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sábado, 16 de junio de 2018

JUDITH MILLER. EL PSICOANALISIS, UNA APUESTA ADVERTIDA POR LA CIVILIZACION

Columbus Circle (detalle), NYC. Foto de Margarita Álvarez
En primer lugar, quiero agradecer a Carmen Garrido y a la Biblioteca del Campo Freudiano de A Coruña, así como a la Fundación Paideia que nos acoge, la organización de esta velada en torno al último volumen publicado de Colofón que, como saben, es la publicación de la Federación Internacional de Bibliotecas de la Orientación Lacaniana  (FIBOL) y que, en este caso, está consagrado a hacer un homenaje a Judith Miller, presidenta desde su inicio de la Fundación del Campo Freudiano. Es un número editado en Medellín (Colombia), dirigido desde Buenos Aires, impreso en Barcelona, con un comité de redacción internacional y textos de colegas de aquí y de allá, de todas las escuelas de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, es decir, de un lado y otro del Atlántico, de nuestro ultramar y del ultramar de los otros.
El fallecimiento de Judith Miller en diciembre de 2017 obligó  a parar la edición del número 37 de Colofón para hacer este otro, un número fuera de serie, extraordinario en muchos  sentidos. 
Fue elaborado en la urgencia de que saliera publicado para el XI Congreso de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, celebrado en Barcelona el pasado mes de abril, pero asimismo con la detención interna del tiempo del duelo. Y eso hace que sea un número especial e inolvidable también por ello para las personas que, de un modo u otro, colaboramos en él.
Me han pedido que hable sobre Judith, sobre Colofón y sobre las bibliotecas y voy a tratar de decir algo de cada uno de estas cosas. Para ello voy a partir de la segunda parte del título de esta mesa: “El psicoanálisis y el lazo con la cultura”. 
Este vínculo como saben fue establecido por Freud desde el principio, quien se interesó tempranamente por las condiciones de la cultura y su relación con la formación de los síntomas de los sujetos, aunque ya en 1911 situó que hay algo en el funcionamiento de la pulsión misma que genera malestar, es decir que éste último no depende solo de las condiciones de la cultura sino que es estructural para el ser hablante y, por tanto ineliminable: la "naturaleza" humana, que no se rige por el instinto, es sintomática. 
En relación al lazo entre psicoanálisis y cultura tenemos ya en  Freud, algunos textos  canónicos, como por ejemplo los artículos “El porvenir de una ilusión” (1927) y “El malestar en la cultura” (1929/30), pero también es importante señalar las tres cartas de la correspondencia entre él  y Einstein, de 1931. Voy a referirme brevemente a ellos. 
En los dos primeros, Freud da una definición de la cultura que señala dos vertientes (1):
1. El conjunto de saberes adquiridos mediante el que los hombres se protegen de la Naturaleza pero también le arrancan bienes para satisfacer sus necesidades.
2. El conjunto de normas que regulan la relación entre los hombres y en particular la distribución de los bienes.
Así, habrá distintas concepciones de la cultura o la incultura, según lo que se considere  en cada tiempo o lugar esos dos conjunto de saberes y   de normas necesarias. 
Ello nos introduce a la polisemia del término “cultura”, que no es una (2) sino que presenta distintas caras y aristas: hay múltiples culturas, incluso subcultura. Está también la cultura de la élite, la cultura popular, mi cultura del otro...
Pero también, la cultura puede abordarse desde distintas perspectivas: 1. como "cultivo espiritual" tal como evoca el término alemán "Kultur", utilizado por Freud en el título de su artículo; o como "civilización" en el sentido de un discurso simbólico colectivo.
El término “civilización” aparece durante la Ilustración para referirse a un estado que permite a los pueblos emanciparse, salir de la barbarie -y cristalizará a partir de la Revolución Francesa, sobre todo en Francia. 
Civilización y barbarie surgen así en oposición, como una disyunción entre lo que es civilizado y lo que no, disyunción expresada, podemos decir, como “nosotros y los bárbaros”, donde vemos consolidarse una identidad que hace grupo frente a los otros, distintos, y por supuesto, peores. No solemos pensar que nosotros podemos ser los bárbaros para los otros, que podemos representar su Otro, su ultramar, su más allá, según esa misma extimidad que sin embargo, según señaló Lacan (3), lleva siempre a localizar el propio goce en el otro.  No decimos “nosotros los bárbaros”.
Sin embargo, Freud descubrió los fundamentos pulsionales sobre los que se levanta ese discurso simbólico común y consideró que había en ellos un núcleo ineliminable, resistente a ser civilizado del todo y para siempre. Cada uno tiene en su interior, su propio bárbaro, segregado de su subjetividad, de sus identificaciones, pero en su núcleo; desconocido, pero no por ello menos operante. Cada grupo, cada civilización también tiene su propio bárbaro. En eso hay justicia distributiva: a cada cual, el suyo; nadie sin uno.
Por consiguiente, la civilización no puede concebirse  desde el inicio más que como un largo y dificultoso proceso que en cualquier momento puede suspenderse o revertirse: nunca gana la guerra definitivamente a la pulsión, solo gana batallas temporales. En último término, todos y cada uno somos en algún punto ingobernables, ineducables y no psicoanalizables, según los tres imposibles freudianos (4). Siempre hay restos  que resisten a los tratamientos simbólicos derivados de la palabra. Entonces, hay que tener cuidado con esperar de estos últimos (de la conversación, educación o la cultura, por ejemplo), la solución a todos los males que nos aquejan.
Esto es lo que Freud respondió a Einstein en 1931 (5), cuando éste se dirigió a él en nombre de la Sociedad o Liga de las Naciones (organización fundada en 1920, antecesora de la ONU que no fue creada hasta 1948), con la pregunta de cómo educar a la población para evitar una nueva conflagración  mundial.
Freud señaló que cada cultura constituye un freno, un dique, a la barbarie de la pulsión, a la suspensión del lazo social con el otro, y que para ello se sirve de los ideales, agentes de represión, que hacen lazo entre los hombres por medio de identificaciones, que constituyen grupo. Sin embargo, estos ideales para erigirse se basan en mecanismos de segregación (se rechaza lo que no entra en el ideal), por lo que paradójica pero estructuralmente generan siempre su propio real, su propia barbarie.  La luz de los ideales nos ciegan respecto a su propia operativa segregatoria, que queda oculta, desconocida para nosotros. Y así en nombre del ideal nos vamos con frecuencia, incluso alegremente, hacia lo peor.
Si bien Freud advirtió a Einstein sobre los límites de la palabra y de todos sus derivados simbólicos, no dejó de apostar sin embargo por la necesidad de sostenernos en ella, no guiados por un ideal de comunicación -que no existe-, o de entendimiento -estamos en el campo del malentendido-, sino suficientemente advertidos del real pulsional en juego en cada uno de nosotros y en cada grupo.
Esta fue también la apuesta de Lacan. Y la de Judith Miller. Ella nos habla en una entrevista que le hicieron hace unos años nuestros colegas Susana y Thomas Hoffman para la televisión argentina, de la marca que esta apuesta de su padre, este deseo, dejó en su vida (6). 

Sobre Judith
Hija del psiquiatra y psicoanalista Jacques Lacan y de la actriz Sylvie Makles, Judith Miller nació en 1941, es decir, durante la Segunda Guerra Mundial, en una Francia ocupada por los alemanes. Fue inscrita como Judith Bataille, hija de Sylvie y el filósofo Georges Bataille, con quien su madre estaba aún legalmente casada. Si bien la convivencia había acabado hacía tiempo, ambos habían decidido no divorciarse mientras durara la ocupación alemana para que Sylvie no recuperara automáticamente su apellido de soltera, de origen judío.
Pero Jacques Lacan eligió el nombre de su hija. Y le puso Judith, que fue la heroína que salvó al pueblo judío al cortar la cabeza de Holofernes, el general del ejército babilonio, invasor de Israel. Que en plena ocupación nazi, Lacan la llamara Judith, es considerado por ella  como una muestra de la confianza por parte de su padre de que si bien eran tiempos nefastos, las cosas cambiarían. También como un símbolo de su posición ética frente al invasor, como ejemplificó su posición  hacia la Resistencia francesa o que se arriesgara a ir a la Prefectura de Policía a rescatar a la madre y a la abuela de Judith, cuando estaban a punto de ser deportadas, lo que les evitó lo peor.
Ella explica como este nombre que su padre le puso marcó su vida, su deseo de luchar contra la injusticia, contra el desamparo, queriendo salvar a los otros de la dominación, del abuso. Eso la llevó, por ejemplo,  a abandonar durante dos años sus estudios de Filosofía en la Sorbonne, cuando tenía 20 años, para ir a Argelia a ayudar a los partidarios de la independencia. 
Sin embargo, después del final de la guerra y de su vuelta a Francia, donde acabó sus estudios, su posición respecto a los ideales revolucionarios y el activismo político cambió y comenzó a acercarse al psicoanálisis lacaniano, que nunca ejerció, pero al que dedicó luego su vida. 
Ella explica que lo que le interesó de entrada fue el hecho de que el psicoanálisis se ofrece a tratar el malestar de la gente y de la cultura, cosa que no es la única disciplina o teoría que lo hace, por supuesto: desde la Antigüedad, en todas las culturas, encontramos doctrinas, guías de vida que nos dicen cómo debemos vivir, cómo alcanzar la felicidad. Y las seguirá habiendo en tanto la humanidad ha estado, está y estará sedienta de soluciones a los múltiples problemas que le aquejan. 
Tal como señala Freud en El malestar de la cultura (7), "el sufrimiento amenaza al ser humano desde tres lugares: desde su cuerpo que destinado  al muerte no puede prescindir del dolor; desde la Naturaleza que puede abatir la fuerza de su furia sobre nosotros; y desde los vínculos con los otros seres humanos". Freud añade que el sufrimiento que procede de esta última fuente suele parecernos más evitable, si bien la experiencia nos dice que no es así y que la culpa no es solo de los otros:  que hay puntos en todos y cada uno donde nos resistimos a cambiar algo, a renunciar a algo en favor del bien de la situación o de la relación con el otro, y mientras nos quejamos por ejemplo de que siga habiendo guerras y los organismos internacionales no consigan pararlas, uno mismo puede estar negándose a arreglar cosas bastante más sencillas con un familiar, un amigo o un vecino. 
Lo que interesó a Judith del psicoanálisis lacaniano, según cuenta, fue que si bien éste se ofrece a tratar el malestar, no habla de eliminarlo. No hace promesas de felicidad ni cree que los cambios radicales sean en sí ninguna garantía. No se trata, con él, “de que ahora debemos de pelear duro pero mañana será todo fácil”, señala Judith, lo que podemos encontrar en la mayor parte de las apuestas revolucionarias. Por ejemplo se me ocurre, que una cosa es que un territorio o un pueblo consiga la independencia y, otra que “todo” vaya a cambiar a partir de entonces, que todos sus problemas se hayan solucionado, que no aparezcan otros.
Para el psicoanálisis no hay mañana feliz. Y no da ni consejos ni recetas de cómo hay que vivir. Cada uno tiene que encontrar una solución. Las sociedades también. Pero estando advertidos de que nos esperan en el mejor de los casos mejoras, no el bienestar completo o la felicidad. Sin embargo, esas mejoras no son irrelevantes: salir de lo mortífero de la repetición de los síntomas que nos aquejan es fundamental, eso nos vivifica, nos hace vivir mejor, con deseo.
Sabemos que Judith acompañó a su padre durante los últimos quince años de su enseñanzas, también cuando él creó la Fundación del Campo freudiano en 1979 –ella recuerda que “campo” remite a lo que se cultiva como la palabra “cultura” por otro lado-. Esta Fundación, que tiene una estructura en red, recibe a aquellos que quieren difundir, sostener y profundizar su enseñanza en sus distintos países, lenguas y culturas. Es de ella que se irán desprendieron después las siete escuelas de psicoanálisis que en Europa y América conforman la Asociación Mundial de Psicoanálisis.
Dentro de ella, Judith Miller creó en 1991 la FIBOL, que ahora reúne a 72 bibliotecas de psicoanálisis en todo el mundo, asimismo consagradas a la extensión del psicoanálisis de orientación lacaniana, incluidos aquellos países donde el psicoanálisis había estado prohibido como la antigua Europa del Este y Cuba. 
Judith Miller  dedicó parte de su vida a difundir el psicoanálisis, a facilitar la lectura y el acceso a los textos psicoanalíticos, la formación en psicoanálisis a aquellos que manifestaron su deseo de hacerla y que por sus recursos, por las dificultades del país de residencia (económicas políticas, etc.), lo tenían especialmente complicado. Si algo caracterizó su labor fue este deseo sostenido, en el sentido spinoziano de esfuerzo (8), con una decisión inquebrantable: el deseo de que se pudiera situar el acceso al psicoanálisis como un derecho fundamental, la defensa de la diferencia absoluta del psicoanálisis respecto a las llamadas psicoterapias, para evitar su segregación.
Judith se interesó por la potencia del discurso psicoanalítico para cernir los impasses de la época y de cada lugar para inventar modos de abordajes y de tratamiento. Y creó distintas instituciones para ello, en forma de redes que trataban de sortear el problema de los localismos, su  tendencia a hacer grupo con su consistencia y potencial segregatorio, y que por el contrario ponían en contacto a colegas que podían estar muy distantes, de aquí y de allá, pero donde todos pudiéramos aprender de otros,  los más “inexpertos” y los más "experimentados" (no hay expertos en psicoanálisis), donde todos pudieran decir, decidir, hacer a las cosas a su manera, lo que quiere decir de una manera singular e inimitable. Y, a la vez buscar la buena manera de hacerlas, lo cual implica hacerlas con responsabilidad, asumiendo las consecuencias de los propios dichos y los propios actos. El psicoanálisis tiene una ética consecuencialista: la verdad de las cosas, decimos, son sus consecuencias y tenemos que calcularlas en la media de los posible y hacernos cargo de ellas.
El Campo freudiano  cuenta gracias a ella con distintos instrumentos a nivel mundial: los observatorios sobre el autismo, sobre drogas  o salud mental, grupos de investigación sobre Psicoanálisis y pedagogía, Adicciones, Psicoanálisis y Medicina, el Centro Interdisciplinario de Estudios sobre el Niño (CIEN), la Red Cereda, entre otras muchas. Y también la FIBOL.

FIBOL
Las bibliotecas del Campo freudiano son lugares de lectura. Podemos considerar esta lectura en una doble vertiente:
1. Por un lado, en tanto se dedican a la recensión de los textos del psicoanálisis, así como al trabajo de investigación de sus principales fuentes o referencias, así como de los otros textos de la cultura provenientes de otras disciplinas que trabajan también sobre un tema.
2. Pero hay también lo que se llama la acción lacaniana de las bibliotecas: ellas se interesan por leer los nuevos síntomas, por situar los nuevos semblantes del amo, los nuevos reales que produce, los nuevos modos de segregación. Se trata para ellas de encontrar fuera de sí mismas, en el Otro de la época, los resortes para investigar los malestares en cada lugar y, a partir de ahí, debatir posibles soluciones con otros discursos, ayudando a su vez a extender el psicoanálisis en el mundo. “¡Frente a los impasses no callar!” decía Judith. Pero, eso, ¿qué quiere decir?, nos podemos preguntar. ¿Qué significa "no callar"? ¿Qué significa "hablar"? El objetivo de los debates no es imponer un discurso, hacer del psicoanálisis un nuevo discurso del amo, encontrar “la” solución. El psicoanálisis es el único discurso que excluye la dominación porque no organiza un mundo, no tiene pretensión de verdad, señala Lacan (9). Y se interesa por la posibilidad de crear modalidad de lazo social que no sea identificatorio, que incluya la diferencia.
En un momento en que la cultura deviene un campo insoportable de palabras vacías, se trata de “elevar el tono del debate”, como decía el economista Albert Hirschman. Deviene urgente buscar el relieve de los problemas con frecuencia aplastados por el falso cientificismo que se autoriza en la dominancia contemporánea del paradigma de la ciencia y sus estragos sobre los sujetos actuales. 
Se trata de cernir el imposible en juego en cada uno de ellos. En definitiva, dar a los impasses de la civilización el estatuto y el lugar de síntomas a leer, devolverles su dignidad de real, de imposibles no para caer en la impotencia sino por el contrario para inventar nuevas maneras de aproximación o de tratamiento.
En este sentido, Judith Miller tomó para las bibliotecas y para su publicación Colofón el objetivo de la “educación freudiana de la población”, según una expresión de Jacques-Alain Miller. No es una educación en el sentido del ideal, como quería lograr la Liga de las Naciones en los años treinta. Es una educación advertida de la pulsión de muerte, que lucha por mantener el espíritu de las Luces, del que las bibliotecas forman parte, en medio de las oscuridades propias de la época. Se trata de asegurar el tratamiento de la pulsión de muerte, del goce, sin lo cual la civilización puede llegar a deshumanizar a la humanidad.
Voy a finalizar tomando unas palabras de nuestra colega argentina Silvia Baduini en el artículo que escribió en este volumen de Colofón,tan rico en testimonios, que hoy presentamos: “La existencia del psicoanálisis depende de un deseo, el deseo de cada uno que lo hace avanzar. Éste es el mensaje que Judith nos hizo llegar” (10). 
* Intervención en la mesa “Judith Miller. El psicoanálisis y el vínculo con la cultura”, en la Fundación Paidea Galiza, A Coruña, 15 de junio de 2018.

Notas:
1. Ambos artículos se incluyen en el volumen XX de las Obras Completas de Freud. La definición de cultura que hace en “El porvenir de una ilusión”, se encuentra en las páginas 5-6  y la de “El malestar en la cultura” en la página 93 y siguientes.
2. Kuper, Adam, Cultura. La versión de los antropólogos,Barcelona, Paidós, 2001.
3. Lacan, J., El Seminario, libro 7: La ética del Psicoanálisis (1959-1960), Buenos Aires, Paidós, 1988.
4. La imposibilidad de educar, de gobernar y de psicoanalizar. Ver: “Análisis terminable e interminable” (1937) Obras Completas,vol. XXIII, Buenos Aires, Amorrotu Editores, 1984.
5. Freud S. – Einstein, A., “¿Por qué la guerra?”, O. C., op. cit.,vol. XXII. 
6. La entrevista fue colgada más tarde en la web Cita en las Diagonales,de ambos colegas: http://citaenlasdiagonales.blogspot.com/2012/04/cita-en-las-diagonales-presenta-lic.html
7. Freud, S., “El malestar en la cultura”, op.cit., pp. 76-77.
8. Para Spinoza el deseo es la esencia del hombre, que es consciente de su existencia en la medida que desea. Ver especialmente el apartado "Definiciones de los afectos" de la III Parte de su Ética. Spinoza, B., demostrada según el orden geométrico, Madrid, Alianza Editorial, 2011.
9. Lacan, J., “Lacan pour Vincennes!”, Ornicar ?, Publication du Champ freudien, nº 17/18, Paris, 1979.
10. VV.AA., Colofón, publicación de la FIBOL, número extraordinario: “Judith Miller y las bibliotecas del Campo Freudiano”, Barcelona, marzo de 2018.



lunes, 24 de junio de 2013

ERIC LAURENT: HOBBES CON FREUD


"La destrucción del Leviatán" (1865), de Gustave Doré

“Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit”, “Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro”, afirmó Plauto en el año 254 d.C. (1). La frase será retomada y reducida en el siglo XVII por Thomas Hobbes, a quien por lo general se atribuye: “Homo homini lupus”, “El hombre es un lobo para el hombre”. El filósofo la adaptó en su ensayo Leviatán (2), título que hace referencia al monstruo bíblico homónimo (3), de poder descomunal, que reinaba de modo absoluto en los mares, causando el terror en ellos.
En su obra, Hobbes escribe sobre la naturaleza humana y sobre la organización de la sociedad. Partiendo de la definición de hombre y de sus características, explica la aparición del derecho y de los distintos tipos de gobierno que son necesarios para la convivencia. 
Hobbes inicia su ensayo señalando que la naturaleza, el arte con el que Dios ha hecho y gobierna el mundo, puede ser imitada por el arte del hombre quien puede crear un animal o un hombre artificial como es el Estado, un Leviatán creado para la protección y defensa del propio hombre.
Sitúa la competencia, la desconfianza y la gloria como las tres principales causas de discordia entre los hombres. La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para lograr seguridad; la tercera, para ganar reputación. Esto llevaría a la guerra de cada uno contra todos.
El estado de naturaleza, para Hobbes, no es paradisíaco sino de barbarie. Los pactos posibles para superarlo no pueden sostenerse solo verbalmente. Sin un poder común que los atemorice a todos, los hombres entran necesariamente en estado de guerra. La “guerra de todos contra todos sería intrínseca a la condición humana (4). Aunque nunca haya existido un estado así, Hobbes señala cómo en épocas muy distintas el hombre vive en estado de continua enemistad.
El derecho de naturaleza, el ius naturales, autoriza a hacer todo lo posible por preservar la vida. Según tal derecho, no hay nada injusto pues donde no hay poder común, la ley no existe y, donde no hay ley, no hay justicia.
Una buena convivencia solo es posible a través del Estado, cuyo fin es la seguridad. “El único camino para erigir semejante poder común, capaz de defenderlos contra la invasión de los extranjeros y contra las injurias ajenas, asegurándoles de tal suerte que por su propia actividad y por los frutos de la tierra puedan nutrirse a sí mismos y vivir satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus voluntades a una voluntad” (5).
Hobbes nombra al Estado como aquel gran Leviatán, “al cual debemos, nuestra paz y nuestra defensa” porque en virtud de la autoridad que cada hombre le confiere, posee y utiliza tanto poder y fortaleza, que “por el terror que inspira es capaz de conformar las voluntades de todos los hombres para la paz, en su propio país, y para la mutua ayuda contra sus enemigos, en el extranjero”.
En su ensayo, Hobbes sitúa el inicio del pacto social y aboga por el establecimiento de una fuerza exterior, un Estado absoluto, para regular la destrucción que conlleva el egoísmo humano, el estado de naturaleza del todos contra todos.

Los Jobs del nuevo Hobbes
En este artículo que tiene ya más de una década, Éric Laurent señala un retorno de Hobbes en el pensamiento político contemporáneo (6). Él hace referencia de entrada a la disyunción planteada por el ensayista político neoconservador Robert Kagan, en otro artículo contemporáneo, donde opone el mundo hobbesiano de los EEUU y el mundo kantiano europeo. 
En el primero, solo la fuerza ejercida por el poder soberano salva o protege del estado de naturaleza hobbesiano caracterizado por “la guerra de todos contra todos”; en el segundo, la regla de derecho se querría establecida para siempre, se creería que puede sostenerse por sí misma –sin la ayuda de la espada, podemos decir- y se querría poder establecer proyectos de paz perpetua”.
En la línea de los defensores del primero, Laurent cita a uno de los maestros del llamado pensamiento realista americano, John Mearsheimer, quien sostiene que “sólo el poder físico –una combinación de efectividad militar, fuerza económica, tamaño de la población y extensión geográfica- es la clave para entender lo que pasa en la política internacional”. Este último no cree que “ningún desarrollo reciente –Naciones Unidas, globalización, extensión del sistema democrático o fin de la historia, haya cambiado estas antiguas verdades”. En este contexto, señala Laurent, “Hobbes puede ser convocado para sostener la necesidad de un estado hiperpoderoso, que asegure el monopolio del ejercicio de la violencia como garantía de un sistema de equilibrio de otros poderes”. El monstruo frío del Estado, el Leviatán mítico, aparece en este pensamiento como una necesidad del sistema.
A continuación, Laurent cita una obra del sociólogo marxista Antonio Negri, escrita en los años 80 durante su estancia en prisión, referida al trabajo de Job (7). Identificado a la figura de este último en el mito bíblico, sometido a todo tipo de pruebas por Dios, Negri reinterpreta el relato: desesperado por el dolor y la falta de sentido, Job interroga a Dios, “trabaja, exige que se le rinda cuenta del mal que sufre, blasfema, protesta contra la explotación, desafía el poder” -y se queda solo contra toda la comunidad-, aunque esto solo represente un momento antes de alcanzar la alegría. Para Negri, la modernidad remite más a la relación del hombre con el Dios del Antiguo Testamento que con el del Nuevo.
En este contexto del redescubrimiento hobbesiano, Laurent sitúa seguidamente la traducción francesa de dos conferencias dictadas por Carl Schmitt en 1938 sobre el Leviatán en el pensamiento del filósofo británico. Para Schmitt, el Estado  liberal es “un instrumento técnico neutro”. ¿El pensamiento de Hobbes sería la última barrera contra ello o su fundamento? El momento hobbesiano que atravesamos -señala Laurent- implica una interrogación sobre la naturaleza del estado liberal, triunfante, frágil, amenazado por poderes y flujos transnacionales hasta el punto de decirse que estamos en la época de los estados disfuncionales o derrumbados o de un Leviatán cojo.
La época de Schmitt no es la nuestra -precisa. En los años 30, el estado se soñaba como un Todo que pondría remedio a los desórdenes del mundo. Schmitt luchaba contra quienes querían reducir al Estado al conjunto de reglas de derecho. Se le opusieron autores como Max Weber o Leo Strauss, cada uno de los cuales trazó la genealogía del corte entre la religión y la política que funda el Estado moderno. Schmitt quiere recordar que el estado de derecho de Hobbes es sobre todo un estado policial.
La cuestión -agrega Laurent- es saber si el surgimiento del Estado elimina la cuestión del estado de naturaleza, la presencia de la muerte. Schmitt sostiene que para Hobbes la amenaza siempre está presente. No es la regla del derecho la que funda el Estado sino la presencia del crimen y del terror. Para orientarnos, Laurent remite a “Psicología de las masas” (8), de 1920, que tiene acentos muy hobbesianos. El contrato social freudiano es un intercambio de yoes que permite liberar la angustia. La masa primaria es una suma de individuos que pone un solo y único objeto en el lugar de su Ideal del yo y están, en su yo, identificados unos con otros”.
Pero la ficción freudiana convierte el asesinato del padre originario en el verdadero momento del contrato -precisa Laurent. “En el seno mismo del contrato se reencuentra el terror fundador que el padre de la horda inspiraba en el reino de la naturaleza. El líder de la masa sigue siendo el padre originario temido, la masa quiere ser dominada siempre por un poder ilimitado. El establecimiento del lazo social, la base pulsional de la identificación, no permite entrever la paz. El goce irrestricto habita al jefe que hereda el goce del Urvater. ¿Cómo deshacerse de eso? -se pregunta.
La pulsión de muerte es como un estado de naturaleza que amenaza siempre a la civilización. Freud nos lleva a pensar que la civilización estará siempre agujereada. Sin embargo, él no deduce de ello la necesidad de una instancia exterior al sistema  que vendría a asegurar una totalización tapando así el abismo que abre el goce en el conjunto de reglas. Siempre faltará una. El Leviatán está cojo. El Todo del Estado está por todas partes derrumbado -aunque en unos casos más que en otros.
Asistimos -señala-, a tentativas de recomponer el Todo mediante “religiosidades estridentes, populismos disparatados, comunidades ferozmente replegadas sobre sus identidades”. Asistimos también a la “constitución de comunidades yuxtapuestas, que no articulan ningún espacio público verdadero. Están atadas por un mercado común y reglas jurídicas que son un mero lenguaje instrumental. Las comunidades reunidas se hablan entre ellas por pasajes al acto. Nos recuerdan el misterio del pacto social, del crimen y del terror que esconde. Encontramos el mismo goce maldito en el fantasma represivo neo-totalitario y en la bacanal suicida del terrorismo”.
No se trata pues -concluye Laurent-, de la elección planteada por Kagan en su artículo, entre Hobbes y Kant. La elección pasa entre Hobbes y Hobbes, gracias al Job de Freud, es decir -me permito traducir un juego de palabras- a su trabajo (job).


Notas
1. Plauto, Tito Macio: La comedia de los asnos (Asinaria). En: Comedias. Madrid: Gredos, col. “Biblioteca clásica”, 1992. Enlace web: http://historiantigua.cl/wp-content/uploads/2011/07/Plauto-Tito-Maccio-Tomo-I-Asinaria-bilingue.pdf
2. Hobbes, Thomas: Leviatán o la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil (1651). México: Fondo de Cultura Económica. Accesible on line en: http://eltalondeaquiles.pucp.edu.pe/sites/eltalondeaquiles.pucp.edu.pe/files/Hobbes_-_Leviatan.pdf
3. Job 41: 1.  
4. Hobbes, Thomas: Leviatán, op. cit., cap. XIII.
5. Ibídem, cap. XVII.
6. Laurent, Éric: “Los Jobs del nuevo Hobbes”. En: Ciudades analíticas. Buenos Aires: Tres haches, 2004.
7. Negri, Antonio: Job, la fuerza del esclavo. Buenos Aires: Paidós, 2003.
8. Freud, Sigmund: “Psicología de las masas y análisis del yo” (1920). En: Obras Completas, vol. XVIII. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1984.

domingo, 26 de mayo de 2013

SOBRE ¿POR QUE LA GUERRA? CORRESPONDENCIA ENTRE EINSTEIN Y FREUD


Parque Laberinto de Horta, escultura. Foto de M. Álvarez


Dentro de la literatura analítica, la correspondencia que tuvo lugar entre Einstein y Freud (1) durante el verano de 1932, en el marco del trabajo de la Liga o Sociedad de las Naciones para mantener la paz internacional, no se deja reducir a mera anécdota o curiosidad histórica sino que mantiene con el paso del tiempo toda su frescura y su interés.



El contexto

En 1919, recién finalizada la primera guerra mundial y durante la firma de los indispensables tratados de paz que siguieron, se constituyó la Sociedad de las Naciones, primera organización internacional de naciones que tenía como fin resolver los conflictos entre los países para mantener la paz internacional.
Esta sociedad nació debilitada en primer lugar por la ausencia en ella de algunas potencias mundiales: Estados Unidos de América se negó a entrar en 1920 cuando llegó Warren G. Harding a la presidencia, a pesar de que Thomas Woodrow Wilson, el presidente anterior, había sido su promotor; a Alemania se le vetó el ingreso, hasta 1926; la Unión Soviética tampoco fue admitida hasta 1934.
Los años treinta marcarían su fracaso definitivo: las agresiones de las potencias fascistas y militaristas mostraron la ineficiencia de una sociedad que tampoco contaba con los medios militares o económicos para imponer sus resoluciones. Alemania salió de la Liga en 1933 después del ascenso de Hitler al poder; Japón la abandonó en 1933 e Italia en 1936; la Unión Soviética fue expulsada en 1939 (2).
La correspondencia entre Einstein y Freud se produjo justo antes de estos acontecimientos, pero en un  momento en el que las tendencias que los producirían ya estaban en marcha. 

El encargo
Según cuenta Strachey (3), la Comisión Permanente para la Literatura y las Artes, de la Sociedad, encargó en 1931 al Instituto Internacional de Cooperación Intelectual que organizara un intercambio epistolar entre intelectuales representativos sobre algunos temas escogidos para servir a los comunes intereses de la Liga de las Naciones y de la vida intelectual, que luego sería publicado.  Una de las primeras personalidades a las que se dirigió el Instituto fue Einstein quien eligió a Freud como interlocutor.

La primera carta: La petición de Einstein
En su carta, fechada el 30 de julio de 1932, el premio nobel de Física elige interrogar a Freud sobre el tema de la guerra: “¿Hay algún camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra?”. Einstein plantea que, con los avances de la ciencia moderna, la guerra ha pasado a convertirse en una amenaza para la civilización tal como la conocemos. Y, señala, que los esfuerzos para eliminarla han resultado un fracaso. Pero no se deja reducir a la impotencia: “Quizás usted pueda sugerir métodos educativos adecuados” -añade.
Einstein, que se describe a sí mismo inmune a las inclinaciones nacionalistas, relata a continuación los modos que ha pensado como tratamiento posible del problema. Una primera manera de tratarlo podría ser “la creación, con el consenso internacional, de un cuerpo legislativo y judicial para dirimir cualquier conflicto que surgiera entre las naciones. Las naciones debería respetar las órdenes emanadas de este cuerpo legislativo. La seguridad internacional pasa por la renuncia parcial de todas las naciones a la libertad de acción, es decir, a su soberanía”. Aunque reconoce la superficialidad de este tratamiento “administrativo” pues el problema mayor es “el afán de poder de los gobernantes”, que no están dispuestos a aceptar una disminución de sus competencias. Dicho afán medra –añade- con todos aquellos que viven de la guerra, mercenarios, industriales, etc., quienes encuentran en el conflicto armado ocasión propicia para favorecer sus intereses personales y extender su influencia.
Esta minoría dominante tiene en sus manos las escuelas, la prensa y la Iglesia. Esto les permite organizar y gobernar las emociones de las masas y convertirlas en su instrumento.
Einstein se pregunta por qué ello llevaría a despertar en los hombres tan salvaje entusiasmo hasta llevarlos a sacrificar su vida. Concluye que el hombre lleva dentro un apetito de odio y destrucción el cual, latente en circunstancias normales, se pone en marcha en circunstancias inusuales. Éste es el quid del problema, un enigma que solo puede resolver “el experto en el conocimiento de las pulsiones humanas”, que reconoce en Freud. En ese momento precisa la pregunta que le había formulado de entrada: “¿Es posible controlar la evolución mental del hombre como para ponerlo a salvo de las psicosis del odio y la destructividad”? Einstein no se deja engañar por los ideales culturales de la época de que la educación permitirá eliminar la guerra, ideales que fracasarían estrepitosa y dramáticamente en los siguientes años (4). Por ello, señala que, en modo alguno puede ser una cuestión de educación, pues esto no se da más en las masas iletradas. Al contrario, la experiencia prueba que es más bien la llamada intelectualidad la más proclive a estas desastrosas sugestiones colectivas. Finaliza la carta diciendo que espera que los más recientes descubrimientos de Freud ayuden a iluminar el camino de la paz mundial.

La segunda carta: La respuesta de Freud
Durante el mes de septiembre, Freud responde a Einstein. Considera que la carta de este último, no ha sido escrita en tanto investigador de la naturaleza y físico sino como filántropo. Y, por ello, él mismo no se ha sentido invitado a dar respuestas prácticas sino solo a indicar “el aspecto que cobra el problema de la prevención de las guerras para un abordaje psicológico”. Reconoce que el propio Einstein ya ha marcado en su carta el rumbo de la navegación y que él navegará siguiendo su estela, tan solo corroborando lo que aquél dice, aunque expresándolo con “su mejor saber –o conjeturar”.
Comienza partiendo del nexo entre derecho y poder señalado por Einstein, pero sustituye este último término por el de "violencia". Los conflictos de intereses entre los hombres se han zanjado en principio mediante la violencia. Un largo camino ha permitido que la violencia más primaria sea sustituida por el derecho, el cual ejerce también una violencia pero en la que no se trata ya de la imposición de uno, sino de muchos, unidos de manera duradera en la comunidad. Es una manera de doblegar la violencia mediante el recurso de transferir el poder a una unidad mayor que se mantiene cohesionada por vínculos afectivos permanentes entre sus miembros.
Pero la situación se complica porque Freud, como ya señalara Rousseau (5), plantea que la comunidad incluye desde el comienzo elementos de poder desigual, padres e hijos, hombres y mujeres… y, a consecuencia de la guerra, vencedores y vencidos, que se transforman en amos y esclavos. Entonces el derecho de la comunidad se convierte en la expresión de las relaciones desiguales que imperan en su seno. Las leyes son hechas por los dominadores y, para ellos. Dieciséis años antes de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (6), Freud considera que los derechos concedidos a los sometidos son escasos.
A partir de aquí, Freud señala dos movimientos: los intentos de algunos individuos, entre los dominadores, para elevarse por encima de las limitaciones vigentes, es decir, para retrotraer el imperio del derecho al de al violencia; y los empeños de los oprimidos para procurarse más poder y que esos cambios sean reconocidos por la ley como un derecho, es decir, el camino contrario.
Una prevención segura de las guerras solo será posible –precisa, ahora podemos considerar que ilusoriamente- si los hombres acuerdan la institución de una violencia central encargada de mediar en todos los conflictos de intereses entre ellas. Tiene que crearse una instancia así y tiene que otorgársele el poder requerido. Y si bien la Sociedad de Naciones ha sido creada como esa instancia –señala- no tiene un poder propio ni por el momento parece que vaya a tenerlo.
Freud califica la creación de la Sociedad de la Naciones de un “ensayo pocas veces aventurado en la historia de la humanidad”: conquistar la autoridad en base no a un poder sino a los ideales. Los miembros de una comunidad se mantienen unidos por dos factores: la compulsión a la violencia y las identificaciones. Sin embargo, no se engaña, “el  intento de sustituir un poder objetivo por el poder de las ideas está hoy condenado al fracaso”.
Freud no puede sino mostrarse conforme con Einstein respecto a la existencia de una pulsión a matar y aniquilar. Él mismo ha teorizado la existencia de una pulsión de muerte una década antes (7). Junto con las pulsiones de vida, las pulsiones de muerte representan el Eros y el Tánatos que rigen la vida psíquica. Ni unas ni otras actúan nunca totalmente disjuntas. Los fenómenos de la vida surgen de las acciones conjugadas y contrarias de ambas.
Cuando nos enteramos de los hechos crueles de la historia –prosigue-, pensamos que los ideales solo sirvieron como pretexto a las pulsiones de muerte, las cuales “todavía no han sido apreciadas en toda su significatividad”. Juzga una ilusión, sin perspectiva, pretender el desarraigo de las inclinaciones agresivas de los hombres. No se trata de eliminar por completo la inclinación de los hombres a agredir; pero se trata de intentar desviarla para que no encuentre su expresión en la guerra.
De la naturaleza misma de las pulsiones, Freud deduce una fórmula sobre las vías indirectas para combatir la guerra: en momentos de desbordamiento de la pulsión de muerte, se trataría de apelar a Eros, la pulsión de vida, que crea los lazos de sentimiento entre los hombres. Señala dos tipos: el lazo social y la identificación. Sobre ellos descansa el edificio de la sociedad humana.
Pero, pensar que los hombres pueden someter su vida pulsional a la naturaleza de la razón es una esperanza utópica. Como dice en otros textos, la pulsión es ineducable, resiste a todo intento de educación (8). Es mejor empeñarse en cada caso para enfrentar el peligro con los medios que se tienen a mano.
Sin embargo, Freud quiere plantear un último problema: si la pulsión de muerte, la destrucción, forma parte inevitable de la vida psíquica, y por tanto de la vida social, ¿por qué nos sublevamos tanto contra la guerra? No podemos hacer otra cosa -responde-, la guerra contradice de manera flagrante las actitudes psíquicas que nos impone el proceso cultural. Todo lo que promueve el desarrollo de la cultura trabaja contra la guerra.
Tomaremos para finalizar una cita de 1929. En El malestar de la cultura Freud había dicho: “Podemos esperar que en el curso del tiempo se van a producir cambios en nuestra civilización que resulten más satisfactorios para nuestras necesidades y que ya no estén expuestos a los reproches que les hemos formulado ahora. Pero tal vez tengamos que acostumbrarnos también a la idea de que hay ciertas dificultades inherentes a la naturaleza misma de la cultura que no cederán a ningún intento de reforma”. Escribiendo en el momento crítico de los desastres económicos que se desataron sobre el mundo civilizado, Freud finalizaba la obra con esperanza: “Y ahora cabe esperar  que el otro de los dos poderes celestiales, el Eros eterno, haga un esfuerzo para afianzarse contra su enemigo igualmente inmortal” (9). Pero en 1931, después de que Hitler subiera al poder, al revisar la obra escribió: “Pero, ¿quién puede prever el desenlace?”

Notas:
1. Sigmund Freud: "Por qué la guerra? (Einstein y Freud)”, 1933/1932. En: Obras Completas, vol. XXII. Buenos Aires: Amorrortu, 1984.
2. La Sociedad se disolvió en 1939 con el inicio de la segunda guerra mundial. El final de la contienda traerá consigo la creación, en 1946, de la Organización de Naciones Unidas (ONU).
3. S. Freud, “Por qué la guerra?”, op. cit., p. 181.
4. Ver en este mismo blog: “El final del humanismo”: http://www.elblogdemargaritaalvarez.com/2009/12/cuando-el-hombre-deja-de-serlo.html
5. Jean-Jacques Rousseau: Discurso sobre los fundamentos y los principios de la desigualdad social entre los hombres, 1754.
6. La asamblea general de la futura ONU proclamará la Declaración, dos años después de su creación, es decir, en 1948.
7. Sigmund Freud: “Más allá del principio del placer” (1920). En: O. C., op. cit., vol. XVIII.
8. Sigmund Freud: "El malestar en la cultura" (1930 /1929). En: O. C., op. cit, vol. XXI, p. 8. 
9. Ibídem, p. 140.