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domingo, 27 de agosto de 2017

BARCELONA ¡VIVA! CONTRA LA DESTRUCCIÓN



Dicen que el amor es ciego y el odio lúcido. Pero esto no hace al último mejor que el primero; la frase no representa en modo alguno un elogio del odio.
Amor y odio son pasiones y por lo tanto ambos pueden cegarnos, a veces hasta la obsesión. Pero lo hacen de modo distinto modo y con distintas consecuencias. 
Mientras que en el amor,  de entrada, tendemos a idealizar al otro, a no ver o a no dar importancia a lo que no nos gusta de él, cuando sentimos odio, por el contrario, no vemos otra cosa, reduciendo al otro a no ser más que eso que aborrecemos, un desecho insoportable e indigno de existir.
El amor entonces nos une al otro, favorece el lazo social, mientras que el odio lo destruye. 
El amor,  en su sentido amplio, es necesario para construir relaciones duraderas. No me refiero ahora  al amor en el sentido del enamoramiento ciego sino al amor que llamaré para contrastar "lúcido": a aquel más complejo o advertido que no ciega respecto al otro y sus diferencias, pero que en lugar de llevar a rechazarlas, conduce a respetarlas, es decir, a aceptarlas. Esta vertiente del amor es necesaria para que pueda haber relaciones estables de pareja más allá del enamoramiento inicial, pero constituye también el cimiento mismo de cualquier civilización que sea sostenible, es decir, soportable para todos aquellos que viven en ella.
Si enfocamos las grandes religiones de la humanidad como sistemas de ordenamiento y regulación social -de cada cual en su relación consigo mismo y con el otro-, es decir como programas civilizatorios, todas ellas coinciden de algún modo en el precepto del amor.
No hay civilización posible sin aceptar en mayor o menor medida la diferencia con el otro. No hay civilización viable que se fundamente solo en la ceguera del odio.
Pero este modo de vínculo que respeta las diferencias no es primero ni espontáneo, como no lo es ninguna civilización, fruto siempre de los pactos necesarios para la convivencia. Es una decisión, es decir, una elección. Y hay que sostenerla y trabajarla.
El llamamiento actual a la Yihad que sostienen los terroristas  del Daesh no es un llamamiento civilizatorio, para construir una civilización mejor, es un llamamiento a la destrucción. Es un llamamiento contra la otredad, en principio la que implica para ellos el llamado  Occidente, pero no solo: es un llamamiento contra cualquiera que no sea igual, que sea diferente, ya se trate de los jóvenes que se divierten en París o de los que lo hacen en Bagdad; contra los que rezan a otro dios que el de la destrucción, ya lo hagan en una sinagoga, una iglesia copta o una mezquita chiíta. 
Es un llamamiento no solo contra la otredad en el otro sino también contra aquella que cada uno porta en su interior, a menudo sin saberlo, eso diferente que paradójicamente nos hace sentirnos vivos. 
Es un llamamiento contra la alegría de la vida, entendiendo por ello la alegría de estar vivo, que no se desprende necesariamente de estarlo.
Es entonces un llamamiento contra la humanidad  misma y, por tanto, contra cualquier posibilidad de civilización. 
No hay civilización para la muerte, aunque ellas nos resulten pesadas y nos mortifiquen. Las civilizaciones son solo invenciones humanas para regular lo más posible el odio entre los hombres y permitirnos vivir un poco bien. Son inventos perecederos: cada una nace y se acaba. Cada una, a su modo, triunfa y fracasa. Pero mientras duran son inventos necesarios. No hay vida vivible por fuera de una de ellas, sin un Otro simbólico que regule para cada uno las pasiones propias y el lazo con los otros.
Ayer regresé a Barcelona, mi ciudad, temiendo que  tras el atentado ya no fuera la misma. Y quizás nosotros no lo seamos, me refiero a  los barceloneses (entendiendo por ellos a todos aquellos, oriundos, residentes o turistas  a los que nos gusta la ciudad). Seguramente algo ha cambiado en nuestro interior después de haber experimentado con dureza nuestra vulnerabilidad. 
Pero la ciudad sigue igual. Barcelona no tiene miedo. Nosotros, cada uno de los barceloneses, sí, tenemos miedo por supuesto, no estamos locos. Pero no tenemos miedo del miedo, no seremos vencidos por él. Las ganas de vivir que nos inspira esta ciudad tradicionalmente tolerante  y respetuosa con las diferencias, es superior al temor que nos causa lo mortífero del mundo y del Otro.
No hay odio que pueda con su mediterraneidad: con las   múltiples idas y venidas de pueblos y civilizaciones, con su lugar de encrucijada, con sus mezclas culturales insólitas y su continua reinvención.
Que el odio no pueda con la vida es la verdadera vocación de la civilización, la verdadera responsabilidad, el llamamiento que importa, al que todos, sin dudas y sin excusas, debemos responder.



miércoles, 21 de diciembre de 2011

SOBRE LA RELACIÓN CON LA LENGUA 2. EL AMOR POR LA LENGUA

(Foto M.Álvarez, 2011)

Respecto a las lenguas que digo -o dicen- que hablo, quiero hacer algunas precisiones. De todas ellas, la lengua menos desconocida para mí es aquella que aprendí de niña: el castellano que se habla en Asturias, impregnado en primer lugar por las formas sintácticas del bable y por sus fonemas - objeto este último durante mi infancia, en tiempos de la dictadura, de censura y desprestigio como el resto de las lenguas de España en favor del primero. Pero también, en mi caso particular, era un castellano que dialogaba con el gallego natal de la mujer que me cuidaba y  los giros de su madrileño castizo, de adopción, que ella hacía servir a menudo para enfrentar con bastante humor las vicisitudes de su vida.
En segundo lugar, hablo el catalán, que es una lengua que no me vino dada, sino que elegí, y lo hice por amor, y con amor.  Por el amor, y con el amor, necesario para aprender cualquier lengua, incluso, para aprender a hablar cuando somos niños. Pero, no solo aprendí a hablar catalán por amor a la lengua misma y a mis amigos, a la comunidad donde vivo; también lo hice, por razón, y con razones (1).  
Vivir fuera del lugar donde había nacido, en Barcelona,  transformó mi relación con el castellano: me hizo "normalizarlo" y abandonar ciertos localismos para adoptar otros en favor de la comunicación, ya que descubrí que no en todas partes donde se habla el castellano "allegan" las puertas o, también, que si decía "riche" en vez de "bollo" o "servus" en lugar de "betún", como se hace en Gijón, nadie fuera de allí me entendía -por cierto que al cabo de los años descubrí en un mercado de brocanters en Barcelona que el famoso "servus" era una antigua marca de betún ¡de Badalona! Nadie parece acordarse de ella por aquí, sin embargo, a mil kilómetros, dejó su impronta, su marca en la lengua.
Mi castellano quedó afectado también por la adquisición del catalán, y la preceptiva diglosia que irrumpe cuando dos lenguas conviven juntas: más allá de que se peleen o hagan el amor –o de que se peleen y hagan el amor, que todo es posible-, una se contagia irremisiblemente de la otra. Así, a veces, digo a alguien que "hace mala cara" cuando "tiene mala cara", lo cual causa cierto sobresalto o perplejidad en el receptor, sobre todo cuando no conoce el catalán y, por tanto, no reconoce que traduzco literalmente de él sin darme cuenta. 
Pero lo he aceptado sin problemas. He aceptado que la riqueza de hablar cotidianamente dos lenguas me quitara algo, me desidentificara un poco y me dejara sentir cierta falta, cierto vacío constituyente. Esta pérdida es positiva porque es productiva. Ya sabemos que no hay creatividad sin vacío, sin el requisito, sin el riesgo que supone aventurarse en él.
En tercer lugar, la lengua que menos extranjera me resulta es el francés, la lengua de Montaigne, de Descartes y la Ilustración, así como de una de las revoluciones político-sociales fundamentales; también la de Baudelaire, de Ducasse, de Mallarmé y de Apollinaire, de Raimond Roussel y los surrealistas; pero sobre todo -para mí-, la lengua del psicoanálisis que ha encontrado en ella, y el pensamiento que vehicula, gracias a Jacques Lacan, su renovación y su fuerza.
El inglés lo conozco menos, aunque también me interesé por él pronto. Un día, un familiar me dijo que al otro lado del mar, que estaba mirando desde mi balcón, se vivía mucho mejor. Era una mañana gris y yo tenía seis años. ¿Cómo iba a pensar que me estaba diciendo que en Inglaterra no había una dictadura, cuando ni siquiera había oído esa palabra ni conocía lo que significaba y, además, tardaría varios  años más en ser plenamente consciente de que vivía en una? 
¡Entendí lo que entendí!… En concreto, que los ingleses, cuyos paisajes y economía son en parte similares a los de Asturias, eran más felices. Eso despertó rápidamente un vivo interés por ellos, por su lengua, su historia, su cultura, así como por el mar que nos separaba -ese mar que los portugueses calificaban de tenebroso hace varios siglos. Mi dirección electrónica es un resto de ese amor por aquellas islas que se alzaban entre la bruma tras la línea del horizonte de mi universo infantil: en gaélico, "sgairbh" quiere decir "cormoranes", unas aves marinas fuertes y veloces que cruzan libremente el mar como yo tantas veces deseé hacer desde aquel mismo balcón.
Respecto al bable, es cuestión de cierta inmersión primera en sus formas y resonancias pero también de cariño y homenaje a un mundo prácticamente desaparecido que ya casi no conocí pero en el que vivieron muchas  generaciones que me precedieron en esta existencia singular y universalmente extraña que decimos "humana".  Reconozco que algo tiene que ver conmigo, y aunque nunca lo he hablado, ni probablemente lo hablaré, lo entiendo bastante bien las raras veces que lo escucho. Y algo en su acento y su expresividad me resulta alegre y me hace sonreír .
En fin, en relación a las lenguas, sobre todo, las románicas o romances, la arquitectura de mi pensamiento es como el monte bajonormando Saint Michel: no hay homogeneidad en absoluto, sino variedad de estilos que se corresponden, allí, en su abadía, con las sucesivas construcciones y remodelaciones realizadas,  a lo largo de los siglos, siguiendo los cambios de las directrices artísticas en materia de edificación  religiosa. Pero, ¿alguien duda que ello le da su singularidad? ¿Alguien se atrevería a atacar su arquitectura prodigiosa? ¿Defendería que tendría que haber sido construido con un solo estilo? ¿Que sería mejor que fuera homogéneo?
Sabemos que nadie habla a la perfección  lengua alguna. Estamos siempre, en relación a cualquiera de ellas en situación de déficit, de cierta falta.  Y yo, con esta historia tan particular, desde luego no voy a ser una excepción. Pero me alegro de esta historia que, al fin y al cabo, es la mía. 
El conocimiento que tengo de distintas lenguas, por limitado e insuficiente que sea, me ayuda a entender que cada persona, también las diferentes culturas, piensan el mundo, conciben la vida de manera no idéntica, cuando no radicalmente distinta. Me resulta asimismo fundamental para no creerme -lo que siempre contraría el narcisismo constitutivo-, que mi pensamiento, mi lengua o mi cultura  son las únicas posibles, o las mejores posibles.
Así, amo todas las lenguas que hablo, que malhablo, que deshablo, que rehablo, que casi hablo, que hablo como quiero o como puedo, o que no hablo tanto como quiero. De hecho, también amo las lenguas que no hablo y las que con toda probabilidad nunca hablaré, inclusive aquellas que ya no se hablan en ninguna parte o que todavía no existen. Amo siempre encontrar otra manera de decir las cosas, nuevas palabras para decirlas porque eso hace que las cosas ya no sean exactamente las mismas -imposibilidades inherentes a la traducción- y eso las complejiza, las enriquece y renueva, volviéndolas más interesantes. 
Amo ese esfuerzo por "bien decir", por decir bien, lo más precisamente posible,  que supone la existencia, la invención misma de una lengua. De hecho, no hay invención sin lengua: la inventio es la primera fase de la retórica clásica,  antes de la elocutio,  y quiere decir: "Hallar, tener algo que decir".
Por lo general, soporto bien el sentimiento de extranjería que me produce moverme en medios donde no conozco del todo la lengua que se habla, o donde no la conozco apenas, o donde la desconozco por completo.  Esto último, a veces, me hace incluso gracia.  En ocasiones, es un descanso, incluso un alivio, no entender lo que dice el otro, o atribuir la falta de entendimiento solo al desconocimiento de la lengua; incluso imaginar lo que dice o imaginar que dice lo que a una le gustaría que dijera…  En fin, como decía Andy Warhol, aunque en parte sea una boutade- hay cosas (él se refería al amor) que es mejor imaginarse. A veces, sí.
La extranjeridad frente al otro, ante al mundo y respecto a una misma son constituyentes. Y es interesante dejarse sentir el vacío que la relación con aquellas lenguas que no son la primera que aprendimos - y que por lo general consideramos "propia", nuestra lengua materna -, introduce en nuestra vida: nos abre la posibilidad de pensar algo nuevo, de otro modo, desde otra perspectiva. Esto nutre y fortalece nuestro pensamiento. 
Incluso, siendo radical, podemos decir que no hay lengua propia, sino que es  la lengua siempre la que se apropia de nosotros, la que nos hace suyos, la que nos causa y nos determina. No existimos sin ella. La lengua habla por nosotros y de nosotros, es decir, somos hablados, hecho que para el psicoanálisis está en la base de lo que llama "inconsciente". 
Tendemos a calmar la sensación de vacío, que la relación con la lengua nos crea, colmándolo, tapándolo con una identificación proveedora, como todas ellas, de seguridad: "Esta es mi lengua", "yo soy el que habla en ...", "si el otro habla como yo, es como yo", etc.. Pero éste no es el único problema. El mayor problema que acarrea cualquier identificación es que cuando alguien se identifica con un rasgo del otro (sea la lengua que habla, su pensamiento o sus costumbres) crea la ilusión de que ambos son iguales en todo. La identificación siempre tiende a crear una consistencia de ser que produce la segregación, en mayor o menos grado, de lo distinto. Y, entonces, puede ocurrir que se aparte, se desprecie, se odie, se difame, se quiera  erradicar, expulsar, eliminar a aquél que no habla la misma lengua, que no vive como uno, o que piensa distinto.
Aprender una lengua implica admitir cierto no saber constitutivo en relación a nosotros mismos y a la vida, consentir a cierto vacío, a cierta desidentificación, a cierta extranjeridad y cierta extrañeza... Si consentimos a ello, el conocimiento de una nueva lengua nos ayuda a descubrir un poco mejor el mundo y a los otros, pero también nos ayuda a descubrirnos a nosotros mismos. Es una aventura sin par, radical, emocionante, como hay pocas. Es una oportunidad, una suerte.

Notas:
1. Respecto a esta cuestión, puede leerse en este mismo blog la entrada: "Sobre la relación con la lengua". 
http://www.blogger.com/blogger.g?blogID=6199614407506835997#editor/target=post;postID=834461370839632216



domingo, 18 de septiembre de 2011

SOBRE LA RELACION CON LA LENGUA (I)

Pueblo viejo de Belchite, 2010 (Foto M. Álvarez)
Esta mañana he leído una cita de Fellini según la cual las lenguas son maneras distintas de ver la vida. Estoy de acuerdo siempre que demos a esta frase todo el peso que se merece. Las lenguas no son solo miradas sobre la vida sino que ellas mismas la engendran al nombrarla posibilitando así que haya una vida que pensar o que mirar.
Esta afirmación es radical pero nuestra relación con la lengua también lo es. Todas las lenguas son expresiones del lenguaje humano que, en sí mismo, es pura estructura simbólica. Con su ayuda, en el total indiferenciado de las “cosas del mundo” que encontramos al nacer, ese registro inicial que en psicoanálisis llamamos lo real previo (1), descubrimos y aislamos elementos: los identificamos, nombramos, clasificamos y empezamos a relacionarlos, es decir, a pensarlos. Así, por él y con el lenguaje, a través de las lenguas que lo vehiculan, comenzamos a construir el mundo. Por ejemplo, el mundo de las sensaciones que sin la acción simbólica y estructurante del lenguaje, no sería ni mundo ni sensaciones: no podemos considerarlas así antes de haber incorporado los correspondientes conceptos.
La categorización cartesiana que organiza el pensamiento occidental nos lleva a separar en distintos niveles sensaciones, percepciones y pensamientos, atribuyendo las primeras al cuerpo y, los dos últimos, a la mente. Y, si bien es cierto que esta categorización explica distintos niveles de nuestra experiencia, también crea a esta última, es responsable de ella. Esto quiere decir que esa división no es un dato primario sino secundario y que sin pensamiento no podríamos saber nunca ni qué sentimos ni qué percibimos.
Pero el pensamiento tampoco existe por sí solo: está fabricado con lenguaje. Aunque parezca evidente, prefiero dejar clara cuál es la premisa de partida.
El lenguaje es condición del pensamiento, así como de los mundos que este último crea, ya sean culturales o internos: excava en lo real un lugar para sus cimientos y edifica su estructura o armazón. Pero cada mundo se construye con los materiales que provee cada lengua particular. Ella reviste los cimientos del mundo que crea y recrea. Y levanta paredes maestras, sólidas e incuestionables que fijan sus coordenadas esenciales, así como una diversidad de tabiques más o menos movibles o prescindibles. La lengua abre asimismo balcones y, también, pasillos de comunicación entre conceptos, o los ciega, impidiendo así la circulación fluida entre ellos. Cada lengua construye sus propios sótanos y, también unos techos que la limitan, aunque a veces abra claraboyas o tragaluces que permiten ver un poco más la luz del cielo. También puede contar con terrazas y miradores sobre el mundo y edificar jardines, asilvestrados, ingleses o a la francesa, donde solazarse o recogerse; pero cada lengua cuenta asimismo con un modo particular de tapar claustrofóbicamente galerías y ventanas. Una lengua posibilita ciertos pensamientos que, otra, no, y viceversa.
Cada lengua no es solo un instrumento de comunicación como se tiende a reducir hoy en día. Es principalmente una morada simbólica donde alojar nuestro desamparo inicial y perpetuo ante la vida, un refugio ante él, pero también una manera de abordarlo y de tratarlo. En este sentido, las lenguas son un recurso, un patrimonio, en mi opinión nuestra principal riqueza.
Cada lengua configura un mundo determinado y una relación con él, es decir, eso que hemos llamado al principio una manera de mirar la vida. Por eso, no es sencillo aprender otra lengua: más allá de las dificultades puramente idiomáticas, lo que más cuesta es salir un poco de nosotros mismos y empezar a pensar con ella, dejar entrar otra manera de ver las cosas y, sobre todo, tolerarla sin precipitarse a desprestigiarla o a condenarla para volver a encerrarnos en límites seguros. Y, por eso, cuando dejamos que otra lengua nos trabaje, eso nos enriquece. Nos permite abrir rendijas en las tapias por las que se cuela el aire fresco y regalar a nuestro mundo algunos paisajes y horizontes nuevos.
No deberíamos rechazar la coexistencia de más de una lengua en un mismo territorio, sino alegrarnos, y defenderla porque siempre son mayores los beneficios que las dificultades. Esto es lo que hacemos una buena parte de los ciudadanos de este país quienes, sin contar ahora con el conocimiento que podamos tener de otras lenguas foráneas, hablamos al menos dos españolas.
Pero sería no solo de justicia, sino inteligente, que todos los españoles las defendiéramos porque son nuestro patrimonio, un patrimonio vivo, las conozcamos o no. Igual que la mayoría de nosotros –quiero creer- defenderíamos el Museo del Prado, Santa María del Naranco, la Alhambra, el Monasterio de Yuste o la Pulcra Leonina, entre otras joyas de nuestro tesoro artístico, si alguien quisiera derribarlas, porque no las apreciara, porque las odia o para obtener de ello algún provecho. Aunque no los hayamos visitado nunca, reconocemos estos monumentos como nuestros.
Cada vez que no defendemos una lengua, colaboramos a su desaparición, sea de manera activa o pasiva. Y corremos el peligro de deslizarnos hacia ese pensamiento unificante, hermano del odio, que tanta miseria de espíritu, cuando no devastación y dolor, porta consigo siempre. El mundo donde ese pensamiento habita, en que prolifera y malflorece, lo sabemos por otras épocas, no es bueno.

Bibliografía:
1. Jacques Lacan: "Lo simbólico, lo imaginario y lo real" (1953). En: De los nombres del padre.  Buenos Aires: Paidós, col. "Paradojas de Lacan", 2005.