que no hablo y las que con toda probabilidad nunca hablaré, inclusive aquellas que ya no se hablan en ninguna parte o que todavía no existen. Amo siempre encontrar otra manera de decir las cosas, nuevas palabras para decirlas porque eso hace que las cosas ya no sean exactamente las mismas -imposibilidades inherentes a la traducción- y eso las complejiza, las enriquece y renueva, volviéndolas más interesantes. 
Amo ese esfuerzo por "bien decir", por decir bien, lo más precisamente posible,  que supone la existencia, la invención misma de una lengua. De hecho, no hay invención sin lengua: la inventio es la primera fase de la retórica clásica,  antes de la elocutio,  y quiere decir: "Hallar, tener algo que decir".
Por lo general, soporto bien el sentimiento de extranjería que me produce moverme en medios donde no conozco del todo la lengua que se habla, o donde no la conozco apenas, o donde la desconozco por completo.  Esto último, a veces, me hace incluso gracia.  En ocasiones, es un descanso, incluso un alivio, no entender lo que dice el otro, o atribuir la falta de entendimiento solo al desconocimiento de la lengua; incluso imaginar lo que dice o imaginar que dice lo que a una le gustaría que dijera…  En fin, como decía Andy Warhol, aunque en parte sea una boutade- hay cosas (él se refería al amor) que es mejor imaginarse. A veces, sí.
La extranjeridad frente al otro, ante al mundo y respecto a una misma son constituyentes. Y es interesante dejarse sentir el vacío que la relación con aquellas lenguas que no son la primera que aprendimos - y que por lo general consideramos "propia", nuestra lengua materna -, introduce en nuestra vida: nos abre la posibilidad de pensar algo nuevo, de otro modo, desde otra perspectiva. Esto nutre y fortalece nuestro pensamiento. 
Incluso, siendo radical, podemos decir que no hay lengua propia, sino que es  la lengua siempre la que se apropia de nosotros, la que nos hace suyos, la que nos causa y nos determina. No existimos sin ella. La lengua habla por nosotros y de nosotros, es decir, somos hablados, hecho que para el psicoanálisis está en la base de lo que llama "inconsciente". 
Tendemos a calmar la sensación de vacío, que la relación con la lengua nos crea, colmándolo, tapándolo con una identificación proveedora, como todas ellas, de seguridad: "Esta es mi lengua", "yo soy el que habla en ...", "si el otro habla como yo, es como yo", etc.. Pero éste no es el único problema. El mayor problema que acarrea cualquier identificación es que cuando alguien se identifica con un rasgo del otro (sea la lengua que habla, su pensamiento o sus costumbres) crea la ilusión de que ambos son iguales en todo. La identificación siempre tiende a crear una consistencia de ser que produce la segregación, en mayor o menos grado, de lo distinto. Y, entonces, puede ocurrir que se aparte, se desprecie, se odie, se difame, se quiera  erradicar, expulsar, eliminar a aquél que no habla la misma lengua, que no vive como uno, o que piensa distinto.
Aprender una lengua implica admitir cierto no saber constitutivo en relación a nosotros mismos y a la vida, consentir a cierto vacío, a cierta desidentificación, a cierta extranjeridad y cierta extrañeza... Si consentimos a ello, el conocimiento de una nueva lengua nos ayuda a descubrir un poco mejor el mundo y a los otros, pero también nos ayuda a descubrirnos a nosotros mismos. Es una aventura sin par, radical, emocionante, como hay pocas. Es una oportunidad, una suerte.

Notas:
1. Respecto a esta cuestión, puede leerse en este mismo blog la entrada: "Sobre la relación con la lengua". 
http://www.blogger.com/blogger.g?blogID=6199614407506835997#editor/target=post;postID=834461370839632216



domingo, 18 de septiembre de 2011

SOBRE LA RELACION CON LA LENGUA (I)

Pueblo viejo de Belchite, 2010 (Foto M. Álvarez)
Esta mañana he leído una cita de Fellini según la cual las lenguas son maneras distintas de ver la vida. Estoy de acuerdo siempre que demos a esta frase todo el peso que se merece. Las lenguas no son solo miradas sobre la vida sino que ellas mismas la engendran al nombrarla posibilitando así que haya una vida que pensar o que mirar.
Esta afirmación es radical pero nuestra relación con la lengua también lo es. Todas las lenguas son expresiones del lenguaje humano que, en sí mismo, es pura estructura simbólica. Con su ayuda, en el total indiferenciado de las “cosas del mundo” que encontramos al nacer, ese registro inicial que en psicoanálisis llamamos lo real previo (1), descubrimos y aislamos elementos: los identificamos, nombramos, clasificamos y empezamos a relacionarlos, es decir, a pensarlos. Así, por él y con el lenguaje, a través de las lenguas que lo vehiculan, comenzamos a construir el mundo. Por ejemplo, el mundo de las sensaciones que sin la acción simbólica y estructurante del lenguaje, no sería ni mundo ni sensaciones: no podemos considerarlas así antes de haber incorporado los correspondientes conceptos.
La categorización cartesiana que organiza el pensamiento occidental nos lleva a separar en distintos niveles sensaciones, percepciones y pensamientos, atribuyendo las primeras al cuerpo y, los dos últimos, a la mente. Y, si bien es cierto que esta categorización explica distintos niveles de nuestra experiencia, también crea a esta última, es responsable de ella. Esto quiere decir que esa división no es un dato primario sino secundario y que sin pensamiento no podríamos saber nunca ni qué sentimos ni qué percibimos.
Pero el pensamiento tampoco existe por sí solo: está fabricado con lenguaje. Aunque parezca evidente, prefiero dejar clara cuál es la premisa de partida.
El lenguaje es condición del pensamiento, así como de los mundos que este último crea, ya sean culturales o internos: excava en lo real un lugar para sus cimientos y edifica su estructura o armazón. Pero cada mundo se construye con los materiales que provee cada lengua particular. Ella reviste los cimientos del mundo que crea y recrea. Y levanta paredes maestras, sólidas e incuestionables que fijan sus coordenadas esenciales, así como una diversidad de tabiques más o menos movibles o prescindibles. La lengua abre asimismo balcones y, también, pasillos de comunicación entre conceptos, o los ciega, impidiendo así la circulación fluida entre ellos. Cada lengua construye sus propios sótanos y, también unos techos que la limitan, aunque a veces abra claraboyas o tragaluces que permiten ver un poco más la luz del cielo. También puede contar con terrazas y miradores sobre el mundo y edificar jardines, asilvestrados, ingleses o a la francesa, donde solazarse o recogerse; pero cada lengua cuenta asimismo con un modo particular de tapar claustrofóbicamente galerías y ventanas. Una lengua posibilita ciertos pensamientos que, otra, no, y viceversa.
Cada lengua no es solo un instrumento de comunicación como se tiende a reducir hoy en día. Es principalmente una morada simbólica donde alojar nuestro desamparo inicial y perpetuo ante la vida, un refugio ante él, pero también una manera de abordarlo y de tratarlo. En este sentido, las lenguas son un recurso, un patrimonio, en mi opinión nuestra principal riqueza.
Cada lengua configura un mundo determinado y una relación con él, es decir, eso que hemos llamado al principio una manera de mirar la vida. Por eso, no es sencillo aprender otra lengua: más allá de las dificultades puramente idiomáticas, lo que más cuesta es salir un poco de nosotros mismos y empezar a pensar con ella, dejar entrar otra manera de ver las cosas y, sobre todo, tolerarla sin precipitarse a desprestigiarla o a condenarla para volver a encerrarnos en límites seguros. Y, por eso, cuando dejamos que otra lengua nos trabaje, eso nos enriquece. Nos permite abrir rendijas en las tapias por las que se cuela el aire fresco y regalar a nuestro mundo algunos paisajes y horizontes nuevos.
No deberíamos rechazar la coexistencia de más de una lengua en un mismo territorio, sino alegrarnos, y defenderla porque siempre son mayores los beneficios que las dificultades. Esto es lo que hacemos una buena parte de los ciudadanos de este país quienes, sin contar ahora con el conocimiento que podamos tener de otras lenguas foráneas, hablamos al menos dos españolas.
Pero sería no solo de justicia, sino inteligente, que todos los españoles las defendiéramos porque son nuestro patrimonio, un patrimonio vivo, las conozcamos o no. Igual que la mayoría de nosotros –quiero creer- defenderíamos el Museo del Prado, Santa María del Naranco, la Alhambra, el Monasterio de Yuste o la Pulcra Leonina, entre otras joyas de nuestro tesoro artístico, si alguien quisiera derribarlas, porque no las apreciara, porque las odia o para obtener de ello algún provecho. Aunque no los hayamos visitado nunca, reconocemos estos monumentos como nuestros.
Cada vez que no defendemos una lengua, colaboramos a su desaparición, sea de manera activa o pasiva. Y corremos el peligro de deslizarnos hacia ese pensamiento unificante, hermano del odio, que tanta miseria de espíritu, cuando no devastación y dolor, porta consigo siempre. El mundo donde ese pensamiento habita, en que prolifera y malflorece, lo sabemos por otras épocas, no es bueno.

Bibliografía:
1. Jacques Lacan: "Lo simbólico, lo imaginario y lo real" (1953). En: De los nombres del padre.  Buenos Aires: Paidós, col. "Paradojas de Lacan", 2005.

domingo, 29 de noviembre de 2009

AHARON APPELFELD: UN ARTISTA NO PUEDE PERDER LA INOCENCIA


Nacido en 1932, en Czernowitz -entonces Ucrania, actualmente Rumania-, el escritor israelí Aharon Appelfeld es hijo de una pareja de judíos asimilada. De niño, hablaba con sus padres en  alemán, que estaba considerada la lengua de la cultura. Sin embargo, cuando iba a ver a sus abuelos al campo, en vacaciones, hablaba con ellos en ruteno mientras que el  yíddish fluía a su alrededor en boca de la generación de la que estos últimos formaban parte. 
Pero perderá la relación con estas lenguas cuando la segunda guerra mundial irrumpa en su vida e interrumpa su infancia. Este acontecimiento marcará en el futuro su obra. 
En su biografía, Historia de una vida (Península, 2005), ganadora del premio Médicis 2004, relata como los nazis asesinaron a su madre delante suyo cuando tenía siete años y le llevaron después, con su padre, a un campo de concentración. Pero el niño Appelfeld  conseguirá escapar solo -dejará a su padre en el campo y no lo volverá a ver hasta 30 años más tarde, ya en Israel.


Él explica cómo al poco tiempo de internarse en el bosque, tras su huida, se encontró con un manzano cargado de frutos. Describe el momento como una visión. Después de la miseria, del dolor del campo, quedó extasiado ante aquella explosión de color y de vida. Las ramas del manzano le acogían y le ofrecían sus frutos -es interesante señalar que "appelfeld" en alemán significa "campo de manzanos" por lo que quizás algo importante ocurrió ahí para él, algo le dio fuerzas para entrar en otro "campo". Se quedó unas horas descansando a la sombra del árbol  y, luego, temeroso de ser encontrado, siguió internándose en el bosque, donde permaneció el resto de la guerra.
Fue allí, en medio del horror, donde encontró, en los momentos más crudos, a otros habitantes de los bosques -una banda de criminales, una prostituta...- que sucesivamente le acogieron garantizando su supervivencia en los momentos más crudos del invierno. Aunque estos otros, auténticos outsiders, vivían, como él, escondidos,  esto no les hacía iguales: el niño Appelfeld tuvo que cuidarse bien, para salvarguardar su vida,  de  disimular su acento judío ante ellos. 
Al finalizar la guerra, un Appelfeld ya entrando en la adolescencia, embarcará con muchos otros niños  hacia Israel donde tendrá que hacer frente a las exigencias de una nueva vida, entre otras cosas el aprendizaje del hebreo -él habla del encuentro con cierta exigencia por parte del Otro, con un empuje a empezar de cero, a olvidar, a dejar de lado  la lengua propia. 
Pero, ¿se puede empezar de cero? ¿Cómo dejar de lado las palabras que tejen la experiencia, la materia del propio pensamiento? Por otro lado, cómo recordar las palabras alemanas de la lengua de los asesinos, las palabras rutenas de la infancia feliz con los abuelos ahora destruida, las palabras del yíddish que las víctimas musitaban rezando cuando caminaban hacia la muerte? 
En su autobiografía,  describe bien la situación de bloqueo, las dificultades de aprendizaje de una lengua nueva y difícil mientras que las palabras de las lenguas que tenían resonancia en su historia le resultaban durante bastante tiempo imposibles de recordar.
Appelfeld hace entonces la experiencia de la falta de palabras para nombrar las cosas, para nombrarse. ¿Cómo vivir sin ellas? 
Necesitará su tiempo para empezar a  recuperar las palabras de estas lenguas de su infancia, para organizar y poner nombre a lo vivido. Poco a poco podrá ir recuperando frases, retazos de ellas. El trabajo de algunos escritores israelíes que no escribían solo en hebreo sino que se servían asimismo de  otra u otras lenguas, le ayudarán al cabo de unos años a encontrar  el camino. 
Pero Appelfeld plantea que ese trabajo de elaboración de la experiencia no acaba nunca para aquellos que fueron niños durante la guerra: los adultos tenían ya un pensamiento construido y, por tanto contaban con un mundo simbólico para inscribir lo que ocurría, para construir una memoria que luego les permitiera  recordar, elaborar la experiencia.  Sin embargo, los niños no disponían de esa herramienta. Por insuficiente que fuera por otro lado para los adultos, ellos no contaban con ella. Tuvieron que construir su mundo simbólico al mismo tiempo que luchaban por sobrevivir en un mundo que no entendían, no solo para el que no había palabras, sino respecto al que faltaban las palabras para darse cuenta de que no las había. 
Es así que Appelfeld se explica por qué  muchas experiencias no le vienen como pensamientos elaborados sino como sensaciones, movimientos, gestos... algo más del orden de la reminiscencia, que de lo historizado, que se puede entonces rememorar. Las impresiones vividas quedaron -dice- "grabadas en las células de su cuerpo".
El psicoanálisis nos ayuda a pensar que lo que el sujeto no ha podido inscribir, articular como una memoria, no puede volver a través de la rememoración, como recuerdos encadenados en la propia historia. Retornan como fuera de la historia, como fenómenos desarticulados entre sí, por ejemplo impresiones corporales, fenómenos de cuerpo.
Aunque Appelfeld no se considera un escritor de la Shoáh -él habla de sí mismo, se inspira, en el niño que fue, en sus experiencias, en lo que vio, escuchó, sintió, en el mundo que le tocó vivir-, su escritura no solo la tiene como telón de fondo sino que está inexorablemente atravesada por ella. 
La densidad de lo vivido de lo que no se puede llegar a olvidar, le lleva a afirmar que a los 11 años ya era viejo. Pero, a continuación, afirma no haber dejado nunca de confiar en el género humano porque, en medio del horror y la desesperación, cuando se dirigió al otro pidiendo ayuda siempre encontró a alguien que le respondió y eso le permitió sobrevivir. En medio de la Hilflosigkeit humana, del desamparo radical, siempre encontró alguien que in extremis le echó una mano. Y eso fue esencial -afirma- para no perder la inocencia. Un artista -dice-, no puede perderla.
Además de su autobiografía, Aharon Appelfeld tiene otros libros traducidos al castellano y al catalán. Se puede ver la entrevista que le hicieron en Televisión de Catalunya (TV3) clickeando en el siguiente link:
La entrevista está en inglés subtitulada en catalán.
Sobre el tema de la relación con la lengua se pueden ver asimismo dos DVD muy interesantes de la directora israelí, residente en Francia, Nurith Aviv: "D'une langue à une autre" y "Langue sacrée, langue prophane". Están en hebreo con subtitulos en francés. En el primero, la autora entrevista a distintos poetas, escritores y artistas israelíes, que hablan del su relación con la lengua, con su poder de evocación y resonancia, y de cómo fue para ellos el aprendizaje del hebreo, el paso de una lengua a otra. Entre ellas, hay una realizada a Aharon Appelfeld.