miércoles, 21 de diciembre de 2011

SOBRE LA RELACIÓN CON LA LENGUA 2. EL AMOR POR LA LENGUA

(Foto M.Álvarez, 2011)

Respecto a las lenguas que digo -o dicen- que hablo, quiero hacer algunas precisiones. De todas ellas, la lengua menos desconocida para mí es aquella que aprendí de niña: el castellano que se habla en Asturias, impregnado en primer lugar por las formas sintácticas del bable y por sus fonemas - objeto este último durante mi infancia, en tiempos de la dictadura, de censura y desprestigio como el resto de las lenguas de España en favor del primero. Pero también, en mi caso particular, era un castellano que dialogaba con el gallego natal de la mujer que me cuidaba y  los giros de su madrileño castizo, de adopción, que ella hacía servir a menudo para enfrentar con bastante humor las vicisitudes de su vida.
En segundo lugar, hablo el catalán, que es una lengua que no me vino dada, sino que elegí, y lo hice por amor, y con amor.  Por el amor, y con el amor, necesario para aprender cualquier lengua, incluso, para aprender a hablar cuando somos niños. Pero, no solo aprendí a hablar catalán por amor a la lengua misma y a mis amigos, a la comunidad donde vivo; también lo hice, por razón, y con razones (1).  
Vivir fuera del lugar donde había nacido, en Barcelona,  transformó mi relación con el castellano: me hizo "normalizarlo" y abandonar ciertos localismos para adoptar otros en favor de la comunicación, ya que descubrí que no en todas partes donde se habla el castellano "allegan" las puertas o, también, que si decía "riche" en vez de "bollo" o "servus" en lugar de "betún", como se hace en Gijón, nadie fuera de allí me entendía -por cierto que al cabo de los años descubrí en un mercado de brocanters en Barcelona que el famoso "servus" era una antigua marca de betún ¡de Badalona! Nadie parece acordarse de ella por aquí, sin embargo, a mil kilómetros, dejó su impronta, su marca en la lengua.
Mi castellano quedó afectado también por la adquisición del catalán, y la preceptiva diglosia que irrumpe cuando dos lenguas conviven juntas: más allá de que se peleen o hagan el amor –o de que se peleen y hagan el amor, que todo es posible-, una se contagia irremisiblemente de la otra. Así, a veces, digo a alguien que "hace mala cara" cuando "tiene mala cara", lo cual causa cierto sobresalto o perplejidad en el receptor, sobre todo cuando no conoce el catalán y, por tanto, no reconoce que traduzco literalmente de él sin darme cuenta. 
Pero lo he aceptado sin problemas. He aceptado que la riqueza de hablar cotidianamente dos lenguas me quitara algo, me desidentificara un poco y me dejara sentir cierta falta, cierto vacío constituyente. Esta pérdida es positiva porque es productiva. Ya sabemos que no hay creatividad sin vacío, sin el requisito, sin el riesgo que supone aventurarse en él.
En tercer lugar, la lengua que menos extranjera me resulta es el francés, la lengua de Montaigne, de Descartes y la Ilustración, así como de una de las revoluciones político-sociales fundamentales; también la de Baudelaire, de Ducasse, de Mallarmé y de Apollinaire, de Raimond Roussel y los surrealistas; pero sobre todo -para mí-, la lengua del psicoanálisis que ha encontrado en ella, y el pensamiento que vehicula, gracias a Jacques Lacan, su renovación y su fuerza.
El inglés lo conozco menos, aunque también me interesé por él pronto. Un día, un familiar me dijo que al otro lado del mar, que estaba mirando desde mi balcón, se vivía mucho mejor. Era una mañana gris y yo tenía seis años. ¿Cómo iba a pensar que me estaba diciendo que en Inglaterra no había una dictadura, cuando ni siquiera había oído esa palabra ni conocía lo que significaba y, además, tardaría varios  años más en ser plenamente consciente de que vivía en una? 
¡Entendí lo que entendí!… En concreto, que los ingleses, cuyos paisajes y economía son en parte similares a los de Asturias, eran más felices. Eso despertó rápidamente un vivo interés por ellos, por su lengua, su historia, su cultura, así como por el mar que nos separaba -ese mar que los portugueses calificaban de tenebroso hace varios siglos. Mi dirección electrónica es un resto de ese amor por aquellas islas que se alzaban entre la bruma tras la línea del horizonte de mi universo infantil: en gaélico, "sgairbh" quiere decir "cormoranes", unas aves marinas fuertes y veloces que cruzan libremente el mar como yo tantas veces deseé hacer desde aquel mismo balcón.
Respecto al bable, es cuestión de cierta inmersión primera en sus formas y resonancias pero también de cariño y homenaje a un mundo prácticamente desaparecido que ya casi no conocí pero en el que vivieron muchas  generaciones que me precedieron en esta existencia singular y universalmente extraña que decimos "humana".  Reconozco que algo tiene que ver conmigo, y aunque nunca lo he hablado, ni probablemente lo hablaré, lo entiendo bastante bien las raras veces que lo escucho. Y algo en su acento y su expresividad me resulta alegre y me hace sonreír .
En fin, en relación a las lenguas, sobre todo, las románicas o romances, la arquitectura de mi pensamiento es como el monte bajonormando Saint Michel: no hay homogeneidad en absoluto, sino variedad de estilos que se corresponden, allí, en su abadía, con las sucesivas construcciones y remodelaciones realizadas,  a lo largo de los siglos, siguiendo los cambios de las directrices artísticas en materia de edificación  religiosa. Pero, ¿alguien duda que ello le da su singularidad? ¿Alguien se atrevería a atacar su arquitectura prodigiosa? ¿Defendería que tendría que haber sido construido con un solo estilo? ¿Que sería mejor que fuera homogéneo?
Sabemos que nadie habla a la perfección  lengua alguna. Estamos siempre, en relación a cualquiera de ellas en situación de déficit, de cierta falta.  Y yo, con esta historia tan particular, desde luego no voy a ser una excepción. Pero me alegro de esta historia que, al fin y al cabo, es la mía. 
El conocimiento que tengo de distintas lenguas, por limitado e insuficiente que sea, me ayuda a entender que cada persona, también las diferentes culturas, piensan el mundo, conciben la vida de manera no idéntica, cuando no radicalmente distinta. Me resulta asimismo fundamental para no creerme -lo que siempre contraría el narcisismo constitutivo-, que mi pensamiento, mi lengua o mi cultura  son las únicas posibles, o las mejores posibles.
Así, amo todas las lenguas que hablo, que malhablo, que deshablo, que rehablo, que casi hablo, que hablo como quiero o como puedo, o que no hablo tanto como quiero. De hecho, también amo las lenguas que no hablo y las que con toda probabilidad nunca hablaré, inclusive aquellas que ya no se hablan en ninguna parte o que todavía no existen. Amo siempre encontrar otra manera de decir las cosas, nuevas palabras para decirlas porque eso hace que las cosas ya no sean exactamente las mismas -imposibilidades inherentes a la traducción- y eso las complejiza, las enriquece y renueva, volviéndolas más interesantes. 
Amo ese esfuerzo por "bien decir", por decir bien, lo más precisamente posible,  que supone la existencia, la invención misma de una lengua. De hecho, no hay invención sin lengua: la inventio es la primera fase de la retórica clásica,  antes de la elocutio,  y quiere decir: "Hallar, tener algo que decir".
Por lo general, soporto bien el sentimiento de extranjería que me produce moverme en medios donde no conozco del todo la lengua que se habla, o donde no la conozco apenas, o donde la desconozco por completo.  Esto último, a veces, me hace incluso gracia.  En ocasiones, es un descanso, incluso un alivio, no entender lo que dice el otro, o atribuir la falta de entendimiento solo al desconocimiento de la lengua; incluso imaginar lo que dice o imaginar que dice lo que a una le gustaría que dijera…  En fin, como decía Andy Warhol, aunque en parte sea una boutade- hay cosas (él se refería al amor) que es mejor imaginarse. A veces, sí.
La extranjeridad frente al otro, ante al mundo y respecto a una misma son constituyentes. Y es interesante dejarse sentir el vacío que la relación con aquellas lenguas que no son la primera que aprendimos - y que por lo general consideramos "propia", nuestra lengua materna -, introduce en nuestra vida: nos abre la posibilidad de pensar algo nuevo, de otro modo, desde otra perspectiva. Esto nutre y fortalece nuestro pensamiento. 
Incluso, siendo radical, podemos decir que no hay lengua propia, sino que es  la lengua siempre la que se apropia de nosotros, la que nos hace suyos, la que nos causa y nos determina. No existimos sin ella. La lengua habla por nosotros y de nosotros, es decir, somos hablados, hecho que para el psicoanálisis está en la base de lo que llama "inconsciente". 
Tendemos a calmar la sensación de vacío, que la relación con la lengua nos crea, colmándolo, tapándolo con una identificación proveedora, como todas ellas, de seguridad: "Esta es mi lengua", "yo soy el que habla en ...", "si el otro habla como yo, es como yo", etc.. Pero éste no es el único problema. El mayor problema que acarrea cualquier identificación es que cuando alguien se identifica con un rasgo del otro (sea la lengua que habla, su pensamiento o sus costumbres) crea la ilusión de que ambos son iguales en todo. La identificación siempre tiende a crear una consistencia de ser que produce la segregación, en mayor o menos grado, de lo distinto. Y, entonces, puede ocurrir que se aparte, se desprecie, se odie, se difame, se quiera  erradicar, expulsar, eliminar a aquél que no habla la misma lengua, que no vive como uno, o que piensa distinto.
Aprender una lengua implica admitir cierto no saber constitutivo en relación a nosotros mismos y a la vida, consentir a cierto vacío, a cierta desidentificación, a cierta extranjeridad y cierta extrañeza... Si consentimos a ello, el conocimiento de una nueva lengua nos ayuda a descubrir un poco mejor el mundo y a los otros, pero también nos ayuda a descubrirnos a nosotros mismos. Es una aventura sin par, radical, emocionante, como hay pocas. Es una oportunidad, una suerte.

Notas:
1. Respecto a esta cuestión, puede leerse en este mismo blog la entrada: "Sobre la relación con la lengua". 
http://www.blogger.com/blogger.g?blogID=6199614407506835997#editor/target=post;postID=834461370839632216



sábado, 10 de diciembre de 2011

SOBRE EL ELOGIO DE LA LOCURA, DE ERASMO. UNA LECTURA




Este año 2011 se cumplen quinientos años de la publicación del Elogio de la locura,* de Erasmo de Rotterdam. La obra finalizada, en 1509, se editó en París dos años más tarde. Valorada como el mayor exponente de la obra y el genio de su autor, príncipe de los humanistas renacentistas, no quiero dejar acabar el año sin hacerle un pequeño elogio, producto de mi particular lectura.

El marco de la obra
Como se sabe, el humanismo, constituyó una revolución del  pensamiento que se extendió por la Europa renacentista en los siglos XV y XVI. Rechazando la herencia del medievo, el humanismo, de homo, hombre, colocó a este último en el centro de su doctrina, confiando plenamente en su razón y su capacidad de conseguir a través del cultivo de las letras clásicas la sabiduría necesaria para entender el mundo.
Sin embargo, Erasmo emprenderá en esta obra una reflexión seria sobre el concepto de sabiduría que manejan sus contemporáneos y, a través suyo, realizará una crítica demoledora de la sociedad en que vive. 
¿Qué es la sabiduría?, se pregunta. ¿Se requiere una gran erudición para alcanzarla como alegan los preceptos renacentistas? ¿O se trata de algo distinto?
Erasmo tiene ya la respuesta y en razón de ella concibe el plan de la obra. Dando no solo muestras de una gran lucidez sino, también, de no menor dosis de humor aborda el tema de la sabiduría a través de la locura o la necedad, encarnadas en el personaje de Estulticia. De este modo, cuestiona de entrada la idea tradicional de sabiduría e invita a cambiar de perspectiva: quizás la sabiduría que se defiende no es tal sabiduría, quizás la locura o estulticia pueda ser la extrema sabiduría. La locura queda así, de entrada, revestida de dignidad, sin los bonetes o cascabeles con que se la representaba en la época. Y Erasmo la pone a hablar y la deja hacer su propio elogio.

Habla Estulticia
De entrada, ella pide ser escuchada con la atención que se presta no a los predicadores sino a los charlatanes de feria. Hecha esta petición, empieza a poner de relieve sus cualidades que, como veremos, no son pocas ni banales: ¿Qué puede ser más importante que causar el placer de la gente, liberarla siquiera por un instante de la gravedad de la vida y hacerles reír?
“Soy la única –empieza diciendo- que, cuando quiero, hago reír a los dioses y los hombres; nada más verme, los hombres desarrugan el ceño y acompañan su aplauso con una risa amable”. “Mi sola presencia consigue en un momento aquello para lo que los grandes oradores  necesitan un largo y pesado discurso: disipar las pesadas molestias del espíritu”.
¿No es por esta alegría de vivir espontánea, sin sentido, por la que nos gustan los niños y los jóvenes? ¿No es esta la alegría que luego va desapareciendo bajo el peso, aplastante a veces, de los problemas de la vida? ¿No esperamos que los niños sean despreocupados y sentimos rechazo por lo general hacia los niños sabelotodos?
¿Por qué siempre se representa a Cupido como un niño? Porque es un bromista –responde Estulticia- que no dice ni piensa nada al derecho. ¿Y por qué Venus mantiene intacta su belleza? Sin duda, también por su necedad.
El anciano que chochea –afirma- se ve libre de la angustia que atenaza al sabio. Ni los niños ni los jóvenes ni los ancianos sienten el tedio de la vida que atenaza la edad madura. Solo ella, Estulticia, mantiene joven el espíritu, “detiene el paso fugaz de la juventud e impide el avance molesto de la vejez”. Es más, nos recuerda -cómo Homero ya señaló- que no existe nada en la tierra alegre o placentero sin su intervención.
Por otro lado, la necedad -defiende- desempeña asimismo un importante papel en la vida social: es la única que une y mantiene unidos a los amigos y a los matrimonios. Sin ella, no existe ningún tipo de sociedad ni relación humana agradable y sólida, pues no soportaríamos ni al otro ni a nosotros mismos. Hace que uno acepte mejor quién es.
Las buenas obras y empresas vienen asimismo inspiradas por Estulticia. Todo el mundo sabe que ni la filosofía soluciona los problemas de la vida ni la sabiduría sirve para hacer una buena gestión de los asuntos. Sin embargo, el insensato adquiere la verdadera prudencia mejor que el sabio porque mientras este último se refugia en los libros tratando de buscar allí la respuesta, el insensato lo prueba todo y eso le permite construir una experiencia. Pues el miedo y el pudor son dos obstáculos que se oponen a ello, pero la insensatez libera de ambos. “Nada más insensato que una sabiduría a destiempo, ni nada más imprudente que una prudencia fuera de lugar” -sentencia.
“Obra mal –prosigue Estulticia- el que no toma las cosas como vienen, el que se refugia en los libros y no baja a la calle a pasear, el que no quiere acordarse de aquella norma sabia de los banquetes: o bebes o te vas; también  el que pretende que la comedia no sea comedia”. Es además signo de hombre prudente no querer sabiduría superior a su condición humana común, estar dispuesto  a hacer la vista gorda y a reírse de sus desaciertos como todos los demás. “En esto consiste la comedia de la vida”.
Después de leer esto, no se puede pensar que toda locura sea un desastre. Hay pues, según la obra, dos tipos de locura: “La que envían las furias vengadoras desde el infierno cuando lanzan serpientes venenosas y asaltan el corazón de los hombres con la sed de la guerra, la sed inextinguible del oro, el parricidio, el incesto, el amor prohibido y criminal, el sacrilegio o cualquier peste”, es decir, esa locura que lleva a la destrucción de la vida humana  y la civilización. Pero hay también una segunda locura que procede de Estulticia y es deseable por encima de todo: “Aparece cuando el alma se siente liberada de las preocupaciones y angustias por una especie de desvarío”. Este desvarío, esta nueva locura proclamada por Erasmo es un tono nuevo de humor que facilita reírse de uno mismo y lleva al juicio irónico.
“Negar esta última locura vacía la vida del hombre, que se ve obligado entonces a llenar ese vacío con una especie de dios que no ha existido nunca”.
Un hombre es tanto más feliz cuanto más insensato, siempre que se trate del tipo de insensatez debido a Estulticia. “Nadie puede vivir sin mí”, dice la locura. “Estoy convencida de que por doquier soy venerada con la devoción más sincera, ya que todos los hombres me llevan en sus corazones, me manifiestan en sus costumbres y me imitan en sus vidas”.
Después de estas palabras, Estulticia termina diciendo: 
“Se ha hecho el elogio de la estulticia: bebed, vivid”.

Conclusiones
Aunque Erasmo hace desfilar ridículamente a poetas, filósofos, escritores, reyes, cortesanos, clérigos, papas…, su Elogio no es un pasatiempo frívolo ni una burla de la condición humana, si bien mantiene el tono de humor todo el tiempo.
En una carta dirigida al teólogo humanista Martin Dorp, Erasmo explica que al escribirla ha seguido los consejos de Quintiliano y de Cicerón, quienes sostenían que el placer captura mejor la atención del lector y la mantiene. Por eso ha tratado las verdades con humor sin apuntar a herir ni a ofender. Se ha limitado a subrayar lo que hay de absurdo o de cómico en el hombre, no lo repugnante, pero al hacerlo –añade- “toco cosas serias y oriento en lo que creo que la gente debe de oír”.
Y ¿qué cosas son estas que Erasmo quiere que escuchemos? ¿Que saber vivir es más importante que la tan idealizada sabiduría? ¿Que no se aprende a ello en los libros? ¿Que este saber vivir no tiene que ver con encontrar el sentido de la vida sino más bien con aprender a aceptar su falta de sentido con humor? Esta es la lectura que propongo. Y de ello podemos deducir que estar contento solo tiene que ver con saber disfrutar de la vida y no con que todo vaya bien. Y que cada uno tiene que descubrir lo que le hace sentir bien, que con frecuencia no es algo demasiado relevante socialmente ni por supuesto esencialmente productivo. 
Me parece que la importancia de la obra de Erasmo no radica en que constituya el manual que nos falta sobre cómo vivir. Apunta a que no son las grandes cosas de la vida las que nos hacen sentir bien, sino esas pequeñas cosas de cada uno que escapan a la homogeneización que sufrimos al vivir en sociedad y que sostenerlas, defenderlas, requiere conocerlas, reconocerlas como el propio grano de locura, amarlo. No se ama tampoco a nadie si no se acepta el suyo.
(*) Erasmo: Elogio de la locura. Madrid: Alianza Editorial, 2006. Todas las citas que hay en el texto están tomadas de la obra.