Mostrando entradas con la etiqueta ideal. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta ideal. Mostrar todas las entradas

domingo, 20 de octubre de 2019

¿APOSTAR POR LOS IDEALES O POR LA CONVIVENCIA?

"Capricho de Montserrat", de Miguel Macaya.

El psicoanálisis nos enseña que los otros no nos decepcionan nunca. Aunque no se comporten como esperábamos o, incluso, si fuera el caso, como nos habían dicho que harían, cada uno se decepciona solo. Si se sufre una decepción es porque previamente se había hecho una ilusión, porque había creído algo. 
Pero esto, en sentido estricto, es responsabilidad suya. No se puede reprochar a los demás las propias ilusiones o creencias. 
Eso no exime de responsabilidad a los que se han dedicado a propagar esas ideas. No porque haya, como digo, una relación directa e inexorable entre que alguien diga y otro crea, sino porque cada uno es responsable de lo que dice y eso incluye hasta cierto punto sus efectos. No se puede decir, en sentido ético, cualquier cosa.
El caso de algunas sectas extremas lo ilustra bien. En los años 70, por ejemplo, el estadounidense Marshall Applewhite creía que los extraterrestres habían visitado la Tierra en el remoto pasado trayendo la humanidad a ella, y que en algún momento volverían para recoger a unos pocos elegidos, que pasarían entonces a un  nivel evolutivo superior de la vida.
Hasta aquí el relato no deja de ser una variante un poco más “exótica” de lo que preconizan algunas religiones. Pero, en base a esta creencia, que por supuesto es una certeza delirante, creó una secta llamada “La puerta del cielo” y, resumiendo, convenció a sus seguidores de que se suicidaran, cuando pasara el cometa Halley, para que sus almas, siguiendo la estela de éste, pudieran acceder a ese plano más elevado. El sacrificio demandado, en este caso de la vida, merecería la pena.
Puede sorprendernos, pero ese día se suicidaron treinta y nueve personas.
Pero habría que diferenciar la responsabilidad de Applewhite de la responsabilidad de cada uno de sus discípulos. El primero deliraba, pero, ¿por qué cada uno de los que se suicidaron creyó "religiosamente"  lo que les decía? 
No lo sabemos. Podríamos pensar, teniendo en cuenta el testimonio de aquellos que lograron salir de ésta u otras sectas, que eso dio de algún modo sentido a sus vidas en un momento de crisis, que les hizo sentir mejor, que siempre habían deseado que les pasara algo especial, que … 
En todo caso, sabemos que las sectas siempre ilustran sobre el encuentro “exitoso” entre un líder que se presenta como siendo el único que tiene la verdad, con frecuencia un paranoico, y unos neuróticos, en una situación vital difícil, que buscan una salida, un sentido.
Pero este funcionamiento de las sectas  no es algo en sí mismo raro. Por el contrario, participa en su esencia del funcionamiento habitual de la mayor parte de los grupos humanos que afortunadamente no llegan las más de las veces a esos extremos: nos sentimos cerca o nos unimos con aquellos con los que compartimos ideales y creencias parecidas; el hecho de que haya más personas que piensan como nosotros da a nuestras creencias consistencia de verdad, frente a aquellos que piensan de otro u otros modos. 
El ideal siempre reúne bajo sus alas poderosas a los que le siguen enturbiando siempre su visión sobre lo que hay alrededor. E igualmente siempre segrega, arroja a la oscuridad social, a quienes, supuestamente de manera equivocada, no comparten las mismas ideas. Introduce entonces la lógica de la identificación y la segregación,  que nos hace más acríticos con nosotros mismos y más críticos con los otros, y nos conduce a la guerra del sentido con los otros y por el sentido. 
Freud publicó hace cien años su trabajo sobre Psicología de las masas,y muchos de los dramáticos sucesos acaecidos después, a lo largo del siglo XX, no han dejado de confirmar una misma estructura de base: reunión de un grupo bajo una idea sostenida por un líder, que se vuelve un referente, un ideal; el grupo tiende a homogenizarse bajo sus efectos, a creer que todos sus integrantes son iguales, y que son de fiar, es decir, amigos, lo que exilia los autocuestionamientos; en la misma medida, tiende a acentuar su extrañeza frente a los que no comparten las mismas ideas, llegando a considerarlos como una amenaza o un enemigo, es decir, acentuando la  desconfianza hacia ellos.
Este funcionamiento de los grupos se funda en una estructura poderosa y firmemente enraizada en la vida social y en nosotros mismos. Después de todo, el pensamiento en la infancia se empieza a organizar sobre la división “yo/tú, nosotros/ellos”, que tendemos a reproducir luego con los otros. De hecho, es difícil superarla. El hecho de que los individuos de cualquier  grupo social, incluso los más radicales, tiendan por ejemplo a comportarse igual, incluso en cosas tan banales como la manera de vestir o de hablar, o los libros que leen o no leen, no deja de ilustrarlo. Solo podemos separarnos de esa lógica con determinación, es decir, con un deseo de algo mejor. 
Esta determinación constituye una apuesta ética del sujeto en la vida colectiva. Digo “ética” y no “moral”, porque compete a la relación del sujeto consigo mismo -con sus ilusiones, sus creencias, sus ideales, sus rechazos...-, aunque se ponga en juego en la relación con los otros. Es una apuesta, a renovar y sostener cada día, pero en particular en cada momento de tensión con el otro. 
Entender que las personas son distintas y singulares y la vida social extremadamente compleja puede ayudar a sostener el respeto, por uno mismo y por cada uno de los otros, que requiere la convivencia. En realidad no hay alternativa: seguir la lógica “yo/tú, nosotros/ellos”, basada como he dicho en el ideal y la segregación, solo conduce a formas más o menos encubiertas o declaradas de conflicto, cuando no directamente a la guerra. 
Sería necesario pensar en algo de esto cuando vamos a votar en unas elecciones. No basta solo con los puntos que encontramos en los programas de los partidos, sostenidos en unos ideales u otros, pues  sabemos que solo se cumplirán, en el mejor de los casos, hasta cierto punto. Se trata también de tener en cuenta el  modelo de convivencia por el que apuestan sus líderes, que se desprenden de sus idearios: ¿se basa en este modelo simple del ideal/segregación? ¿O es un modelo más complejo que apunta a sostener la necesaria convivencia en la vida social teniendo en cuenta el real en juego y la manera posible de abordar lo imposible del grupo cada vez, en otras palabras, eso  que en psicoanálisis llamamos orientarse por lo real del síntoma?
Eso nos puede dar una mejor idea de lo que nos espera.


viernes, 4 de mayo de 2018

EL PSICOANALISTA NO ES NI JUSTO NI TODO LO CONTRARIO



"Wisdom" (1933), (detalle) de Lee Lawrie. 









En una entrevista publicada hace tres años, Jacques-Alain Miller planteaba que “Jacques Lacan tenía una gran ambición para el analista. Pensaba que cuando uno hubiera acabado su análisis confluiría con el movimiento de su época” (1).
La preocupación porque el psicoanálisis esté atento a esta última la encontramos ya en Sigmund Freud en torno al final de la primera guerra mundial, hace cien años,  momento que coincide con el final del Imperio Austrohúngaro y la Revolución Rusa, es decir, con las grandes transformaciones político-sociales que modificarán el rostro de Europa e influirán en la vida y las perspectivas de la gente en gran parte del mundo.  
A pesar de la incertidumbre y las dificultades que implica la desintegración del Imperio, Freud asegura estar satisfecho con ese resultado, confiando que la caída del absolutismo conduzca a un mundo mejor (2).
En ese tiempo, empieza a preocuparse por inventar dispositivos para que la terapia psicoanalítica pueda aplicarse a personas sin recursos económicos ayudando a aliviar la “miseria neurótica” de la población resultante de sus duras e injustas condiciones de vida. Asimismo espera que la conciencia moral de la sociedad despierte a ese respecto (3). El gran trabajo de Elisabeth Ann Danto ilustra bien el esfuerzo de Freud y de sus discípulos para facilitar el acceso al tratamiento (4). La creación del Instituto Policlínico de Berlín, entre otros, es una buena muestra de ello. 
En relación a Lacan, encontramos esa ambición señalada por Miller, que hemos citado al principio, ya en 1953, es decir, al principio de su enseñanza, cuando al referirse a la formación del analista sentencia: “Mejor pues que renuncie quien no pueda unir a su horizonte la subjetividad de su época” (5).
Me pregunto si esta frase  ampliamente citada e interpretada es siempre entendida por nosotros del mismo modo. Pero creo que podemos estar de acuerdo en decir que Lacan no habla aquí de que el psicoanalista haya de unir a su horizonte los ideales de su época sino la subjetividad de la misma. Y entiendo aquí que, con “subjetividad de la época”, se refiere a las condiciones del Otro que caracterizan a esta última y las repercusiones que ellas tienen en los sujetos.
Un año después, Lacan plantea en su seminario que “no estamos dispensados de los problemas planteados por las relaciones entre el deseo del sujeto y el conjunto del sistema simbólico en que el sujeto está llamado a ocupar un lugar” (6). Esta frase se enmarca en la tesis de la preeminencia del símbolo en el mundo humano característica de estos primeros años 50, según las tesis pioneras de Levi-Strauss: todo lo que acontece en el sujeto debe situarse en su relación con la ley, siempre simbólica, la cual opera para el sujeto, incluso aunque él la desconozca: la estructura se incorpora de manera inconsciente (7). Siguiendo al fundador de la Antropología estructural, Lacan plantea en ese momento que las leyes del parentesco (leyes de la alianza y la filiación) estructuran el mundo simbólico del sujeto de tal modo que la prohibición universal del incesto no tiene por qué ser enunciada explícitamente para operar. 
Por otro lado, Lacan subraya que la relación del sujeto con el símbolo no es universal: los mundos simbólicos varían de sujeto a sujeto, según las coordenadas simbólicas en que ha nacido, las vicisitudes de su historia, etc. Por eso, no es posible, un tratamiento tipo.
Además, la relación del sujeto con la ley nunca es simple en tanto ésta tiene distintos planos, por ejemplo, la ley jurídica, la ley religiosa, la ley edípica, la ley insensata del superyó… Respecto a este último, plantea que aparece, al igual que el inconsciente, como una escisión en el mundo simbólico del sujeto que explica el carácter coercitivo que aquél tiene para él: “Es un enunciado discordante, ignorado en la ley, un enunciado situado al primer plano por un acontecimiento traumático, que reduce la ley a una emergencia de carácter inadmisible, no integrable” (8) -a partir de 1955, Lacan vinculará el superyó con el imperativo categórico kantiano (9).
Para situar este conflicto del sujeto con los distintos planos de la ley, Lacan acude aquí a un ejemplo (10)  de su clínica: se trata de un sujeto de origen musulmán que presenta síntomas con “las actividades de la mano”. En un análisis “clásico” –señala- la interpretación del analista apuntaría a la masturbación infantil y a los efectos de las prohibiciones proferidas por el entorno. Pero Lacan se distancia de esta interpretación, que nada explica de la particularidad de los síntomas del sujeto pues esas prohibiciones siempre existen. Y señala que la relación del sujeto con la ley en la religión islámica tiene un carácter totalitario que no permite separar el plano jurídico y el plano religioso.
Aunque este sujeto desconocía la ley coránica, Lacan plantea que nosotros no debemos desconocer las referencias simbólicas del sujeto: en este caso se trataba de la ley que sanciona el robo con un “se le cortará la mano”. El sujeto había aislado del conjunto de la ley de modo privilegiado este enunciado que estaba en el centro de toda una serie de expresiones inconscientes sintomáticas, vinculadas con una experiencia fundamental de su infancia.
Entonces, Lacan se refiere al final del análisis y plantea que “una vez realizadas las vueltas necesarias para que aparezcan los objetos del sujeto y para que su historia imaginaria sea completada, una vez nombrados y reintegrados los deseos sucesivos (…) no todo está terminado. Ello debe trasladarse al sistema completado de los símbolos. Así lo exige la salida del análisis. Y seguidamente se pregunta las frases (11) que me han pedido comentar: “¿Donde se detendrá esta remisión? ¿Deberíamos impulsar la intervención analítica hasta entablar diálogos fundamentales sobre la valentía y la justicia, siguiendo así la gran tradición dialéctica?”.
Seguidamente responde que “no es fácil resolver [la pregunta] porque, a decir verdad, el hombre contemporáneo se ha vuelto singularmente poco hábil para abordar estos grandes temas. Prefiere resolver las cosas en términos de conducta, adaptación, moral de grupo y otras pamplinas. De ahí la gravedad del problema que plantea la formación humana del analista”.
Estamos aún en 1954. Y me parece que podemos encontrar algunas respuestas a esta pregunta en la enseñanza ulterior de Lacan donde ya no se trata de la preeminencia de lo simbólico sino de la del goce; donde no se resuelve la división del sujeto respecto a su goce (se encuentran soluciones, pero no se elimina); donde el Otro del significante no puede dar cuenta del goce; donde ya no hay un ideal de integración del final sino que queda un resto no simbolizable; es decir, donde encontramos una concepción del final de análisis que, si bien nos abre posibilidades de invención de soluciones inéditas, está “rebajado” desde el punto de vista del ideal o de lo simbólico, que ya no es en la teoría lo que era.

El antihumanismo del psicoanalista
Aunque Lacan no dejó nunca de hablar de la importancia de las disciplinas simbólicas en la formación del analista –en el Seminario 25 aún recuerda la importancia de la retórica en la formación del analista, a través del neologismo retor- el calificativo de formación “humana” aplicado al analista se desprestigiará paulatinamente  en su enseñanza, en la medida que el goce tome un lugar preponderante en ella. 
Entonces, para volver a la frase indicada, podemos afirmar que no hay formación analítica que sea humana porque el psicoanalista no es un humanista. No puede serlo porque se ha de situar no en relación al ideal, a lo imaginario y lo simbólico que constituyen el mundo humano, sino en relación a lo real en juego, por definición inhumano: lo no-humano en el corazón de lo humano. El psicoanálisis no es humano y el psicoanalista es un antihumanista. 
Y en ese sentido el psicoanalista no puede dejar de estar advertido de todo aquello que opera taponando la división subjetiva, el agujero de lo real en lo simbólico para cada uno, o para un grupo, o una época. En primer lugar, debe estar advertido del fantasma, de los ideales, incluidos el de la valentía y el de la justicia, que Lacan cita en la frase que comento.
La formación del analista no pasa por el cultivo de los ideales ni de la Verdad, sino por su relación con lo Real. No se trata de que tenga una relación con la valentía, que Lacan comenta en su Seminario VII en relación al mal estado en que acaban los héroes, sino una posición decidida frente a lo real.
En el capítulo de este seminario titulado “La demanda de felicidad y la promesa analítica”, añade: “La cuestión del Soberano Bien se plantea ancestralmente para el hombre pero él, el analista, sabe que esta cuestión es una cuestión cerrada. No solo lo que se le demanda, el Soberano Bien, él no lo tiene, sin duda, sino que además sabe que no existe. Haber llevado a su término un análisis no es más que haber encontrado ese límite en el que se plantea toda la problemática del deseo” (12).  Y, más adelante, añade que el analista “no puede desear lo imposible” (13).  
El analista no es un héroe pero tiene que tener coraje frente a lo real para no ceder al no querer saber de aquello que le habita; para poder conducir  también al analizante a poner la máxima distancia entre I y a, el ideal y el objeto, y no retroceder tampoco ante ello.
Tener coraje no quiere decir ser temerario. El sujeto puede serlo pero el analista no, porque está sujeto a una ética. Y ésta no compete a los ideales de valentía o de justicia sino al “bien decir” la singularidad del goce, acción que requiere el medio decir de la verdad para apuntar a cernir el síntoma en juego, o a sintomatizarlo cuando se presenta en la forma del estrago. 
En este sentido, el analista más que un héroe o un juez es un “artificiero respecto a lo real” (14) tomando la feliz expresión planteada por Miquel Bassols hace cuatro años: se trata de aproximarlo y de manejarlo de manera que no explote. En relación a lo real, Lacan señala la virtud de la prudencia, la cual no ha de inhibir el acto, sino dar las condiciones para que encuentre su momento oportuno.
Entonces, los analistas hemos de estar advertidos del ideal de justicia al igual que de cualquier otro ideal. Por otro lado, Lacan se mofó un poco de la idea de una justicia distributiva (15). Miller por su parte señala que no estaba atormentado por ella: Lacan no era un justo (16). Pero eso, no le convierte en injusto. Se trata de otra lógica. 

Una paradoja de la subjetividad de nuestra época
En relación a la justicia y al humanitarismo, Lacan afirma, en 1951, que “en una civilización cuyos ideales serán cada vez más utilitarios, comprometida como está con el ritmo acelerado de su producción (…) los ideales del humanismo se resuelven en el utilitarismo del grupo. Y como el grupo que hace la ley no está, por razones sociales, completamente seguro respecto a la justicia de los fundamentos de su poder, se remite a un humanitarismo en el que se expresan igualmente la sublevación de los explotados y la mala conciencia de los explotadores” (17).
Miller subraya al respecto que cuando un gobernante está demasiado seguro de la justicia de los fundamentos de su poder, no nos da seguridad alguna, a pesar de sus buenas intenciones (18). Podríamos quizás añadir que cuando un analista está muy seguro de sus intenciones, tampoco. Y, entonces, puede pasar que ilustre aquello que Shakespeare hace decir al Rey Lear: “No somos los primeros que vamos hacia lo peor con las mejores intenciones” (19). Desde La dirección de la cura... Lacan previene de la relación del analista con el poder (20).
Cada vez que desaparece la división subjetiva en el Otro, en los otros o en uno mismo, hay razones para inquietarse, y más cuando se trata de alguien que ostenta el poder. Pero, ¿cómo manejarse con ello? Ahora que, con La movida Zadig, estamos entrando en campos inéditos para nosotros, es especialmente importante velar por mantener las condiciones en las que el psicoanálisis puede ser operativo.
También es interesante para pensar “la subjetividad de la época” esta paradoja, que Lacan plantea poco después, en ese mismo escrito, sobre algo que advierte cuando aún justo está empezando, y que ahora, setenta años después, se revela en todo su potencia: la solidaridad entre el ascenso del individualismo y el creciente conformismo social. 
En una civilización donde el individualismo reina es donde hay más fenómenos de asimilación social, es decir, que “los individuos tenderán a un estado en que pensarán, sentirán, amarán y harán exactamente las mismas cosas a las mismas horas en porciones del espacio estrictamente equivalentes” (19). Hemos de estar advertidos de ello, en tanto este conformismo social, hecho con identificaciones alienantes, comporta una agresividad que a partir de cierto punto produce efectos de ruptura y polarización en la masa, como subraya Lacan. 
La creciente división del mundo no es la buena división que trata de mantener abierta el psicoanálisis. Por el contrario, se trata de trabajar para disminuir ese abismo, esa grieta, esa fisura destructiva y sus consecuencias de segregación (también de autosegregación) y consiguiente ruptura del lazo social. No se puede disminuir, considero, sin reconocer las diferencias: no se trata de que no las haya sino de que no sean segregativas, sino productivas, es decir, generadoras de debate y de lazo social.
En la entrevista citada al principio, Miller sostiene que “en mayo del 68, el Seminario de Lacan estaba lleno de jóvenes estudiantes que esperaban alguna cosa de la lección que daba de no someterse y tampoco de ir hacia la utopía. Pero el psicoanálisis es una práctica de palabra que no consiste en imponer los prejuicios, los ideales, las concepciones de la gente, sino que permite a cada uno esclarecer los suyos. Tanto es así que el psicoanálisis es conforme al pensamiento de Heráclito, cuando dice que los seres humanos comparten el mismo mundo cuando están despiertos, mientras que, cuando duermen, cada uno tiene el suyo” (20).
Entonces, se trata de que los psicoanalistas, que sabemos del sueño de muerte del goce, encontremos, cada vez, el momento de despertar, como ya esperaba Freud. 
* Publicado originalmente en Revista Estrategias. Psicoanálisis y Salud mental, nº 6: La justicia al revés,  Universidad Nacional de La Plata, Argentina, abril de 2018.

Notas:
1. “Por la libertad de palabra. Entrevista a Jacques-Alain Miller”, en Punt Diari, sábado 3 de marzo de 2013. http://www.eol.org.ar/template.asp?Sec=prensa&SubSec=europa&File=europa/2013/13-03-02_Entrevista-a-Jacques-Alain-Miller.html
2. Freud, S. – Ferenczi, S., “Carta 762 (I1 de octubre de 1918)”, Correspondencia completa II-2, Madrid, Síntesis, 1999.
3. Freud, Sigmund, “Nuevos caminos de la terapia psicoanalítica” (1918), Obras Completas, vol. XVII, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 1984, p. 162.
4. Danto, Elisabeth Ann, Psicoanálisis y justicia social, Madrid, Gredos-ELP, 2013.
5. 5. Lacan, Jacques, “Función y campo de la palabra y del lenguaje en el psicoanálisis”, Escritos 1, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2008.
6. Lacan, Jacques, El Seminario, libro I: Los escritos técnicos de Freud (1953-1954), Barcelona, piados, sesión del 19 de mayo de 1954,1981, p. 293.
7. Levi-Strauss, Claude, Las estructuras elementales del parentesco, Barcelona, Paidós, 1981.
8. Lacan, Jacques, El Seminario, libro I: Los escritos técnicos de Freud, op. cit., p. 292.
9. Lacan Jacques, El Seminario, libro III: Las psicosis, Buenos Aires, Paidós, 1984, p. 393.
10. Lacan, Jacques, El Seminario, libro I: Los escritos técnicos de Freud, op. cit., pp. 292-3.
11. Ibidem, pp. 293-4.
12. Lacan, Jacques, El Seminario, libro VII: La ética del psicoanálisis, Buenos Aires Paidós, 1988, p. 357.
13. Ibidem, p. 358.
14. Entrevista de Marisa Morao a Miquel Bassols a propósito del cartel en las escuelas de la AMP, en Radio Lacan, el 20 de agosto de 2014.
15. Lacan, Jacques, “Televisión”, Otros escritos, Buenos Aires, 2012, p. 546.
16. Miller, Jacques-Alain, Vida de Lacan, 2 de agosto de 2011.
17. Lacan, Jacques, “Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en criminología” (1951), Escritos 1, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2008, p. 140.
18. Miller, Jacques-Alain, Piezas sueltas, Curso de la Orientación lacaniana 2004-5, Buenos Aires, Paidós, 2013, p.  157.
19. Shakespeare, William, “El rey Lear”, Obras Completas II, Madrid, Aguilar, 1991.
20. Lacan, Jacques, “La dirección de la cura y los principios de su poder”, Escritos 2, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2008.
21. Lacan, Jacques, “Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en criminología”, op. cit., p. 146.
Miller, Jacques-Alain, Piezas sueltas, op. cit.,  p. 158.

22. “Por la libertad de palabra”, op. cit.

lunes, 13 de noviembre de 2017

DIEZ PUNTOS SOBRE LOS NACIONALISMOS

“Son sólo palabras, ruidos momentáneos en el aire”( Fernando Aramburu, Patria). Foto de Emilio Faire.



Se define   por nacionalismo cualquier doctrina, movimiento o filosofía que atribuye entidad propia, diferenciada, a un territorio y a sus ciudadanos, y que propugna como valores la preservación de los rasgos identitarios, la independencia, la libertad, la emancipación, la lealtad a la considerada como nación propia.
Hay muchos nacionalismos, declarados o encubiertos, pero todos derivan del término “nación”, surgido en el siglo XVIII, y conllevan una aspiración a la soberanía política vivida como legítima.
Los rasgos identitarios a defender en cada nacionalismo son variables. Pueden ser la raza, la etnia, la sangre, la tierra, la lengua, la religión, etc., es decir rasgos simbólicos que remiten a la biología, o la supuesta  biología (pues todo rasgo por definición es simbólico), o a la cultura, pudiendo apreciarse cada vez más en los nacionalismos una tendencia a la elección de rasgos explícitamente culturales.
En el punto extremo de esta tendencia podemos situar el nacionalismo civil o liberal, cuya idea de identidad nacional puede incluir por ejemplo etnias, religiones y lenguas distintas, por lo que se pretende no identitario y en consecuencia no-xenófobo. Es el nacionalismo que encontramos con frecuencia en los procesos de independencia de las llamadas colonias en, y para, su constitución como países libres.
Sin embargo, me parece que por definición y por estructura, no encontramos ninguna aspiración nacional que no sea en mayor o menor grado identitaria y xenófoba. 
Así vemos como la independencia de India respecto al Imperio británico, por ejemplo, se acompañó de un trabajo de construcción, de invención –porque la identidad siempre es una invención-  de una identidad nacional proceso  que no fue internamente, ente los propios habitantes, sin segregación. La división inmediata en dos países -India y Pakistan- lo confirma. La violencia, incluso matanzas, producida durante ese proceso, también.
En todo caso, la idea de que no hay nacionalismo que no sea identitario y que no implique segregación, es una hipótesis que traigo al debate. Y que, de entrada, orienta esta presentación, en la que no me referiré a ningún nacionalismo concreto, dentro de todos los posibles ejemplos pasado o presentes por lo que  tampoco voy a resaltar o a obviar las diferencias que mantienen entre sí.
Me limitaré entonces a tratar de situar una lógica de funcionamiento común que, considero, podemos encontrar, en mayor o menor grado, en cualquiera de ellos, independientemente de sus coyunturas y discursos.
Trataré de situar seguidamente esta lógica mediante diez puntos que propongo para el debate.*

1. Los nacionalismos crean identidades colectivas en base a rasgos (como los citados más arriba), es decir, elementos identificatorios, que situados en el lugar del Ideal, cobran el estatuto de un todo diferenciador respecto a aquellos que no los comparten, según la lógica nosotros-ellos de todo nacionalismo. Estos últimos aparecen entonces como extraños o amenazantes para la propia identidad y para las ambiciones o proyectos asociados, es decir enemigos de la causa, por lo que es necesario rechazarlos o excluirlos para separarse de ellos.

2. Hay un vínculo entre nacionalismo y lenguaje, que compete en primer lugar a la identificación con el S1 en juego, que adquiere un estatuto de verdad en la que se cree. No hay nacionalismo sin creencia, la cual compete siempre al régimen de la existencia del Otro.
Esa identificación y la consecuente creencia pueden formularse de una manera más consistente como un rasgo común que todos los elementos del grupo compartirían dando una ilusión de igualdad dentro de la unidad. Esto podría expresarse, por ejemplo en el caso del nacionalsocialismo alemán, como: “Nosotros los arios somos una raza pura, distintos de los no-arios que son impuros”.
Pero también puede formularse de un modo menos compacto por ejemplo como un “Nosotros no somos como ellos”. Tenemos en común que no compartimos el mismo rasgo que ellos, pero eso es lo único que nos iguala, entre nosotros somos diferentes. La unidad de estas organizaciones grupales o de masas podría ser, al menos en teoría, menos compactas o más fragmentabas.

3. Pero la identificación al S1 que conforman las identidades no es solo una operación significante sino que comporta un goce, que sería el lado no-significante, la vertiente objeto del S1.
Tal como señala Éric Laurent, no basta con un ideal para constituir una masa sino que siempre se necesita un pegamento pulsional para soldarla (1).
Hay un vínculo entonces entre nacionalismo y goce. El S1 identificatorio vehicula un goce que, por su propia extimidad, el sujeto  no reconoce como tal e intenta imponer al otro como verdad. A la par, el sujeto rechaza el goce del otro mediante el mecanismo de segregación que acompaña a cualquier identificación que se toma para dar consistencia a un identidad. Es el fundamento de la xenofobia, definida como rechazo a lo extraño, a lo extranjero.

4. La segregación también afecta a lo Otro en uno mismo, es decir,  a lo que no entra en la identidad. Hay un descarte del propio inconsciente según el funcionamiento mismo del Yo que se pretende puro, es decir, ajeno a todo goce.
Así, los nacionalistas tienden a considerarse víctimas inocentes de los otros, cuyos supuestos agravios, justifican sus acciones, las cuales no son de agresión sino de defensa y “limpias” de todo goce. “El victimismo es así el combustible del nacionalismo”, según las palabras del filósofo francés Pascual Bruckner en su obra, de 1996, La tentación de la inocencia (2).

5. La operación del nacionalismo, desplaza la división subjetiva a una división objetiva entre el yo y el otro, entre nosotros y ellos. Ello sitúa al sujeto en una ilusoria unidad consigo mismo y con los otros del mismo grupo.

6. Las posiciones nacionalistas plantean que las cosas “son lo que son”, es decir, verdades evidentes e incuestionables. Las preguntas, las precisiones, las contradicciones, la multivocidad inherente al propio significante, el relieve de las cosas se aplasta, se descarta porque pondrían en peligro la homogenidad del Uno unitario en que se sostiene su discurso. El uno de goce del rasgo, el uno solo, se transforma en el Uno unitario, con su ilusión de ser. En este cambio del régimen unario al régimen uniano, el sujeto alcanza un sentimiento de unidad, la identidad imposible.

7. El nacionalismo requiere el apoyo de un relato potente. La construcción de un mito sobre el origen, un relato fundacional, proporciona una idea de antigüedad que viene a legitimar el proyecto. Por ello los nacionalismos dedicarán importantes esfuerzos a una reconstrucción del pasado que dé soporte a la idea de nación, de pueblo uno e indivisible, donde la acumulación de los agravios históricos sufridos intentará persuadir de la necesidad ineludible de un proyecto que venga finalmente a hacer justicia y a redimir a los individuos para poder ser finalmente quienes son, libres y sin opresiones.

8. Por un lado, esto no puede hacerse sin “acomodar” los hechos de la historia a conveniencia, ni tampoco sin manipular el presente. Para ello, se pone en marcha una maquinaria propagandística que, a través de los recursos de la retórica, va transformando el lenguaje y, con las palabras, las “cosas”, tal como investiga el filólogo alemán Victor Klemperer en su brillante estudio sobre la transformación del lenguaje cotidiano en el Tercer Reich (3).
En relación a este trabajo de, y sobre, el recuerdo, en su obra Los abusos de la memoria (4), Tzvetan Todorov distingue dos tipos de memoria: por un lado, la memoria “literal” que busca recuperar la memoria exacta de los hechos con el fin de hacer justicia en el presente; por otro la memoria “ejemplar”, que se sirve de la experiencia pasada para la construcción de un futuro mejor.
Más allá de las declaraciones conciliatorias que puedan hacerse a veces por parte de los Gobiernos, para reparar las injusticias del pasado, este ultimo fue  lo que fue y, por tanto, no se puede reparar. Nadie puede hacer el duelo por lo que vivieron sus antepasados. En tanto un duelo compete siempre a un sujeto, cada uno tiene la responsabilidad y la oportunidad de afrontar los propios duelos, pero nunca los del otro y menos aún, los de los que ya no están.
Solo tenemos el presente y quizás un futuro. Así que anclarse en este discurso de la reparación de los supuestos agravios sufridos no sirve ni para reparar la historia ahora ni para construir un futuro mejor. Como dice Todorov, es importante recordar, mantener viva la memoria, pero sin sacralizarla, para que el presente, con sus posibilidades de cimentar el futuro, no se nos escape de las manos.

9. Los nacionalismos surgen o se reavivan siempre en momentos de crisis y de profundo malestar social. Y constituyen una respuesta a ello, un intento de solución por el que los sujetos trata de cambiar su posición de objeto pasivo, incluso de objeto de desecho del sistema, para devenir un sujeto, es decir, alguien que elige y decide. Sin embargo, los nacionalismos, parecen quedar en el plano del yo, que es siempre el principal nacionalista: del yo es un nacionalista de sí mismo y, por ello, la segregación no es algo extraordinario sino ordinario: la segregación nuestra de cada día, respecto a la cual todos nos tenemos que cuidar.
Cada nacionalismo defiende así una solución que se presenta como la única factible, desautorizando la posibilidad de cualquier otra existente o por venir.
Entonces, con los nacionalismos, no estamos en el plano del sujeto dividido sino en el plano del individuo, constituido como sabemos por el yo y el cuerpo, con todas sus pasiones.

10. Más allá de los ideales novedosos, y muy legítimos a veces, que puedan defender, los nacionalismos se rigen siempre por el discurso del amo donde el S1 en lugar de agente sostiene la impostura de la verdad.
Lacan contrapuso al discurso del amo, el discurso analítico que, al contrario que los otros tres discursos, “no se cree la verdad” (5), sino que se sale del universal de la verdad (verité) para restituir la variedad (varité) de las distintas verdades subjetivas (6).
Entonces, en tanto analistas hemos de poder escuchar siempre los distintos malestares de los sujetos de la civilización, también aquellos que cualquier nacionalismo haya logrado canalizar y desplazar, para que la verdad de cada sujeto tenga alguna suerte de posibilidad de mediodecirse.
Sabemos que ni el fantasma ni las identificaciones ni los ideales desaparecen nunca del todo, por lo que no se trata de esperar que lo hagan. Pero, en tanto analistas, no podemos entrar en una lógica identificatorio pues estamos advertidos  al respecto. Por el contrario, tenemos que apuntar  a rebajar el nivel de las identificaciones en juego que conforman esas falsas identidades que hacen desaparecer la dimensión del sujeto.
Tal como señala Jacques-Alain Miller en Torino (7), no es lo mismo el lugar de un Ideal que apunta  a unir una masa a través de la sugestión, que un lugar de ideal desde donde se hace una interpretación disociativa y demasificante que  apunta a agujerear la masa y analizar la sugestión.
* Intervención en la Conversación Comunidad y segregación: Nacionalismo y Yihadismo, celebrada con ocasión de las XVI Jornadas ELP, en Madrid, el 11 de noviembre de 2017.

Notas
1. Laurent, É., “Afectos y pasiones del cuerpo social”, El Psicoanálisis,  revista de la ELP, nº 30/31, Barcelona, ELP, octubre 2017.
2. Bruckner, P., La tentación de la inocencia, Barcelona, Anagrama 2002.
3. Klemperer, V., LTI. La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo, Barcelona, Minúscula 2001.
4. Todorov T., Los abusos de la memoria, Barcelona, Paidós Ibérica, 2013.
5. Lacan, J., “Pour Vicennes”, Ornicar? 17/18, Paris, 1979.
6. Miller, J.-A, Todo el mundo es loco, Buenos Aires, Paidós, 2016, p. 323-6.
7. Miller, J.-A., “Teoría de Torino acerca de la Escuela sujeto”, El psicoanálisis, revista de la ELP, nº 1, Madrid, ELP, 2001.

lunes, 30 de enero de 2017

DE IDENTIDADES Y MUROS, ES DECIR, DE IDEALES Y SEGREGACIONES

Obra dl artista polaco  Igor Morski (Poznan, 1960)

La reacción primera frente al sinsentido, frente a aquello que resulta inadmisible para nuestro pensamiento, es el rechazo: tendemos a apartar, cuando no a eliminar, aquello que perturba nuestro mundo para evitar que éste cambie y, con ello, nos obligue asimismo a cambiar, pasando a ser otros distintos de los que sentimos que somos, lo que fantaseamos por lo general como una gran amenaza, y no como un alivio.
Pensar que sabemos quienes somos y que los miembros de nuestro grupo de pertenencia son iguales o muy parecidos nos da tranquilidad. Sin embargo, el sentimiento de identidad nos trae muchos problemas y más que responder a ninguna esencia y, menos aún, a ninguna realidad, es la consecuencia de nuestras identificaciones, siempre parciales. Así, cuando decimos “yo” o “nosotros” entramos en el terreno de la ilusión de creer que nos conocemos y, por tanto, nos equivocamos.
La identificación es un proceso fundante del psiquismo: la primera identificación en que el niño, aún balbuceante, dice “yo” es necesaria para su estructuración mental. Pero es tan necesaria y fundamental como ilusoria, porque cuando cualquiera dice “yo” solo se está identificando con aquellos aspectos de sí mismo que más le gustan, que más responden a sus ideales. Y, a la par, está dejando fuera, sin considerar, es decir, desconociendo, todos aquellos aspectos que no le gustan y que con facilidad proyecta sobre los otros dando voz y verdad al refrán de que “Más vemos  la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio”.
¡Cuántas veces decimos, por ejemplo, “porque yo soy muy sincera” -o muy lo que sea- y, a continuación, hacemos algo que lo contradice flagrantemente! ¡Cuántas veces reprochamos a los otros algo que hacemos constantemente sin darnos cuenta! ¡Y cuántas veces nos toleramos o toleramos en los más próximos algo que no soportamos que otro de fuera de nuestro círculo haga, o nos negamos a valorarlo igual!
Así, cuando decimos que el otro es un cretino se nos olvida las veces que nosotros también lo somos, cuando gritamos ¡cómo es que nadie hace nada para solucionar este desaguisado! no tenemos en cuenta la de veces que nosotros montamos un pollo porque se nos han cruzado los cables o no hacemos nada para arreglar las situaciones en las que estamos inmersos. O dejamos de lado cuántas veces criticamos la corrupción ajena pero vamos de listos tratando de escaquearnos de pagar las multas o de cumplir con el fisco.
Y, yendo a una situación más cotidiana, nos quejamos de que las naciones o las distintas organizaciones de las naciones no paren la guerra, pero no estamos dispuestos a dar el brazo a torcer en el menor conflicto abierto que mantenemos con vecinos u otros semejantes por cualquier tontería.
¡No es lo mismo, pensamos! Con razón, partimos de la ilusión primera, fundante, de que “yo” o “nosotros” somos siempre estupendos.
Entonces, el “nosotros”, que incluye a los que considero que son como yo, crea directamente el “ellos” y los separa del grupo. Los mecanismos actuantes son el Ideal y la segregación: el primero es brillante, la segunda, oscura, y  se propaga como la hiedra salvaje allí donde aquel nos ciega.
Cuando decimos “nosotros”, ya nos refiramos a nuestra familia a los dentistas, a los psicoanalistas, a los hombres o las mujeres, a los músicos, o los catalanes o  los de Málaga, a los demócratas o a los … nos creemos siempre mejores, y, en consecuencia, consideramos a los otros distintos, y –seamos sinceros- peores.
Y el sentimiento de seguridad y de placer que nos genera es correlativo de la distancia o de la falta de empatía o la antipatía, incluso del odio, contra el "tú", el "vosotros" o el "ellos", todos aquellos que no son como yo o como nosotros.
El amor y el odio son los sentimientos que brotan del “yo” y el “nosotros” contra el “tú, vosotros o ellos”.
El punto ciego de cada ideal es que segregamos todo aquello que no entra en él, ya sea propio o ajeno.
Se necesita un esfuerzo civilizatorio tenaz para que las relaciones sociales no queden reducidas a este “yo/tú”, “nosotros/ellos” fundante. Nada asegura que sea posible ir más allá. Ni nada asegura, cuando lo hacemos, que no podamos retornar a quedar reducidos a ello en cualquier momento: a ese "tú o yo", "nosotros o los otros", tan potente como arcaico. El esfuerzo ético en el plano individual y colectivo ha de ser constante.
Siglos de civilizaciones, todas ellas necesariamente imperfectas y mejorables al igual que los que las sostenemos, nos ilustran de las imposibilidades en juego.
Y nos ilustran sobre cómo la mayoría de las guerras han empezado con las mejores intenciones… de imponer un "nosotros" a los otros, a ellos, de hacer pasar por la guillotina de nuestros ideales los ideales de los otros, cuando no a estos últimos directamente.
La Historia, cada proyecto civilizatorio, sus éxitos y sus fracasos, nos enseña sobre esta barbarie de las mejores intenciones, así como que las identificaciones y los ideales son a tratar siempre sin demasiado entusiasmo, con distante advertencia, sin creérnoslos nunca del todo, por buenos que nos parezcan en sí mismos, porque llevan siempre en su seno la semilla de la destrucción, propia y ajena, sin que lo parezca. La paz es un ideal, un proyecto frágil siempre por lograr o mantener.
Nunca muros, murallas, ni administrativas ni físicas, han logrado que la civilización avance hacia algo mejor.
En un mundo tan fragmentado como atroz donde todo se convierte en un pequeño ideal y una bandera, es decir, en una causa contra el otro, contra el distinto, es decir, contra el lazo social, contra los pactos necesarios  para que haya civilización, el reto es fascinante.
¿Lo conseguiremos? Y si fuera así, ¿cómo? ¿Cómo lo haremos? Lo que está claro es que no podemos renunciar a intentarlo porque, en caso de hacerlo,  conocemos sobradamente los resultados.
* Un extracto de este artículo ha sido publicado en La Vanguardia digital el 13 de julio de 2017:
http://www.lavanguardia.com/vida/20170713/423894895122/levantar-muros-no-protege-nuestra-identidad.html?utm_campaign=botones_sociales&utm_source=facebook&utm_medium=social