Gárgola en el techo del Duomo, Milán. Foto de Margarita Álvarez |
El
término “víctima” se asocia con frecuencia en los discursos -sociales,
filosóficos o jurídicos-, vinculados a los Derechos humanos, con el término
“dignidad”, bien sea porque se hable de que se le ha arrebatado su dignidad a
la víctima o bien sea porque se abogue por darle o por devolverle su dignidad.
La
dignidad se considera en esos mismos discursos un valor del ser humano en
cuanto es autónomo y puede tomar decisiones con libertad, es decir, sabe
gobernarse a sí mismo, lo que le vuelve merecedor de respeto. Podríamos decir,
ayudándonos de las operaciones lacanianas de causación subjetiva, que la
dignidad sería una cualidad del sujeto que se ha procurado un estado civil
separándose del Otro.
Pero
hay situaciones en las que la autonomía de la persona está severamente
disminuida, cuando no cancelada, y, sin embargo, los sujetos mantienen su
dignidad. La dignidad puede entonces pensarse más bien como algo que un sujeto
puede perder por sí mismo que algo que los otros pueden arrebatarle o, en
consecuencia, devolverle.
Ella
nombra la capacidad de elegir, incluso en aquellas ocasiones en que, en muchos
sentidos, no se puede elegir nada. Implica la capacidad de responder aunque, a
veces, la única respuesta posible ante la confrontación con un real indecible
sea el silencio. Otras, por ejemplo, el sujeto aborda lo irrepresentable a
través de la escritura.
En
sus Memorias de la casa muerta,1
de 1862, Dostoievski recoge parte de su experiencia en el presidio militar de
Omsk (Siberia) donde fue deportado, a mediados del siglo diecinueve, por su
activismo socialista. Si el ingreso en prisión le sume de entrada en la
desesperación y el aislamiento, poco a poco empieza a relacionarse con los
otros presidiarios:
algunos, prisioneros políticos como él; otros, soldados procedentes de
batallones de castigo, pero la mayoría contrabandistas, falsificadores y
bandoleros de oficio, pequeños ladrones, homicidas ocasionales, etc. También,
algunos “criminales pervertidos y feroces”. A excepción de unos pocos nobles
como él, la mayoría son gente del pueblo, cuyas vidas parecen dramáticamente
determinadas desde su inicio por unas condiciones socioeconómicas en extremo
duras.
Con
un relato organizado a modo de un informe sobre el presidio, va describiendo a
los otros presidiarios, pero también a los mandos. Cuenta sus rutinas pero
también sus rigores: la arbitrariedad de la disciplina y de los castigos
físicos, las torturas y las humillaciones vanas y, también, la crueldad de las
normas sin sentido. Pero, “el hombre, escribe, es un ser que se acostumbra a
todo; ésa es, pienso, su mejor definición”.2
Dostoievski
descubre en el presidio una realidad común e infame a la que, en tanto
aristócrata, no ha sido sensible hasta la fecha: el dolor del pueblo ruso
condenado de entrada a una vida injusta y miserable, sin esperanza. Este
descubrimiento le transforma llevándole a cuestionar los ideales políticos por
los que ha ido a prisión.
“Los
hombres, afirma, son hombres en todas partes. Incluso, en el presidio, entre
criminales, durante esos cuatro años pude, finalmente, distinguir a la gente”.
Esto le hace valorar finalmente que el tiempo pasado en el presidio, pese a
todo, no ha sido en vano: desconocedor hasta entonces, como aristócrata, de la
realidad del pueblo ruso, ahora lo conoce mejor que nadie y puede escribir
sobre él. Esta transformación tiene, para él, un sentido de regeneración que
expresará en las últimas líneas de las Memorias, como la posibilidad de una
nueva vida, lo que llama “una resurrección de entre los muertos”.3 Este cambio se hará patente
en Apuntes del subsuelo,4
de 1864, su siguiente obra.
Las
Memorias inauguran la
literatura penal rusa y su estilo influirá y proporcionará el marco a otras
obras posteriores, tal y como se puede apreciar en el reportaje que hizo
Chéjov, en 1895,5 en la isla de Sajalín donde había una colonia peninteciaria; o también, en las obras de
Alexander Solzhenitsin sobre los gulags
soviéticos, ya en el siglo XX.6
Encontramos
la marca de esta obra asimismo en la llamada Trilogía de Auschwitz, de Primo Levi.7 El autor hace
allí un guiño a las Memorias
cuando, al agradecer las únicas palabras amables recibidas a su llegada al Lager, afirma no haber olvidado la
cara mansa del joven prisionero que le “acogió en el umbral de la casa de los
muertos”.8
Las
reflexiones sobre qué es un hombre atraviesan la trilogía. Para él, los hombres
no son hombres en todas partes como decía Dostoievski: No son hombres siempre.
Es el uso de la palabra, afirma, el que hace que los hombres sean hombres.
En
el Lager, “el uso de la palabra
había caído en desuso (...)”.9 “Los prisioneros eran despojados de
todo, hasta de sus nombres”. Respecto a los nazis y a todos aquellos
prisioneros que colaboraron en distinto modo y grado con ellos, añade: “Los
personajes de estas páginas no son hombres. Su humanidad –podríamos leer “su
dignidad”-, estaba sepultada o ellos mismos la habían sepultado bajo la ofensa
súbita o infligida a los demás (...) Todos ellos estaban emparentados por una
unitaria desolación interna”.10
Gracias
a otro prisionero, que le hace recordar que aún había un mundo justo fuera del
suyo, Primo Levi afirma no haber olvidado que era un hombre11
durante ese tiempo marcado por la “huelga moral del nazismo”.12 Una afirmación que me recuerda otra distinta realizada, años después, por Aaron Appelfeld según
la cual, a pesar de todo lo vivido durante la segunda guerra mundial, él ha
seguido confiando en la humanidad.13
Palabra
y silencio
Si
el uso de la palabra a menudo nos humaniza, esto no quiere decir sin embargo que el
silencio necesariamente nos deshumanice. El uso de la palabra, tomar la
palabra, pone siempre en juego un tiempo propio para cada uno y, más aún,
después del encuentro con un real devastador que hace caer los ideales de la
civilización en los que nos sostenemos. Este tiempo es particular a cada cual y es
necesario, no se puede forzar ni juzgar como algo negativo.
Jorge
Semprún lo transmite muy bien cuando explica en La escritura o la vida14 que, a su salida de
Buchenwald, él necesitó más de diez años para poder empezar a escribir, porque
si lo hacía, sabía que no podía escribir sobre otra cosa que sobre lo vivido en
el Lager. Necesitaba tomar distancias del hecho de haber sido atravesado por
la muerte, de haberla vivido de algún modo, de haber regresado de ella.15
Él no podía escribir y elegir la vida.
Hay
el tiempo propio de cada cual para poner la distancia, la separación con el
Otro, que pensar requiere. Es el tiempo particular para salir de la “casa de los
muertos”, es decir, para volver a desear después de la devastación.
Sin
embargo, no se trata de contraponer víctima y sujeto, de hacer equivaler a alguien
identificado a una víctima con alguien en posición de objeto. Identificarse a
la víctima puede ser la manera en la que un sujeto tome la palabra. A veces, un
sujeto puede hacer un uso del significante “víctima”, por ejemplo, para empezar
a separarse del encuentro con un goce devastador y ponerse así del lado de la
vida.
La
clínica analítica es una clínica siempre del uno por uno. Y la única dignidad que podemos “dar” a un sujeto es tratarlo como tal, concederle su lugar y su
tiempo para que en algún momento pueda advenir, es decir, responder.
* Texto publicado en PIPOL News, boletín del Congreso europeo PIPOL 7, el 20 de abril de 2015.
* Texto publicado en PIPOL News, boletín del Congreso europeo PIPOL 7, el 20 de abril de 2015.
Notas
1.
Dostoievski, Fiodor, Memorias de la
casa muerta, Barcelona, De Bolsillo, 2004.
2.
Op. cit., p. 45.
3.
Op. cit., p. 414.
4. Dostoievski, Fiodor, Apuntes del subsuelo, Madrid, Alianza
Editorial, 2000.
5.
Chèjov, Anton, La isla de Sajalín,
Barcelona, Alba, 2005.
6.
Obras tales como Un día en la vida de
Iván Ilich o Archipiélago Gulag.
7.
Levi, Primo, Trilogía de Auschwitz, Barcelona,
Aleph Editores, 2005.
8.
Op. cit., p. 53.
9.
Op. cit., p. 549.
10.
Op. cit., p. 550.
11.
Op. cit., p. 156.
12.
Levi, Primo, Vivir para contar.
Escribir tras Auschwitz, Barcelona, Alpha-Decay, 2010, parte 3.
13.
Appelfeld, Aharon, Historia de una
vida, Península, Madrid, 2005.
14.
Semprún, Jorge, La escritura o la
vida, Tusquets, Barcelona, 1998.
15.
Op. cit., p. 27.
Añado las
traducciones hechas al francés e italiano para el trabajo preparatorio del
Congreso PIPOL 7, con mi
agradecimiento a los traductores: Jean-François Lebrun, por la versión francesa y
Luissella Rossi, por la italiana.
Sur la dignité de
la victime. Parole et silence
Les discours,
social, philosophique ou juridique, liés aux Droits de l’Homme, associent
fréquemment le terme « victime » au terme « dignité », soit
pour dire que l’on a enlevé à la personne sa dignité, soit pour plaider qu’on
lui donne ou qu’on lui rende cette même dignité.
La dignité, dans ces mêmes discours, est
considérée comme une valeur de l’être humain en tant qu’il est autonome et
qu’il peut librement prendre des décisions, autrement dit qu’il sait se gouverner
lui-même, ce qui le rend digne de respect. Nous pouvons donc considérer, à la
lumière des opérations lacaniennes de causation du sujet, que la dignité
est une qualité intrinsèque au sujet, lequel s’est procuré un état civil
en se séparant de l’Autre.
Mais il est des
situations dans lesquelles l’autonomie de la personne se trouve sévèrement
diminuée lorsqu’elle n’est pas totalement annulée, et dans lesquelles cependant
les sujets gardent leur dignité. La dignité peut alors tout à fait se concevoir
comme quelque chose qu’un sujet peut perdre par lui-même, quelque chose que les
autres peuvent lui retirer ou, en conséquence, lui restituer.
La dignité nomme
la capacité de choix, y compris dans les circonstances où, de diverses façons,
on ne peut rien choisir. Elle implique la capacité de répondre, encore
que face à un réel indicible, l’unique réponse possible soit parfois le
silence. C’est parfois au travers de l’écriture que le sujet trouve à
aborder l’irreprésentable.
Dans ses Récits
de la maison des morts [1], datant de 1862,
Dostoïevski rapporte une part de son expérience du bagne militaire à Omsk
(Sibérie) où il a été déporté pour activisme socialiste, au milieu du
dix-neuvième siècle. Si l’entrée en prison le plonge dans le désespoir et
l’isolement, il commence peu à peu à se mettre en relation avec les
autres bagnards : certains, prisonniers politiques comme lui, d’autres,
soldats venant de bataillons disciplinaires, mais la plupart, contrebandiers,
faussaires et brigands de métier, petits délinquant, homicides occasionnels,
etc. Il y a également, quelques « criminels pervers et féroces ».
Excepté quelques aristocrates comme lui, la plupart sont issus du peuple, et
leur existence paraît déterminée dès le départ de façon dramatique par des
conditions socioéconomiques extrêmement dures.
Dans un récit
construit sous forme de rapport sur le bagne, il décrit les autres bagnards,
mais également les geôliers. Du bagne il raconte les routines, mais aussi les
rigueurs : l’arbitraire de la discipline et des châtiments
physiques, les tortures et les humiliations vaines, de même que la cruauté de
règles dénuées de sens. Mais « l’homme, écrit-il, est un être qui
s’accoutume à tout, c’est, je pense, sa meilleure définition.[2] »
Dostoïevski découvre au bagne une réalité ordinaire et infâme à laquelle, en
tant qu’aristocrate, il n’a pas avant cette date été sensible : la douleur du
peuple russe, condamné d’entrée à une vie injuste et misérable, dénuée
d’espoir. Cette découverte le transforme, le portant à questionner les idéaux
politiques pour lesquels il a été mis en prison.
« Les
hommes, affirme-t-il, sont des hommes en tout lieu. Y compris au bagne, entre
criminels ; j’ai pu enfin durant ces quatre années découvrir le
peuple ». Cela le conduit à réaliser que finalement le temps passé au
bagne, malgré tout, n’a pas été vain : en tant qu’aristocrate ignorant
jusqu’alors de la réalité du peuple russe, il le connaît à présent mieux que
personne et il peut désormais écrire sur lui. Cette transformation prend pour
lui la signification d’une régénération, qu’il exprimera dans les dernières
lignes des Récits comme la possibilité d’une vie nouvelle, ce
qu’il nomme « une résurrection d’entre les morts.[3] »
Ce changement mutation se fait patente dans Notes d’un souterrain[4], de 1864, son œuvre suivante.
Les Récits
inaugurent la littérature concentrationnaire russe, et leur style influera et
imprimera de sa marque les œuvres ultérieures, comme on peut en juger dans le
reportage que fit Tchékhov[5] en 1895 sur les îles de Sakhaline, ou
encore au XXème siècle dans les œuvres d’Alexandre Soljénitsyne[6]
sur le goulag soviétique.
De la même
manière, nous trouvons la marque de cette œuvre dans ce qu’on appelle la Trilogie
d’Auschwitz, de Primo Levi[7]. L’auteur fait là un clin d’œil aux Récits
de Dostoïevski: témoignant de sa reconnaissance pour les uniques paroles
aimables reçues à son arrivée au Lager, il affirme ne pas avoir oublié le
visage doux du jeune prisonnier qui l’a « accueilli au seuil de la maison
des morts.[8] »
Les réflexions sur ce qu’est un homme traversent la Trilogie. Pour lui,
les hommes ne sont pas des hommes en tout lieu, comme le disait
Dostoïevski : ils ne sont pas toujours des hommes. C’est l’usage de la
parole, affirme-t-il, qui fait que les hommes sont des hommes.
Au Lager,
« l’usage de la parole est tombé en désuétude (…) » « Les
prisonniers étaient dépouillés de tout, jusqu’à leur nom.[9]»
Concernant les nazis et tous ceux qui collaborent de différentes façons et
à différents degrés avec eux, il ajoute : « les personnages
décrits dans ces pages ne sont pas des hommes. Leur humanité – nous pourrions
lire « leur dignité » - était enterrée, ou encore, ils l’avaient
enterrée eux-mêmes sous l’outrage adressé ou infligé aux autres (…) Tous
ceux-là étaient liés par une même désolation interne. »[10]
Primo Levi
indique que s’il a pu ne pas oublier qu’il était un homme[11],
dans ces temps marqués par la « grève morale du nazisme [12] »,
c’est grâce au souvenir maintenu par un autre prisonnier de l’existence d’un
monde juste au dehors. Cette affirmation consonne avec celle d’Aaron Appelfeld des années
plus tard selon laquelle, malgré tout le vécu durant la seconde guerre
mondiale, il est resté confiant en l’humanité. [13]
Parole et silence
Si l’usage de la
parole nous humanise, il ne s’ensuit pas pour autant que le silence nous
déshumanise nécessairement. L’usage de la parole - prendre la parole -
met toujours en jeu un temps propre pour chacun, et davantage encore après la
rencontre avec un réel dévastateur qui fait tomber les idéaux de la
civilisation dont nous nous soutenons. Ce temps est particulier à chacun et il
est nécessaire, on ne peut ni le forcer ni le rejeter comme négatif.
C’est ce que
Jorge Semprun transmet très bien dans L’écriture ou la vie[14] ; il indique qu’à sa sortie de Buchenwald, il
lui fallut plus de dix ans pour pouvoir commencer à écrire, parce qu’il savait
qu’autrement il n’aurait pu écrire sur autre chose que sur le vécu au Lager. Il
avait besoin de prendre distance, du fait d’avoir été traversé par la mort, de
l’avoir vécue d’une certaine manière, ou d’en être revenu[15].
Il ne pouvait écrire s’il voulait choisir la vie.
Le temps est
propre à chacun pour la prise de distance, la séparation d’avec l’Autre, que
requiert de penser. C’est le temps particulier pour sortir de la « Maison
des morts », c’est-à-dire, pour recommencer à désirer après la
dévastation.
Cependant, il ne
s’agit pas d’opposer victime et sujet, de faire s’équivaloir quelqu’un
identifié à une victime avec quelqu’un en position d’objet. S’identifier à la
victime peut être la manière propre à un sujet de prendre la parole. Il peut
arriver qu’un sujet fasse usage du signifiant « victime », par
exemple, pour commencer à se séparer de la rencontre avec une jouissance dévastatrice
et se situer ainsi du côté de la vie.
La clinique
analytique est toujours une clinique du un par un. Et l’unique dignité que nous
puissions « donner » à un sujet est de le considérer en tant que tel,
de lui attribuer son lieu et son temps, afin qu’à un certain moment il puisse
advenir, c’est-à-dire, répondre.
Traduction
Jean-François Lebrun
Notes:
[1]Dostoïevski,
Fédor, Récits de la maison des morts, Flammarion, Paris
[2]Dostoïevski,
Fédor, op. cit.. Ndt : pour cette citation et les suivantes, il
s’agit de notre traduction ;
[3]Dostoïevski,
Fédor, op. cit.
[4]Dostoïevski,
Fédor, Notes d’un souterrain, Paris Flammarion,1992.
[5]
Tchékhov, Anton, L’île de Sakhaline - notes de voyage, Paris,
Gallimard, 2001.
[6]Soljenitsyne,
Alexandre, Une journée d’Ivan Denissovitch, Paris, Julliard, 1963 ;
l’Archipel du Goulag, Paris, Seuil, 1974.
[7]Levi,
Primo, Si c’est un homme, Livre de Poche 1988 ; Les naufragés et
les rescapés, Gallimard, 1989 ; La trêve, Livre de Poche, 2003.
[8]Levi
Primo, op. cit.
[9]Levi,
Primo, op. cit.
[10]Levi,
Primo, op. cit.
[11]Levi,
Primo, op. cit.
[12]Levi,
Primo, Œuvres, Paris, Laffont, 2005, coll. Bouquins.
[13]Appelfeld,
Aaron, Histoire d’une vie, Paris, Ed. de l’Olivier, 1994.
[14]Semprun,
Jorge, L’écriture ou la vie, Paris, Gallimard, 1996, coll. Folio.
[15]Semprun,
Jorge, op.cit.
Sulla dignità della
vittima. Parola e silenzio
Il termine
“vittima” si associa frequentemente nei discorsi - sociali, filosofici o
giudiziari -, vincolati ai Diritti umani, con il termine “dignità”, sia perché
si parli di ciò che ha strappato alla vittima la sua dignità, sia perché la si
difenda per darle o restituirle la sua dignità.
In questi stessi
discorsi, si considera la dignità un valore dell'essere umano in quanto è
autonomo e può prendere decisioni con libertà, vale a dire, sa governare se
stesso, cosa che lo rende meritevole di rispetto.
Allora, potremmo
pensare, aiutati dalle operazioni lacaniane della causazione del soggetto, che
la dignità sarebbe una qualità intrinseca del soggetto che si è procurato
uno stato civile separandosi dall'Altro.
Vi sono, però,
situazioni in cui l'autonomía della persona è severamente diminuita, quando non
cancellata, e, ciononostante, i soggetti mantengono la loro dignità.
La dignità può
allora pensarsi, piuttosto, come qualcosa che un soggetto puo perdere, che
altri possono strappargli, o, in conseguenza, restituirgli.
Essa nomina la
capacità di scegliere, anche in quelle occasioni nelle quali, in molti sensi, non
si può scegliere niente. Implica la capacità di rispondere, sebbene talvolta
l’unica risposta possibile di fronte a un reale indicibile sia il silenzio.
Altre volte, per esempio, il soggetto, affronta l’irrapresentabile attraverso
la scrittura.
Nelle sue Memorie
dalla casa dei morti [1] del 1862, Dostoievski raccoglie parte della sua
esperienza nella prigione militare di Omsk (Siberia), dove fu deportato nella
metà del secolo diciannovesimo per il suo attivismo socialista. All'inizio,
l'arrivo in prigione lo precipita nella disperazione e nell’isolamento,
poco a poco incomincia a relazionarsi con gli altri carcerati, alcuni
prigionieri politici come lui; altri, soldati provenienti da battaglioni
disciplinari; per la maggior parte contrabbandieri, falsificatori e banditi di
professione, piccoli ladri, assassini occasionali, ecc. Inoltre, alcuni
"criminali pervertiti e feroci". Ad eccezione di pochi nobili come
lui, la maggior parte è gente del popolo, le cui vite sembrano
drammaticamente determinate fin dall’inizio, a causa di condizioni
socio-economiche estremamente dure.
Con una narrazione
organizzata alla maniera di un report circa la prigione, va descrivendo
gli altri detenuti e i carcerieri. Racconta le sue routines e i suoi
obblighi: l’arbitrarietà della disciplina e delle punizioni fisiche, le
torture, le inutili umiliazioni ed anche la crudeltà di regole senza senso.
Però, “l’uomo,
scrive, è un essere che si abitua a tutto; è questa, penso, la sua migliore
definizione”. [2]
Dostoievski scopre
in prigione una realtà comune ed infame, alla quale, come aristocratico, non è
stato sensibile fino a quel momento: il dolore del popolo russo condannato sin
dall’inizio ad una vita ingiusta e miserabile, senza speranza. Questa scoperta
lo trasforma portandolo a interrogare gli ideali politici per i quali è andato
in prigione.
“Gli uomini,
afferma, sono uomini dappertutto. Anche in prigione, tra criminali, durante
questi quattro anni, potei, finalmente, distinguere le persone.” Infine,
ciò gli permette di valutare che il tempo passato in prigione, suo malgrado,
non è stato vano: non conoscendo fino ad allora, in quanto aristocratico, la
realtà del popolo russo, ora lo conosce meglio di chiunque e può scriverne.
Questa trasformazione ha per lui un senso di rigenerazione che esprimerà nelle
ultime righe delle Memorie come la possibilità di una nuova vita, che
chiama” una resurrezione fra i morti”[3]. Questo mutamento si farà
evidente nelle Memorie dal sottosuolo [4], del 1864, la sua opera
successiva.
Le Memorie inaugurano
la letteratura penale russa ed il suo stile influenzerà e segnerà le opere
successive, così come si può vedere nel reportage che fece Checov, nel 1895[5],
nell’isola di Sajalín, o nelle opere di Alexander Solzhenitsin[6] sui gulag
sovietici, nel XX secolo.
Troviamo il segno
di quest’opera anche nella cosiddetta Trilogia di Auschwitz di Primo
Levi[7]. L’autore strizza l'occhio alle Memorie quando, nel ringraziare
le uniche parole amabili ricevute all’arrivo nel Lager, afferma di non aver
dimenticato la faccia mansueta del giovane prigioniero che lo “accolse sulla
soglia della casa dei morti”[8].
Le riflessioni su
che cos’è un uomo attraversano la trilogia. Per lui, gli uomini non sono uomini
dappertutto come diceva Dostoievski: Non sono uomini sempre. È l’uso della parola, afferma, che fa sì che gli
uomini siano uomini.
Nel Lager “l’uso
delle parole era caduto in disuso (…). “I prigionieri erano spogliati di tutto,
persino dei loro nomi”[9]. Rispetto ai nazisti e a tutti quei prigionieri che
collaborarono in diverso modo e grado con loro, aggiunge: “I personaggi di
queste pagine non sono uomini. La loro umanità, - potremmo leggere la “loro
dignità” – era sepolta o loro medesimi l’avevano sepolta sotto l’offesa
repentina inflitta agli altri(…) Tutti loro erano imparentati da un'unica
desolazione interiore”[10].
Grazie ad un’altro
prigioniero, che gli fa ricordare che c’è ancora un mondo al di fuori di
quello, Primo Levi afferma di non aver dimenticato di essere un uomo[11]
durante questo tempo segnato dallo “sciopero morale del nazismo”[12].
Un’affermazione in consonanza con l’affermazione realizzata anni dopo da Aaron
Appelfel, secondo cui, a dispetto di quanto ha vissuto durante la Seconda
Guerra Mondiale, lui ha continuato ad avere fiducia nell’umanità.[13]
Parola e silenzio
Se l’uso della
parola ci umanizza, ciò non vuol dire che il silenzio necesariamente ci
disumanizzi. L’uso della parola, prendere la parola, mette sempre in gioco un
tempo proprio per ognuno, soprattutto dopo l’incontro con un reale
devastatore che fa cadere gli ideali della civilizazione sui quali ci
sosteniamo. Questo tempo è particolare per ciascuno ed è necessario, non si può
forzare, né rifiutare come qualcosa di negativo.
Jorge Semprún lo
trasmette molto bene quando spiega, in La scrittura o la vita [14], che
dopo la sua uscita da Buchenwald ha avuto bisogno di più di dieci anni per
iniziare a scrivere, perché se lo avesse fatto, era consapevole di non poter
scrivere di nulla all'infuori del Lager. Bisognava prendere le distanze dal
fatto di essere stato attraversato dalla morte, di averla vissuto in qualche
modo, di essere ritornato da essa[15]. Non poteva scrivere se voleva scegliere
la vita.
C’è il tempo
proprio di ognuno per mettere la distanza, la separazione con l’Altro, che
richiede di pensare. Il tempo particolare per uscire dalla “casa dei morti”,
insomma, per tornare a desiderare dopo la devastazione.
Ciononostante, non
si tratta di contraporre vittima e soggetto, di fare equivalere qualcuno
identificato a una vittima con qualcuno in posizione di oggetto, identificarsi
alla vittima può essere il modo in cui il soggetto prende la parola. Talvolta,
un soggetto puo fare uso del significante “vittima” , ad esempio, per
cominciare a separarsi dall’incontro con un godimento devastatore e mettersi
così dalla parte della vita.
La clinica
analitica è sempre una clinica dell’uno per uno. E l’unica dignità che possiamo
“dare” a un soggetto è trattarlo come tale, concedergli un suo luogo e un suo
tempo affinché ad un certo momento possa avvenire, vale a dire, rispondere.
Notas:
[1]
Dostoievski, Fiodor, Memorias de la casa muerta, Barcelona, De Bolsillo, 2004.
[2] Op.
cit., p. 45.
[3] Op. cit., p. 414.
[4] Dostoievski, Fiodor, Apuntes del subsuelo,
Madrid, Alianza Editorial, 2000.
[5] Chèjov, Anton, La isla de Sajalín, Barcelona,
Alba, 2005.
[6] Obras tales como Un día en la vida de Iván Ilich
o Archipiélago Gulag.
[7] Levi, Primo, Trilogía de Auschwitz, Barcelona,
Aleph Editores, 2005.
[8] Op. cit., p. 53.
[9] Op. cit., p. 549.
[10] Op. cit., p. 550.
[11] Op. cit., p. 156.
[12] Levi, Primo, Vivir para contar. Escribir tras
Auschwitz, Barcelona, Alpha-Decay, 2010, parte 3.
[13]
Appelfeld, Aharon, Historia de una vida, Península, Madrid, 2005.
[14]
Semprún, Jorge, La escritura o la vida, Tusquets, Barcelona, 1998.
[15] Op.
cit., p. 27.
Traduzione di Luisella
Rossi.