sábado, 27 de febrero de 2010

EL PSICOANALISIS Y EL FRACASO DE LA LIBERACION NATURALISTA DEL DESEO


En el programa de su seminario “La ética del psicoanálisis”(1), Lacan toma de Freud la idea de que la génesis de la dimensión moral hunde sus raíces en el deseo mismo, en otras palabras, que el deseo tiene como condición que haya ley, prohibición. El deseo es transgresión y, por tanto, exige un límite que transgredir. Deseo y ley aparece como dos caras de la misma moneda: no existe el uno sin la otra.
Es común pensar lo contrario, que son las limitaciones las que impiden el deseo, lo obstaculizan. Pero el psicoanálisis sitúa la prohibición como condición del deseo y enseña que no hay deseo sin trabas.
Algunos rasgos de nuestra actualidad donde apenas hay prohibiciones sólidas, pueden servirnos de ejemplo: cuantas más facilidades para obtener algo, menos apetencia; cuantos más recursos, más aburrimiento; cuanta mayor acceso a la formación, mayor desinterés por el saber; cuanto más permisividad, mayor apatía...
En su seminario, Lacan subraya que el psicoanálisis es la única experiencia que ha dado toda su importancia a la función fecunda del deseo como tal. Y critica la defensa del deseo como algo natural. Podemos decir que los que lo hacen no saben de lo que hablan. Si bien, esta crítica es totalmente aplicable hoy en día, él lo ilustra recurriendo a la gran tentativa histórica de liberación del deseo que supuso hace más de dos siglos la experiencia libertina y sus consecuencias. Voy a retomar aquí brevemente un trabajo que presenté hace tiempo sobre este punto.

No hay deseo sin prohibición
En el siglo XVVIII, la Ilustración abordó, con aires de emancipación intelectual y moral, la problemática clásica entre moral y deseo y defendió la liberación de este último en nombre de la naturalidad. Un nuevo ideal de hombre “natural” se contrapuso entonces al ideal previo de civilización, de “hombre civilizado”.
Para Rousseau, el hombre era bueno por naturaleza, pero a consecuencia de las restricciones que la civilización ejercía sobre él, se corrompía y sufría todo tipo de males (2). En consecuencia, había que modificar la sociedad para que estuviera a la altura del individuo y sus exigencias de felicidad, que solo podría obtenerse a través de una actuación acorde con la propia naturaleza, es decir virtuosa. Hacer el bien, como decía Rousseau, comportaba una satisfacción propia, gozar de uno mismo.
El placer se convirtió en el fundamento de la vida moral tal como vemos aparecer en la obra de Diderot y otros filósofos de la época, en la que la palabra “filósofo” se comienza a utilizar con una nueva acepción, la de “un hombre que por libertinaje de espíritu, se pone por encima de los deberes y de las obligaciones de la vida civil cristiana, un hombre que no se rehúsa a nada, que no se limita en nada”. El hombre sólo podría ser feliz si desechaba cualquier prejuicio moral relativo a las sensaciones, los sentimientos o las  inclinaciones. 
Sin embargo, las consecuencias de esta reflexión sobre el “hombre del placer” no condujeron a un hombre menos cargado de leyes o deberes, como señala Lacan, sino a la gran experiencia crítica del pensamiento llamado libertino. La lucha por la liberación del deseo abrió la vía, en nombre de la naturaleza, a la defensa de las perversiones sexuales.
La liberación respecto a la represión moral dio lugar al llamado amoralismo de los llamados estetas de la maldad, como Laclos, autor de “Las amistades peligrosas”, y sus sistematizadores, entre los cuales se alzó poderosa la figura del marqués de Sade quien transformó el “Todo es bien, todo es obra de Dios” de Rousseau en “Todo es mal, todo es obra de Satanás”. Al postulado de Rousseau respondió necesariamente el de Sade.
Junto a la propuesta que Rousseau toma de Luis XIV de “encontrar el remedio del mal en el mal mismo” -lo cual entendía como la necesidad de una revolución que permitiría alcanzar una plenitud natural primera, perdida-, aparece la propuesta de Sade que defiende la práctica del mal como una actuación asimismo conforme a la naturaleza, ya que la primera ley de esta última es la destrucción. Así, para él, el asesinato no deja de ser más que “un poco de materia desorganizada, algunos cambios en las combinaciones, algunas moléculas rotas y vueltas a echar en el crisol de la naturaleza que las devolverá bajo otra forma, en pocos días a la tierra”.
Sin embargo, este supuesto amoralismo encierra una paradoja: si lo que hace el sádico es actuar conforme a un orden natural que ordena la destrucción, entonces no hace más que obedecer esa ley y no hay ninguna transgresión. En consecuencia, tampoco obtiene ningún goce. Obtenerlo exige ultrajar ese orden natural y una manera de hacerlo es la práctica de la virtud. La suprema voluptuosidad sádica radica entonces en el arrepentimiento y la expiación.
A pesar de que los personajes de Sade declaraban “somos dioses” y creían así eliminar al Otro divino, el sádico necesita una ley que transgredir, una moral que corromper, un Dios para profanar y blasfemar, y poder así acceder a la fuente inagotable de voluptuosidad que implica el horror, la división, que tales actos provocan en el creyente. Por ello, Lacan concluye en su seminario que la teoría moral que defendía la liberación del deseo estaba condenada al fracaso.
(*) Trabajo presentado en el Seminario del Campo Freudiano de Barcelona en octubre 2001. El texto completo puede leerse en Nodus, publicación virtual de la sección Clínica de Barcelona, cuya dirección es: 

Notas
1. J. Lacan. El Seminario, libro VII: La ética del psicoanálisis (1959-1960). Buenos Aires: 1988, p. 12.
2. J. Starobinski. Le remède dans le mal. Critique et légitimitation de l’artifice à l’âge des Lumières. Paris: Gallimard, 1989, caps. I y V.
Sobre este mismo tema se puede consultar la entrada "La felicidad en el mal: del romanticismo negro al descubrimiento freudiano":
http://www.elblogdemargaritaalvarez.com/2010/03/la-felicidad-en-el-mal-del-romanticismo.html


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