domingo, 26 de mayo de 2013

SOBRE ¿POR QUE LA GUERRA? CORRESPONDENCIA ENTRE EINSTEIN Y FREUD


Parque Laberinto de Horta, escultura. Foto de M. Álvarez


Dentro de la literatura analítica, la correspondencia que tuvo lugar entre Einstein y Freud (1) durante el verano de 1932, en el marco del trabajo de la Liga o Sociedad de las Naciones para mantener la paz internacional, no se deja reducir a mera anécdota o curiosidad histórica sino que mantiene con el paso del tiempo toda su frescura y su interés.



El contexto

En 1919, recién finalizada la primera guerra mundial y durante la firma de los indispensables tratados de paz que siguieron, se constituyó la Sociedad de las Naciones, primera organización internacional de naciones que tenía como fin resolver los conflictos entre los países para mantener la paz internacional.
Esta sociedad nació debilitada en primer lugar por la ausencia en ella de algunas potencias mundiales: Estados Unidos de América se negó a entrar en 1920 cuando llegó Warren G. Harding a la presidencia, a pesar de que Thomas Woodrow Wilson, el presidente anterior, había sido su promotor; a Alemania se le vetó el ingreso, hasta 1926; la Unión Soviética tampoco fue admitida hasta 1934.
Los años treinta marcarían su fracaso definitivo: las agresiones de las potencias fascistas y militaristas mostraron la ineficiencia de una sociedad que tampoco contaba con los medios militares o económicos para imponer sus resoluciones. Alemania salió de la Liga en 1933 después del ascenso de Hitler al poder; Japón la abandonó en 1933 e Italia en 1936; la Unión Soviética fue expulsada en 1939 (2).
La correspondencia entre Einstein y Freud se produjo justo antes de estos acontecimientos, pero en un  momento en el que las tendencias que los producirían ya estaban en marcha. 

El encargo
Según cuenta Strachey (3), la Comisión Permanente para la Literatura y las Artes, de la Sociedad, encargó en 1931 al Instituto Internacional de Cooperación Intelectual que organizara un intercambio epistolar entre intelectuales representativos sobre algunos temas escogidos para servir a los comunes intereses de la Liga de las Naciones y de la vida intelectual, que luego sería publicado.  Una de las primeras personalidades a las que se dirigió el Instituto fue Einstein quien eligió a Freud como interlocutor.

La primera carta: La petición de Einstein
En su carta, fechada el 30 de julio de 1932, el premio nobel de Física elige interrogar a Freud sobre el tema de la guerra: “¿Hay algún camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra?”. Einstein plantea que, con los avances de la ciencia moderna, la guerra ha pasado a convertirse en una amenaza para la civilización tal como la conocemos. Y, señala, que los esfuerzos para eliminarla han resultado un fracaso. Pero no se deja reducir a la impotencia: “Quizás usted pueda sugerir métodos educativos adecuados” -añade.
Einstein, que se describe a sí mismo inmune a las inclinaciones nacionalistas, relata a continuación los modos que ha pensado como tratamiento posible del problema. Una primera manera de tratarlo podría ser “la creación, con el consenso internacional, de un cuerpo legislativo y judicial para dirimir cualquier conflicto que surgiera entre las naciones. Las naciones debería respetar las órdenes emanadas de este cuerpo legislativo. La seguridad internacional pasa por la renuncia parcial de todas las naciones a la libertad de acción, es decir, a su soberanía”. Aunque reconoce la superficialidad de este tratamiento “administrativo” pues el problema mayor es “el afán de poder de los gobernantes”, que no están dispuestos a aceptar una disminución de sus competencias. Dicho afán medra –añade- con todos aquellos que viven de la guerra, mercenarios, industriales, etc., quienes encuentran en el conflicto armado ocasión propicia para favorecer sus intereses personales y extender su influencia.
Esta minoría dominante tiene en sus manos las escuelas, la prensa y la Iglesia. Esto les permite organizar y gobernar las emociones de las masas y convertirlas en su instrumento.
Einstein se pregunta por qué ello llevaría a despertar en los hombres tan salvaje entusiasmo hasta llevarlos a sacrificar su vida. Concluye que el hombre lleva dentro un apetito de odio y destrucción el cual, latente en circunstancias normales, se pone en marcha en circunstancias inusuales. Éste es el quid del problema, un enigma que solo puede resolver “el experto en el conocimiento de las pulsiones humanas”, que reconoce en Freud. En ese momento precisa la pregunta que le había formulado de entrada: “¿Es posible controlar la evolución mental del hombre como para ponerlo a salvo de las psicosis del odio y la destructividad”? Einstein no se deja engañar por los ideales culturales de la época de que la educación permitirá eliminar la guerra, ideales que fracasarían estrepitosa y dramáticamente en los siguientes años (4). Por ello, señala que, en modo alguno puede ser una cuestión de educación, pues esto no se da más en las masas iletradas. Al contrario, la experiencia prueba que es más bien la llamada intelectualidad la más proclive a estas desastrosas sugestiones colectivas. Finaliza la carta diciendo que espera que los más recientes descubrimientos de Freud ayuden a iluminar el camino de la paz mundial.

La segunda carta: La respuesta de Freud
Durante el mes de septiembre, Freud responde a Einstein. Considera que la carta de este último, no ha sido escrita en tanto investigador de la naturaleza y físico sino como filántropo. Y, por ello, él mismo no se ha sentido invitado a dar respuestas prácticas sino solo a indicar “el aspecto que cobra el problema de la prevención de las guerras para un abordaje psicológico”. Reconoce que el propio Einstein ya ha marcado en su carta el rumbo de la navegación y que él navegará siguiendo su estela, tan solo corroborando lo que aquél dice, aunque expresándolo con “su mejor saber –o conjeturar”.
Comienza partiendo del nexo entre derecho y poder señalado por Einstein, pero sustituye este último término por el de "violencia". Los conflictos de intereses entre los hombres se han zanjado en principio mediante la violencia. Un largo camino ha permitido que la violencia más primaria sea sustituida por el derecho, el cual ejerce también una violencia pero en la que no se trata ya de la imposición de uno, sino de muchos, unidos de manera duradera en la comunidad. Es una manera de doblegar la violencia mediante el recurso de transferir el poder a una unidad mayor que se mantiene cohesionada por vínculos afectivos permanentes entre sus miembros.
Pero la situación se complica porque Freud, como ya señalara Rousseau (5), plantea que la comunidad incluye desde el comienzo elementos de poder desigual, padres e hijos, hombres y mujeres… y, a consecuencia de la guerra, vencedores y vencidos, que se transforman en amos y esclavos. Entonces el derecho de la comunidad se convierte en la expresión de las relaciones desiguales que imperan en su seno. Las leyes son hechas por los dominadores y, para ellos. Dieciséis años antes de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (6), Freud considera que los derechos concedidos a los sometidos son escasos.
A partir de aquí, Freud señala dos movimientos: los intentos de algunos individuos, entre los dominadores, para elevarse por encima de las limitaciones vigentes, es decir, para retrotraer el imperio del derecho al de al violencia; y los empeños de los oprimidos para procurarse más poder y que esos cambios sean reconocidos por la ley como un derecho, es decir, el camino contrario.
Una prevención segura de las guerras solo será posible –precisa, ahora podemos considerar que ilusoriamente- si los hombres acuerdan la institución de una violencia central encargada de mediar en todos los conflictos de intereses entre ellas. Tiene que crearse una instancia así y tiene que otorgársele el poder requerido. Y si bien la Sociedad de Naciones ha sido creada como esa instancia –señala- no tiene un poder propio ni por el momento parece que vaya a tenerlo.
Freud califica la creación de la Sociedad de la Naciones de un “ensayo pocas veces aventurado en la historia de la humanidad”: conquistar la autoridad en base no a un poder sino a los ideales. Los miembros de una comunidad se mantienen unidos por dos factores: la compulsión a la violencia y las identificaciones. Sin embargo, no se engaña, “el  intento de sustituir un poder objetivo por el poder de las ideas está hoy condenado al fracaso”.
Freud no puede sino mostrarse conforme con Einstein respecto a la existencia de una pulsión a matar y aniquilar. Él mismo ha teorizado la existencia de una pulsión de muerte una década antes (7). Junto con las pulsiones de vida, las pulsiones de muerte representan el Eros y el Tánatos que rigen la vida psíquica. Ni unas ni otras actúan nunca totalmente disjuntas. Los fenómenos de la vida surgen de las acciones conjugadas y contrarias de ambas.
Cuando nos enteramos de los hechos crueles de la historia –prosigue-, pensamos que los ideales solo sirvieron como pretexto a las pulsiones de muerte, las cuales “todavía no han sido apreciadas en toda su significatividad”. Juzga una ilusión, sin perspectiva, pretender el desarraigo de las inclinaciones agresivas de los hombres. No se trata de eliminar por completo la inclinación de los hombres a agredir; pero se trata de intentar desviarla para que no encuentre su expresión en la guerra.
De la naturaleza misma de las pulsiones, Freud deduce una fórmula sobre las vías indirectas para combatir la guerra: en momentos de desbordamiento de la pulsión de muerte, se trataría de apelar a Eros, la pulsión de vida, que crea los lazos de sentimiento entre los hombres. Señala dos tipos: el lazo social y la identificación. Sobre ellos descansa el edificio de la sociedad humana.
Pero, pensar que los hombres pueden someter su vida pulsional a la naturaleza de la razón es una esperanza utópica. Como dice en otros textos, la pulsión es ineducable, resiste a todo intento de educación (8). Es mejor empeñarse en cada caso para enfrentar el peligro con los medios que se tienen a mano.
Sin embargo, Freud quiere plantear un último problema: si la pulsión de muerte, la destrucción, forma parte inevitable de la vida psíquica, y por tanto de la vida social, ¿por qué nos sublevamos tanto contra la guerra? No podemos hacer otra cosa -responde-, la guerra contradice de manera flagrante las actitudes psíquicas que nos impone el proceso cultural. Todo lo que promueve el desarrollo de la cultura trabaja contra la guerra.
Tomaremos para finalizar una cita de 1929. En El malestar de la cultura Freud había dicho: “Podemos esperar que en el curso del tiempo se van a producir cambios en nuestra civilización que resulten más satisfactorios para nuestras necesidades y que ya no estén expuestos a los reproches que les hemos formulado ahora. Pero tal vez tengamos que acostumbrarnos también a la idea de que hay ciertas dificultades inherentes a la naturaleza misma de la cultura que no cederán a ningún intento de reforma”. Escribiendo en el momento crítico de los desastres económicos que se desataron sobre el mundo civilizado, Freud finalizaba la obra con esperanza: “Y ahora cabe esperar  que el otro de los dos poderes celestiales, el Eros eterno, haga un esfuerzo para afianzarse contra su enemigo igualmente inmortal” (9). Pero en 1931, después de que Hitler subiera al poder, al revisar la obra escribió: “Pero, ¿quién puede prever el desenlace?”

Notas:
1. Sigmund Freud: "Por qué la guerra? (Einstein y Freud)”, 1933/1932. En: Obras Completas, vol. XXII. Buenos Aires: Amorrortu, 1984.
2. La Sociedad se disolvió en 1939 con el inicio de la segunda guerra mundial. El final de la contienda traerá consigo la creación, en 1946, de la Organización de Naciones Unidas (ONU).
3. S. Freud, “Por qué la guerra?”, op. cit., p. 181.
4. Ver en este mismo blog: “El final del humanismo”: http://www.elblogdemargaritaalvarez.com/2009/12/cuando-el-hombre-deja-de-serlo.html
5. Jean-Jacques Rousseau: Discurso sobre los fundamentos y los principios de la desigualdad social entre los hombres, 1754.
6. La asamblea general de la futura ONU proclamará la Declaración, dos años después de su creación, es decir, en 1948.
7. Sigmund Freud: “Más allá del principio del placer” (1920). En: O. C., op. cit., vol. XVIII.
8. Sigmund Freud: "El malestar en la cultura" (1930 /1929). En: O. C., op. cit, vol. XXI, p. 8. 
9. Ibídem, p. 140.