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lunes, 24 de junio de 2013

ERIC LAURENT: HOBBES CON FREUD


"La destrucción del Leviatán" (1865), de Gustave Doré

“Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit”, “Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro”, afirmó Plauto en el año 254 d.C. (1). La frase será retomada y reducida en el siglo XVII por Thomas Hobbes, a quien por lo general se atribuye: “Homo homini lupus”, “El hombre es un lobo para el hombre”. El filósofo la adaptó en su ensayo Leviatán (2), título que hace referencia al monstruo bíblico homónimo (3), de poder descomunal, que reinaba de modo absoluto en los mares, causando el terror en ellos.
En su obra, Hobbes escribe sobre la naturaleza humana y sobre la organización de la sociedad. Partiendo de la definición de hombre y de sus características, explica la aparición del derecho y de los distintos tipos de gobierno que son necesarios para la convivencia. 
Hobbes inicia su ensayo señalando que la naturaleza, el arte con el que Dios ha hecho y gobierna el mundo, puede ser imitada por el arte del hombre quien puede crear un animal o un hombre artificial como es el Estado, un Leviatán creado para la protección y defensa del propio hombre.
Sitúa la competencia, la desconfianza y la gloria como las tres principales causas de discordia entre los hombres. La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para lograr seguridad; la tercera, para ganar reputación. Esto llevaría a la guerra de cada uno contra todos.
El estado de naturaleza, para Hobbes, no es paradisíaco sino de barbarie. Los pactos posibles para superarlo no pueden sostenerse solo verbalmente. Sin un poder común que los atemorice a todos, los hombres entran necesariamente en estado de guerra. La “guerra de todos contra todos sería intrínseca a la condición humana (4). Aunque nunca haya existido un estado así, Hobbes señala cómo en épocas muy distintas el hombre vive en estado de continua enemistad.
El derecho de naturaleza, el ius naturales, autoriza a hacer todo lo posible por preservar la vida. Según tal derecho, no hay nada injusto pues donde no hay poder común, la ley no existe y, donde no hay ley, no hay justicia.
Una buena convivencia solo es posible a través del Estado, cuyo fin es la seguridad. “El único camino para erigir semejante poder común, capaz de defenderlos contra la invasión de los extranjeros y contra las injurias ajenas, asegurándoles de tal suerte que por su propia actividad y por los frutos de la tierra puedan nutrirse a sí mismos y vivir satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus voluntades a una voluntad” (5).
Hobbes nombra al Estado como aquel gran Leviatán, “al cual debemos, nuestra paz y nuestra defensa” porque en virtud de la autoridad que cada hombre le confiere, posee y utiliza tanto poder y fortaleza, que “por el terror que inspira es capaz de conformar las voluntades de todos los hombres para la paz, en su propio país, y para la mutua ayuda contra sus enemigos, en el extranjero”.
En su ensayo, Hobbes sitúa el inicio del pacto social y aboga por el establecimiento de una fuerza exterior, un Estado absoluto, para regular la destrucción que conlleva el egoísmo humano, el estado de naturaleza del todos contra todos.

Los Jobs del nuevo Hobbes
En este artículo que tiene ya más de una década, Éric Laurent señala un retorno de Hobbes en el pensamiento político contemporáneo (6). Él hace referencia de entrada a la disyunción planteada por el ensayista político neoconservador Robert Kagan, en otro artículo contemporáneo, donde opone el mundo hobbesiano de los EEUU y el mundo kantiano europeo. 
En el primero, solo la fuerza ejercida por el poder soberano salva o protege del estado de naturaleza hobbesiano caracterizado por “la guerra de todos contra todos”; en el segundo, la regla de derecho se querría establecida para siempre, se creería que puede sostenerse por sí misma –sin la ayuda de la espada, podemos decir- y se querría poder establecer proyectos de paz perpetua”.
En la línea de los defensores del primero, Laurent cita a uno de los maestros del llamado pensamiento realista americano, John Mearsheimer, quien sostiene que “sólo el poder físico –una combinación de efectividad militar, fuerza económica, tamaño de la población y extensión geográfica- es la clave para entender lo que pasa en la política internacional”. Este último no cree que “ningún desarrollo reciente –Naciones Unidas, globalización, extensión del sistema democrático o fin de la historia, haya cambiado estas antiguas verdades”. En este contexto, señala Laurent, “Hobbes puede ser convocado para sostener la necesidad de un estado hiperpoderoso, que asegure el monopolio del ejercicio de la violencia como garantía de un sistema de equilibrio de otros poderes”. El monstruo frío del Estado, el Leviatán mítico, aparece en este pensamiento como una necesidad del sistema.
A continuación, Laurent cita una obra del sociólogo marxista Antonio Negri, escrita en los años 80 durante su estancia en prisión, referida al trabajo de Job (7). Identificado a la figura de este último en el mito bíblico, sometido a todo tipo de pruebas por Dios, Negri reinterpreta el relato: desesperado por el dolor y la falta de sentido, Job interroga a Dios, “trabaja, exige que se le rinda cuenta del mal que sufre, blasfema, protesta contra la explotación, desafía el poder” -y se queda solo contra toda la comunidad-, aunque esto solo represente un momento antes de alcanzar la alegría. Para Negri, la modernidad remite más a la relación del hombre con el Dios del Antiguo Testamento que con el del Nuevo.
En este contexto del redescubrimiento hobbesiano, Laurent sitúa seguidamente la traducción francesa de dos conferencias dictadas por Carl Schmitt en 1938 sobre el Leviatán en el pensamiento del filósofo británico. Para Schmitt, el Estado  liberal es “un instrumento técnico neutro”. ¿El pensamiento de Hobbes sería la última barrera contra ello o su fundamento? El momento hobbesiano que atravesamos -señala Laurent- implica una interrogación sobre la naturaleza del estado liberal, triunfante, frágil, amenazado por poderes y flujos transnacionales hasta el punto de decirse que estamos en la época de los estados disfuncionales o derrumbados o de un Leviatán cojo.
La época de Schmitt no es la nuestra -precisa. En los años 30, el estado se soñaba como un Todo que pondría remedio a los desórdenes del mundo. Schmitt luchaba contra quienes querían reducir al Estado al conjunto de reglas de derecho. Se le opusieron autores como Max Weber o Leo Strauss, cada uno de los cuales trazó la genealogía del corte entre la religión y la política que funda el Estado moderno. Schmitt quiere recordar que el estado de derecho de Hobbes es sobre todo un estado policial.
La cuestión -agrega Laurent- es saber si el surgimiento del Estado elimina la cuestión del estado de naturaleza, la presencia de la muerte. Schmitt sostiene que para Hobbes la amenaza siempre está presente. No es la regla del derecho la que funda el Estado sino la presencia del crimen y del terror. Para orientarnos, Laurent remite a “Psicología de las masas” (8), de 1920, que tiene acentos muy hobbesianos. El contrato social freudiano es un intercambio de yoes que permite liberar la angustia. La masa primaria es una suma de individuos que pone un solo y único objeto en el lugar de su Ideal del yo y están, en su yo, identificados unos con otros”.
Pero la ficción freudiana convierte el asesinato del padre originario en el verdadero momento del contrato -precisa Laurent. “En el seno mismo del contrato se reencuentra el terror fundador que el padre de la horda inspiraba en el reino de la naturaleza. El líder de la masa sigue siendo el padre originario temido, la masa quiere ser dominada siempre por un poder ilimitado. El establecimiento del lazo social, la base pulsional de la identificación, no permite entrever la paz. El goce irrestricto habita al jefe que hereda el goce del Urvater. ¿Cómo deshacerse de eso? -se pregunta.
La pulsión de muerte es como un estado de naturaleza que amenaza siempre a la civilización. Freud nos lleva a pensar que la civilización estará siempre agujereada. Sin embargo, él no deduce de ello la necesidad de una instancia exterior al sistema  que vendría a asegurar una totalización tapando así el abismo que abre el goce en el conjunto de reglas. Siempre faltará una. El Leviatán está cojo. El Todo del Estado está por todas partes derrumbado -aunque en unos casos más que en otros.
Asistimos -señala-, a tentativas de recomponer el Todo mediante “religiosidades estridentes, populismos disparatados, comunidades ferozmente replegadas sobre sus identidades”. Asistimos también a la “constitución de comunidades yuxtapuestas, que no articulan ningún espacio público verdadero. Están atadas por un mercado común y reglas jurídicas que son un mero lenguaje instrumental. Las comunidades reunidas se hablan entre ellas por pasajes al acto. Nos recuerdan el misterio del pacto social, del crimen y del terror que esconde. Encontramos el mismo goce maldito en el fantasma represivo neo-totalitario y en la bacanal suicida del terrorismo”.
No se trata pues -concluye Laurent-, de la elección planteada por Kagan en su artículo, entre Hobbes y Kant. La elección pasa entre Hobbes y Hobbes, gracias al Job de Freud, es decir -me permito traducir un juego de palabras- a su trabajo (job).


Notas
1. Plauto, Tito Macio: La comedia de los asnos (Asinaria). En: Comedias. Madrid: Gredos, col. “Biblioteca clásica”, 1992. Enlace web: http://historiantigua.cl/wp-content/uploads/2011/07/Plauto-Tito-Maccio-Tomo-I-Asinaria-bilingue.pdf
2. Hobbes, Thomas: Leviatán o la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil (1651). México: Fondo de Cultura Económica. Accesible on line en: http://eltalondeaquiles.pucp.edu.pe/sites/eltalondeaquiles.pucp.edu.pe/files/Hobbes_-_Leviatan.pdf
3. Job 41: 1.  
4. Hobbes, Thomas: Leviatán, op. cit., cap. XIII.
5. Ibídem, cap. XVII.
6. Laurent, Éric: “Los Jobs del nuevo Hobbes”. En: Ciudades analíticas. Buenos Aires: Tres haches, 2004.
7. Negri, Antonio: Job, la fuerza del esclavo. Buenos Aires: Paidós, 2003.
8. Freud, Sigmund: “Psicología de las masas y análisis del yo” (1920). En: Obras Completas, vol. XVIII. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1984.

viernes, 23 de abril de 2010

LA IGUALDAD O LA DESIGUALDAD DE LOS SEXOS Y LA DISPARIDAD DE LOS GOCES


Estanque (detalle),en Quinta de Mateus Rosé, Vila Real, Portugal, 2009. Foto de Margarita Álvarez
En su curso “El Otro que no existe y sus comités de ética” (1), J.-A. Miller y É. Laurent presentan dos tesis solidarias: 1. Estamos en una época en que el Otro no existe; y 2. Hay el goce.
 
En psicoanálisis, con J. Lacan, hablamos de la existencia o la inexistencia del Otro en términos lógicos para referirnos a si en una época dada existe un Otro que se exceptúa del conjunto social y desde ese lugar tercero, puede prohibir, es decir, puede sostener la enunciación de la ley y su garantía, o no existe. En este último caso, no se trata de que no haya ningún Otro sino de que la figura del Otro es distinta, está marcada por su inexistencia lógica.
La existencia o inexistencia del Otro afecta de manera necesaria a las modalidades de la regulación del goce existentes en una sociedad dada (2).
Durante el siglo XX hemos pasado de una época en que el Otro existía, y la sociedad era muy represiva, a una época mucha más permisiva de la que no podemos decir que no haya autoridad pero sí que está permanentemente cuestionada. La autoridad no se sostiene ya en ese lugar tercero, sino que se incluye en el conjunto social y, por tanto, está sujeta, como el resto de sus elementos, a la ley que rige el conjunto. La inexistencia del Otro nos precipita entonces a un “todos somos iguales sin excepción”, que es uno de los principales ideales  de nuestro tiempo.

El ideal de la igualdad entre los seres humanos surgió con el pensamiento ilustrado en el siglo XVIII y se incluyó en el lema de la Revolución francesa, pero tuvo que esperar siglo y medio antes de pasar a formar parte, en 1948, de la Declaración Universal de los Derechos humanos de la ONU, según la cual: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derecho”. 



La igualdad de los sexos

Hay que tener en cuenta que el concepto de igualdad nunca se refiere a la totalidad de lo que se compara sino tan solo a una característica o un rasgo. No se puede decir que dos hombres son totalmente iguales. No podría decirse ni siquiera si fueran clones, en los que la igualdad no dejaría de limitarse a un rasgo: la posesión de un mismo material genético.

Si nos centramos en la cuestión de la igualdad de los sexos, y tomamos la cuestión de cómo el feminismo, o los múltiples feminismos, han defendido desde su inicio la igualdad entre hombres y mujeres, es importante entender esta lucha ética por la igualdad en el sentido de la exigencia legítima de que las mujeres tengan los mismos derechos políticos, económicos y sociales que los hombres, en particular en materia de control de la propiedad privada, de igualdad de oportunidades en materia de educación y trabajo, el derecho al voto o la libertad sexual. 

El concepto de igualdad de los sexos es fruto de la citada Declaración de la ONU de 1948, pero no fue hasta la cuarta conferencia mundial sobre la mujer de 1995, cuando 189 países se comprometieron con la Declaración y Plataforma de Acción de Pekín a mejorar significativamente la vida de las mujeres a través de una serie de objetivos y medidas que debían de adoptarse para el año 2000, que este movimiento cobró mayor fuerza en todo el mundo. Por primera vez se habló de lo que se enunció como los “derechos humanos de la mujer”, que incluyen su “derecho a controlar y decidir libre y responsablemente sobre las materias relativas a su sexualidad, incluso su salud sexual y reproductiva”. 
Aunque estos objetivos no se han cumplido del todo en nuestra sociedad y, en muchos países están aún lejos de hacerlo, resulta evidente que hombres y mujeres disfrutan cada vez más de una mayor igualdad en materia de derechos civiles. 
Entonces, ¿por qué referirnos a la desigualdad de los sexos? De hecho, éste es el título del capítulo 8 del curso  “El Otro que no existe”. Recordemos que este curso fue impartido en  1996-1997, es decir, poco después de que se celebrara la Conferencia de Pekín y, por tanto, ya en su momento, y más aún, unos cuantos años después, podría parecer políticamente incorrecto, un atentado contra la sensibilidad actual hacia dicho tema. 

Además, ¿por qué utilizar el término “desigualdad” cuando en psicoanálisis hablamos más bien de “diferencia” o de “disimetría” sexual? Entiendo que hablar de “la desigualdad de los sexos” es una manera, provocadora sin duda, de poner al descubierto la ilusión que se desliza de manera implícita con frecuencia en el discurso actual según la cual la igualdad de los sexos, en materia de derechos, borraría definitivamente las diferencias entre ellos. 
Podemos ejemplificar dicha ilusión con frases, ideas, conductas, que ahora son habituales pero que hace veinte años habrían sido impensables: por ejemplo que una pareja diga que están embarazados o que un hombre se preocupe por participar en la lactancia materna de su hijo. 
Esta ilusión es asimismo muy evidente en los más jóvenes: vemos con cierta frecuencia como algunas chicas se niegan a reconocer la importancia que el amor tiene en sus vida porque las haría distintas a ellos, sentirían la dependencia del amor y eso las pondría "en inferioridad de condiciones". Y, para evitar ese fantasma, se lanzan a una promiscuidad imparable: “Si ellos se tiran a todas las que quieren, yo no voy a ser menos”. Que la diferencia se interprete en la mujer, y asimismo por la mujer, como un déficit no es algo nuevo para el psicoanálisis. Al contrario, es todo un clásico que Freud ya señaló. 

Así que, por un lado, podemos decir que este discurso que trata de borrar la diferencia entre los sexos ha impregnado el discurso social de tal manera que parece normal y no mueve, por lo general, a ninguna interrogación al respecto. 
Pero una cosa son los derechos y, otra, los efectos subjetivos. Por ejemplo que una mujer tenga derecho acostarse con quien quiera no quiere decir que sea lo que quiera o que tenga que hacerlo. No se trata de competir con el hombre sino de que se respeten las diferencias, lo que implica en primer lugar aceptarlas.

Si bien en muchos aspectos puede parecer que los síntomas no han cambiado tanto, que son los mismos, los viejos síntomas con nuevas envolturas, no es así: algo en la trama de la envoltura simbólico-imaginaria del síntoma se ha modificado y no oculta, no sujeta ya del mismo modo el real, el goce, en juego. Las modificaciones en el semblante afectan a la relación con lo real.
Por ejemplo, la importancia que la mujer ha dado a la cuestión del velo, su compleja relación con las vestiduras y la máscara se ha modificado y la cuestión se desliza con harta frecuencia hacia las intervenciones en el propio cuerpo, a veces superprecoces, con frecuencia numerosas e imparables. Me refiero a las intervenciones de cirugía estética. 
Estos días saltó la noticia de que España ¡es el cuarto país del mundo en operaciones de este tipo y el primero de Europa en cuanto al número de menores que se someten a ellas!

Algo ha cambiado en lo simbólico y lo imaginario de la época para que en lugar de trabajar sobre el velo, haya que tocar lo real del organismo. Y no solo para las mujeres. Si bien estas últimas siguen siendo las más numerosas en el recurso a este tipo de cirugía, los hombres comienzan a avanzar rápidamente posiciones.

Pero trataremos de centrarnos en la cuestión de la relación entre la igualdad de derechos de los sexos y la diferencia sexual.



La diferencia sexual

El hecho de que haya dos sexos anatómicos, mujer y varón, y que cada uno de ellos tenga aún -quizás por breve tiempo dado los avances en materia de reproducción-, cometidos claros y diferenciados en la reproducción de la especie, sumado al hecho de que todas las culturas distingan la diferencia de los sexos –es decir que su reconocimiento sea universal- lleva a algunos a confundir el sexo “hombre” o “mujer” con “masculino” o “femenino” y a considerar como un dato de la naturaleza, es decir, primario, como una evidencia irrefutable, que la diferenciación entre lo masculino y lo femenino se basa en la biología, se deduce directamente de ella; es un hecho del desarrollo necesariamente vinculado a haber nacido de un sexo u otro. Y, en consecuencia, propongan que se identifiquen con determinados roles para desempeñar lo mejor posible la función natural de cada sexo en la reproducción. Este sería el punto de vista de la tradición. 

Otros, sin embargo, hacen hincapié en la particularidad de las representaciones de lo masculino y lo femenino según la época y la cultura, y subrayan la llamada construcción social o cultural de esa diferencia. Esta sería la perspectiva más contemporánea. 
De un lado, tendríamos un esencialismo biológico; de otro, podemos decir, el relativismo. 
Aunque el psicoanálisis de orientación lacaniana no aborda la diferencia sexual como un dato primario, natural, sino como una construcción, no considera sin embargo, como hacen los partidarios de la teoría del género –herederos de la distinción entre sexo y género planteada en los años 60 por Stoller a raíz de sus investigaciones sobre transexualismo-, que sea un mera consecuencia de la convención, de los representaciones convencionales que una sociedad dada acuerda a lo femenino y lo masculino, aunque por supuesto esto último influya. 

Para el psicoanálisis de orientación lacaniana, la diferencia sexual no tiene que ver con el símbolo sino con el funcionamiento del significante, es decir, se sustenta en el funcionamiento mismo del lenguaje. Masculino y femenino resultan de entrada de una relación distinta con el significante fálico. Y si entendemos el significante fálico como el significante del goce, “masculino” y “femenino” nombran modalidades de goce distintas. Y lo interesante es que no se corresponden necesariamente con el hecho de ser hombre o ser mujer.



La disparidad de los goces

El psicoanálisis no se confunde con la anatomía, ni se detiene ante las identificaciones sexuales simbólicas o imaginarias, ni concluye a partir de la relación que el sujeto mantiene con los roles convencionales que hay en el entorno o en la época. Tampoco considera que las conductas sexuales de los individuos constituyan la verdad de su modalidad de satisfacción. 
El psicoanálisis se interesa por la posición sexuada de un sujeto, es decir, por su posición frente a lo real de su cuerpo, de su propia modalidad de goce o de satisfacción. 

Si bien hay modalidades de goce infinitas, solo hay dos maneras de situarse ante ellas: la masculina y la femenina. 
La primera es una posición determinada por el goce fálico, localizado en los órganos sexuales; en la segunda, encontramos, además del goce fálico, la posibilidad de un goce distinto, que se extiende a todo el cuerpo. 

En este sentido, podemos entender la desigualdad de los sexos en el sentido de que no puede haber paridad de los goces porque hay disparidad sexual. 
Cuando hablamos de situarse de un lado o de otro estamos hablando de una elección inconsciente, no de una elección voluntaria. El encuentro con la satisfacción sexual deja unas marcas reales que balizan la condición erótica del sujeto. 
En psicoanálisis, el concepto de real es un tope, el límite de nuestra experiencia. Entonces las condiciones de goce no cambian, aunque un psicoanálisis llevado hasta su final sí modifica la relación que el sujeto tiene con ellas.

Solo puede considerarse una locura, una ilusión del yo el hecho, como hacen los transgeneristas, de creer que pueden decidir voluntariamente su modalidad de satisfacción sexual, cambiarla a su antojo: por ejemplo, que un hombre "juegue" a que ahora será una mujer para salir con una mujer y explorar su lesbianismo o para satisfacer sus deseos maternales con un hijo. Estas decisiones se desarrollan en el plano de las identificaciones voluntarias y no modifican, al contrario de lo que dicen, ni las identificaciones inconscientes, que son fundamentales, ni  lo real del goce. 
La posición sexual compete a la relación que el sujeto mantiene con lo imposible... de cambiar.

En 1972, Lacan sitúa tres pasos en la asunción de una posición sexuada (2):

1. El niño nace con una anatomía determinada, que los adultos constatan a través de la observación de una pequeña diferencia: la presencia, o no, de un pene, observable ya en las ecografías (3). Y en base a ella, dicen “es niño” o “niña”. 
Pero este no es un juicio natural que los mismos niños podrían llegar a hacer naturalmente: ellos no se distinguen a sí mismos como niños o niñas si no han sido distinguidos de manera previa por el Otro. 
Esto se ve bien en los casos de anfígenos, o hermafroditas, donde un niño ha sido tratado como una niña y, luego, en la pubertad, se descubre que anatómicamente era un niño. En todos los casos se comprueba que las identificaciones sexuales del sujeto no están correlacionadas con su sexo anatómico sino con la manera en que fueron reconocidos por el Otro.

2. Pero cuando el adulto dice “es un niño” o “es una niña” está siempre haciendo algo más que reconocer una diferencia anatómica. Dice siempre algo más. Por ejemplo, si es un niño, le dice que espera de él la virilidad, según la representación que tiene de ella. 
El comportamiento del niño quedará significado a partir de entonces por las categorías fálicas del lenguaje: es poco masculino, muy masculino, casi femenino... muy femenino.

3. Más tarde, en la adolescencia, el sujeto debe decidir si acepta o no esta categorización. “Es un niño” o “es una niña” solo será verdad para él si experimenta el goce correspondiente, masculino o femenino, y puede soportarlo, es decir, si acepta inscribirse en la función fálica. Este paso es necesario, no basta con que el niño sea inscrito desde fuera por el Otro.

Ambas posiciones sexuadas, con sus múltiples variaciones subjetivas, implican cada una de ellas una relación distinta con el Otro. Volviendo al principio, podemos decir que la posición masculina, por su relación con el significante fálico, con el Todo fálico, es solidaria de la existencia del Otro. La posición femenina por su relación con el no todo fálico se correlaciona con la inexistencia del Otro (3).



La cuestión femenina y la subjetividad contemporánea


Para finalizar quiero tomar una frase que J.-A. Miller afirma en “El Otro que no existe...”: “La gran diferencia entre la subjetividad moderna y el sujeto contemporáneo es la cuestión femenina, que estalla entre ambos. Sería importante precisar si se pueden ordenar cierto número de síntomas de la civilización contemporánea en relación con el feminismo y su manera de difundirse”. Entiendo al leerla que los cambios en la subjetividad vienen dados por la entrada de la sociedad en una época marcada por un cambio de régimen del Otro. 
Cuando se habla de que asistimos a una feminización progresiva del mundo no tenemos que entender que esto se deba a un efecto directo de la mayor afluencia de la mujer a la esfera pública, porque en ese espacio la mujer está fundamentalmente en tanto fálica. La feminización del mundo es solidaria de un régimen del Otro distinto, que llamamos al principio la inexistencia del Otro y que, por definición, feminiza al conjunto del mundo donde está vigente. 
Y para acabar, solo añadir, como señalan Miller y Laurent en su curso -y por supuesto, sin idealizaciones-, que las mujeres no dejan de estar más cómodas que los hombres en ese estado actual de nuestra civilización, que no es ya el reino del Uno, del todo fálico sino del no todo fálico. Están más cómodas, ya sea para tratarlo como para orientarse en él… Pero eso no quiere decir de ningún modo que esto no les cree asimismo algunas dificultades. 


(*) Extracto de la clase dada el 10.3.2008 con el título "La desigualdad de los sexos" en el Cursus de la Biblioteca del Campo Freudiano de Barcelona sobre la lectura de “El Otro que no existe y sus comités de ética”.


Notas:

1. J.-A. Miller, E. Laurent (1995). El Otro que no existe y sus comités de ética. Buenos Aires: Paidós, 2005.

2. J. Lacan. Seminario XIX: ...Ou pire (1971-1972). Inédito.
3. También la identificación a través del material genético presente en el torrente sanguíneo de la madre, permite a través de un análisis de sangre detectar el sexo del bebé, es decir, nombrar "es niño" o "es niña", lo cual introduce igualmente la dialéctica fálica.
4. Ver la entrada “El psicoanálisis y la erótica actual” en este blog: http://www.elblogdemargaritaalvarez.com/2010/03/el-psicoanalisis-y-la-erotica-actual.html