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A las puertas del laberinto. Parque del Laberinto de Horta, Barcelona. Foto de Margarita Álvarez |
La
última enseñanza de Jacques Lacan está marcada por la tesis de que no hay
relación sexual programada en la especie para el ser hablante y, por ello, el
sujeto necesita algunos signos que le permitan reconocer el objeto que conviene
a su satisfacción.
Estos
signos vienen dados por las huellas de la manera contingente en que para cada
uno se produjo el encuentro necesario con el goce. Dichas huellas, marcas
primeras de goce, retornan siempre al sujeto en forma invertida y le hacen
signo desde el otro.
Una
vez inscritas, estas huellas que son de entrada azarosas, contingentes, se
vuelven necesarias es decir, no cesan de escribirse. Constituyen la condición
erótica del sujeto, quien solo se relacionará con el partenaire a través suyo.
Lacan
plantea en 1973 la dificultad de lo sexual como una imposibilidad lógica de escribir la
relación sexual, que no cesa de no escribirse. Tal imposibilidad es la raíz del
amor, que constituye una tentativa de suplir esa imposibilidad estructural y
puede presentarse bajo cuatro modalidades lógicas: como imposibilidad, como
posibilidad, como contingencia y como necesidad.
Abordar
estas modalidades me llevará a explorar algunas de las referencias que Lacan toma
en Aún y Televisión. En el apartado I de este texto, haré una aproximación al surgimiento en el siglo XII del amor cortés. En el apartado II, situaré el amor divino a través de dos referencias tardomedievales, que toma Lacan en distintos momentos: en primer lugar, el amor de Beatriz por Dios, tan dispar al que Dante sintió por ella (siglo XIII), según los propios dichos de este último; y, en segundo lugar, el amor de las beguinas por Dios (siglos XIII-XIV). Estas tres referencias permitirán ilustrar dos de las cuatro modalidades mencionadas: el amor en su imposibilidad y el amor en su posibilidad.
A continuación, en el apartado III, abordaré las otras dos modalidades lógicas: el amor en su contingencia y el amor en su necesidad.
Para finalizar, en el apartado IV, situaré brevemente el amor de transferencia como un amor nuevo, tal como refiere Lacan en
“Televisión”, desde la perspectiva de estas cuatro modalidades, es decir, aplicándole el tratamiento lógico que da al amor en el Seminario XXI.
I. El amor cortés o el amor en su imposibilidad
Hasta
el siglo XI, las principales obras occidentales sobre el amor, tomaban en
consideración tan solo la perspectiva masculina del amor, tal como podemos ver
en el diálogo de Platón sobre la Erótica (1) o en la obra amatoria de Ovidio
(2). Sin embargo, a finales de dicho siglo, Andrés el Capellán escribe De amore (3), un tratado sobre el
amor donde aparece por primera vez el punto de vista femenino. Aunque su introducción no está exenta de una perspectiva crítica sobre este último, no es mi interés aquí hacer sociología sino subrayar la disimetría de los goces entre los sexos que desprenden sus palabras, que no pueden menos que resonarnos. El
autor afirma por un lado que las mujeres no tienen los mismos principios que los
hombres sino que son inestables y mudables. Por otro, considera que
ningún hombre puede satisfacer nunca a una mujer pues los intereses de ésta
exceden siempre al amor que pueda sentir por él.
En términos psicoanalíticos, decimos que el goce femenino, a diferencia del masculino, no se reduce al goce fálico sino que ellas gozan también de otro modo, lo que implica que entre los sexos no hay complementariedad posible respecto a los modos de satisfacción. No hay relación sexual que pueda escribirse entre los sexos. Y como no hay armonía posible, hay que regular sus relaciones.
Andrés El Capellán introduce en su tratado las reglas sobre el amor que regularán las
relaciones entre los hombres y las mujeres en los siguientes siglos. Es el surgimiento del Amor cortés, que nace en un momento y un contexto muy precisos.
Durante
el siglo XII, en un mundo fuertemente determinado por las relaciones de
vasallaje como suponía el feudalismo, donde las mujeres estaban sometidas a la
autoridad del hombre, se producirá un fenómeno histórico sin precedentes: la
Dama se erigirá en el centro de interés y será el eje de toda la producción
lírica trovadoresca, que llevará el nombre de la Fin’amor o Amor Fina, aunque
se haya generalizado -hay que decir de manera poco adecuada- como Amor Cortés, término apropiado
tan solo para las novelas de caballería del norte de Francia.
Trataré
de analizar sucintamente de qué se trata en la Dama. En primer lugar, es
preciso aclarar que no se trata de la fembra
(mujer), sino de la domna, domina,
es decir, la señora, por lo general esposa o hija de un señor feudal y, por
tanto, apropiada para recibir la sumisión que supone el vasallaje. El trovador,
que se identifica con el enamorado cortés, rinde culto a través de sus
canciones a una Dama, a la que considera como un ser superior en el sentido
jerárquico de la sociedad, siendo su situación ante ella similar a la de un
vasallo ante un señor.
Aunque
se pueda identificar a muchas de estas Damas con ciertas damas que tuvieron una
existencia real, en La ética del
psicoanálisis, Lacan señala que las descripciones que los trovadores
hacen de ellas adolece de rasgos particulares como si hablaran siempre de la misma,
lo que evidencia que hay en juego una función simbólica. El trovador crea a la
Dama a través del significante y la eleva al rango de un Otro absoluto, un Otro
real y, en cuanto tal, inaccesible.
El
objeto femenino es así elevado a la dignidad de la Cosa, das Ding, el Otro prehistórico, real, inolvidable, objeto mítico de la satisfacción primera inscrita, en términos freudianos, del cual solo queda la memoria de sus coordenadas simbólicas. En tanto solo registramos sus marcas, el primer objeto se sitúa fuera en los límites de lo simbólico, más allá del campo
significante, fuera de toda simbolización, en la inminencia del campo del goce. Acceder a él implicaría la abolición
simbólica, salir del campo de la palabra.
Bajo
este modo sublimado, el objeto se presenta, se imaginariza como un partenaire
infernal, inhumano, términos de la época. Pero, Lacan contradice que en esta sublimación desaparezca
el objeto sexual (4) -tesis freudiana. Analiza una canción de Arnaut Daniel (5), uno de los más
apreciados trovadores occitanos que ejerció una gran influencia sobre Dante. En
esta obra, la Dama aparece, a la vez, como mujer idealizada, como Otro, y como
objeto degradado, como a.
La
ficción del amor cortés pone en suspenso el encuentro sexual y demora la
realización del deseo. La inaccesibilidad de la Dama se presenta en relación a
distintos obstáculos: a veces la Dama era la mujer de otro, normalmente del
señor feudal, a quien el caballero debía el respeto del vasallaje; otras, el
caballero debía de realizar hazañas que probaran su amor por la Dama en un camino
de amelhiorament o
perfeccionamiento según ordenaban los ideales corteses. Aunque en la realidad
se produjeran encuentros sexuales, la ficción sostiene ese ideal de
postergación del deseo que lo ratifica como imposible.
En
Aún, Lacan se refiere a esta
modalidad del amor y plantea que el obstáculo no son las condiciones de la
realidad sino las condiciones estructurales que este amor mima, escenifica (6).
El amor cortés es el amor en su imposibilidad que viene a suplir el imposible
lógico: la relación sexual que no cesa de no escribirse.
II.
El amor divino o el amor en su posibilidad
1. Dante y Beatriz
Beatriz, la donna angelicata
Podemos
situar el ocaso de la lírica trovadoresca a finales del siglo XII. Sin embargo,
durante el siglo siguiente el amor continúa siendo el tema principal de la
producción lírica. Y, aunque ya no utiliza la ficción poética del vasallaje
feudal, la Dama aún ocupa en ella un lugar central. Pero ahora estas damas
idealizadas se transforman en donnas
angelicatas y el amor por ellas queda vinculado al amor de Dios.
Con
el surgimiento del dolce stil novo italiano, término acuñado por Dante, la
vía del amelhiorament de los
caballeros de la Fin’amor deviene algo del orden de una conversión religiosa.
El amor deviene un símbolo divino y los amantes se hacen llamar “fieles de
amor”. Para Dante, el amor es “nuevo” en tanto renovador, introductor a una
vida nueva, que será el título de su primera obra.
La vida nueva empieza con el relato de su encuentro con
Beatriz en la niñez, momento que califica de “súbita revelación de la donna”,
antes del cual “no hay nada escrito en su memoria”. Tenemos el relato que Dante
hace de esa escena de encuentro con el goce y su testimonio de la necesidad de
nombrar esa experiencia:
“Tenía
nueve años cuando se me presentó la gloriosa señora de mi mente la cual fue
llamada Beatriz porque muchos no sabían qué nombre darle” –Beatriz como nombre
común significa “la que da la beatitud”. Cuando la vi –prosigue diciendo- “el
espíritu de la vida que mora en la cámara secretísima del corazón empezó a
temblar con tal fuerza que repercutía terriblemente en las mínimas pulsaciones,
y temblando dijo estas palabras: ‘He aquí un dios más fuerte que yo que vendrá
y me dominará’. En aquel momento, el espíritu animal que mora en la alta
cámara, a la cual todos los espíritus sensitivos llevan sus percepciones,
empezó a maravillarse mucho y hablando especialmente a los espíritus de la
vista dijo estas palabras: ‘Acaba de aparecer vuestra beatitud” (5).
Nueve
años después se produce el segundo encuentro (6) necesario para la inscripción de la sexualidad. Ambos tienen entonces
dieciocho años. Beatriz vuelve la mirada hacia Dante cuando se cruzan, y parpadea. Un ligero parpadeo,
basta para producir la articulación significante necesaria para que se recorte
el objeto mirada para Dante (7). A partir de entonces, la mirada de Beatriz será para él, “principio de amor” (8), su causa; el parpadeo, su condición erótica.
Dante
nos describe los signos corporales de su amor por Beatriz: estremecimientos
violentos, desfallecimientos en su presencia. Pero su amor por ella no aspira
al encuentro sexual. No se trata aquí de un deseo postergado sino excluido. A
pesar de que el goce invade su cuerpo, Dante solo aspira a una palabra de
reconocimiento, un saludo, por parte de ella: “Su boca –precisa- es fin de
amor. Él aspira a un encuentro de amor puro que pone en relación a Dios.
Pero
cuando Beatriz, mujer virtuosa, para evitar los comentarios de la gente que
empezaban a producirse, decide negarle el saludo, Dante cambia de fin y decide
dedicar la vida a alabar a Beatriz. Inicia entonces su creación poética.
La
prematura muerte de ella, a los veinticinco años, sumergirá a Dante, según
testimonia, en una crisis profunda, pero lo que denomina una “maravillosa
visión”, que describe en el último capítulo de La vida nueva, le lleva a tomar la decisión de no hablar más de
la amada hasta que “pueda decir de ella aquello que nunca se dijo de mujer
alguna” (9). La divina comedia
es el lugar donde Dante intenta nombrar lo indecible de La mujer (10), es decir, construye su obra en torno a un imposible, lo cual no deja de ser la lógica de
toda obra.
Hablamos
para recuperar el objeto perdido. Así comenta Borges: “Yo sospecho que Dante
edificó el mejor libro que la literatura ha alcanzado para intercalar algunos
encuentros con la irrecuperable Beatriz” (11).
En
la Commedia nos encontramos con
una Beatriz transfigurada. Ya no es la mujer virtuosa que había sido en vida.
Después de su muerte, su alma se ha unido a Dios, alcanzando así el último
grado de la beatitud: la visión de Dios.
El
amor de Dios mueve a Beatriz a moverse y a hablar con el fin de salvar a Dante
de la crisis moral en que está inmerso. Intercede ante Dios para que él pueda
acceder a aquellos lugares a los que ningún hombre puede entrar en vida. Espera
que la visión de estos lugares y de lo que allí acontece devuelva a Dante la fe
perdida. Por mediación de Beatriz, este último inicia un recorrido por el
Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. Le acompaña Virgilio, que hace de guía.
La mirada de Beatriz no es la mirada de Dios
A
lo largo de su recorrido, Dante previene contra el amor humano, lujurioso y
narcisista, y busca acceder a la felicidad mística de la unión del alma con
Dios a través de Beatriz. En Televisión,
Lacan señala: “Una mirada, la de Beatriz, un simple parpadeo, es decir, nada de
nada, y el desecho exquisito que es su resultado” (12). En ese abrir y cerrar
los ojos de Beatriz, cae para Dante el objeto mirada.
La
mirada, objeto a, remite a
Dante al Otro divino por lo que Miller jugará con la lengua y hablará de
“parpadios” en relación al parpadeo de Beatriz (13).
Él
presume en esa mirada “la luz de la mirada de Dios”, el goce del Otro. Y al mirarla surge para él la idea de un Otro completo: la mirada de Beatriz
está colmada del amor de Dios. Pero lo que surge allí –señala Lacan- no es el
goce del Otro sino el goce de Beatriz, “a la que Dante no puede satisfacer, de
ella no puede obtener más que esa mirada": Beatriz goza de otra cosa. “E,
incluso -prosigue Lacan-, Dante nos incita a que escuchemos el testimonio de su
boca”.
“Él
no puede acceder a la luz de la gloria” (14), esencia misma de Dios, a través
de la luz de la mirada de Beatriz. A través de su mirada, Dante solo goza del
objeto mirada, como testimonia a lo largo de toda la obra. Llega a calificar esa
mirada como “el objeto de su mayor deseo” (15). Pero no tiene acceso al goce de
Beatriz que goza de Otra cosa, como ilustra de otro modo la foto de la niña y el fauno. Ese es “el muro que te separa de ella”, le indica Virgilio cuando
atraviesan el Purgatorio (16).
Entre el hombre y la mujer hay un muro, como Lacan toma del poema de Antoine Tudal (37). La
relación con el Otro es posible al nivel de la palabra, no al nivel del goce
(17), donde no hay simetría entre los sexos, ni posibilidad de complementariedad. La función del amor, de las palabras de amor, es apuntar al objeto a
través del Otro del significante. Dante llama a ese objeto “Beatriz” y
construye a su alrededor una obra con la ayuda del lenguaje.
Sin
embargo, al final de La divina
comedia, Dante asiste a la escena en que Beatriz se muestra plenamente
transfigurada por el amor de Dios. Reconoce al verla que todo lo que ha dicho de
ella es insuficiente: “Tengo por cierto que solo su hacedor puede gozarla. En
este pasaje me confieso vencido, nunca nadie fue más superado por un punto de
su tema, fuese cómico o trágico (…). Desde el primer día que vi su rostro en
esta vida hasta la presente visión la he seguido con mi canto; pero conviene
que desista de seguir su belleza con mi poema como el artista que ha llegado al
punto límite de su arte” (18). Dante se detiene en este punto límite del
lenguaje. La obra finaliza poco después. Hay que decir, que después de esto, Dante dejó la literatura. Sus escritos posteriores serán filosóficos. La obra literaria de Dante -La vida nueva y La divina comedia- están dedicadas a cernir su objeto causa de deseo, la mirada de Beatriz).
Pero Beatriz
testimonia de Otro goce, inefable, que no se inscribe en el Otro del
significante. Lacan escribe este goce como S (A barrado) y lo califica como
suplementario al goce fálico. Afirma que es específicamente femenino. En ese
punto, como dice Virgilio “ningún hombre puede seguirla”.
Tras
el velo del amor de Dios, encontramos entonces dos partenaires de goce dispares: para
Dante, el objeto a; para
Beatriz, el S (A barrado). Se trata en este segundo caso, del Otro privado de lo
que da, que es el Otro del amor por excelencia. Ambas modalidades del amor
constituyen la forma fetichista del goce masculino y la forma erotomaníaca del
amor femenino respectivamente. Como decía en la película "El laberinto del fauno", las niñas son amigas de los faunos, ahí los niños nunca pueden seguirlas -traduzcamos "niñas" y "niños" por "goce masculino" y "goce femenino" según la última enseñanza de Lacan.
Este último sitúa el amor de muchos místicos del lado de este goce femenino, del cual
precisa que no todas las mujeres lo sienten, solo algunas, al igual que algunos
hombres. Los sujetos que dicen experimentarlo guardan un silencio sobre ello
que Lacan califica de estructural: lo sienten pero no pueden decir nada (19).
Lo único que se sabe de este goce es que se experimenta como viniendo de
afuera, como goce del Otro, tal como ocurre entre la niña y el fauno o la figura del íncubo correlacionada con el goce femenino.
Pero
el goce del Otro no existe. “Empieza a existir cuando queda capturado en el
circuito de los efectos de sentido de las palabras de amor: hay un efecto de
sentido que se llama amor destinado a pasar del ‘se goza’ al ‘se goza del Otro’
a hacer creer en el goce del Otro. Es preciso que el ‘te amo’ borre, o al menos
vele, el ‘se goza” (20).
Los
místicos identifican a Dios con este goce inefable que creen procede del otro y
así hacen existir a Dios y lo sustentan con su decir. Si bien Lacan califica la
idea del goce divino de “broma mística” (21) podemos decir que el amor de Dios
vuelve soportable ese goce ilimitado en el cuerpo. El dolor, los estertores,
los arrebatos, los éxtasis, son los signos en el cuerpo de la experiencia de
Dios, experiencia inefable que intentan elaborar con el saber adquirido o a
través de la escritura, que apunta a alcanzar, a través de las retorsiones, del
forzamiento del lenguaje, un más allá.
Esto es lo que ilustra asimismo bien la escritura de las beguinas, entre las que se cuentan Hildegarda de Bingen, Margarita Porete,
contemporánea de Dante, Hadewijch de Amberes… Lacan se refiere a ellas en Aún (22).
2. Las beguinas
La Dama Amor, una figura de Dios
A
lo largo de los siglos XIII y XIV se desarrolla el movimiento místico de las
beguinas, mujeres seglares que se agrupaban en comunidades y dedicaban su vida
a Dios con el fin de unirse a Él sin intermediarios. Seguían una doctrina según
la cual el alma debía de retornar a su realidad original en Dios: el alma debía
de ser abandonada para convertirse “en lo que Dios es”. Ello tenía lugar a
través de lo que llamaban los estados de anonadamiento del alma.
Si
bien las beguinas toman el modelo lírico de la poesía trovadoresca, podemos
reconocer mejor sus escritos según el modelo de las trovairitz o trovadoras (23), que cantaban a un solo amor, el
amante, a diferencia de los trovadores que dedicaban sus canciones a diferentes
damas, las amadas. Aunque, en el caso de las beguinas, a veces conocidas como
“trovadoras de Dios” (24), el Amante se escribe con mayúscula, porque es el
Amante divino representado con frecuencia por la Dama Amor, una de las figuras
de Dios.
“Amor”
es una voz femenina en todas las lenguas a través de las cuales tuvo lugar la
transmisión lírica durante los siglos que estamos viendo, como podemos
comprobar en los términos “Fina Amor” o “Amor Cortesa”. Con la Dama Amor
encontramos un cambio en la representación del amor que no se corresponde con
la del Eros clásico, y sus flechazos, representación que podríamos asociar más
bien con las características de la condición erótica masculina. Si Lacan plantea
que podemos pensar la faz de Dios como aquella que tiene como soporte el goce
femenino (25), encontramos en el amor de las beguinas hacia Dios ese amor
íntimamente entrelazado con el goce, que responde a la forma erotomaníaca del
amor femenino.
Por
otro lado, diversos testimonios de la época, entre los que encontramos los del
Maestro Eckhart, plantean que la mujer tiene una mayor receptividad para acoger
a Dios. Pero para recibir el amor de Dios es necesario mortificar el cuerpo,
anular el deseo. Esta renuncia en el tener es paralela a una mayor valoración
del ser como testimonia Margarita Porete en su obra El espejo de las almas anonadadas: “El caballero, el Alma,
abandona todo para servir a su amada, la Dama Amor. A través de ese abandono,
anonadamiento de todo deseo particular, el Alma pasa de lo que ella esa un más
por su participación en Dios” (26).
El
amor divino que se funda en el mandamiento de amor, a Dios y al prójimo, se
anuda con la renuncia del deseo. El ascetismo y el sacrificio del cuerpo, su
mortificación, son condiciones necesarias para ponerse a la altura de Dios.
Así, hasta en la promesa de beatitud, el hombre necesita un cuerpo. Aunque se
trate de un cuerpo sufriente, del que se borra todo goce sexual. La abolición
de la diferencia sexual en el amor divino desplaza lo imposible de la relación
sexual y hace surgir el amor en la modalidad lógica de lo posible.
III.
El amor en su contingencia y su necesidad
Abordaré
a continuación las dos modalidades lógicas que quedan: la contingencia del amor
y su necesidad. Y para ello situaré tres vertientes distintas del amor situables a partir de los tres registros. Pero antes quiero recordar dos puntos:
El
primero es que el amor vela el goce del cuerpo (27): tal como acabamos de ver en relación al amor místico, debajo del “se ama”, por muy espiritual o
desexualizado que parezca, podemos encontrar siempre un “se goza” que el sujeto
desconoce.
El
segundo punto es que el goce es siempre parcial,
nunca absoluto.
El amor en los tres
registros
Este último punto me permite introducir la vertiente imaginaria del amor. En su faceta de señuelo, de engaño, de reciprocidad
narcisista, al presentar la imagen del otro como complemento de la propia, el
amor posibilita la ilusión de un goce absoluto, no limitado por la castración.
Andrés el Capellán, antes citado, plantea en su tratado medieval sobre el amor
(28) que éste siempre nace de la visión de la imagen del amado –sabemos que la
mirada es el objeto que más elide la castración. Él coincide con Isidoro de
Sevilla en señalar que el término “amare”, en castellano “amar”, proviene de
“hamare”, “ser cogido en el anzuelo”. Ésta es una de las trampas del amor, la
trampa imaginaria.
Por
ello, Lacan critica en Televisión no solo el abordaje divino del amor, la
aspiración al Uno de la mística, sino toda la vía unitiva del amor. Se ríe de
Aristófanes y de Dante y los llama “cómicos” (29), que lo fueron en cierto modo pero en otro
sentido (30), por plantear como también hizo Freud, esa idea del amor como
unificante (31). Por más que dos cuerpos se abracen hasta aplastarse –señala
riéndose- nunca harán uno (32).
Sin
embargo, el amor crea la ilusión de que es posible hacer uno con el otro. Es
corriente escuchar hablar respecto a él en términos de almas gemelas, de
media naranja, de la otra mitad, de complemento, etc., lo que no representa más
que una vulgarización del mito de Aristófanes en “El banquete” de Platón sobre el hermafrodita primitivo que
habría sido partido por la mitad por los dioses como castigo y, desde entonces,
cada parte, hombre o mujer, no dejarían de buscar su otra mitad añorando el
sentimiento de unidad perdido (33). El amor crea una y otra vez la ilusión de
alcanzar la satisfacción total, la unidad, con el otro, a través suyo. Se trataría de la ilusión de una relación con el otro sin discordancias, cosa sabemos es un ideal imposible.
Pero
si el amor tiene una vertiente imaginaria, también tiene una vertiente simbólica constituida por
un sistema de signos particulares de la historia del sujeto, que dan las coordenadas de su encuentro con la satisfacción, como dijimos antes, en otros términos, con la castración. Estas marcas balizan de manera particular el camino del exilio de cada ser hablante respecto a la naturaleza, donde el instinto sí escribe la relación sexual entre los individuos.
Esas
marcas, en principio contingentes, una vez inscritas, no cesan de escribirse,
devienen necesarias, en la perspectiva lógica que tomamos en este trabajo. Y
suplen así la ausencia de un saber instintivo en la sexualidad humana sobre
cuál es el compañero que "correspondería".
Estas
marcas tienen dos vertientes: hemos hablado de su vertiente simbólica. Pero
tienen una segunda vertiente: son también marcas pulsionales, de goce. En ese
vacío del “no hay” (no hay relación sexual que pueda escribirse), emerge un
“hay”: hay la condición erótica del sujeto, su modalidad de goce, que le
permite un acceso a la satisfacción. Ésta es la vertiente real del amor.
Esos
signos, huellas de la manera contingente en que para cada cual se produjo el
encuentro necesario con el goce y la castración, retornan siempre en forma
invertida al sujeto desde el otro haciéndole signo.
El amor hace signo
El
amor, entonces, hace signo al sujeto (34). Como no hay relación sexual
predeterminada en la especie, no hay nada natural que permita al sujeto
identificarlo. Necesita algunos signos para reconocerle. Estos signos son las
propias marcas de goce que le hacen signo desde el otro.
No
hay relación sexual pero, a veces se producen encuentros. Y con este último
término no me refiero a que haya relación con el sexo ni a que se produzcan encuentros sexuales: puede haber relación con el sexo, pueden celebrarse encuentros sexuales sin que se produzca ningún encuentro en el sentido pleno del término, es decir, como encuentro entre dos inconscientes.
Por “encuentro”, me refiero aquí a que el inconsciente reconozca en el otro ciertos
rasgos que corresponden a lo más singular propio, a la propia modalidad de
goce, núcleo del propio síntoma. Puede ocurrir que lo que hace gozar a alguien
haga signo a otro y, por esa contingencia, se produzca un encuentro.
El
amor –define Lacan- es un encuentro contingente entre dos saberes inconscientes
sobre la castración o lo que es lo mismo, sobre la condición de goce de cada
uno (35). Y –añade- que cuando se produce esa contingencia, por un momento la
relación sexual, que no se puede escribir en el sentido lógico, cesa de no
escribirse.
Ésta
es otra de las trampas, otro de los engaños del amor. Ese "cesa de no escribirse" que se produce en el encuentro amoroso no dura mucho, no es para siempre. Sin
embargo, el amor tiende a creer, a querer creer necesaria esa contingencia,
tiende a hacerla necesaria. El amor promete que en la contingencia del encuentro
amoroso el sentido sexual, va a cesar de no escribirse y se va a volver
necesario, es decir, no va a cesar de escribirse. El amor como necesario
reinstaura la ilusión de que la relación sexual puede escribirse.
Pero,
como se dice respecto a las promesas de amor, el amor es para siempre solo
mientras dura. Y dura mientras conserva su sentido, cosa que –escribe Lacan- no
suele ser mucho tiempo (36).
El
sentido del amor es la historia que nos contamos sobre él: lo que sentimos, lo
que imaginamos, lo que interpretamos, etc. Cada cual construye su sentido con
el fantasma. Por eso, hasta en las parejas más “unidas”, cada uno tiene una
interpretación propia, un sentido distinto de la relación.
“Entre
el hombre y la mujer hay un muro”. Mencioné antes que Lacan toma este verso de un poema de Antoine Tudal (37). En la teoría, Lacan situó primero ese muro como el muro del lenguaje; luego, como el muro que levanta entre los sexos el hecho de que no hay relación sexual, la disparidad de los goces masculino y femenino, que no son ni iguales ni
complementarios.
Al
decir que las únicas barricadas que tenía que haber era entre hombres y
mujeres, el cineasta Luis García Berlanga nos daba su versión particular de las
relaciones entre los sexos -versión claramente obsesiva por cierto, planteada
en términos de lucha y defensa. Podemos decir que tras el muro, cada uno está
con su fantasma, en la soledad de su goce. Unos se cobijan, se resguardan del
otro sexo; otros se defienden o, incluso, disparan; otros intentan que haya alguna relación.
Por
las rendijas del muro, por sus grietas, a veces algo es posible. El banco de
los secretos, del Jardín Botánico Histórico "la Concepción" (ver
foto), nos sirve de metáfora: antiguamente los
novios se recostaban en cada uno de los extremos de este banco, donde un
agujerito abierto con disimulo en la piedra transmitía los mensajes entre ellos
como un moderno auricular. Estaba concebido de tal modo que la voz resonaba en
su interior y las palabras de uno llegaban hasta el oído del otro burlando de
esta manera la vigilancia de la “carabina” sentada entre ellos, que
obstaculizaba el encuentro.
Pero los obstáculos al
amor principales no provienen de las condiciones sociales. El principal obstáculo es estructural: proviene de
la vida pulsional, de la característica autoerótica del goce. La disparidad de
los goces deja a cada uno en la soledad de su goce, al otro lado del muro -o
del banco. No hay relación al nivel del goce, solo al nivel del significante. Y
ahí, cada uno da un sentido distinto, porque cada cual está con su fantasma, que
vela en cada caso una relación distinta con el goce. Cada uno escribe de su
lado del muro, y lo que se escribe a un lado y a otro, incluso en las parejas mejor avenidas, no coincide.
El
amor tiene así una vertiente de pantomima como efecto de significación del
fantasma. Pero, “en el amor lo que cuenta no es el sentido sino el signo y ese
–señala Lacan- es su drama” (38).
El
amor no tiene relación con la historieta que nos contamos para darle sentido,
para explicárnoslo o explicárselo a los otros. Lo importante del amor es el
signo. El amor es signo de un efecto de sujeto. Se identifica algo en el otro
de su manera de gozar, que resuena con la propia modalidad de goce
inconsciente. Pero el sujeto no lo sabe porque, como recordamos antes, el amor
vela el goce en juego. Y un sujeto puede por ejemplo rechazar por ideal, por
principios, etc., aquello, que le hace signo desde el otro, puede resultarle
insoportable y no reconocerlo como propio o aquello que el otro percibe en él.
El
sujeto, en tanto marcado por la falta-en-ser no tiene relación directa con el
goce. La relación con él está marcada por el desconocimiento. Sin embargo, el
signo de este sujeto puede provocar el deseo de otro y ese es el principio del
amor.
Frente a lo real, coraje
Esto
dice Lacan: “De la pareja, el amor es valentía ante fatal destino” (39).
Fatal
destino porque cada vez que uno encuentra fuera, en otro, algo que toca a sus
marcas de satisfacción inconsciente, eso le capta, le captura, le cautiva, con
todas las resonancias que estos términos movilizan, de sufrimiento, y de goce.
Fatal
destino porque el amor, que tiene solo que ver con el encuentro contingente de
ciertas marcas propias en el otro, siempre trata de volver necesario el
encuentro, de establecer una relación y se da todo tipo de explicaciones para
ello, aunque sufra por ello, desconociendo el goce que le habita.
Fatal
destino porque es muy posible que la relación acabe cuando ese sentido cae.
Sin
duda, el amor requiere siempre valentía, como dice Lacan, o mejor, como dice en
otro lado, coraje, en tanto se las tiene que arreglar con lo real.
V.
Para finalizar, el amor de trasferencia, un amor nuevo
Abordaré brevemente lo nuevo en el amor del que habla el psicoanálisis, y que como hemos visto en este recorrido hace eco a Dante y, también, como señala Lacan, al poema de Rimbaud, "A una razón". En Televisión, Lacan señala que el discurso
analítico ha introducido algo nuevo en el campo donde se produce la
transferencia, es decir, el campo del amor. “¡Esto es una enormidad!” –añade (40).
Aunque
Freud señalara que el amor de trasferencia era a la vez motor y obstáculo a la
cura, reconoció que se trata de un amor verdadero. Lacan agrega que es un amor
nuevo.
Es
un amor nuevo porque se dirige al saber (41). "Amo a quien supongo un saber" es
el principio de la instalación de la función sujeto supuesto saber con la que
Lacan articula la trasferencia. El analizante supone un sujeto al saber
inconsciente que le concierne y que trasfiere a la figura del analista. Pero el
amor en su función narcisista ama los hábitos como la cotorra de Picasso, y no
quiere saber nada de lo que hay debajo. Así, el amor al saber que empuja el
trabajo del analizante no es deseo de saber sino un velo al horror de saber
inconsciente: el saber de la castración, real propio de la experiencia
analítica.
En
segundo lugar, el amor es nuevo porque tiene un partenaire que pueda ser que
responda, lo cual no ocurre en otras formas de amor, que tienen como partenaire
el objeto. Y quizás responda de manera más adecuada –señala Lacan- de lo que
son los encuentros en la vida cotidiana.
El
análisis es una situación de a dos donde está presente la no relación sexual.
El deseo del analista apunta a que se produzca la metáfora el amor (42) y el
analizante pase de la posición de amado a la de amante, y ponga su deseo a
trabajar. Así podrá producir un saber que demuestre el real en juego en la
experiencia.
El
psicoanálisis es una práctica (43) y como toda práctica delimita un campo de
experiencia. La mística también es una práctica y también delimita un campo de
experiencia: testimonia de la experiencia del agujero en lo simbólico de un
modo imaginario y hace de ella lo indecible. Lacan no niega que haya lo
indecible, en el final del análisis hay una relación con ello, pero se trata de
no quedarse fascinado en ese punto, de no pasar de ahí. Hay que hacer de ello matema y saber hacer con
el resto no simbolizable.
Volviendo
a Televisión, Lacan precisa: “Basta con que en alguna parte la relación sexual
cese de no escribirse, que la contingencia se establezca, dicho de otro modo,
para que un esbozo sea conquistado de lo que debe acabarse de demostrarla, a
esa relación, como imposible, al instituyéndola en lo real” (44). El amor de
trasferencia puede ser considerado inicialmente como necesario, pero de lo
necesario ha de conducir a la contingencia que lo funda: el rasgo del analista
que oculta el goce en juego. Entre lo necesario y lo contingente, el amor de
trasferencia puede recurrir a veces a las reglas del amor cortés o del amor
divino, para cercar finalmente lo imposible del saber inconsciente: para el ser
que habla, no hay relación sexual que pueda escribirse.
*
Texto presentado en la Comunitat de Catalunya de la ELP en marzo de 2000 y
publicado después en la revista Freudiana 29. Barcelona: CdC-ELP, julio de 2000.
Notas
1.
Platon: “Banquete o De la Erótica”. En: Diálogos,
t. III. Madrid: Gredos, col. "Biblioteca Clásica", 1986.
2.
Ovidio, Publio: Obra amatoria,
2 vols. Madrid: CSIC, 1991.
3.
El Capellán, Andrés: De amore. Tratado
sobre el amor. Barcelona: Sirmio, 1990.
4.
Lacan, Jacques: El Seminario, libro
VII: La ética del psicoanálisis (1959-1969). Buenos Aires: Paidós, 1992, pp.
197-200.
5.
Dante: La vida nueva.
Barcelona: Bosch, 1987, pp. 55 y 57-58.
6.
Op. cit., p. 63.
7.
Miller, Jacques-Alain: El hueso de un
análisis. Buenos aires: Tres haches, 1998, p. 90.
8.
Dante: La vida nueva, op. cit.,
p. 158.
9.
Op. cit., p. 299.
10.
Dante: “La Divina comedia”. En: Obras
Completas. Madrid: Biblioteca de autores cristianos, 1994.
11.
De Riquer, Martín, y Valverde, José María: Historia de la literatura universal, vol. IV. Barcelona: 1999,
p. 79.
12.
Lacan, Jacques: “Televisión” (1973). En: Otros
escritos. Buenos Aires: Paidós, 2012, pp. 552-553.
13.
Miller, Jacques-Alain: “Primera conferencia”. En: Lógicas de la vida amorosa (1989). Buenos Aires: Manantial,
1996, pp. 17-18.
14.
Gilson, Étienne: Dante et la
philosophie. Paris: Vrin, 1986.
15.
Dante: “La Divina comedia", op. cit. Ver: “Canto XXVII, 33-63”, p. 379.
16. Ibídem, p. 327.
17.
Miller, Jacques-Alain: Lógicas de la
vida amorosa, op. cit., p. 17.
18.
Dante: “El Paraíso”. En: “La Divina comedia”, op. cit. Ver: “Canto XXX”, pp.
514-515.
19.
Lacan, Jacques: El Seminario, libro
XX: Aún (1972-1973). Buenos Aires: Paidós, 1989, pp. 73 y 92.
20.
Miller, Jacques-Alain: Los signos del
goce. Buenos Aires: Paidós, 1998, pp. 345-346.
21.
Lacan, Jacques: Hablo a los muros (1972).
Buenos Aires: Paidós, 2012.
22.
Lacan, Jacques: El Seminario, libro
XX: Aún, op. cit., p. 92.
23.
Martinengo, Mariri: Las trovadoras.
Madrid: Horas y horas, 1997.
24.
Epinaid-Burgad, Georgette, y Zum Brunn Emilie: Mujeres trovadoras de Dios. Buenos Aires: Paidós, 1998.
25.
Lacan, Jacques. El Seminario, libro
XX: Aún, op. cit., p. 93.
26.
Epinaid-Burgad, Georgette, y Zum Brunn, Emilie. Mujeres trovadoras de Dios, op. cit.
27.
Miller, Jacques-Alain: Los signos del
goce, op. cit. pp. 345-346.
28.
El Capellán, Andrés: De Amore, op.
cit.
29.
Lacan, Jacques: “Televisión”, op. cit., p. 553.
30.
Tanto uno como otro escribieron comedia. Aristófanes, considerado el gran
comediógrafo de la Comedia Antigua, cuenta también el mito del andrógino para
dar cuenta del origen del amor en el banquete platónico (ver nota 10). Dante
por su parte, escribió La divina
comedia, llamada Commedia
a secas, en italiano, si bien en su época el término hacía referencia a un
texto escrito en versos alegóricos
31.
Freud, Sigmund: “Tres ensayos de teoría sexual”. En: Obras Completas, vol. VII. Buenos Aires: Amorrortu Editores,
1978, p. 121.
32.
Lacan, Jacques: El Seminario, libro
XX: Aún, op. cit.
33.
Platón: “El banquete o De la erótica”, op. cit., pp. 222-224.
34.
Lacan, Jacques: El Seminario, libro
XX: Aún, op. cit., p. 12.
35.
Op. cit., p. 174 y ss.
36.
Lacan, Jacques: El Seminario XXI (1973-1974), inédito. Clase del 8.1.1974.
37.
Antoine Tudal, “Entre el hombre y la mujer hay un muro”, verso del poema "Paris año 2000". Lacan juega con la
homofonía en francés entre el muro (le
mur) y el amor (l’amour).
Ver: J. Lacan: Hablo a los muros, op. cit., sesión del 6.1.1972.
38.
Lacan, Jacques: “Televisión”, op. cit., p. 567.
39. Lacan, Jacques: El Seminario, libro XX: Aún, op.
cit., p. 174.
40. Lacan, Jacques: “Televisión”, op.
cit., p. 556.
41. Lacan, Jacques: El Seminario, libro XX: Aún, op.
cit., p. 83.
42. Lacan, Jacques: El Seminario, libro VIII: La transferencia (1960-1961). Buenos Aires: Paidós, 2003, cap. III.
43. Lacan, Jacques: “El atolondradicho”.
En: Otros escritos, op. cit.
44. Lacan, Jacques: “Televisión”, op.
cit., p. 565.