viernes, 23 de abril de 2010

LA IGUALDAD O LA DESIGUALDAD DE LOS SEXOS Y LA DISPARIDAD DE LOS GOCES


Estanque (detalle),en Quinta de Mateus Rosé, Vila Real, Portugal, 2009. Foto de Margarita Álvarez
En su curso “El Otro que no existe y sus comités de ética” (1), J.-A. Miller y É. Laurent presentan dos tesis solidarias: 1. Estamos en una época en que el Otro no existe; y 2. Hay el goce.
 
En psicoanálisis, con J. Lacan, hablamos de la existencia o la inexistencia del Otro en términos lógicos para referirnos a si en una época dada existe un Otro que se exceptúa del conjunto social y desde ese lugar tercero, puede prohibir, es decir, puede sostener la enunciación de la ley y su garantía, o no existe. En este último caso, no se trata de que no haya ningún Otro sino de que la figura del Otro es distinta, está marcada por su inexistencia lógica.
La existencia o inexistencia del Otro afecta de manera necesaria a las modalidades de la regulación del goce existentes en una sociedad dada (2).
Durante el siglo XX hemos pasado de una época en que el Otro existía, y la sociedad era muy represiva, a una época mucha más permisiva de la que no podemos decir que no haya autoridad pero sí que está permanentemente cuestionada. La autoridad no se sostiene ya en ese lugar tercero, sino que se incluye en el conjunto social y, por tanto, está sujeta, como el resto de sus elementos, a la ley que rige el conjunto. La inexistencia del Otro nos precipita entonces a un “todos somos iguales sin excepción”, que es uno de los principales ideales  de nuestro tiempo.

El ideal de la igualdad entre los seres humanos surgió con el pensamiento ilustrado en el siglo XVIII y se incluyó en el lema de la Revolución francesa, pero tuvo que esperar siglo y medio antes de pasar a formar parte, en 1948, de la Declaración Universal de los Derechos humanos de la ONU, según la cual: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derecho”. 



La igualdad de los sexos

Hay que tener en cuenta que el concepto de igualdad nunca se refiere a la totalidad de lo que se compara sino tan solo a una característica o un rasgo. No se puede decir que dos hombres son totalmente iguales. No podría decirse ni siquiera si fueran clones, en los que la igualdad no dejaría de limitarse a un rasgo: la posesión de un mismo material genético.

Si nos centramos en la cuestión de la igualdad de los sexos, y tomamos la cuestión de cómo el feminismo, o los múltiples feminismos, han defendido desde su inicio la igualdad entre hombres y mujeres, es importante entender esta lucha ética por la igualdad en el sentido de la exigencia legítima de que las mujeres tengan los mismos derechos políticos, económicos y sociales que los hombres, en particular en materia de control de la propiedad privada, de igualdad de oportunidades en materia de educación y trabajo, el derecho al voto o la libertad sexual. 

El concepto de igualdad de los sexos es fruto de la citada Declaración de la ONU de 1948, pero no fue hasta la cuarta conferencia mundial sobre la mujer de 1995, cuando 189 países se comprometieron con la Declaración y Plataforma de Acción de Pekín a mejorar significativamente la vida de las mujeres a través de una serie de objetivos y medidas que debían de adoptarse para el año 2000, que este movimiento cobró mayor fuerza en todo el mundo. Por primera vez se habló de lo que se enunció como los “derechos humanos de la mujer”, que incluyen su “derecho a controlar y decidir libre y responsablemente sobre las materias relativas a su sexualidad, incluso su salud sexual y reproductiva”. 
Aunque estos objetivos no se han cumplido del todo en nuestra sociedad y, en muchos países están aún lejos de hacerlo, resulta evidente que hombres y mujeres disfrutan cada vez más de una mayor igualdad en materia de derechos civiles. 
Entonces, ¿por qué referirnos a la desigualdad de los sexos? De hecho, éste es el título del capítulo 8 del curso  “El Otro que no existe”. Recordemos que este curso fue impartido en  1996-1997, es decir, poco después de que se celebrara la Conferencia de Pekín y, por tanto, ya en su momento, y más aún, unos cuantos años después, podría parecer políticamente incorrecto, un atentado contra la sensibilidad actual hacia dicho tema. 

Además, ¿por qué utilizar el término “desigualdad” cuando en psicoanálisis hablamos más bien de “diferencia” o de “disimetría” sexual? Entiendo que hablar de “la desigualdad de los sexos” es una manera, provocadora sin duda, de poner al descubierto la ilusión que se desliza de manera implícita con frecuencia en el discurso actual según la cual la igualdad de los sexos, en materia de derechos, borraría definitivamente las diferencias entre ellos. 
Podemos ejemplificar dicha ilusión con frases, ideas, conductas, que ahora son habituales pero que hace veinte años habrían sido impensables: por ejemplo que una pareja diga que están embarazados o que un hombre se preocupe por participar en la lactancia materna de su hijo. 
Esta ilusión es asimismo muy evidente en los más jóvenes: vemos con cierta frecuencia como algunas chicas se niegan a reconocer la importancia que el amor tiene en sus vida porque las haría distintas a ellos, sentirían la dependencia del amor y eso las pondría "en inferioridad de condiciones". Y, para evitar ese fantasma, se lanzan a una promiscuidad imparable: “Si ellos se tiran a todas las que quieren, yo no voy a ser menos”. Que la diferencia se interprete en la mujer, y asimismo por la mujer, como un déficit no es algo nuevo para el psicoanálisis. Al contrario, es todo un clásico que Freud ya señaló. 

Así que, por un lado, podemos decir que este discurso que trata de borrar la diferencia entre los sexos ha impregnado el discurso social de tal manera que parece normal y no mueve, por lo general, a ninguna interrogación al respecto. 
Pero una cosa son los derechos y, otra, los efectos subjetivos. Por ejemplo que una mujer tenga derecho acostarse con quien quiera no quiere decir que sea lo que quiera o que tenga que hacerlo. No se trata de competir con el hombre sino de que se respeten las diferencias, lo que implica en primer lugar aceptarlas.

Si bien en muchos aspectos puede parecer que los síntomas no han cambiado tanto, que son los mismos, los viejos síntomas con nuevas envolturas, no es así: algo en la trama de la envoltura simbólico-imaginaria del síntoma se ha modificado y no oculta, no sujeta ya del mismo modo el real, el goce, en juego. Las modificaciones en el semblante afectan a la relación con lo real.
Por ejemplo, la importancia que la mujer ha dado a la cuestión del velo, su compleja relación con las vestiduras y la máscara se ha modificado y la cuestión se desliza con harta frecuencia hacia las intervenciones en el propio cuerpo, a veces superprecoces, con frecuencia numerosas e imparables. Me refiero a las intervenciones de cirugía estética. 
Estos días saltó la noticia de que España ¡es el cuarto país del mundo en operaciones de este tipo y el primero de Europa en cuanto al número de menores que se someten a ellas!

Algo ha cambiado en lo simbólico y lo imaginario de la época para que en lugar de trabajar sobre el velo, haya que tocar lo real del organismo. Y no solo para las mujeres. Si bien estas últimas siguen siendo las más numerosas en el recurso a este tipo de cirugía, los hombres comienzan a avanzar rápidamente posiciones.

Pero trataremos de centrarnos en la cuestión de la relación entre la igualdad de derechos de los sexos y la diferencia sexual.



La diferencia sexual

El hecho de que haya dos sexos anatómicos, mujer y varón, y que cada uno de ellos tenga aún -quizás por breve tiempo dado los avances en materia de reproducción-, cometidos claros y diferenciados en la reproducción de la especie, sumado al hecho de que todas las culturas distingan la diferencia de los sexos –es decir que su reconocimiento sea universal- lleva a algunos a confundir el sexo “hombre” o “mujer” con “masculino” o “femenino” y a considerar como un dato de la naturaleza, es decir, primario, como una evidencia irrefutable, que la diferenciación entre lo masculino y lo femenino se basa en la biología, se deduce directamente de ella; es un hecho del desarrollo necesariamente vinculado a haber nacido de un sexo u otro. Y, en consecuencia, propongan que se identifiquen con determinados roles para desempeñar lo mejor posible la función natural de cada sexo en la reproducción. Este sería el punto de vista de la tradición. 

Otros, sin embargo, hacen hincapié en la particularidad de las representaciones de lo masculino y lo femenino según la época y la cultura, y subrayan la llamada construcción social o cultural de esa diferencia. Esta sería la perspectiva más contemporánea. 
De un lado, tendríamos un esencialismo biológico; de otro, podemos decir, el relativismo. 
Aunque el psicoanálisis de orientación lacaniana no aborda la diferencia sexual como un dato primario, natural, sino como una construcción, no considera sin embargo, como hacen los partidarios de la teoría del género –herederos de la distinción entre sexo y género planteada en los años 60 por Stoller a raíz de sus investigaciones sobre transexualismo-, que sea un mera consecuencia de la convención, de los representaciones convencionales que una sociedad dada acuerda a lo femenino y lo masculino, aunque por supuesto esto último influya. 

Para el psicoanálisis de orientación lacaniana, la diferencia sexual no tiene que ver con el símbolo sino con el funcionamiento del significante, es decir, se sustenta en el funcionamiento mismo del lenguaje. Masculino y femenino resultan de entrada de una relación distinta con el significante fálico. Y si entendemos el significante fálico como el significante del goce, “masculino” y “femenino” nombran modalidades de goce distintas. Y lo interesante es que no se corresponden necesariamente con el hecho de ser hombre o ser mujer.



La disparidad de los goces

El psicoanálisis no se confunde con la anatomía, ni se detiene ante las identificaciones sexuales simbólicas o imaginarias, ni concluye a partir de la relación que el sujeto mantiene con los roles convencionales que hay en el entorno o en la época. Tampoco considera que las conductas sexuales de los individuos constituyan la verdad de su modalidad de satisfacción. 
El psicoanálisis se interesa por la posición sexuada de un sujeto, es decir, por su posición frente a lo real de su cuerpo, de su propia modalidad de goce o de satisfacción. 

Si bien hay modalidades de goce infinitas, solo hay dos maneras de situarse ante ellas: la masculina y la femenina. 
La primera es una posición determinada por el goce fálico, localizado en los órganos sexuales; en la segunda, encontramos, además del goce fálico, la posibilidad de un goce distinto, que se extiende a todo el cuerpo. 

En este sentido, podemos entender la desigualdad de los sexos en el sentido de que no puede haber paridad de los goces porque hay disparidad sexual. 
Cuando hablamos de situarse de un lado o de otro estamos hablando de una elección inconsciente, no de una elección voluntaria. El encuentro con la satisfacción sexual deja unas marcas reales que balizan la condición erótica del sujeto. 
En psicoanálisis, el concepto de real es un tope, el límite de nuestra experiencia. Entonces las condiciones de goce no cambian, aunque un psicoanálisis llevado hasta su final sí modifica la relación que el sujeto tiene con ellas.

Solo puede considerarse una locura, una ilusión del yo el hecho, como hacen los transgeneristas, de creer que pueden decidir voluntariamente su modalidad de satisfacción sexual, cambiarla a su antojo: por ejemplo, que un hombre "juegue" a que ahora será una mujer para salir con una mujer y explorar su lesbianismo o para satisfacer sus deseos maternales con un hijo. Estas decisiones se desarrollan en el plano de las identificaciones voluntarias y no modifican, al contrario de lo que dicen, ni las identificaciones inconscientes, que son fundamentales, ni  lo real del goce. 
La posición sexual compete a la relación que el sujeto mantiene con lo imposible... de cambiar.

En 1972, Lacan sitúa tres pasos en la asunción de una posición sexuada (2):

1. El niño nace con una anatomía determinada, que los adultos constatan a través de la observación de una pequeña diferencia: la presencia, o no, de un pene, observable ya en las ecografías (3). Y en base a ella, dicen “es niño” o “niña”. 
Pero este no es un juicio natural que los mismos niños podrían llegar a hacer naturalmente: ellos no se distinguen a sí mismos como niños o niñas si no han sido distinguidos de manera previa por el Otro. 
Esto se ve bien en los casos de anfígenos, o hermafroditas, donde un niño ha sido tratado como una niña y, luego, en la pubertad, se descubre que anatómicamente era un niño. En todos los casos se comprueba que las identificaciones sexuales del sujeto no están correlacionadas con su sexo anatómico sino con la manera en que fueron reconocidos por el Otro.

2. Pero cuando el adulto dice “es un niño” o “es una niña” está siempre haciendo algo más que reconocer una diferencia anatómica. Dice siempre algo más. Por ejemplo, si es un niño, le dice que espera de él la virilidad, según la representación que tiene de ella. 
El comportamiento del niño quedará significado a partir de entonces por las categorías fálicas del lenguaje: es poco masculino, muy masculino, casi femenino... muy femenino.

3. Más tarde, en la adolescencia, el sujeto debe decidir si acepta o no esta categorización. “Es un niño” o “es una niña” solo será verdad para él si experimenta el goce correspondiente, masculino o femenino, y puede soportarlo, es decir, si acepta inscribirse en la función fálica. Este paso es necesario, no basta con que el niño sea inscrito desde fuera por el Otro.

Ambas posiciones sexuadas, con sus múltiples variaciones subjetivas, implican cada una de ellas una relación distinta con el Otro. Volviendo al principio, podemos decir que la posición masculina, por su relación con el significante fálico, con el Todo fálico, es solidaria de la existencia del Otro. La posición femenina por su relación con el no todo fálico se correlaciona con la inexistencia del Otro (3).



La cuestión femenina y la subjetividad contemporánea


Para finalizar quiero tomar una frase que J.-A. Miller afirma en “El Otro que no existe...”: “La gran diferencia entre la subjetividad moderna y el sujeto contemporáneo es la cuestión femenina, que estalla entre ambos. Sería importante precisar si se pueden ordenar cierto número de síntomas de la civilización contemporánea en relación con el feminismo y su manera de difundirse”. Entiendo al leerla que los cambios en la subjetividad vienen dados por la entrada de la sociedad en una época marcada por un cambio de régimen del Otro. 
Cuando se habla de que asistimos a una feminización progresiva del mundo no tenemos que entender que esto se deba a un efecto directo de la mayor afluencia de la mujer a la esfera pública, porque en ese espacio la mujer está fundamentalmente en tanto fálica. La feminización del mundo es solidaria de un régimen del Otro distinto, que llamamos al principio la inexistencia del Otro y que, por definición, feminiza al conjunto del mundo donde está vigente. 
Y para acabar, solo añadir, como señalan Miller y Laurent en su curso -y por supuesto, sin idealizaciones-, que las mujeres no dejan de estar más cómodas que los hombres en ese estado actual de nuestra civilización, que no es ya el reino del Uno, del todo fálico sino del no todo fálico. Están más cómodas, ya sea para tratarlo como para orientarse en él… Pero eso no quiere decir de ningún modo que esto no les cree asimismo algunas dificultades. 


(*) Extracto de la clase dada el 10.3.2008 con el título "La desigualdad de los sexos" en el Cursus de la Biblioteca del Campo Freudiano de Barcelona sobre la lectura de “El Otro que no existe y sus comités de ética”.


Notas:

1. J.-A. Miller, E. Laurent (1995). El Otro que no existe y sus comités de ética. Buenos Aires: Paidós, 2005.

2. J. Lacan. Seminario XIX: ...Ou pire (1971-1972). Inédito.
3. También la identificación a través del material genético presente en el torrente sanguíneo de la madre, permite a través de un análisis de sangre detectar el sexo del bebé, es decir, nombrar "es niño" o "es niña", lo cual introduce igualmente la dialéctica fálica.
4. Ver la entrada “El psicoanálisis y la erótica actual” en este blog: http://www.elblogdemargaritaalvarez.com/2010/03/el-psicoanalisis-y-la-erotica-actual.html


viernes, 16 de abril de 2010

EL MOMENTO CLINICO DEL PASE






Para trabajar el tercer apartado del programa de este seminario,* dedicado a “La entrada en el pase”, he elegido algunos puntos relativos al momento clínico del pase y sus consecuencias.



El atravesamiento del fantasma
Cuando el trabajo de construcción del fantasma que un sujeto lleva a cabo a lo largo de su análisis llegue a su tope y se produzca lo que Lacan llamó el atravesamiento del fantasma y que yo entiendo así: después de años de construcción, el sujeto ve en un instante la función de pantalla que su fantasma ha cumplido frente a lo real del goce.
Sabemos que el momento de encuentro con el goce, tanto en la infancia como al final del análisis, es solidario del encuentro con el agujero en el Otro, es decir, con S (A/): el sujeto topa con la imposibilidad estructural del lenguaje para dar cuenta del goce. En la neurosis, el encuentro infantil con la inexistencia de un  Otro que pueda decir el goce, por estructura, solo puede ser traumático.
El sujeto resuelve ese momento de desamparo radical tejiendo una trama fantasmática que, a la vez  de recubrir el agujero en lo simbólico, le atrapa en una interpretación fija, un sentido cristalizado de su relación con el Otro. Esta interpretación lleva implícita, oculta, la fijación del sujeto a un objeto particular, que tapona el agujero mismo de su división según la fórmula del fantasma: S/ <> a.
En el fantasma, el sujeto infla al Otro y le hace existir para no saber nada de su castración: ni de la del Otro ni, de paso, de la suya propia.1
Por molesta, por perturbadora que sea, la interpretación fantasmática no solo constituye para el sujeto la defensa fundamental ante lo real de S (A/) sino que, a la vez, le permite el acceso a cierto goce: el sujeto no solo sufre sino que, sobre todo, goza inconscientemente de su fantasma. El goce fantasmático es un goce significantizado, imaginarizado y, por tanto, limitado, regulado, tolerable, lo que ilustra la función del fantasma como máquina de domesticar el goce, de hacerlo entrar en el sentido.
Pero, en el momento del atravesamiento de la pantalla del fantasma, el tapón salta y se deshace la operación realizada. Se produce un franqueamiento: el fantasma revela su función. El sujeto percibe aquello ante lo que había retrocedido: el encuentro con que “no hay relación sexual” predeterminada en la especie para el hablante.
Puede entender ahora la lógica fantasmática –fálica, del orden del sentido- que ordenó su vida y le evitó el encuentro con ello. A partir de entonces, el sujeto puede separarse, modificar su relación tanto con el goce traumático como con el goce que extrae de su fantasma. No es que este último desaparezca, pero el sujeto ya está advertido de él. Este vaciamiento de goce tiene efectos de pacificación.
En la "Proposición de 1967", Lacan afirma: “En ese vuelco donde se ve zozobrar la seguridad que le daba su fantasma se reconstituye para cada cual su ventana sobre lo real”,2 donde se cierne el objeto en causa. Pero esto último no tiene por qué ser inmediato. Puede pasar un tiempo antes de la caída del objeto.
Más allá de los afectos que se ponen en juego en cada caso tras el atravesamiento del fantasma y que, según se puede apreciar en los testimonios, varían del afecto de entusiasmo ligado a la ganancia de saber a los afectos depresivos o maníaco-depresivos ligados al duelo, lo que importa son los efectos que le siguen, que entran dentro de lo que llamamos “pase clínico”, cuando el sujeto está aún por lo general en análisis, y que es a distinguir claramente de su decisión, o no, de entrar en un segundo momento, en el dispositivo del pase.

La destitución subjetiva
Verificar la doble falta en el Otro, su incompletud y su inconsistencia, que Lacan escribe con el matema S(A/), produce un cambio en la posición del sujeto en relación al saber y en relación al goce. 
En 1967, Lacan habla en términos de destitución subjetiva, para referirse a la destitución del sujeto dividido respecto a su goce, es decir, de un sujeto marcado por la falta de ser.
El atravesamiento del fantasma tiene dos consecuencias: por un lado, el sujeto adquiere un saber sobre su goce y su fantasma fundamental: hay una ganancia de saber.
 Por otro, pese al vaciamiento del goce concomitante al atravesamiento del fantasma, Lacan sitúa ese mismo año que la destitución subjetiva no produce un deser en el sujeto, sino “más bien, una ganancia de ser, singular y considerable”, en otras palabras: hay una ganancia de goce.3
La destitución subjetiva inaugura una nueva relación del sujeto con el saber y con la pulsión. Si se produce un deser, plantea Lacan en ese mismo texto, queda del lado del analista: una vez se ha develado el objeto que escondía la función Sujeto supuesto al Saber, con la que el analizante había investido al analista en el inicio de la transferencia, esta función cae.
 La caída del objeto arrastra consigo al analista.
El encuentro con S (A/) funciona como un tope que agota, detiene el trabajo de desciframiento del análisis. Si antes del análisis, el sujeto neurótico dejaba que el Otro se encargue de determinarlo, por el trabajo de desciframiento del inconsciente que efectúa en el análisis, el sujeto sabe ahora qué lo determina. No necesita ya al Otro para saberlo. Al sujeto no le falta nada.4
La relación con la pulsión no pasa ya por la mediación del Otro y su demanda: ya se trate de la demanda que el sujeto suponía en el Otro o, sobre todo, de la demanda que él pedía al Otro que le dirigiera. La demanda del Otro cumplía función de objeto en el fantasma y obturaba la ventana sobre lo real. Ahora la pulsión se satisface en su trayecto de retorno alrededor del objeto.5



El pasaje del inconsciente transferencial al inconsciente real
En su curso El último Lacan, Miller sitúa en el momento clínico del pase “el pasaje del inconsciente transferencial -el inconsciente que se construye en el análisis, con la ayuda del analista que dirige la construcción y que, porque este último está allí, toma sentido y es interpretado-, al inconsciente real,6 lugar del goce opaco al sentido, que no se deja interpretar”7 y, por ello, constituye un tope al descifrado.
La salida del inconsciente transferencial, con la transformación radical que conlleva de la relación con el analista, no es el punto límite del análisis.8 Es importante que el sujeto no se precipite a salir de él: hace falta una segunda vuelta.
En este sentido, es interesante pensar qué la sostiene: ¿Se trata de un resto de transferencia hacia el analista? ¿Es la trasferencia con el psicoanálisis? ¿Con la escuela? Me parece que se puede pensar que una parte del resto transferencial con el analista puede movilizarse, en transferencia hacia el psicoanálisis y desplazarse a la Escuela. Es importante vaciar lo más posible el resto transferencial, anudarlo de otro modo, ponerlo a producir.

Una solución sinthomatica
El sujeto debe entonces consentir a un nuevo tiempo de espera, una espera advertida de que algo imprevisto puede producirse. Una vez desanudado el sentido y el goce tras el atravesamiento, lo que queda es un goce opaco, fuera de sentido, que no habla a nadie. Este tiempo esta marcado por el acontecimiento de cuerpo, cuya consistencia es de goce. El acontecimiento no responde al descifrado sino a la revelación. Tras el fantasma se cierne el sinthome donde que revela la relación fundamental con el goce. No se trata de la estática del fantasma sino de una dinámica, de un funcionamiento. Ya no se trata del sujeto sino del parlêtre: el sujeto más su satisfacción.
El final del análisis implica una solución inédita que implique un saber hacer con ello. Esta solución está del lado de la satisfacción.
Quizás el final del análisis –señala Miller en su curso, tenga la estructura del encuentro.9
Cuando el final del análisis se concebía como atravesamiento del fantasma -nos dice Miller-, el dispositivo del pase tenía como función constatar ese atravesamiento y homologarlo. El corte era neto.
Pero cuando el final del análisis se concibe como un saber hacer con el sinthome las cosas son menos claras. No hay un saber hacer perfecto. Solo hay saberes y haceres particulares: se trata del saber particular sobre el goce que el analizante descubre. Los analistas de la escuela dan testimonio de ello.
* Intervención en el Seminario de la Escuela, Sede de Barcelona de la ELP: “Momentos de la experiencia analítica”, el 19 de marzo de 2009. Publicado en revista Freudiana 65. Barcelona: CdC-ELP, 2012.

Notas:
1. M. Álvarez. “Una soledad llevadera”. En: Freudiana 56. Barcelona: CdC-ELP, 2010.
2. J. Lacan. “Proposición de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela”. En: Momentos cruciales de la experiencia analítica. Buenos Aires: Manantial, 1998, p. 18.
3. J. Lacan. “Discours à la EFP” (6 de diciembre de 1967). En:  Autres écrits. Paris: Seuil, 2001, p. 273.
4. D. Laurent. “Efectos paradójicos del pase” (2002). En: Freudiana 43. Barcelona: CdC-ELP, 2005.
5. A. Szulzynger. “El pase para todos”, 1ª parte. En: Freudiana 32. Barcelona: CdC-ELP, 2002.
6. M. Alvarez: “Sobre el inconsciente real. Lo real no espera nada de la palabra”. En: Freudiana 59: CdC-ELP, 2010. Ver: http://www.elblogdemargaritaalvarez.com/2010/02/el-inconsciente-real.html
7. J.-A. Miller. Tout le monde est fou. Curso de la orientación lacaniana, clase 6, 10.1.2007. Inédito.
8. D. Laurent, op. cit.
9. J.-A. Miller. Sutilezas analíticas. Buenos Aires: Paidós, 2011, cap. XX.

viernes, 9 de abril de 2010

UNA EVIDENCIA CLINICA: NO TODAS LAS INFANCIAS SON IGUALES

Placa metálica con publicidad de Meccano, 1998. Foto de Margarita Álvarez
La frase del título, “no todas las infancias son iguales”, parece obvia. Pero resulta que un psiquiatra defensor de la llamada “medicina basada en las evidencias” planteó lo contrario el otro día en “Millenium”, un programa de TV3, dedicado en la ocasión a la vigencia de Freud. 
Él afirmó que “todas las infancias son iguales”. No habría nada en la historia del sujeto que permitiría situar sus síntomas o sus malestares. Conclusión: no se puede hacer nada con ello más que resignarse a estar enfermo y a tomar medicación toda la vida, porque –además- añadió- “la medicina no cura”.
Dejemos de lado esta segunda idea aunque, en el campo de la llamada salud mental, sí resulta bastante evidente que los tratamientos farmacológicos no curan -lo cual no quiere decir que no ayuden en algunos casos a sobrellevar los problemas. Centrémonos en la primera idea: ¿Hay algo menos evidente que la idea de que todas las infancias son iguales?
Resulta sorprendente, y más aún lamentable, que una frase así pueda ser dicha por un profesional ya que, podríamos pensar que no se necesitan siquiera estudios específicos para saber que no todas las infancias son iguales: los niños vienen al mundo y crecen en medios sociales y familiares totalmente distintos, con padres que les cuidan, que les descuidan, que les maltratan, a veces hasta poner fin a sus vidas… en un medio estable, inestable, peligroso, difícil, mortífero…
Si tomamos la cuestión desde la perspectiva del ambiente, podemos plantearnos por qué tendría que haber leyes específicas de protección a la infancia si todas ellas fueran iguales. ¿No será porque no lo son? ¿No será que la infancia es un momento en que aún se necesita al otro y que ese otro no siempre hace las cosas medianamente bien? ¿No será que es una época de formación, de construcción incluso, en el que se sientan las bases de la edad adulta y debe velarse especialmente por ella?
Si da igual lo que pase, si “todas las infancias al fin y al cabo son iguales”, ¿por qué velar especialmente por los derechos de los niños? Por qué tiene que prohibirse por ejemplo los actos pederastas, sobre todo en el caso de los niños que participan voluntariamente en ellos si, al fin y a cabo, todas las infancias fueran iguales? ¿No se trata de proteger, en este último caso, al niño del adulto y, también de sí mismo, en los casos que no alcanza a discernir aquello que puede tener consecuencias nefastas para él?
¿No es evidente que las condiciones ambientales afectan? ¿Es algo tan extraño pensar que, por ejemplo, en una sociedad con una educación muy represiva, como lo era la española hace 30 o 40 años, se encontraba con frecuencia individuos que sufrían de excesiva inhibición mientras que en una sociedad claramente permisiva en muchos aspectos, como es la española ahora, es frecuente encontrar individuos con falta de la necesaria inhibición, es decir, con problemas más o menos serios de autocontrol? ¿Ha habido una mutación en los niveles o la calidad de nuestros neurotransmisores o han “mutado” las condiciones sociales?
El problema se complica porque esa posición cínica, esa ideología reaccionaria que plantea que “todas las infancias son iguales” añade que la única solución a nuestros problemas es medicarse, lo que no deja de ser drogarse legalmente. Y lo hace apelando al progreso de la ciencia, para criticar a quienes pensamos lo contrario y no reconocemos como siquiera significativas desde un punto de vista clínico las evidencias que esgrimen como incuestionables. Y, en nombre de la ciencia, cuando los niños o los exniños, es decir, los adolescentes o los adultos, tienen problemas, no dejan de atribuirlos a algún oscuro –es decir, no evidente, no demostrado- trastorno genético, que sin duda consideran debe medicarse y, en muchos casos, especificando que “lo tendrá siempre”, “porque el individuo ha nacido así”: tiene alguna insuficiencia neuroquímica que le hace indefectiblemente depresivo, angustiado, suicida o adicto potencial…. Así, sin más, eso que le ocurre –aseguran- no tiene nada que ver con él por lo que tampoco puede hacer nada para cambiarlo. Dejemos su historia de lado, ¡que importa!, lo imprescindible es que se medique. Y cuando no se cura, se corrobora la evidencia de que el individuo está enfermo, es más, gravemente enfermo, cuando no se le reprocha ser un paciente resistente…
Pero, ¿esto es científico? ¿Es siquiera evidente? ¿Por qué invocar a la ciencia y no a la religión para justificarse? La ciencia no es la religión, vino históricamente a sustituirla. Pero, como Freud vaticinó, no nos será tan fácil librarnos del pensamiento religioso porque tiene una importante función: el consuelo. La religión nos tranquiliza al darnos la posibilidad de creer en un Otro superior a nosotros que tiene el secreto del sinsentido de la vida y que al final nos lo aclarará todo y, en el caso, divino, remediará las injusticias de la existencia. Se trata de un Otro que lo sabe todo, y si esto aún no ocurre –como es el caso de la ciencia-, lo sabrá, por lo que hay que creerle, confiar ciegamente en él.
¿No es ésta la función que la ciencia tiene hoy en día para muchos? ¿No se hace con frecuencia un uso religioso de la ciencia que, en sí misma, es importante pero bastante más modesta que Dios?
No tengo la intención aquí, por supuesto, de negar los avances de la ciencia ni las importantes repercusiones positivas que muchos de ellos tienen en nuestras vidas. Se trata de poder reflexionar también sobre las consecuencias negativas: ¿Qué supone vivir en la era de la ciencia? ¿Cómo nos afecta? En esta época donde faltan ideales sólidos y, con ello, referencias que no sean de “todo a cien”, ¿no hay quienes tratan de convertir la ciencia en un Ideal de los de antes, con mayúsculas, una boya sólida a la que amarrarse para no naufragar?
¿Nos preguntamos qué efectos tiene el borramiento que la ciencia produce de lo subjetivo en beneficio de lo empírico? Y, ¿qué pasa con la subjetividad entonces, es decir, con lo más particular de cada uno de nosotros? ¿Qué lugar se le da? ¿No corremos el riesgo, de tener cada vez más un estatuto de objetos mudos que no pueden decir ni decidir nada respecto a las cosas que les competen - porque algunos técnicos con criterios pseudocientíficos ya lo han decidido - mientras que se nos incita a decir libremente todo lo que se nos ocurre en todas partes, en nombre de la libertad de expresión, con un charloteo sin sentido e imparable?
Es paradójico que mientras las instituciones sanitarias muestran su preocupación por el alto nivel de consumo de alcohol y drogas en nuestra sociedad, guardan un total silencio respecto al hecho de que los individuos, en todos los grupos sociales, nunca habían estado tan medicados psiquiátricamente. Cuando se habla de recortar el gasto sanitario, lo que está en cuestión es dar medicamentos más baratos no medicar menos –parece que la Generalitat de Catalunya tiene la intención de "recortar el gasto" en medicación psiquiátrica para adultos y de aumentar el presupuesto para la medicación infantil, lo que hay que leer de la siguiente manera: en el primer caso, se trata de medicar igual pero más barato y, en el segundo, de medicar aún más.
Pero volvamos al ideal de las evidencias. El ser humano vive desde que se tiene constancia sin encontrar la última respuesta a los agujeros de la vida y la existencia. La solución que ha buscado tradicionalmente para soportarlos ha sido la religión. Pero ahora que no todo el mundo recurre a ella, se buscan sustitutos. Y podría pensarse que algunos querrían hacer de la ciencia la nueva religión, la religión del siglo XXI.
Quizás tenemos que acostumbrarnos a que esos agujeros con bastante seguridad –en el mejor de los casos- nos acompañarán siempre, más allá de todos los progresos esperables de la ciencia.
El psicoanálisis acepta esos agujeros y reconoce que hay cosas que no sabe, pero afirma que hay otras que sí.
Por ejemplo defiende la evidencia de que “no todas las infancias son iguales”. No solo porque, como dijimos, el ambiente y la familia en que crece un niño no es igual en todos los casos –incluso entre hermanos pueden verse variaciones - sino porque, para él, es evidente que “no todos los niños son iguales” ni, en consecuencia, responden del mismo modo siempre, es decir, de un modo programable.

Uno por uno
Para el psicoanálisis, el ambiente –sea la sociedad o la familia- influye pero no determina todo. Está también lo subjetivo: lo que importa es lo que el niño pensó de eso que le ocurrió, cómo lo elaboró, qué solución encontró. Esta solución que sirve para un sujeto puede muy bien no servir para ningún otro.
Los síntomas infantiles a veces indican una solución que no se encuentra o que no funciona; los síntomas adultos, una solución que ha dejado de funcionar.
¿Por qué fue así? ¿Por qué un niño pensó lo que pasaba de un modo y no de otro? No lo sabemos. Pero sí sabemos que, a partir de que eso ocurrió, quedó fijado y el niño fue construyendo sobre ello.
Y el psicoanálisis trabaja con esto, no con lo que ocurrió. No solo porque esto último forma parte del pasado y está fuera del alcance, sino también porque la historia no es la realidad objetiva sino una interpretación –tanto la Historia con mayúscula como la pequeña historia de cada uno.
Esa interpretación puede modificarse –como vemos asimismo ocurre con frecuencia respecto a las interpretaciones sociales. Y esta posibilidad inherente a la idea de historia, es lo que permite al psicoanálisis trabajar: el sujeto no modifica lo que ocurrió pero sí su interpretación y, con ello, su relación con ella, que es lo que en el fondo importa porque tiene efectos sobre el malestar.
La interpretación que un sujeto hace de algo no puede preverse, ni evitarse mediante el consejo o la sugestión; no puede asimismo implantarse en el cerebro… Y tampoco debería medicarse –a no ser por supuesto que el sujeto esté claramente delirante y ello ponga en peligro su vida o la de otros.
Cuando una interpretación causa problemas, se puede trabajar. Pero esto no quiere decir que el psicoanalista prescriba al sujeto cómo ni qué debe pensar. No hay la buena interpretación ni una interpretación que sirva para todos.
Se trata de que un sujeto encuentre cómo esa interpretación que hizo de los acontecimientos marcó en adelante, sin saberlo, la lógica de su vida. Y el objetivo no es que el sujeto “se conozca mejor” sino poder separarse de ella y sufrir menos.
El analista dirige la cura, no la vida del sujeto. Por eso no consideramos que alguien que hace un análisis sea un paciente sino alguien activo: un analizante.
Es evidente que las interpretaciones difíciles que un sujeto ha hecho se modifican con un análisis -aunque desde luego esa modificación lleve su tiempo- y que las personas viven mejor luego. El psicoanálisis sostiene que se puede vivir mejor y hace una oferta al respecto. No trata de negar el sinsentido de la vida ni de quedar detenido antes sus agujeros de sentido. Ayuda a hacer algo con ellos. Ésta es una evidencia. Que otros, invocando nuestro bien -el bien general-, hacen justo lo contrario, también lo es. Y cada vez más preocupante.

jueves, 1 de abril de 2010

EL AMOR, VALENTIA ANTE FATAL DESTINO




¿Es natural la sexualidad humana?
Muchas veces oímos defender que la sexualidad es algo natural. Sin embargo, no es cierto: no tiene nada de natural. Voy a dar algunas razones de ello.
En primer lugar, no podemos decir que la sexualidad sea algo natural en tanto no encontramos, como en el mundo animal, un funcionamiento instintivo,  un saber innato sobre cuál es el compañero que le toca (el individuo del otro sexo de la especie, ya sea la hembra más fértil o el macho más fuerte), sobre cuándo tener relaciones (en época de celo), y sobre cómo tenerlas (rituales de apareamiento comunes a los individuos de una misma especie).
En relación a esto, la sexualidad animal es fundamentalmente reproductiva, cosa que no podemos decir de la sexualidad humana. Si bien hasta hace poco los niños solo nacían si había acto sexual, no podemos afirmar que la mayor parte de los individuos hayan tenido, o tengan, relaciones fundamentalmente para contribuir a la reproducción de la especie –lo digan o no lo digan, lo reconozcan o lo callen o defiendan justo lo contrario.
Y, ahora, que se tienen menos hijos o que pueden tenerse de otro modo que a través del acto sexual, no se ha dejado por ello de tener relaciones sexuales –más bien parece que han aumentado. Simplemente el hecho de que la sexualidad humana se vaya separando progresivamente de la reproducción hace más patente que en algun momento de la evolución que no conocemos, y seguramente no podremos reconstruir, el ser humano comenzó a hablar, y desde entonces se separó, y separó su sexualidad, de la naturaleza, para entrar, y hacerla entrar en un mundo simbólico.
Sabemos de la gran variabilidad de la conducta sexual humana, en relación al mundo animal, cuestión que sin duda tampoco responde a ninguna necesidad de preservación de la especie.

La sexualidad es una construcción particular
El hecho de que un sujeto pueda requerir para poner en marcha el deseo algo tan poco natural como es la presencia de un fetiche, es decir, que el partenaire lleve puestos por ejemplo unos zapatos determinados, no puede referirse a ninguna necesidad vital de la especie ni, tampoco, del individuo.
Es una conducta simbólica. Sin embargo, esto no quiere decir que esté determinada por el ambiente, entendiendo por este último las coordenadas simbólicas o imaginarias que cada sociedad o cultura marcan, en este caso en relación al comportamiento sexual. Si fuera así, el resto de los individuos de esa misma cultura,  sociedad o familia serían irremisiblemente fetichistas sexuales. Y esto no se verifica.
El fetichismo sexual viene determinado por las particularidades de la historia subjetiva, en concreto, por cómo se produjo para el sujeto el encuentro con la sexualidad.
Pero el hecho de que el modo de satisfacción de un individuo esté determinado por la sexualidad infantil no es algo exclusivo del fetichismo. Ocurre así en todos los casos: solo que para cada uno ese encuentro con la excitación en el cuerpo, con la satisfacción…, sucede azarosamente, de un modo contingente, dejando como saldo una modalidad de goce y una interpretación totalmente particulares. Por mucho que se parezcan a las de otros nunca son iguales.
Entonces, la sexualidad humana es el resultado de una historia y, por tanto, una construcción. En lugar de lo universal encontramos lo particular, en lugar de la necesidad, el azar, la contingencia.
Sin embargo, la marcas contingentes del modo que sucedió el encuentro, de lo que el niño experimentó, de lo que pudo pensar al respecto, una vez quedan fijadas, inscritas en la memoria inconsciente de manera inalterable se vuelven necesarias y condicionan después, a partir de la adolescencia, el encuentro sexual para el sujeto.
Estas marcas no son necesarias desde el punto de vista de lo que llamamos “necesidad”, siempre vinculada a la supervivencia (alimentación, sueño…). Hablamos de una necesidad lógica: tiene que estar presentes siempre para que se ponga en marcha el deseo. Se han convertido en su “condición” erótica: “Si ‘no p’, ‘no x”. Y yacen escondidas en todas sus fantasías eróticas.

El partenaire sexual
El sujeto, sin saberlo, irá a buscar esas marcas en el otro para convertirlo en su partenaire erótico. El hecho de enamorarse o no de alguien no tiene que ver con sus cualidades objetivas sino con el hecho de haber encontrado en él algún rasgo que permita al sujeto identificar en él esas marcas de su propio inconsciente.
Como estas marcas son totalmente particulares y no coinciden con las de los otros, por muy próximos que sean, a veces, nos cuesta entender sus elecciones.
Lo que gusta a uno, desagrada a otro o le es indiferente. Sobre gustos se dice, no hay nada escrito. Sin embargo, podemos decir, que para cada uno sí está escrito “su gusto”, es decir, las marcas de goce que fijan sus condiciones eróticas.
Y en ese sentido podemos decir que el amor es ciego, porque uno no sabe lo que elige, se convence de que su elección responde a cualquier otra cosa, con frecuencia del orden del ideal: la inteligencia, la belleza... Pero, por lo mismo, podemos decir que el amor –el enamoramiento- en realidad es lúcido, porque sabe lo que elige, nuestro inconsciente sabe lo que nuestra conciencia ignora.
El enamoramiento mutuo se sostiene del encuentro entre dos saberes inconscientes. De ahí, la frase que he tomado como título, que no es mía sino de J. Lacan: “El amor es valentía ante fatal destino”.
El problema es que se elige al otro por un rasgo que funciona como condición erótica y pone en marcha el deseo, pero luego hay que relacionarse con todas las otras características del otro. Y no siempre es posible.
A veces la relación se sostiene con la ayuda del amor, entendido ahora no solo en el sentido pasional del enamoramiento sino en el del vínculo con el otro. El amor ayuda a la decisión de sostener la relación con ese otro que causa nuestro deseo porque hay algo en él que remite al fatal “destino” de nuestras condiciones eróticas, deseo en los momentos que no lo causa. Pero no siempre lo hace. A veces un sujeto prefiere separarse y buscar un otro con el que se entienda mejor.
En todo caso, no se puede decir que los que se separan son los que se llevan peor. A veces las relaciones más infernales son las más sólidas y duraderas.
Esto hace que los consejos no suelan servir de mucho en estas cuestiones. Quien aconseja puede estar viendo la dificultad de la relación, pero no la implicación subjetiva que el sujeto que se queja tiene en ella.
Por regla general, puede afirmarse que cuando un sujeto no puede separarse de una relación difícil, sin duda extrae algo de ello… que no dice, quizás… pero sobre todo que no sabe. Y si finalmente no llega a hacerlo, a pesar de que la relación no mejora, es probable que esté obteniendo incosncientemente algo en ella que no quiere perder, por mucho que se queje. De este modo, se entiende, a un nivel,  que haya parejas que no quieran separarse a pesar del infierno en que viven.
Pero, sin duda, lo que unos eligen no tiene por qué servir para otros ni convertirse en una recomendación para todos.