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martes, 7 de junio de 2016

LA CUESTION FEMENINA, AYER Y HOY



María, Olga, Zhenia, son los nombres de los personajes de un pequeño relato, de cariz autobiográfico, de la escritora y política rusa Aleksandra Kollontái. Publicado en 1923 bajo el título “El amor de tres generaciones” (1), relata las relaciones amorosas, o mejor, las distintas relaciones con el amor de tres mujeres de una misma familia -abuela, madre y nieta-, participantes todas ellas de los movimientos políticos y sociales que rodearon a la Revolución Rusa de 1917.
El relato ilustra bien dichos movimientos y los ideales que los alentaron, en especial aquellos que defendían la igualdad y la libertad entre los hombres. Surgidos durante la Ilustración e incluidos en el lema de la Revolución Francesa, estos ideales recorrieron el siglo XIX abanderando luchas y revoluciones para transformar las condiciones políticas, económicas y sociales existentes.
El texto de Kollontai está atravesado entonces por estos dos ideales y testimonia no solo de los logros obtenidos al respecto sino también de sus fracasos, allí donde podemos decir que el ideal encuentra su límite, o lo simbólico su tope, real.
Así, los logros obtenidos en materia de igualdad entre los sexos y de libertad en las relaciones entre ellos, no sirvieron para que el amor cumpliera sus aspiraciones de hacer Uno a partir de dos y que la relación sexual cesara de no escribirse. Éste me parece que es el verdadero tema de la obra, calificado por Olga, principal protagonista y conductora del relato, como el “drama del amor: un drama femenino. Un drama corriente y moliente, algo de lo más banal”, pero por ello “especialmente doloroso y humillante”, señala: después de las respectivas luchas y sacrificios de cada una de ellas por cambiar el mundo en que vivían: no pudieron evitar vivir dramas similares a los que sufrían las mujeres del viejo orden social. El amor en el nuevo orden donde hombres y mujeres eran iguales y libres tampoco evitaba “la maldición sobre el sexo que Freud evoca en su malestar” (2).
Es sobre estos ideales de libertad y de igualdad y su influencia sobre la erótica, así como sus aspiraciones y sus límites tal como los vemos en la vida de las protagonistas, que me propongo hacer algunas reflexiones. Esto me servirá para pensar después en la influencia de estos ideales en la vida amorosa de la mujer actual, casi setenta años después de que dichos ideales se incluyeran en la Declaración Universal de los Derechos humanos.

El amor de tres generaciones
El relato Aleksandra Kollontái comienza con la carta que Olga, hija de María y madre de Zhenia, escribe a un hombre pidiéndole consejo sobre un problema familiar que la ha sumido en la desorientación y el abatimiento. Se trata de lo que llama una “tragedia familiar”, dividida en tres dramas amorosos: el de su madre, el suyo propio y el de su hija. Voy a resumirlos.

María
María, la madre de Olga, había sido una importante agitadora cultural de la década de 1890, consagrada a difundir el pensamiento ilustrado tanto entre los habitantes de las aldeas como entre los más desfavorecidos de las ciudades, a través de conferencias, cursos y la creación de una biblioteca itinerante.
Muy joven se había casado por amor con un coronel, contra la opinión de sus padres, con el que había sido feliz durante algunos años y concebido dos hijos. Sin embargo, con el tiempo empezó a añorar su actividad previa, que había dejado al casarse. Abandonó el hogar, marido e hijos, cuando conoció al que sería el padre de su tercer vástago, también revolucionario. Se divorció tan pronto como se enamoró de él, a pesar de que ninguno de los dos hombres se lo exigía: al contrario, su marido no quería perderla y, su amante, no aspiraba en principios a atarse en aquellos momentos a una pareja.
María, sin embargo, dejó su vida segura y confortable y desafió decididamente todos los prejuicios de su época en la que se toleraba la “doble vida” pero el divorcio constituía un escándalo -recordemos a Ana Karenina. En la más pura lógica del amor cortés, es decir, del amor idealizado, explica que “los derechos del amor están por encima de los deberes conyugales”. Ella quería vivir su vida sin hipocresía, de manera “conforme a sus inclinaciones” según los ideales de la nueva época.
Siguiendo esa misma lógica, cuando tiempo después descubre que su nuevo compañero la engaña, le deja de inmediato, llevándose consigo a Olga, la hija de ambos. Considera los sentimientos como verdades absolutas e inalterables contra los que no se puede hacer nada. Nunca más volverá a verlo, pero tampoco lo olvidará ni tendrá una nueva pareja. Al contrario, le seguirá amando toda la vida y se mantendrá fiel a este amor siempre.
Ese es el drama de María: las consecuencias de la exaltación del amor como verdad absoluta, contra sí misma, contra todo.

Olga
Activista asimismo precoz, siempre al lado de su madre, la hija de María se adherirá enseguida al marxismo en cuyos círculos conocerá a su primer compañero y, como él, se hará bolchevique. Pero, no se casarán y no lo harán por “principios”, en conformidad con la libertad preconizada por el nuevo orden social que quieren instalar.
Si su madre mantiene que solo es posible amar a un hombre, Olga considera caduca esa concepción que había precipitado a esta última de un divorcio al otro hasta finalmente acabar sola. Así, cuando ella misma se enamora de otro hombre, se hace su amante pero no lo oculta:  con el primero comparte un proyecto de vida revolucionaria por el que lo ama y lo respeta, pero no lo desea; con el amante, un “burgués” casado, no solo no tiene ningún proyecto en común sino que, ideológicamente, le desprecia; sin embargo, le une a él una pasión tempestuosa. Olga rechaza los prejuicios sociales, también los de su madre, que consideran la situación inmoral y, por su parte, la acepta tal y como es, sin hipocresías, como exige el nuevo orden.
En ese momento, sin embargo, Olga reconoce que “empezó a enredarse el nudo de su vida”. Cuando nace Zhenia, hija de su amante, ambas continúan viviendo con su compañero pero, la situación comienza a deteriorarse, y los dos hombres la conminan a elegir.
Su madre María considera que como su hija está enamorada de su amante, debe elegir a este último, a pesar de no compartir nada más: el amor es lo fundamental. Para su sorpresa, Olga toma una decisión racional y elige a su compañero, con el que tiene un proyecto de vida en común. Huye así de un deseo sexual que no concuerda con sus ideales para elegir la estabilidad de un compañerismo sin deseo.
Pero cuando su compañero se acomoda y deja de interesarse por la revolución, no sostiene más la relación y le deja; se va del país con Zhenia. De nuevo, una mujer sola con su hija.
Más tarde, conocerá a otro camarada, bastante más joven que ella, con el que regresa a Rusia y “juntos colaboran en el triunfo de los soviets”. Viven juntos con la hija de ella.

Zhenia
El drama que aparece en la tercera generación y sumerge a Olga en el abatimiento que la lleva a dirigirse al Otro, se inicia cuando descubre que su hija mantiene a escondidas una relación con el amante de su madre, es decir con su propia pareja.
Al interrogarla sobre ello, Zhenia responde con frialdad. No le había contado nada a su madre sobre esta relación, plantea, porque ella es libre y no consideraba que su conducta sexual fuera de su incumbencia. Se acuesta con la pareja de su madre simplemente porque se entienden bien, para pasar el tiempo, pero no le ama. Es solo sexo.
Si le amara, no se acostaría con él, porque entiende que eso habría hecho daño a su madre. Pero, como no hay sentimientos, no entiende por qué a su madre le tendría que doler: son relaciones sin amor, es decir, “sin consecuencias”.
Como le pasó a Olga en su momento respecto a María, Zhenia tampoco quiere ser como su madre que se debatió entre dos hombres: ella no quiere comprometerse.  Por ello, cuando se queda embarazada de la pareja de su madre, aborta sin ningún tipo de sentimiento. No es el momento, dice, de atarse a un hombre o aun hijo: son años de luchar por el Partido.
Olga se preocupa por la frialdad del razonamiento de su hija. No siente vergüenza, no siente culpa. “¿Qué está pasando? –se pregunta. ¿Es solo el resultado de la lujuria, que no se ve frenada por norma moral alguna? ¿O es algo distinto, consecuencia del nuevo modo de vida, fruto de las exigencias de la clase que ahora estaba en el poder? ¿Se trata de una nueva moral?”.
Sin embargo, el drama de Zhenia surge cuando toma conciencia de las consecuencias de sus actos: puede perder el amor de su madre. Eso la angustia.

El drama del amor, algo más que un fracaso
Cada una de estas tres mujeres ilustra una posición distinta frente al amor: la entrega al amor hasta sus últimas consecuencias, la huida del amor y de sus consecuencias y la banalización de un amor sin consecuencias.
No hay verdadero encuentro amoroso sin consecuencias. El amor, señala Lacan “encuentra su soporte en cierta relación entre dos saberes inconscientes” (3): algo del partenaire hace resonar las propias marcas de goce. En una pareja así constituida se trata de  tener “valentía ante fatal destino”, lo que podemos entender como coraje para enfrentar las consecuencias del encuentro. Éstas pueden ser distintas en cada caso, pero piden soportar que se contraríen las propias aspiraciones del amor: el secreto del amor es que no hace Uno.
Entonces, podemos pensar como Olga que no hay amor sin drama. Pero no por los mismos motivos. Por un lado, el drama del amor es inevitable en tanto le es consustancial: el amor necesita una ficción que venga a suplir el agujero del “no hay relación sexual”. Y, cada ficción amorosa constituye una manera de hacer posible la ilusión de que la relación sexual cesa por un tiempo de no escribirse. Es un tratamiento del imposible, con sus logros y sus fracasos.
Pero, por otro, Lacan sitúa que lo que cuenta en el amor no es el sentido sino el signo, y ese es su auténtico drama (4). El signo se alza siempre sobre un fondo de “no hay”: no hay relación sexual, hay el goce.
El goce se escribe de manera distinta en cada lado del repartitorio sexual: como goce todo fálico o no-todo fálico. Si del lado masculino, el hombre tiene el objeto a como partenaire, del lado femenino tenemos el S(A/), que incluye el Otro privado de lo que da, que es el Otro del amor por excelencia. Pero, aunque el amor se dirige al Otro, en tanto goce es también autoerótico. De modo que podemos decir que el amor vela el goce.
El amor como suplencia de la relación sexual es un amor que permite hacer lazo allí donde lo autoerótico del goce de cada sexo no hace relación con el otro. En este sentido, el amor no solo requiere del encuentro entre dos saberes inconscientes, sino también del consentimiento del sujeto a pasar por el otro y hacer lazo con el partenaire.

La cuestión femenina, ayer y hoy
María, Olga, Zhenia pertenecen a generaciones distintas pero podrían ser tres mujeres contemporáneas, de ayer o de hoy. En el paso de una a otra vemos que, a medida que la idea de libertad individual se vuelve preponderante, el lazo amoroso se debilita. En cuanto, a la igualdad entre los sexos, los cambios sexuales no consiguen eliminar la disimetría de los goces, si bien encontramos posiciones distintas respecto a ello.
Quizás podamos considerar la revolución Rusa como un pequeño laboratorio de los cambios que se sucederán en Occidente en materia amorosa durante el siglo XX, en especial, desde la Declaración Universal de los Derechos humanos de 1948.
Jacques-Alain Miller plantea que “la gran diferencia entre la subjetividad moderna, que Lacan menciona en 1953, y el sujeto contemporáneo es la cuestión femenina que estalla en medio. Sería importante precisar, añade, si se pueden ordenar cierto número de síntomas de la civilización contemporánea en relación con el feminismo y su manera de difundirse” (5).
La lucha del feminismo, o de los diversos feminismos, por la igualdad de los sexos ha acompañado al llamado declive del Padre en la civilización, que ha implicado pasar de una lógica regida por la creencia en la existencia de un Otro de la ley y la garantía a la figura de la inexistencia de un Otro así. Esto nos ha precipitado a un “todos iguales sin excepción”, tal como recoge la misma Declaración.
El concepto de igualdad está siempre referido a un rasgo, por ejemplo, en este caso, a la relación con los derechos civiles. Nunca se refiere al todo.
Sin embargo, el tema de la igualdad se ha deslizado a menudo a  creer que el que los hombres tengan los mismos derechos quiere decir que no hay diferencia entre ellos, lo cual si nos referimos al goce sexual supone borrar la alteridad radical del Otro sexo y su goce.
La igualdad jurídica entre hombres y mujeres coexiste con la desigualdad entre los sexos, como la nombra Miller en su curso (6). No se trata ya de la diferencia sexual que subrayó Freud, sino de la disparidad de los goces que introduce la disimetría en la relación con el falo.
La inexistencia de un Otro de la excepción, propia de nuestra época, es solidaria de la feminización del mundo actual, pero sin olvidar que, cuando aplicamos la lógica de la sexuación al conjunto social (7), hablamos de una feminización lógica (8).
Junto a Marías, que no dejan de soñar con el amor unitivo, cada vez encontramos más Olgas que quieren dejar de lado el amor, y Zhenias que lo banalizan… hasta encontrarse con los consecuencias de sus actos.
La feminización lógica del mundo no nos lleva paradójicamente cada vez más al  encuentro amoroso sino al goce del Uno solo. Si Lacan, en 1972, plantea que cualquier discurso emparentado con el capitalismo, al dejar fuera la castración, forcluye los temas del amor (9), tendríamos la paradoja de que los ideales revolucionarios de la libertad y la igualdad entre hombres y mujeres se habrían puesto desde el principio a su servicio. Y, así, encontramos en los hombres y mujeres actuales, libres e iguales, la tendencia cada vez mayor a dejar de lado las cosas del amor, reduciéndolo a un consumo, a un mercado.


Notas:
1. Kollontái, A. “El amor de tres generaciones”. El amor de las abejas obreras (1923). Barcelona, Alba, 2008.
2. Lacan, J. “Televisión”. Otros escritos. Buenos Aires, Paidós, 2012, pág. 557.
3. Lacan, J. El Seminario, libro XX: Aún. Buenos Aires, Paidós, 1989, págs. 174-5.
4. Lacan, J. “Televisión”, op. cit., pág. 567.
5. Miller, J.-A., y Laurent, E. El Otro que no existe y sus comités de ética. Buenos Aires, Paidós, 1998, pág. 27.
6. Op. cit., pág. 163.
7. Álvarez, M. “Jacques Lacan, Dios y el goce femenino”. El Psicoanálisis 7. Barcelona, ELP, 2004.
8. Álvarez, M. “La feminización lógica del hombre contemporáneo”. Freudiana 61. Barcelona, Comunidad de Catalunya ELP, 2011.Ver en este blog: http://www.elblogdemargaritaalvarez.com/2010/09/la-feminizacion-logica-del-hombre.html

9. Lacan, J. Yo hablo a los muros. Buenos Aires, Paidós, col. “Paradojas de Lacan”, 2012, pág. 106.

viernes, 23 de abril de 2010

LA IGUALDAD O LA DESIGUALDAD DE LOS SEXOS Y LA DISPARIDAD DE LOS GOCES


Estanque (detalle),en Quinta de Mateus Rosé, Vila Real, Portugal, 2009. Foto de Margarita Álvarez
En su curso “El Otro que no existe y sus comités de ética” (1), J.-A. Miller y É. Laurent presentan dos tesis solidarias: 1. Estamos en una época en que el Otro no existe; y 2. Hay el goce.
 
En psicoanálisis, con J. Lacan, hablamos de la existencia o la inexistencia del Otro en términos lógicos para referirnos a si en una época dada existe un Otro que se exceptúa del conjunto social y desde ese lugar tercero, puede prohibir, es decir, puede sostener la enunciación de la ley y su garantía, o no existe. En este último caso, no se trata de que no haya ningún Otro sino de que la figura del Otro es distinta, está marcada por su inexistencia lógica.
La existencia o inexistencia del Otro afecta de manera necesaria a las modalidades de la regulación del goce existentes en una sociedad dada (2).
Durante el siglo XX hemos pasado de una época en que el Otro existía, y la sociedad era muy represiva, a una época mucha más permisiva de la que no podemos decir que no haya autoridad pero sí que está permanentemente cuestionada. La autoridad no se sostiene ya en ese lugar tercero, sino que se incluye en el conjunto social y, por tanto, está sujeta, como el resto de sus elementos, a la ley que rige el conjunto. La inexistencia del Otro nos precipita entonces a un “todos somos iguales sin excepción”, que es uno de los principales ideales  de nuestro tiempo.

El ideal de la igualdad entre los seres humanos surgió con el pensamiento ilustrado en el siglo XVIII y se incluyó en el lema de la Revolución francesa, pero tuvo que esperar siglo y medio antes de pasar a formar parte, en 1948, de la Declaración Universal de los Derechos humanos de la ONU, según la cual: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derecho”. 



La igualdad de los sexos

Hay que tener en cuenta que el concepto de igualdad nunca se refiere a la totalidad de lo que se compara sino tan solo a una característica o un rasgo. No se puede decir que dos hombres son totalmente iguales. No podría decirse ni siquiera si fueran clones, en los que la igualdad no dejaría de limitarse a un rasgo: la posesión de un mismo material genético.

Si nos centramos en la cuestión de la igualdad de los sexos, y tomamos la cuestión de cómo el feminismo, o los múltiples feminismos, han defendido desde su inicio la igualdad entre hombres y mujeres, es importante entender esta lucha ética por la igualdad en el sentido de la exigencia legítima de que las mujeres tengan los mismos derechos políticos, económicos y sociales que los hombres, en particular en materia de control de la propiedad privada, de igualdad de oportunidades en materia de educación y trabajo, el derecho al voto o la libertad sexual. 

El concepto de igualdad de los sexos es fruto de la citada Declaración de la ONU de 1948, pero no fue hasta la cuarta conferencia mundial sobre la mujer de 1995, cuando 189 países se comprometieron con la Declaración y Plataforma de Acción de Pekín a mejorar significativamente la vida de las mujeres a través de una serie de objetivos y medidas que debían de adoptarse para el año 2000, que este movimiento cobró mayor fuerza en todo el mundo. Por primera vez se habló de lo que se enunció como los “derechos humanos de la mujer”, que incluyen su “derecho a controlar y decidir libre y responsablemente sobre las materias relativas a su sexualidad, incluso su salud sexual y reproductiva”. 
Aunque estos objetivos no se han cumplido del todo en nuestra sociedad y, en muchos países están aún lejos de hacerlo, resulta evidente que hombres y mujeres disfrutan cada vez más de una mayor igualdad en materia de derechos civiles. 
Entonces, ¿por qué referirnos a la desigualdad de los sexos? De hecho, éste es el título del capítulo 8 del curso  “El Otro que no existe”. Recordemos que este curso fue impartido en  1996-1997, es decir, poco después de que se celebrara la Conferencia de Pekín y, por tanto, ya en su momento, y más aún, unos cuantos años después, podría parecer políticamente incorrecto, un atentado contra la sensibilidad actual hacia dicho tema. 

Además, ¿por qué utilizar el término “desigualdad” cuando en psicoanálisis hablamos más bien de “diferencia” o de “disimetría” sexual? Entiendo que hablar de “la desigualdad de los sexos” es una manera, provocadora sin duda, de poner al descubierto la ilusión que se desliza de manera implícita con frecuencia en el discurso actual según la cual la igualdad de los sexos, en materia de derechos, borraría definitivamente las diferencias entre ellos. 
Podemos ejemplificar dicha ilusión con frases, ideas, conductas, que ahora son habituales pero que hace veinte años habrían sido impensables: por ejemplo que una pareja diga que están embarazados o que un hombre se preocupe por participar en la lactancia materna de su hijo. 
Esta ilusión es asimismo muy evidente en los más jóvenes: vemos con cierta frecuencia como algunas chicas se niegan a reconocer la importancia que el amor tiene en sus vida porque las haría distintas a ellos, sentirían la dependencia del amor y eso las pondría "en inferioridad de condiciones". Y, para evitar ese fantasma, se lanzan a una promiscuidad imparable: “Si ellos se tiran a todas las que quieren, yo no voy a ser menos”. Que la diferencia se interprete en la mujer, y asimismo por la mujer, como un déficit no es algo nuevo para el psicoanálisis. Al contrario, es todo un clásico que Freud ya señaló. 

Así que, por un lado, podemos decir que este discurso que trata de borrar la diferencia entre los sexos ha impregnado el discurso social de tal manera que parece normal y no mueve, por lo general, a ninguna interrogación al respecto. 
Pero una cosa son los derechos y, otra, los efectos subjetivos. Por ejemplo que una mujer tenga derecho acostarse con quien quiera no quiere decir que sea lo que quiera o que tenga que hacerlo. No se trata de competir con el hombre sino de que se respeten las diferencias, lo que implica en primer lugar aceptarlas.

Si bien en muchos aspectos puede parecer que los síntomas no han cambiado tanto, que son los mismos, los viejos síntomas con nuevas envolturas, no es así: algo en la trama de la envoltura simbólico-imaginaria del síntoma se ha modificado y no oculta, no sujeta ya del mismo modo el real, el goce, en juego. Las modificaciones en el semblante afectan a la relación con lo real.
Por ejemplo, la importancia que la mujer ha dado a la cuestión del velo, su compleja relación con las vestiduras y la máscara se ha modificado y la cuestión se desliza con harta frecuencia hacia las intervenciones en el propio cuerpo, a veces superprecoces, con frecuencia numerosas e imparables. Me refiero a las intervenciones de cirugía estética. 
Estos días saltó la noticia de que España ¡es el cuarto país del mundo en operaciones de este tipo y el primero de Europa en cuanto al número de menores que se someten a ellas!

Algo ha cambiado en lo simbólico y lo imaginario de la época para que en lugar de trabajar sobre el velo, haya que tocar lo real del organismo. Y no solo para las mujeres. Si bien estas últimas siguen siendo las más numerosas en el recurso a este tipo de cirugía, los hombres comienzan a avanzar rápidamente posiciones.

Pero trataremos de centrarnos en la cuestión de la relación entre la igualdad de derechos de los sexos y la diferencia sexual.



La diferencia sexual

El hecho de que haya dos sexos anatómicos, mujer y varón, y que cada uno de ellos tenga aún -quizás por breve tiempo dado los avances en materia de reproducción-, cometidos claros y diferenciados en la reproducción de la especie, sumado al hecho de que todas las culturas distingan la diferencia de los sexos –es decir que su reconocimiento sea universal- lleva a algunos a confundir el sexo “hombre” o “mujer” con “masculino” o “femenino” y a considerar como un dato de la naturaleza, es decir, primario, como una evidencia irrefutable, que la diferenciación entre lo masculino y lo femenino se basa en la biología, se deduce directamente de ella; es un hecho del desarrollo necesariamente vinculado a haber nacido de un sexo u otro. Y, en consecuencia, propongan que se identifiquen con determinados roles para desempeñar lo mejor posible la función natural de cada sexo en la reproducción. Este sería el punto de vista de la tradición. 

Otros, sin embargo, hacen hincapié en la particularidad de las representaciones de lo masculino y lo femenino según la época y la cultura, y subrayan la llamada construcción social o cultural de esa diferencia. Esta sería la perspectiva más contemporánea. 
De un lado, tendríamos un esencialismo biológico; de otro, podemos decir, el relativismo. 
Aunque el psicoanálisis de orientación lacaniana no aborda la diferencia sexual como un dato primario, natural, sino como una construcción, no considera sin embargo, como hacen los partidarios de la teoría del género –herederos de la distinción entre sexo y género planteada en los años 60 por Stoller a raíz de sus investigaciones sobre transexualismo-, que sea un mera consecuencia de la convención, de los representaciones convencionales que una sociedad dada acuerda a lo femenino y lo masculino, aunque por supuesto esto último influya. 

Para el psicoanálisis de orientación lacaniana, la diferencia sexual no tiene que ver con el símbolo sino con el funcionamiento del significante, es decir, se sustenta en el funcionamiento mismo del lenguaje. Masculino y femenino resultan de entrada de una relación distinta con el significante fálico. Y si entendemos el significante fálico como el significante del goce, “masculino” y “femenino” nombran modalidades de goce distintas. Y lo interesante es que no se corresponden necesariamente con el hecho de ser hombre o ser mujer.



La disparidad de los goces

El psicoanálisis no se confunde con la anatomía, ni se detiene ante las identificaciones sexuales simbólicas o imaginarias, ni concluye a partir de la relación que el sujeto mantiene con los roles convencionales que hay en el entorno o en la época. Tampoco considera que las conductas sexuales de los individuos constituyan la verdad de su modalidad de satisfacción. 
El psicoanálisis se interesa por la posición sexuada de un sujeto, es decir, por su posición frente a lo real de su cuerpo, de su propia modalidad de goce o de satisfacción. 

Si bien hay modalidades de goce infinitas, solo hay dos maneras de situarse ante ellas: la masculina y la femenina. 
La primera es una posición determinada por el goce fálico, localizado en los órganos sexuales; en la segunda, encontramos, además del goce fálico, la posibilidad de un goce distinto, que se extiende a todo el cuerpo. 

En este sentido, podemos entender la desigualdad de los sexos en el sentido de que no puede haber paridad de los goces porque hay disparidad sexual. 
Cuando hablamos de situarse de un lado o de otro estamos hablando de una elección inconsciente, no de una elección voluntaria. El encuentro con la satisfacción sexual deja unas marcas reales que balizan la condición erótica del sujeto. 
En psicoanálisis, el concepto de real es un tope, el límite de nuestra experiencia. Entonces las condiciones de goce no cambian, aunque un psicoanálisis llevado hasta su final sí modifica la relación que el sujeto tiene con ellas.

Solo puede considerarse una locura, una ilusión del yo el hecho, como hacen los transgeneristas, de creer que pueden decidir voluntariamente su modalidad de satisfacción sexual, cambiarla a su antojo: por ejemplo, que un hombre "juegue" a que ahora será una mujer para salir con una mujer y explorar su lesbianismo o para satisfacer sus deseos maternales con un hijo. Estas decisiones se desarrollan en el plano de las identificaciones voluntarias y no modifican, al contrario de lo que dicen, ni las identificaciones inconscientes, que son fundamentales, ni  lo real del goce. 
La posición sexual compete a la relación que el sujeto mantiene con lo imposible... de cambiar.

En 1972, Lacan sitúa tres pasos en la asunción de una posición sexuada (2):

1. El niño nace con una anatomía determinada, que los adultos constatan a través de la observación de una pequeña diferencia: la presencia, o no, de un pene, observable ya en las ecografías (3). Y en base a ella, dicen “es niño” o “niña”. 
Pero este no es un juicio natural que los mismos niños podrían llegar a hacer naturalmente: ellos no se distinguen a sí mismos como niños o niñas si no han sido distinguidos de manera previa por el Otro. 
Esto se ve bien en los casos de anfígenos, o hermafroditas, donde un niño ha sido tratado como una niña y, luego, en la pubertad, se descubre que anatómicamente era un niño. En todos los casos se comprueba que las identificaciones sexuales del sujeto no están correlacionadas con su sexo anatómico sino con la manera en que fueron reconocidos por el Otro.

2. Pero cuando el adulto dice “es un niño” o “es una niña” está siempre haciendo algo más que reconocer una diferencia anatómica. Dice siempre algo más. Por ejemplo, si es un niño, le dice que espera de él la virilidad, según la representación que tiene de ella. 
El comportamiento del niño quedará significado a partir de entonces por las categorías fálicas del lenguaje: es poco masculino, muy masculino, casi femenino... muy femenino.

3. Más tarde, en la adolescencia, el sujeto debe decidir si acepta o no esta categorización. “Es un niño” o “es una niña” solo será verdad para él si experimenta el goce correspondiente, masculino o femenino, y puede soportarlo, es decir, si acepta inscribirse en la función fálica. Este paso es necesario, no basta con que el niño sea inscrito desde fuera por el Otro.

Ambas posiciones sexuadas, con sus múltiples variaciones subjetivas, implican cada una de ellas una relación distinta con el Otro. Volviendo al principio, podemos decir que la posición masculina, por su relación con el significante fálico, con el Todo fálico, es solidaria de la existencia del Otro. La posición femenina por su relación con el no todo fálico se correlaciona con la inexistencia del Otro (3).



La cuestión femenina y la subjetividad contemporánea


Para finalizar quiero tomar una frase que J.-A. Miller afirma en “El Otro que no existe...”: “La gran diferencia entre la subjetividad moderna y el sujeto contemporáneo es la cuestión femenina, que estalla entre ambos. Sería importante precisar si se pueden ordenar cierto número de síntomas de la civilización contemporánea en relación con el feminismo y su manera de difundirse”. Entiendo al leerla que los cambios en la subjetividad vienen dados por la entrada de la sociedad en una época marcada por un cambio de régimen del Otro. 
Cuando se habla de que asistimos a una feminización progresiva del mundo no tenemos que entender que esto se deba a un efecto directo de la mayor afluencia de la mujer a la esfera pública, porque en ese espacio la mujer está fundamentalmente en tanto fálica. La feminización del mundo es solidaria de un régimen del Otro distinto, que llamamos al principio la inexistencia del Otro y que, por definición, feminiza al conjunto del mundo donde está vigente. 
Y para acabar, solo añadir, como señalan Miller y Laurent en su curso -y por supuesto, sin idealizaciones-, que las mujeres no dejan de estar más cómodas que los hombres en ese estado actual de nuestra civilización, que no es ya el reino del Uno, del todo fálico sino del no todo fálico. Están más cómodas, ya sea para tratarlo como para orientarse en él… Pero eso no quiere decir de ningún modo que esto no les cree asimismo algunas dificultades. 


(*) Extracto de la clase dada el 10.3.2008 con el título "La desigualdad de los sexos" en el Cursus de la Biblioteca del Campo Freudiano de Barcelona sobre la lectura de “El Otro que no existe y sus comités de ética”.


Notas:

1. J.-A. Miller, E. Laurent (1995). El Otro que no existe y sus comités de ética. Buenos Aires: Paidós, 2005.

2. J. Lacan. Seminario XIX: ...Ou pire (1971-1972). Inédito.
3. También la identificación a través del material genético presente en el torrente sanguíneo de la madre, permite a través de un análisis de sangre detectar el sexo del bebé, es decir, nombrar "es niño" o "es niña", lo cual introduce igualmente la dialéctica fálica.
4. Ver la entrada “El psicoanálisis y la erótica actual” en este blog: http://www.elblogdemargaritaalvarez.com/2010/03/el-psicoanalisis-y-la-erotica-actual.html