viernes, 29 de enero de 2010

LAS CRIADAS DE JEAN GENET Y LAS HERMANAS PAPIN


El pasado 21 de enero se estrenó, en el Teatro de la Abadía de Madrid, una versión de la obra “Las criadas” de Jean Genet (1). Esta obra, publicada en 1947, y una de las más conocidas del autor, recuerda el famoso crimen de las hermanas Papin, cometido en febrero de 1933 en la población francesa de Le Mans.
Para resumir, las hermanas Christine y Léa Papin, de 28 y 21 años respectivamente, que trabajaban como sirvientas desde hacía muchos años en casa de la familia Lancelin, asesinaron brutalmente una tarde de febrero a la señora de la casa y a su hija. Lo hicieron sin premeditación alguna.
El suceso se produjo de la siguiente manera: hubo un problema con un fusible -probablemente debido a la torpeza de una de ellas- por lo que la plancha no funcionaba; cuando la señora Lancelin y su hija regresaron a casa y se enteraron de lo que sucedía, se desató la tragedia.
El reproche de la señora y de su hija, un esbozo de gesto de amenaza hacia Christine, precipitan por parte de esta última el acto criminal. Su hermana Léa corre a ayudarla. El relato que hacen de ello durante el interrogatorio presenta una acción sincronizada: como víctimas de un juego de espejos imparable, el furor se desata y sin mediar palabra, cada hermana se apodera de una de las mujeres, le arranca los ojos y luego la golpea hasta arrebatarle la vida. Pero el furor continúa y, tras asesinarlas, las dos hermanas se ensañan ferozmente con sus cadáveres. Luego se encierran en su habitación, se estiran en la cama, y esperan la llegada de la policía.
Nada permitía presagiar el crimen. Hasta ese momento, las hermanas se comportaban de manera sumisa, en opinión de los que las veían, modélicamente. Pero Lacan señala, en el artículo que les dedica (2), que la familia y las criadas prácticamente no se hablaban. Los señores de la casa estaban especialmente desprovistos de simpatía hacia ellas, pero eso no nos permite pensar –añade- que la indiferencia de estas últimas no fuera más que una reacción a ello. Había una notoria desafectividad en juego.
En el interrogatorio, no aparecen signos de delirio, tampoco de arrepentimiento, solo frialdad. No habían hecho otra cosa que responder, afirma Christine, a la intención agresiva de su señora: “Ellas no nos golpearon, hicieron solo el gesto de quererlo hacer. Prefiero haberles quitado el pellejo a mis señoras, a que ellas me lo hubieran quitado a mi. No lo lamento” (3).
Léa insiste en ser idénticamente responsable: ambas hicieron lo mismo, los mismos actos, los mismos golpes, tuvieron idéntico comportamiento criminal. Sin embargo, al cabo de unos meses, Christine presentará un episodio delirante. Y las declaraciones cambian: Léa reconocerá no haber estado en la misma habitación cuando su hermana asesinó a la hija de la casa. Oyó los gritos y vio a su hermana enzarzada en la pelea mortal. Acudió a defenderla y se implicó en el crimen. Las posiciones de las dos hermanas se tornarán disimétricas, las condenas también: Christine será acusada del doble asesinato; Cléa, de haber matado junto con su hermana a la señora Lancelin.
El examen del caso que Lacan hace en “Motivos del crimen paranoico” le permitirá reiterar su tesis de que el acto criminal puede, en ciertos casos, hacer desaparecer el delirio. El artículo se sitúa entre su tesis sobre la paranoia de autopunición (1932) y su primera formulación del estadio del espejo (1936).
En relación a “Las criadas”, Sartre afirma (3) que  Genet siempre negó haber tenido su fuente de inspiración en las hermanas Papin. Resulta un poco extraño porque las similitudes son evidentes en muchos puntos, aunque también se debe que reconocer que hay importantes variaciones. 
Pero no se trata aquí de demostrar si Genet se inspiró o no en el suceso, sino de pensar qué es lo que construye. Y no hay duda de que, a pesar de que los personajes, las relaciones que se establecen entre ellos, las acciones que tienen lugar y la intensidad dramática de las escenas recuerdan en muchas ocasiones el caso, él hizo, a partir de él o no, otra cosa.
La creación genetiana no toma la perspectiva de la psicosis de las hermanas sino la "locura" femenina. Así como Marguerite Duras se inspiró en una paciente psiquiátrica para construir el personaje de Lol V. Stein, que Lacan toma en la época para ilustrar el goce femenino, podría pensarse que Genet se inspiró en las hermanas Papin para construir los personajes de Solange y Clara, pero hace de ellas dos mujeres enclaustradas en su insatisfacción, sin más consistencia de ser que la que les otorga su ser de criadas.
En su obra,  Genet utiliza un recurso teatral, que también hace servir  asimismo en otras: crear la escena dentro de la escena. Cuando se quedan solas -siempre juntas-, las hermanas entran en la habitación de la señora, corren las cortinas de la ventana para que nadie las vea y montan allí su teatro privado, clandestino. El escenario se duplica, y a veces cuesta distinguir qué personaje está hablando, si se trata por ejemplo de Solange hablando con la señora o de Solange haciendo el papel de la señora que habla con Solange.
Primero una hermana, luego, la otra, se ponen los vestidos de la señora y se adornan con sus joyas. Las dos alternan en representar el papel de la señora a la que cuidan con devoción y con la misma intensidad odian, o a sí mismas. Y ambas parecen extraer cierta consistencia de esa representación. 
Habiendo denunciado, de manera anónima y con falsedad, al amante de la señora, y estando a punto de descubrirse el hecho, temen ser despedidas y perder la pequeña herencia que tienen prometida. Así que deciden envenenar la taza de tila que la señora suele tomar para que ésta muera antes de ser descubiertas. Pero, finalmente, Clara la toma. Se suicida. 
En la escena final, como cuando la policía encuentra a las hermanas Papin, Solange abraza a su hermana menor moribunda, ambas estiradas en la cama.
No se trata aquí, para Genet, de denunciar la dominación que rige entre las clases sociales -Genet afirmaba irónicamente que para hacer eso ya estaban los sindicatos. Pero, ¿de qué se trata entonces?
Una anotación suya nos da una pista al respecto: “Si tuviera que representar una obra de teatro en la que actuaran mujeres, exigiría que ese papel estuviera a cargo de algunos adolescentes y se lo advertiría al público poniendo un cartel a la izquierda o la derecha del escenario durante toda la función” (4).
Como señala Sartre, no se trata aquí ni de misoginia ni del amor de Genet por los muchachos. El autor está dando una indicación sobre la manera de poner en escena su obra. No solo habría que elegir actores masculinos y disfrazarlos de mujeres, sino que habría que impedir que el espectador olvidase que no son mujeres sino hombres, es decir, habría que hacer evidente el artificio.
Esta indicación parece apuntar a la separación entre la feminidad y el hecho de ser mujer,
Podría parecer que una mujer no tiene que representar la feminidad en la escena porque esta última se deduce naturalmente del hecho de ser mujer. Y podemos decir que, con cierta frecuencia, ambas cuestiones coinciden, se superponen. Pero, el psicoanálisis las distingue: la feminidad no está referida a la anatomía ni a las identificaciones simbólicas o imaginarias del sujeto, sino que es una identificación de goce, nombra una modalidad de satisfacción.
Y Genet, también las distingue. Su indicación pone al desnudo esta confusión común de equipararlas. Fuerza a los actores  a representar la feminidad. Pero, ¿cómo hacerlo si hemos dicho que no es algo del orden de las identificaciones imaginarias o simbólicas sino del orden de la satisfacción? El esfuerzo de los actores es notorio: tratan de contrariar su fuerte musculatura y buscar un punto de abandono, de modificar el gesto, el timbre de su voz… para atrapar eso que pasa en el cuerpo, que es del orden de una satisfacción. El resultado no puede dejar de resultar en algunos momentos casi histriónico, en el sentido de forzado, como lo sería seguramente si la obra fuera representada por algunas actrices. ¿No podemos pensar que este mismo intento fallido de cernir, esta misma inaprensibilidad, este exceso,  logra hacer presente precisamente la dificultad en juego? Sin embargo, hay que destacar que la brillante interpretación que Oriol Genís hace del personaje de Solange triunfa en hacer pasar un punto distinto. 
Aún cuando Sartre insiste en que esta indicación respecto a la obra no quiere decir que Genet tenga ningún interés por las mujeres, no puede decir que no haya en él algún interés en relación a la feminidad. Como mínimo ha pensado en ello  y quiere hacernos pensar en el asunto.
Este interés no deja de ser algo estructural en todos, porque para poder situar la propia satisfacción del lado masculino o del femenino, uno tiene que confrontarse con la existencia de dos tipos de satisfacción distintas, lo que es independiente de la elección de objeto homo u heterosexual. La creencia de que uno puede definirse como masculino o femenino en referencia solo al propio sexo, es una ilusión. Pero esta cuestión puede aceptarse o negarse. 
La dirección de Manel Dueso de la obra de Genet tiene la delicadeza de no pasar por alto esta interesante indicación del autor. El título de su versión es “Genet. Las criadas”, porque trata de representar la obra, según él mismo señala, teniendo en cuenta el conjunto del universo genetiano.
Solo tomaré aquí el hecho de que, en dicho universo, la realidad es denunciada como artificio. Y tiene razón. Solo que él habla de “falsos semblantes”, aquellos que están hechos de máscaras e ilusiones. Pero, en psicoanálisis, conocemos la redundancia de esta expresión (5): no hay semblantes que no lo sean, es más, la verdad misma no es más que semblante.
Para concluir, una pequeña información: la obra, que se estrenó hace aproximadamente un año en catalán en la sala Muntaner de Barcelona, estará hasta el 31 de enero en Madrid y después irá a Valencia.

Bibliografía
1. Genet, J. Les bonnes. Paris: Folio, 2002.
2. Lacan, J. “Motivos del crimen paranoico: El crimen de las hermanas Papin”. En: De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad. México: Siglo XXI editores, 2000.
3. Allouch, J, y otros. El doble crimen de las hermanas Papin. México: Epelé, 1999.
4. Sartre, J.-P. San Genet. Comediante y mártir. Buenos Aires: Losada, 1967, cap. III.
5. J. Lacan. Séminaire XXI: Les noms dupés errent (1973-1974). Inédito.

viernes, 22 de enero de 2010

LA LECTURA DEL PSICOANALISTA. PSICOANALISIS Y LETRA




El título de esta segunda mesa, “Cómo lee y cómo aprende a leer un psicoanalista?”, puede leerse en el sentido de cómo lee un psicoanalista lo que dice su analizante, el llamado texto analizante,  pero, también, en el sentido común del vocablo “leer”, es decir, cómo lee los textos psicoanalíticos. Ambos hacen referencia a la cuestión de la formación del analista. Abordaré en primer lugar la cuestión de la lectura como modalidad específica de la escucha analítica y, luego, tomaré la importancia del aprendizaje de la lectura textual en la formación del analista.

I
¿Los analistas leen?
De entrada, lo que resulta obvio es que los psicoanalistas escuchan. En 1953, Lacan plantea que no tienen otro material para trabajar que las palabras de los analizantes. El analista ocupa el lugar de un Otro que, al escuchar el discurso del analizante, lo puntúa y le da sentido (1). En esta temprana equiparación entre interpretación y puntuación apunta ya la concepción freudiana del inconsciente como un texto escrito y la idea de la escucha analítica como una lectura.

¿Cómo leen los analistas?
La interpretación semántica
En “La instancia de la letra”, Lacan sitúa el estatuto de la escritura en la palabra misma a partir del sueño. Freud había abordado su descifrado como la lectura de un jeroglífico. Lacan precisará que las figuras empleadas en su cifrado solo tienen que ser considerados por su valor significante (2). Así, por ejemplo, una analizante relata un sueño donde ve a un hombre que le gusta pero, al darse cuenta de que cojea, se angustia. En lo que dice, “cuando veo que es cojo me angustio”, se escucha: “Cuando veo que escojo me angustio”.
Esta estructura de lenguaje que hace posible la operación de lectura se encuentra también en el síntoma: “Si el inconsciente puede leerse es porque el síntoma está inscrito en un proceso de escritura”, “está determinado por una estructura significante”: para que se constituya, es necesario que inconscientemente se tome “un elemento mnésico de una situación anterior privilegiada como elemento significante para articular la situación actual (3).
A modo de ilustración, Lacan hace referencia a los relatos de Raymond Roussel (4), donde el trabajo con la materialidad del significante pone de relieve que “el significante y el significado son órdenes distintos y separados inicialmente por una barrera resistente a la significación” (5).
En primer lugar, el autor busca dos palabras casi homófonas, casi homógrafas, pero que tienen entre sí el máximo alejamiento semántico. Por ejemplo (6), en el relato “Entre los negros” parte del par “billard” (billar) –“pillard” (saqueador, pillastre) y lo sitúa en una secuencia de homónimos hasta completar sendas frases formadas con palabras casi idénticas pero que tienen, al menos, dos sentidos claramente distintos:

Les lettres du blanc sur les bandes du vieux billard
(Las letras en blanco sobre las bandas del viejo billar)

Les lettres du blanc sur les bandes du vieux pillard
(Las cartas del blanco sobre las bandas del viejo saqueador)

Entre ambas frases teje la trama de una enrevesada historia cuya única razón de ser es conducir al lector, sin que lo advierta, de la primera a la segunda. La frase inicial queda olvidada a lo largo de las peripecias narradas en el texto pero, al llegar al final, el lector la encuentra de nuevo por sorpresa. Y, entonces entiende, de manera retroactiva, más allá del sentido de la historia relatada, la lógica significante que la determina.
¿Qué teoría de la interpretación analítica corresponde a esta concepción del inconsciente simbólico, donde el saber articulado en el síntoma es un saber significante, descifrable? La interpretación es homogénea a la significación inconsciente y, por tanto, sigue las leyes de la cadena significante, cuya escritura mínima es: S1-S2. Un significante remite con su significación a otro significante, que lo interpreta.

La interpretación asemántica
Pero, así como para Freud la interpretación encuentra un límite al acercarse a ese lugar espeso que llama el ombligo del sueño (7), para Lacan, la interpretación como descifrado significante encuentra un punto irreductible al significante que se produce como real. La interpretación no apuntará ya al sentido sino al goce.
No se trata ya del inconsciente estructurado como un lenguaje. El inconsciente está tejido con lalengua. En su curso La fuite du sens (8), Miller hace referencia a un recuerdo temprano de Michel Leiris, que éste cita en su obra Biffures (9): de niño, mientras jugaba con unos soldaditos, cogió el que más le gustaba pero se le cayó y por un instante temió que se le hubiera roto al chocar con el suelo. Al ver que eso no había pasado, exclamó con gran alegría: ¡Lizmente! (en vez de ¡felizmente!). Era un niño que aún no sabía leer ni escribir, es decir, aún no había aprendido por dónde hay que cortar las palabras. Él creía que cuando las cosas salían bien había que decir: “¡Lizmente!” Ese término expresaba adecuadamente lo que sentía. Pero se sintió desconcertado cuando un familiar le corrigió: “No se dice ‘lizmente’, se dice ‘felizmente”. Leiris refiere su extrañeza ante ese “felizmente” que venía del otro y que no resonaba del mismo modo en su cuerpo. Algo cayó entonces para él de su relación con la felicidad. Y a partir de entonces se sintió desgraciado. Por otro lado, luego dedicará su vida a trabajar lalengua.
Como vemos, lo que Lacan llama con el neologismo "lalengua", la lengua del niño previa a su entrada plena en el lenguaje, no tiene como objetivo la comunicación sino la satisfacción, el goce, y está totalmente sujeta al equívoco. Entonces, ¿qué interpretación correspondería a esta definición del inconsciente? Se trataría de una interpretación como S1 asemántico que llamaría en resonancia a lo que calcula e interpreta en el sujeto, revelando –subraya Miller- una perplejidad, “una opacidad irreductible en la relación del sujeto con lalengua” (10).
Si la puntuación es siempre significación, esta interpretación, asemántica, operaría más bien con el corte. Su escritura sería más bien aquella que Lacan escribe en la parte inferior del discurso analítico: S1 // S2.
E. Laurent señala que Leiris se identificó a este niño infeliz, cuyo “lizmente” no fue bien recibido por el Otro. Y ese S1 se separa de todo el saber inconsciente ligado él que queda como un recuerdo. “Deberíamos hacer producir por el sujeto su identificación (...). Y ello opera, a condición de que cierto vacío se introduzca entre la identificación con el significante amo y la cadena inconsciente” (11).
Esta interpretación asemántica, concluye Miller, estaría más bien del lado del escrito o, “en todo caso, debe hacerse rivalizando con el escrito”(12).

Eso se lee, entonces, ¿quién lee? 
En 1972 (13), Lacan distingue entre la escritura y el escrito, entre la dimensión significante y la letra. “No es lo mismo leer que leer una letra”. Lo que se hace en el discurso analítico es leer una letra –la letra del goce-y esto no se hace sin el decir, sin la cadena significante. La letra está separada de toda significación. Por eso, Lacan se no se refiere aquí a la lectura del analista sino a “la lectura que determina el discurso analítico”. “La letra es un efecto de discurso”.
En el matema del discurso analítico, el analista en el lugar de agente, con la regla de la asociación libre, incita al sujeto del inconsciente en juego -el analizante-, que está en el lugar del saber, a decir sin detenerse ante la necedad de lo que dice –porque el significante no tiene relación con el significado y la significación está siempre en otra parte-, para producir los S1 de su historia, como separados del saber inconsciente, de la cadena significante ligada a ellos.
“El analista supone –dice Lacan- que el sujeto del inconsciente –el analizante- sabe leer y supone también que puede aprender a leer”. La lectura de estos S1, de esta letra, estaría entonces, supuestamente, del lado del analizante. Por eso, añade que lo que los analistas enseñan a leer al analizante no tiene nada que ver con lo que los analistas, de ello, pueden escribir, separando así la lectura del analizante de la escritura del caso que pueda hacer el analista.
Cinco años después, Lacan afirma: “Imposible saber quién lee. Sólo se sabe que hay escritura en el inconsciente y que la transferencia tiene que ver con situar en el analista al ‘sujeto supuesto saber leer de otro modo” (14).

II
¿Cómo aprenden a leer los analistas?
Entonces, en primer lugar y fundamentalmente, el analista aprende a leer en su análisis, es decir, en tanto analizante. Esto implica una posición, una relación con su enunciación que mantenga abierta la hiancia entre el decir y el dicho. No está dada de entrada ni se produce fácilmente, exige un esfuerzo.
Esta posición, este deseo, este esfuerzo en relación a la enunciación en juego son requeridos asimismo en relación a la lectura de los textos. Por eso, Lacan plantea en 1953, que “comentar un texto es como hacer un análisis” (15). Y el lector -señala un año después-, ha de utilizar todos sus recursos para interrogar al texto no solo en sus relaciones con el autor sino, en especial, para hacerle responder a las preguntas que nos plantea, tratándolo en su valor de transferencia (16).
En relación a esto, Miller subraya que, en la disciplina del comentario, “el texto pregunta y el texto responde. (...) Y las preguntas que pensamos plantearle, en realidad es el mismo texto el que nos las hace. Y las respuestas no son nuestras respuestas, sino las que buscamos en el texto mismo. Obedeciendo a este rigor el efecto de transferencia se produce de una manera implacable” (17). No basta entonces con poner distancia respecto al texto, con desalienarse de lo que dice, con “desuponer el saber” al autor. Para poder extraer la enunciación en juego, es necesaria la transferencia.
 * Texto presentado en la X Conversación de la ELP: “La autorización del psicoanalista y su formación", celebrada en Madrid en abril de 2008. Publicado, con el conjunto de la conversación, en X Conversación de la ELP: La autorización del psicoanalista y su formación. Barcelona: ELP, 2009. 

Bibliografía
1. Lacan, Jacques. “Función y campo de la palabra y el lenguaje en psicoanálisis”. En: Escritos 1. México: Siglo XXI Editores, 1984, p. 242.
2. Lacan, Jacques. “La instancia de la letra en el inconsciente o la razón desde Freud”. En: Escritos 1, op. cit., p. 490.
3. Lacan, Jacques. “El psicoanálisis y su enseñanza”. En: Escritos 1, op. cit., pp. 426-429.
4. Op. cit., p. 430.
5. Lacan, Jacques. “La instancia de la letra en el inconsciente o la razón desde Freud”, op. cit., p. 477.
6. Roussel, Raymond. “Parmi les noirs”. En: Comment j’ai écrit certains de mes livres. Paris: Gallimard, 2000.
7. Freud, Sigmund. “La interpretación de los sueños”. En: Obras Completas, vol. V. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1984, p. 519.
8. Miller, Jacques-Alain. “El escrito en la palabra” (clase del curso La fuite du sens). En: El lenguaje, aparato de goce. Buenos Aires: Colección Diva, 2000.
9. Leiris, Michel. Biffures (La règle du jeu I). Paris: Gallimard, 1975.
10. Miller, Jacques-Alain. “La interpretación al revés”. En: Entonces: Sssh... Barcelona: Eolia, 1996, p. 12.
11. Laurent, Éric. “La carta robada y el vuelo de la letra”. En: Síntoma y nominación. Buenos Aires: Diva, 2002.
12. Miller, Jacques-Alain. “El monólogo de la apparole”. En: El lenguaje, aparato de goce, op. cit., p. 118.
13. Lacan, Jacques. El Seminario, libro XX: Aún. Buenos Aires: Paidós, 1992, cap. III.
14. Lacan, Jacques. Le Séminaire, livre XXV: Le moment de conclure. Inédito.
15. Lacan, Jacques. El Seminario, libro I: Los escritos técnicos de Freud. Buenos Aires: Paidós, 1981, p 120.
16. Lacan, Jacques. “Respuesta al comentario de Jean Hyppolite sobre la Verneinung de Freud”. En: Escritos 1, op. cit., pp. 366-367.
17. Miller, Jacques-Alain. “Introducción a ‘Variantes de la cura tipo”. En: Umbrales del análisis I. Buenos Aires: Manantial, 1986.

viernes, 15 de enero de 2010

¿TODOS DEPRIMIDOS? DEPRESION Y PSICOANALISIS


En la niebla. Asturias, 2008. Foto de Margarita Álvarez
El uso extenso que se hace, desde hace unos años, del término “depresión”, la frecuencia cada vez mayor de su diagnóstico, junto al hecho de que, según las consideraciones de la OMS, la depresión podría devenir en pocos años una auténtica pandemia psicológica, vuelve necesario interrogarla. Se trata de poner la depresión en cuestión. De ahí el título elegido.
De manera cada vez más preocupante, los manuales de clasificación y diagnóstico de las enfermedades mentales organizan los síndromes en función de los efectos de los medicamentos, eliminado cualquier consideración a la subjetividad. 
Para las neurociencias, la depresión sería una enfermedad, un desajuste neuroquímico, una respuesta orgánica inadecuada a los problemas de la existencia, que se explicaría por razones biológicas, incluso genéticas. El aumento de número de casos no sería más que el reflejo de que hay mejores instrumentos de diagnóstico. 
Dado el coste sanitario que la atención a la depresión requiere, el coste económico que las bajas con este diagnóstico suponen al Estado, y el riesgo de suicidio que algunos casos podrían implicar, el objetivo de las políticas sanitarias es perfeccionar los métodos de detección y diagnosticar a los deprimidos lo antes posible, es decir, a ser posible antes de que estén deprimidos. 
Por eso, frecuentemente se recetan antidepresivos cuando hay desánimo, “para que no vaya más”, para prevenir la depresión, es decir, por el bien de la persona, que pasa de esta manera a engrosar lógicamente las estadísticas de los casos de depresión -sin duda la industria farmacéutica extrae de ello enormes beneficios y ayuda con sus campañas publicitarias a provocar un sobreconsumo de antidepresivos por fuera de sus indicaciones.
Consideramos que hay una lógica pervertida en este razonamiento, o como mínimo extraviada, es decir, desorientada, sobre la que los profesionales tenemos que reflexionar. Estar bajo, “down”, “depre”, desanimado, flojo, abatido, fatigado, sentirse vacío, aburrido, sin ganas... son algunas de las formas con las que el sujeto moderno expresa su malestar subjetivo, la sensación de que algo no funciona. No hay quue escucharlo como un signo de un problema neuroquímico sino como una metáfora del sufrimiento del sujeto en su relación consigo mismo y con los otros.
El psicoanálisis cuestiona el uso extendido del diagnóstico de depresión y la medicación generalizada con la que dicho uso se acompaña, que parece aspirar a eliminar cualquier signo de malestar de nuestras vidas. No hay duda de que el diagnóstico de depresión aumenta también en una época donde es obligatorio, imperativo, ser feliz.
Es necesario abrir espacios de reflexión sobre los tratamientos que hacemos y los programas que creamos, sostenemos o padecemos. No existen terapéuticas ni programas neutros: si pensamos y decimos, es decir, tratamos al sujeto, como un enfermo nacido con un transtorno de origen oscuro pero probablemente hereditario (cuestión que por mucho que se repita nunca ha sido probada), como si lo que le ocurre no tiene nada que ver con él, como si no puede hacer otra cosa para sentirse mejor que medicarse, le desresponsabilizamos de lo que le ocurre, como si no estuviera implicado íntimamente en lo que le pasa, como si no pudiera hacer nada para cambiar -lo cual es en sí mismo depresógeno. No le tratamos como sujeto de su malestar sino que le reducimos a ser el objeto de un desajuste.
Tal como plantea la clínica psicoanalítica, el abordaje de ese cajon de sastre que llaman depresión, no puede hacerse sin una ética que tenga en cuenta que la relación del sujeto con la pulsión se sitúa en ese espacio que Freud nombró con un más allá del principio del placer y que si lo excluimos de nuestro campo retorna con una fuerza cada vez más funesta. En relación al abordaje de la llamada “depresión” hay entonces una clínica, una ética y una política a tener en cuenta, tres términos que Jacques Lacan nos ha enseñado a no separar.
* Texto leído en la apertura de la IV Jornada Clínica del CPCT de Barcelona, que tuvo por título: “¿Todos deprimidos? Clínica y ética de la depresión”. Publicado en la revista del Col.legi Oficial de Psicòlegs de Catalunya en abril 2011.

domingo, 10 de enero de 2010

ESCRITURAS EN LIBERTAD. PSICOANALISIS Y LETRA


"Lluvia",  de Felipe Boso. Catálogo "Escrituras en libertad", Instituto cervantes

Un signo lingüístico, por ejemplo "lluvia", no une una palabra y una cosa sino un concepto y una imagen acústica. Vivimos en un mundo de signos, donde la dimensión "cosa", la experiencia primera, original, está perdida, borrada por los signos que ocupan el lugar que han dejado vacío al nombrarla. El acceso al mundo  está preformateado por el lenguaje y no sabemos de él más que a través suyo.
Habitamos en un mundo simbólico, es decir, vivimos, pensamos, sentimos, nos relacionamos a través de las palabras. No tenemos otra manera de hacerlo. Esto no solo quiere decir que no necesitamos llevar con nosotros las cosas que nombramos para que nos entiendan, por eso podemos decir "llueve" aunque eso no ocurra en ese momento. También que si vemos caer de determinada manera gotas de agua del cielo pensaremos que llueve. Hemos olvidado lo que fue ver llover sin saber lo que era llover, cuando desconocíamos aún lo que era el agua, lo que era caer, lo que era mojarse, refrescarse o pasar frío, es decir sin el preformateo mencionado, que provee de casillas para situar las experiencias, para informarnos sobre sus coordenadas simbólicas.
Por otro lado, como el psicoanalista Jacques Lacan tomó del lingüista Ferdinand de Saussure en los años 50, no hay ninguna relación de necesidad entre las dos vertientes del signo lingúístico: el significante (el sonido "psíquico" de la palabra, la imagen acústica) y el significado (el concepto, lo que quiere decir), por ejemplo entre el significante "lluvia" y lo que significa.
La relación entre la vertiente significante y la vertiente significado del signo es arbitraria. Queda establecida en determinado momento en el código de una lengua y cada individuo de esa comunidad lingüística tiene que aprenderlo. Así, si nos dicen que llueve, y sabemos español, podemos coger el paraguas antes de salir de casa. Pero no lo haremos si escuchamos decir  "il pleut" o "it rains" y no entendemos el francés o el inglés.
El borramiento de la cosa que implica el signo se ve bien si consultamos en cualquier historia de la escritura, la evolución de las letras. Si tomamos por ejemplo las transformaciones que han sufrido las letras de nuestro alfabeto vemos cómo hunden sus raíces no directamente en las cosas sino en sus representaciones, lo cual ya requirió un primer borramiento de las cosas.
Por ejemplo, nuestra "A", procedente del latín, retranscribe la alfa griega que, a su vez, procede del "aleph" fenicio, origen primero de nuestro alfabeto. El fenicio tomó la palabra "aleph" del semítico, donde quería decir "buey", para designar la primera letra de su abecedario, que se dibujaba con una pequeña cabeza de buey.  Sin embargo, cuando este dibujo, este pictograma primitivo, que era una representación de la cosa, se convirtió en la letra "aleph" ya dejó de serlo. Se convirtió en una representación de una representación de cosa, lo cual implica un segundo borramiento respecto a la cosa original.
No hay ninguna relación en principio entre la letra "aleph" y el buey. Relacionarlos fue una decision arbitraria, un acuerdo de que la letra se escribiera sí. Este pacto se hizo con la introducción del principio jeroglífico, según el cual un signo pictográfico puede tener un valor fonético, por ejemplo la cabeza de buey puede leerse no "cabeza de buey" sino "aleph".
La imagen de la cabeza de buey se estilizará en la alpha griega y finalmente se invertirá en la "A" latina, donde ya queda borrada cualquier referencia al buey.
Las letras de nuestro alfabeto han seguido un largo proceso de abstracción que ha terminado por eliminar los pictogramas primeros, y con ellos, cualquier referencia a un sentido.
Sin embargo, otras escrituras no occidentales, han seguido otras evoluciones. La escritura china por ejemplo, guarda todavía, en sus ideogramas, los antiguos pictogramas que mantenían un vínculo más directo con la imagen de la cosa que representaban, de ahí la concentración de sentido que se produce en ellos y el poder de captación, de fascinación que ejercen sus imágenes.
Así como aquellos primitivos pictogramas daban cuenta de un simbólico de primer grado que representa la cosa, la dimensión significante de nuestras letras representa la representación de la cosa, es entonces un simbólico de segunda potencia. En el primer caso solo hay un borramiento (la cosa), en el segundo, dos (la cosa y la representación de la cosa).
Las vanguardias poéticas y sus sucesores trabajaron, jugaron, investigaron y experimentaron con las palabras y con las letras, para restituir, en algunos casos, a través de su imagen gráfica, algo de este primer vínculo perdido con las cosas, como recogió el año pasado la exposición "Escrituras en libertad", organizada en Madrid por el Instituto Cervantes.
Allí se expuso este poema visual del palentino Felipe Boso (1924-1983). En él, vemos cómo una mínima inversión de una vocal, un pequeño punto fuera de sitio, basta para hacer presente la representación de la cosa borrada, en este caso el fenómeno atmosférico que conocemos como lluvia.