Pueblo viejo de Belchite, 2010 (Foto M. Álvarez)
Esta mañana he leído una cita de Fellini según la cual las lenguas son maneras distintas de ver la vida. Estoy de acuerdo siempre que demos a esta frase todo el peso que se merece. Las lenguas no son solo miradas sobre la vida sino que ellas mismas la engendran al nombrarla posibilitando así que haya una vida que pensar o que mirar.
Esta afirmación es radical pero nuestra relación con la lengua también lo es. Todas las lenguas son expresiones del lenguaje humano que, en sí mismo, es pura estructura simbólica. Con su ayuda, en el total indiferenciado de las “cosas del mundo” que encontramos al nacer, ese registro inicial que en psicoanálisis llamamos lo real previo (1), descubrimos y aislamos elementos: los identificamos, nombramos, clasificamos y empezamos a relacionarlos, es decir, a pensarlos. Así, por él y con el lenguaje, a través de las lenguas que lo vehiculan, comenzamos a construir el mundo. Por ejemplo, el mundo de las sensaciones que sin la acción simbólica y estructurante del lenguaje, no sería ni mundo ni sensaciones: no podemos considerarlas así antes de haber incorporado los correspondientes conceptos.
La categorización cartesiana que organiza el pensamiento occidental nos lleva a separar en distintos niveles sensaciones, percepciones y pensamientos, atribuyendo las primeras al cuerpo y, los dos últimos, a la mente. Y, si bien es cierto que esta categorización explica distintos niveles de nuestra experiencia, también crea a esta última, es responsable de ella. Esto quiere decir que esa división no es un dato primario sino secundario y que sin pensamiento no podríamos saber nunca ni qué sentimos ni qué percibimos.
Pero el pensamiento tampoco existe por sí solo: está fabricado con lenguaje. Aunque parezca evidente, prefiero dejar clara cuál es la premisa de partida.
El lenguaje es condición del pensamiento, así como de los mundos que este último crea, ya sean culturales o internos: excava en lo real un lugar para sus cimientos y edifica su estructura o armazón. Pero cada mundo se construye con los materiales que provee cada lengua particular. Ella reviste los cimientos del mundo que crea y recrea. Y levanta paredes maestras, sólidas e incuestionables que fijan sus coordenadas esenciales, así como una diversidad de tabiques más o menos movibles o prescindibles. La lengua abre asimismo balcones y, también, pasillos de comunicación entre conceptos, o los ciega, impidiendo así la circulación fluida entre ellos. Cada lengua construye sus propios sótanos y, también unos techos que la limitan, aunque a veces abra claraboyas o tragaluces que permiten ver un poco más la luz del cielo. También puede contar con terrazas y miradores sobre el mundo y edificar jardines, asilvestrados, ingleses o a la francesa, donde solazarse o recogerse; pero cada lengua cuenta asimismo con un modo particular de tapar claustrofóbicamente galerías y ventanas. Una lengua posibilita ciertos pensamientos que, otra, no, y viceversa.
Cada lengua no es solo un instrumento de comunicación como se tiende a reducir hoy en día. Es principalmente una morada simbólica donde alojar nuestro desamparo inicial y perpetuo ante la vida, un refugio ante él, pero también una manera de abordarlo y de tratarlo. En este sentido, las lenguas son un recurso, un patrimonio, en mi opinión nuestra principal riqueza.
Cada lengua configura un mundo determinado y una relación con él, es decir, eso que hemos llamado al principio una manera de mirar la vida. Por eso, no es sencillo aprender otra lengua: más allá de las dificultades puramente idiomáticas, lo que más cuesta es salir un poco de nosotros mismos y empezar a pensar con ella, dejar entrar otra manera de ver las cosas y, sobre todo, tolerarla sin precipitarse a desprestigiarla o a condenarla para volver a encerrarnos en límites seguros. Y, por eso, cuando dejamos que otra lengua nos trabaje, eso nos enriquece. Nos permite abrir rendijas en las tapias por las que se cuela el aire fresco y regalar a nuestro mundo algunos paisajes y horizontes nuevos.
No deberíamos rechazar la coexistencia de más de una lengua en un mismo territorio, sino alegrarnos, y defenderla porque siempre son mayores los beneficios que las dificultades. Esto es lo que hacemos una buena parte de los ciudadanos de este país quienes, sin contar ahora con el conocimiento que podamos tener de otras lenguas foráneas, hablamos al menos dos españolas.
Pero sería no solo de justicia, sino inteligente, que todos los españoles las defendiéramos porque son nuestro patrimonio, un patrimonio vivo, las conozcamos o no. Igual que la mayoría de nosotros –quiero creer- defenderíamos el Museo del Prado, Santa María del Naranco, la Alhambra, el Monasterio de Yuste o la Pulcra Leonina, entre otras joyas de nuestro tesoro artístico, si alguien quisiera derribarlas, porque no las apreciara, porque las odia o para obtener de ello algún provecho. Aunque no los hayamos visitado nunca, reconocemos estos monumentos como nuestros.
Cada vez que no defendemos una lengua, colaboramos a su desaparición, sea de manera activa o pasiva. Y corremos el peligro de deslizarnos hacia ese pensamiento unificante, hermano del odio, que tanta miseria de espíritu, cuando no devastación y dolor, porta consigo siempre. El mundo donde ese pensamiento habita, en que prolifera y malflorece, lo sabemos por otras épocas, no es bueno.
Bibliografía:
1. Jacques Lacan: "Lo simbólico, lo imaginario y lo real" (1953). En: De los nombres del padre. Buenos Aires: Paidós, col. "Paradojas de Lacan", 2005.