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viernes, 18 de julio de 2014

LA BARBARIE, HUMANA. 78 ANIVERSARIO DEL COMIENZO DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA



Cúpula bombardeada iglesia del pueblo viejo de Belchite, Zaragoza, guerra civil española. Foto de M. Álvarez

Dieciocho de julio de 2014. 
Hoy hace 78 años que comenzó  la guerra civil española, la última.
El 1 de abril, hizo 75 que finalizó. ¡Tres cuartos de siglo! ¡Casi nada! 
Gran parte de los españoles actuales no la vivimos. Pero, algunos sí, los más mayores, los que por aquel entonces  eran los niños de la guerra, o los más jóvenes que lucharon en ella o de un modo u otro la padecieron. 
Otros somos los hijos, los nietos, los biznietos de aquellos niños, de aquellos jóvenes. Pero aquella guerra aún nos "toca", lo queramos saber o no, nos guste, nos disguste o nos parezca injusto. 
Nadie vive su vida por fuera de las coordenadas simbólicas o imaginarias de su época. Tampoco lo hace en este tema: No puede ser ajeno a lo que se dijo y escuchó y sabe. Ni de lo que se dijo y escuchó pero quiso olvidar. Ni siquiera de lo que no se dijo, de lo que no pudo escuchar porque se silenció, pero le fue transmitido porque los silencios también hablan -y cuando algo se transmite  a través suyo siempre comporta  una carga emocional mayor, más pesada y confusa. 
Cada uno,  individuo y colectividad, tiene una relación con lo pensado y reprimido, con lo pensado y denegado, y con lo no simbolizado, aquello que no se inscribió pero cuyo ausencia está marcada por un agujero, eso que, en psicoanálisis, llamamos lo real.  
Aquella guerra sigue siendo de algún modo "nuestra", aunque no la viviéramos porque lo que de ella hemos rechazado, ya fuera reprimido, denegado o  excluido de lo simbólico, es decir, forcluido, pervive aún y afecta  a nuestras vidas en distinto modo. 
Nos afecta por ejemplo al nivel de los discursos  polarizados sobre ella que perviven escandalosamente intactos: el discurso peligrosamente idealizado sobre una república que fue muy progresista pero, asimismo, impotente para frenar la violencia  y los crímenes de los grupos más radicales de la extrema izquierda, descontrolados; y el discurso fascista de la extrema derecha, que apenas se ha molestado ni antes ni ahora en esconder, bajo el brillo del ideal totalitario, su ferocidad.  
Asistimos en algunos casos a la pervivencia de las pasiones  que, en su momento, hicieron estallar  el conflicto. Son la herencia a través de las generaciones de los duelos no resueltos de "ganadores" y perdedores y de lo que sus hijos, nietos y biznietos pudimos o podemos hacer al respecto. 
Entrecomillo la palabra "ganadores" porque nadie gana una guerra del todo: resolver un conflicto por las armas condicionará solo que las cosas en adelante tomen una dirección  y no otra pero, por definición, la exclusión del otro bando, de la otra manera de pensar las cosas, o de otras sensibilidades al respecto, seguirá alimentando la segregación e impedirá la elaboración de lo ocurrido en mayor o menor medida. 
Uno se queda con lo que no le molesta y, por debajo, de ese supuesto bienestar, sigue produciendo las condiciones para la barbarie con el mismo rostro o con otro distinto. El conflicto se perpetúa de otro modo. No hay convivencia, en el sentido estricto, posible que no sea el resultado del pacto social.
En otras palabras, ganar algo contra los demás no modifica nuestra relación con lo real y, por tanto, no ayuda a mejorar  la barbarie que cada uno de nosotros, cada pueblo, lleva dentro y que, de tanto en tanto, asoma tímidamente o explota sin pudor. Solo la deja más o menos durmiente  hasta la siguiente ocasión.
Cada cual, individuo o colectividad, izquierda o derecha, está obligado éticamente a saber sobre su propia barbarie, por ejemplo, sobre sus propios mecanismos de idealización que, como señaló Freud, son en todas y cada una de las ocasiones fuente inexorable de segregación. Esta última es fundamento y sostén de todo ideal pasado presente y futuro, es su mecanismo secreto y más oscuro. Cada uno es responsable de lo que deja fuera, de lo que no quiere saber nada.
Nunca pensamos en la barbarie hasta que explota. Y, cuando lo hace, solemos  estar demasiado horrorizados, embargados, sobrepasados, urgidos para pensar. 
Aunque seguramente a muchos nos gustaría que fuera de otro modo, la dificultad es sin duda estructural. 
La realidad de cada día nos enseña lo que hay de ineliminable en ello: la segregación de los bandos no deja de reproducirse, con discursos viejos o nuevos, con rostros conocidos o distintos. La segregación es hermana del odio.
Cuando se suspende toda pregunta sobre uno mismo y se identifica solo al otro como causa del problema, la barbarie individual o colectiva se despereza presta a ponerse en pie.
La barbarie humana es ineliminable. Podemos olvidarla pero no hacerla desaparecer. Nunca se agota o se elabora del todo -ni en el plano individual ni en el colectivo. Pero, negarla, atribuirla al otro, nos ciega, es decir, suspende nuestra capacidad de pensar. Eso la alimenta.
Escritura de las "tres heridas" del Miguel Hernández sobre un muro derruido de Belchite. Foto de M. Álvarez
La barbarie es humana, aunque parezca una contradicción. Es tan nuestra como lo es la misma civilización (1). De hecho, la civilización es hija suya. Inventamos civilizaciones para librarnos de ella. Pero, a la par que las inventamos, y en el mismo proceso, producimos nuevas formas de la barbarie. Cada civilización crea, recrea una forma nueva. Así, la civilización es, a la par, hija y madre suya. Ambas están inextricablemente unidas. 
La llamada "humanidad" conlleva su porción  de inhumanidad. Pero lo que nos hace humanos, es luchar contra esta última: en lugar de reprimirla, denegarla o forcluirla,  estar advertidos de ella e inventar cada vez modos de tratarla. 
Es necesario un ejercicio constante de identificación de las distintas maneras como la preparamos o la hacemos existir, a veces con discursos muy elaborados portadores de las mejores intenciones. Pero como decimos en psicoanálisis, la verdad de las cosas está en sus consecuencias. Lamentablemente, esto hace que con frecuencia la encontremos  demasiado tarde. 
Lo reprimido de la verdad constituye  la fábrica de nuestros síntomas, sean individuales o sociales. Y, cuando la verdad retorna, lo hace a través suyo. Lo denegado no retorna, porque no ha sido reprimido, pero encuentra su expresión en actos y desmentidos que alcanzan a veces la canallería. Y lo no simbolizado, lo forcluido, retorna también pero no lo hace vía síntoma como lo reprimido sino  de modo funesto, es decir, por fuera de la palabra. No se trata allí de la verdad sino de lo real. Y, con él, nunca hay la posibilidad de un buen encuentro.

Notas:
1. Ver el final del humanismo, en este mismo blog:
2. Sobre las dos fotos: Los pueblos de Belchite viejo y Gernika son dos símbolos de los desastres de la guerra civil española, homenajeados respectivamente por cada uno de los bandos que sobrevivieron a la destrucción. 
Recorrer las calles del primero, completamente en ruinas, es sumamente impactante... Al final de una calle, encuentras un portón, lo atraviesas y entras en el pueblo nuevo: una plaza normal con gente sentada leyendo el periódico, niños jugando, un perro, un carrito de helados... De ese otro lado, junto al portón hay un letrero que pone: "Ruinas históricas". En fin, lo son, pero no se han arruinado por el simple paso del tiempo sino por la mano del hombre, por la guerra. 
Belchite, 75 años de soledad.

El pueblo viejo de Belchite fue uno de los escenarios donde se rodó la película "¿Por quién doblan las campanas? de Sam Wood (basada en la novela "For whom the bell tolls", de Hemingway, 1943) y que protagonizaron, entre otros, Gary Cooper e Ingrid Bergman.

Setenta y cinco años después de los bombardeos, al atravesar la puerta que lleva del pueblo nuevo de Belchite al viejo, cuesta pensar sus habitantes hayan podido vivir todos estos años al lado de semejante testimonio de la destrucción.

A dieciocho kilómetros de allí, en Fuendetodos, nació Goya cuya serie de grabados “Los desastres de la guerra” cumplían el año que hice las fotos doscientos años. Goya supo pintar magistralmente la barbarie de la guerra que le tocó vivir, pero también la barbarie humana en general, más allá de su propia época. 

lunes, 24 de junio de 2013

ERIC LAURENT: HOBBES CON FREUD


"La destrucción del Leviatán" (1865), de Gustave Doré

“Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit”, “Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro”, afirmó Plauto en el año 254 d.C. (1). La frase será retomada y reducida en el siglo XVII por Thomas Hobbes, a quien por lo general se atribuye: “Homo homini lupus”, “El hombre es un lobo para el hombre”. El filósofo la adaptó en su ensayo Leviatán (2), título que hace referencia al monstruo bíblico homónimo (3), de poder descomunal, que reinaba de modo absoluto en los mares, causando el terror en ellos.
En su obra, Hobbes escribe sobre la naturaleza humana y sobre la organización de la sociedad. Partiendo de la definición de hombre y de sus características, explica la aparición del derecho y de los distintos tipos de gobierno que son necesarios para la convivencia. 
Hobbes inicia su ensayo señalando que la naturaleza, el arte con el que Dios ha hecho y gobierna el mundo, puede ser imitada por el arte del hombre quien puede crear un animal o un hombre artificial como es el Estado, un Leviatán creado para la protección y defensa del propio hombre.
Sitúa la competencia, la desconfianza y la gloria como las tres principales causas de discordia entre los hombres. La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para lograr seguridad; la tercera, para ganar reputación. Esto llevaría a la guerra de cada uno contra todos.
El estado de naturaleza, para Hobbes, no es paradisíaco sino de barbarie. Los pactos posibles para superarlo no pueden sostenerse solo verbalmente. Sin un poder común que los atemorice a todos, los hombres entran necesariamente en estado de guerra. La “guerra de todos contra todos sería intrínseca a la condición humana (4). Aunque nunca haya existido un estado así, Hobbes señala cómo en épocas muy distintas el hombre vive en estado de continua enemistad.
El derecho de naturaleza, el ius naturales, autoriza a hacer todo lo posible por preservar la vida. Según tal derecho, no hay nada injusto pues donde no hay poder común, la ley no existe y, donde no hay ley, no hay justicia.
Una buena convivencia solo es posible a través del Estado, cuyo fin es la seguridad. “El único camino para erigir semejante poder común, capaz de defenderlos contra la invasión de los extranjeros y contra las injurias ajenas, asegurándoles de tal suerte que por su propia actividad y por los frutos de la tierra puedan nutrirse a sí mismos y vivir satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus voluntades a una voluntad” (5).
Hobbes nombra al Estado como aquel gran Leviatán, “al cual debemos, nuestra paz y nuestra defensa” porque en virtud de la autoridad que cada hombre le confiere, posee y utiliza tanto poder y fortaleza, que “por el terror que inspira es capaz de conformar las voluntades de todos los hombres para la paz, en su propio país, y para la mutua ayuda contra sus enemigos, en el extranjero”.
En su ensayo, Hobbes sitúa el inicio del pacto social y aboga por el establecimiento de una fuerza exterior, un Estado absoluto, para regular la destrucción que conlleva el egoísmo humano, el estado de naturaleza del todos contra todos.

Los Jobs del nuevo Hobbes
En este artículo que tiene ya más de una década, Éric Laurent señala un retorno de Hobbes en el pensamiento político contemporáneo (6). Él hace referencia de entrada a la disyunción planteada por el ensayista político neoconservador Robert Kagan, en otro artículo contemporáneo, donde opone el mundo hobbesiano de los EEUU y el mundo kantiano europeo. 
En el primero, solo la fuerza ejercida por el poder soberano salva o protege del estado de naturaleza hobbesiano caracterizado por “la guerra de todos contra todos”; en el segundo, la regla de derecho se querría establecida para siempre, se creería que puede sostenerse por sí misma –sin la ayuda de la espada, podemos decir- y se querría poder establecer proyectos de paz perpetua”.
En la línea de los defensores del primero, Laurent cita a uno de los maestros del llamado pensamiento realista americano, John Mearsheimer, quien sostiene que “sólo el poder físico –una combinación de efectividad militar, fuerza económica, tamaño de la población y extensión geográfica- es la clave para entender lo que pasa en la política internacional”. Este último no cree que “ningún desarrollo reciente –Naciones Unidas, globalización, extensión del sistema democrático o fin de la historia, haya cambiado estas antiguas verdades”. En este contexto, señala Laurent, “Hobbes puede ser convocado para sostener la necesidad de un estado hiperpoderoso, que asegure el monopolio del ejercicio de la violencia como garantía de un sistema de equilibrio de otros poderes”. El monstruo frío del Estado, el Leviatán mítico, aparece en este pensamiento como una necesidad del sistema.
A continuación, Laurent cita una obra del sociólogo marxista Antonio Negri, escrita en los años 80 durante su estancia en prisión, referida al trabajo de Job (7). Identificado a la figura de este último en el mito bíblico, sometido a todo tipo de pruebas por Dios, Negri reinterpreta el relato: desesperado por el dolor y la falta de sentido, Job interroga a Dios, “trabaja, exige que se le rinda cuenta del mal que sufre, blasfema, protesta contra la explotación, desafía el poder” -y se queda solo contra toda la comunidad-, aunque esto solo represente un momento antes de alcanzar la alegría. Para Negri, la modernidad remite más a la relación del hombre con el Dios del Antiguo Testamento que con el del Nuevo.
En este contexto del redescubrimiento hobbesiano, Laurent sitúa seguidamente la traducción francesa de dos conferencias dictadas por Carl Schmitt en 1938 sobre el Leviatán en el pensamiento del filósofo británico. Para Schmitt, el Estado  liberal es “un instrumento técnico neutro”. ¿El pensamiento de Hobbes sería la última barrera contra ello o su fundamento? El momento hobbesiano que atravesamos -señala Laurent- implica una interrogación sobre la naturaleza del estado liberal, triunfante, frágil, amenazado por poderes y flujos transnacionales hasta el punto de decirse que estamos en la época de los estados disfuncionales o derrumbados o de un Leviatán cojo.
La época de Schmitt no es la nuestra -precisa. En los años 30, el estado se soñaba como un Todo que pondría remedio a los desórdenes del mundo. Schmitt luchaba contra quienes querían reducir al Estado al conjunto de reglas de derecho. Se le opusieron autores como Max Weber o Leo Strauss, cada uno de los cuales trazó la genealogía del corte entre la religión y la política que funda el Estado moderno. Schmitt quiere recordar que el estado de derecho de Hobbes es sobre todo un estado policial.
La cuestión -agrega Laurent- es saber si el surgimiento del Estado elimina la cuestión del estado de naturaleza, la presencia de la muerte. Schmitt sostiene que para Hobbes la amenaza siempre está presente. No es la regla del derecho la que funda el Estado sino la presencia del crimen y del terror. Para orientarnos, Laurent remite a “Psicología de las masas” (8), de 1920, que tiene acentos muy hobbesianos. El contrato social freudiano es un intercambio de yoes que permite liberar la angustia. La masa primaria es una suma de individuos que pone un solo y único objeto en el lugar de su Ideal del yo y están, en su yo, identificados unos con otros”.
Pero la ficción freudiana convierte el asesinato del padre originario en el verdadero momento del contrato -precisa Laurent. “En el seno mismo del contrato se reencuentra el terror fundador que el padre de la horda inspiraba en el reino de la naturaleza. El líder de la masa sigue siendo el padre originario temido, la masa quiere ser dominada siempre por un poder ilimitado. El establecimiento del lazo social, la base pulsional de la identificación, no permite entrever la paz. El goce irrestricto habita al jefe que hereda el goce del Urvater. ¿Cómo deshacerse de eso? -se pregunta.
La pulsión de muerte es como un estado de naturaleza que amenaza siempre a la civilización. Freud nos lleva a pensar que la civilización estará siempre agujereada. Sin embargo, él no deduce de ello la necesidad de una instancia exterior al sistema  que vendría a asegurar una totalización tapando así el abismo que abre el goce en el conjunto de reglas. Siempre faltará una. El Leviatán está cojo. El Todo del Estado está por todas partes derrumbado -aunque en unos casos más que en otros.
Asistimos -señala-, a tentativas de recomponer el Todo mediante “religiosidades estridentes, populismos disparatados, comunidades ferozmente replegadas sobre sus identidades”. Asistimos también a la “constitución de comunidades yuxtapuestas, que no articulan ningún espacio público verdadero. Están atadas por un mercado común y reglas jurídicas que son un mero lenguaje instrumental. Las comunidades reunidas se hablan entre ellas por pasajes al acto. Nos recuerdan el misterio del pacto social, del crimen y del terror que esconde. Encontramos el mismo goce maldito en el fantasma represivo neo-totalitario y en la bacanal suicida del terrorismo”.
No se trata pues -concluye Laurent-, de la elección planteada por Kagan en su artículo, entre Hobbes y Kant. La elección pasa entre Hobbes y Hobbes, gracias al Job de Freud, es decir -me permito traducir un juego de palabras- a su trabajo (job).


Notas
1. Plauto, Tito Macio: La comedia de los asnos (Asinaria). En: Comedias. Madrid: Gredos, col. “Biblioteca clásica”, 1992. Enlace web: http://historiantigua.cl/wp-content/uploads/2011/07/Plauto-Tito-Maccio-Tomo-I-Asinaria-bilingue.pdf
2. Hobbes, Thomas: Leviatán o la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil (1651). México: Fondo de Cultura Económica. Accesible on line en: http://eltalondeaquiles.pucp.edu.pe/sites/eltalondeaquiles.pucp.edu.pe/files/Hobbes_-_Leviatan.pdf
3. Job 41: 1.  
4. Hobbes, Thomas: Leviatán, op. cit., cap. XIII.
5. Ibídem, cap. XVII.
6. Laurent, Éric: “Los Jobs del nuevo Hobbes”. En: Ciudades analíticas. Buenos Aires: Tres haches, 2004.
7. Negri, Antonio: Job, la fuerza del esclavo. Buenos Aires: Paidós, 2003.
8. Freud, Sigmund: “Psicología de las masas y análisis del yo” (1920). En: Obras Completas, vol. XVIII. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1984.

domingo, 27 de diciembre de 2009

EL FINAL DEL HUMANISMO


Seto jardines Quinta Mateus, Portugal. Foto de Margarita Álvarez
 
 Las Memorias de la casa muerta (1862), de Dostoievski (1), recogen parte de su experiencia en el presidio militar de Omsk (Siberia) donde estuvo prisionero desde 1850 hasta 1854. Fue deportado allí, condenado a trabajos forzados, por su activismo socialista -era simpatizante del socialismo utópico que preconizaba Fourier.
El ingreso de Dostoievski en la kátorga, la “casa muerta en vida” como la llama (p. 43), le sumirá de entrada en la desesperación y el aislamiento. Sin embargo, poco a poco empezará a relacionarse con los otros presidiarios: algunos, prisioneros políticos como él; otros, soldados procedentes de batallones de castigo, pero la mayoría contrabandistas, falsificadores y bandoleros de oficio, pequeños ladrones, homicidas ocasionales... También, algunos "criminales pervertidos y feroces"… A excepción de unos pocos nobles como él, la mayoría son  gente del pueblo, cuyas vidas parecen  dramaticamente determinadas desde su inicio por unas condiciones socioeconómicas en extremo duras.
Con un relato organizado a modo de un informe sobre el presidio, el autor va describiendo a los otros presidiarios, pero también a los mandos, siempre con la perspicacia y profundidad psicológica que distingue la caracterización de los personajes en toda su obra. 
Las historias, las conversaciones que narra se van tejiendo con el relato de la vida en el presidio. Cuenta sus rutinas pero también sus rigores: la arbitrariedad de la disciplina y de los castigos físicos, las torturas y las humillaciones vanas y, también, la crueldad de las normas sin sentido… Pero “el hombre –escribe- es un ser que se acostumbra a todo; ésa es, pienso, su mejor definición” (p. 45).
Dostoievski descubre en el presidio una realidad común e infame a la que, en tanto aristócrata, no ha sido sensible hasta la fecha: el dolor del pueblo ruso condenado de entrada a una vida injusta y miserable, sin esperanza. Este descubrimiento le transforma llevándole a cuestionar los ideales políticos por los que ha ido a prisión.
“Los hombres –afirma- son hombres en todas partes. Incluso en el presidio, entre criminales, durante esos cuatro años pude, finalmente, distinguir a la gente”. Esto le hace valorar que el tiempo pasado en el presidio, pese a todo, no ha sido en vano: ha conocido al pueblo ruso; ahora lo conoce mejor que nadie y puede escribir sobre él. A partir de ahí, su obra reflejará cierta idealización del tema.
Esta transformación experimentada tiene, para él, un sentido de regeneración que se expresará en las últimas líneas de las Memorias, como la posibilidad de una nueva vida, de lo que llama "una resurrección de entre los muertos" (p. 414). La crítica a sus valores anteriores se hará patente en su obra inmediatamente posterior, Apuntes del subsuelo, de 1864 (2).


Las Memorias inauguran la literatura penal rusa y su estilo influirá y proporcionará el marco a otras obras posteriores, tal y como se puede apreciar en el reportaje que hizo Chéjov, en 1895, en la isla de Sajalín (3), donde había en la época una importante colonia penitenciaria; también, en las obras de Alexander Solzhenitsin sobre los gulags soviéticos, Un día en la vida de Iván Ilich o Archipiélago Gulag, cuya escritura pertenece ya al siglo XX.
Encontramos la marca de la obra de Dostoievski asimismo en la llamada Trilogía de Auschwitz, de Primo Levi (4), testimonio de la estancia de este último en el campo de exterminio del mismo nombre durante los dos últimos años de la segunda guerra mundial. El autor hace allí un guiño a las Memorias cuando, al agradecer las únicas palabras amables recibidas a su llegada al campo, afirma no haber olvidado la cara mansa del joven prisionero que le “acogió en el umbral de la casa de los muertos” (p. 53).
Sin embargo, Primo Levi titula su experiencia en el Lager, en el campo, “Si esto es un hombre”. Las reflexiones sobre qué es un hombre atraviesan la trilogía. Parecería que, para él, los hombres no son hombres en todas partes, como decía Dostoievski, no son hombres siempre. Casi un siglo después de la experiencia de este último en el presidio de Omsk,  ¿el mundo descubrió que los hombres podían dejar de serlo? 
No hay duda de que no es lo mismo la casa de los muertos de Dostoievski, que los gulags soviéticos. Ni estos fueron lo mismo que los campos de exterminio nazis, porque a pesar de los crímenes y horrores cometidos en ellos, los primeros no tenían como principal objetivo eliminar sistemáticamente a todos aquellos que consideraban pertenecían a "las razas inferiores".
Entre las muchas cosas que Primo Levi dice en este relato sobre el horror y la aniquilación que constituye la Trilogía de Auschwitz, está la afirmación, hecha en distintas ocasiones, de que es el uso de la palabra el que hace que los hombres sean hombres (p. 549). En el Lager, "el uso de la palabra había caído en desuso" (...). "Los prisioneros eran despojados de todo, hasta de sus nombres" (p. 549). Respecto a los nazis y todos aquellos prisioneros que colaboraron de distinto modo con ellos, dice: "Los personajes de estas páginas no son hombres. Su humanidad estaba sepultada o ellos mismos la han sepultado bajo la ofensa súbita o infligida a los demás (...) Todos ellos estaban emparentados por una unitaria desolación interna" (p. 550). 
Gracias a otro prisionero, que le hace recordar que aún había un mundo justo fuera del suyo, Primo Levi afirma no haber olvidado que era un hombre (p. 156). Esto recuerda lo que dice Appelfeld sobre, cómo, a pesar de todo, él ha seguido confiando en la humanidad (5).
A pesar de lo inaudito, del horror, de la aniquilación peor que la humanidad haya conocido jamás, ¿podemos decir que los hombres dejaron de ser hombres? ¿O sencillamente cayó de manera atroz e irremisible el ideal de humanismo  que impregnaba la noción de hombre en el pensamiento occidental? 
El psicoanálisis nos enseña a tener cuidado con los ideales, que producen su propio desconocimiento. El brillo del ideal ciega y deja en la sombra su lado oscuro: el hecho de que los ideales no son solo motor del deseo sino también agentes eficientes de la segregación. Las peores barbaries se han cometido siempre en nombre suyo. 
Algo ha cambiado, sin duda, después de Auschwitz en nuestra relación con los ideales. Al menos, desde entonces, estamos advertidos de aquello que ya había señalado Sigmund Freud en El malestar de la cultura (6) y que Jacques Lacan abordó en distintas ocasiones: en el seno de la civilización, hay algo que resiste a entrar en ella. 
Freud lo aisló como un más allá del principio del placer y Lacan lo conceptualizó como goce. Se trata de una modalidad de satisfacción que no es del orden del placer, ni del bien del sujeto. Es inconsciente, lo que quiere decir que, para él, constituye un punto ciego: no se da cuenta o  puede experimentarlo como sufrimiento. Un psicoanálisis apunta a conocerlo y saber hacer con ello.
El goce constituye el núcleo de las repeticiones sintomáticas, sean individuales o colectivas. Es un resto del proceso de simbolización y, por ello, es específicamente humano. El dicho de que "el hombre es el único animal que tropieza dos -innumerables- veces con la misma piedra" apunta a él.
Este resto resiste a los intentos educativos o civilizadores. Es ineducable.
Podemos calificar este ineducable de inhumano, en tanto rechaza el humanismo civilizador. Pero no podemos decir que sea ajeno al hombre. Al contrario, lo que más caracteriza a este último es su "inhumanidad". Es sobre esta última que se eleva la humanidad, intentando vencerla, ocultarla, olvidarla.
El humanismo es un intento de civilizar ese resto, de regular el goce, pero no hay que engañarse al respecto: no lo elimina.
La civilización no borra del todo la barbarie, sino que la porta indefectiblemente en su seno. Es lo que nos ha enseñado Auschwitz. Y, cuanto más ciegos somos  a la presencia de la barbarie en nuestro seno, más abruptamente irrumpe, más nos coge por sorpresa sus distintos rebrotes o resurgimientos.
El goce resiste  a su tramitación por la palabra, por eso "hablando no se termina de entender la gente", más bien el lenguaje es fuente continua de malentendido. Y, también, por eso, los organismos internacionales no cesan de fracasar, o sus logros no son totales ni para siempre.
Sin embargo, no se trata de dejar de usar la palabra. Primo Levi nos ilustró acerca de lo que puede suceder cuando se hace. Solo tenemos la palabra para intentar, cada vez, cernir el goce en juego.
Se trata de pensar en un uso de la palabra que puede guiarse por el ideal en tanto motor del deseo, pero que debe de estar advertido también de sus poderes funestos. No es un uso impotente de la palabra, sino un uso que tiene en cuenta el goce como imposible.

Notas
1. Dostoievski, Fiodor. Memorias de la casa muerta. Barcelona: De bolsillo, 2004.
2. Dostoievski, Fiodor. Apuntes del subsuelo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.
3. Chèjov, Anton. La isla de Sajalín. Barcelona: Alba, 2005.
4. Levi, Primo. “Si esto es un hombre”. En: Trilogía de Auschwitz. Barcelona: Aleph editores, 2005.
5. Ver en este blog: "Aharon Appelfeld: Un artista no puede perder la inocencia", noviembre de 2009: http://www.elblogdemargaritaalvarez.com/2009/11/aharon-appelfeld-un-artista-no-puede.html
6. Freud, Sigmund. "El malestar en la cultura". En: Obras completas, vol. XXI. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1984.