Dicen que el amor es ciego y el odio lúcido. Pero esto no hace al
último mejor que el primero; la frase no representa en modo alguno un elogio
del odio.
Amor y odio son pasiones y por lo tanto ambos pueden cegarnos, a veces
hasta la obsesión. Pero lo hacen de modo distinto modo y con distintas
consecuencias.
Mientras que en el amor, de entrada, tendemos a idealizar al
otro, a no ver o a no dar importancia a lo que no nos gusta de él, cuando
sentimos odio, por el contrario, no vemos otra cosa, reduciendo al otro a no
ser más que eso que aborrecemos, un desecho insoportable e indigno de existir.
El amor entonces nos une al otro, favorece el lazo social, mientras
que el odio lo destruye.
El amor, en su sentido amplio, es necesario para construir relaciones
duraderas. No me refiero ahora al amor en el sentido del
enamoramiento ciego sino al amor que llamaré para contrastar
"lúcido": a aquel más complejo o advertido que no ciega respecto al
otro y sus diferencias, pero que en lugar de llevar a rechazarlas, conduce a
respetarlas, es decir, a aceptarlas. Esta vertiente del amor es necesaria para
que pueda haber relaciones estables de pareja más allá del enamoramiento
inicial, pero constituye también el cimiento mismo de cualquier civilización
que sea sostenible, es decir, soportable para todos aquellos que viven en ella.
Si enfocamos las grandes religiones de la humanidad como sistemas de
ordenamiento y regulación social -de cada cual en su relación consigo mismo y
con el otro-, es decir como programas civilizatorios, todas ellas coinciden de
algún modo en el precepto del amor.
No hay civilización posible sin aceptar en mayor o menor medida la
diferencia con el otro. No hay civilización viable que se fundamente solo en la
ceguera del odio.
Pero este modo de vínculo que respeta las diferencias no es primero ni
espontáneo, como no lo es ninguna civilización, fruto siempre de los pactos
necesarios para la convivencia. Es una decisión, es decir, una elección. Y hay
que sostenerla y trabajarla.
El llamamiento actual a la Yihad que sostienen los terroristas del Daesh no es un llamamiento civilizatorio, para
construir una civilización mejor, es un llamamiento a la destrucción. Es un
llamamiento contra la otredad, en principio la que implica para ellos el
llamado Occidente, pero no solo: es un llamamiento contra cualquiera que
no sea igual, que sea diferente, ya se trate de los jóvenes que se divierten en
París o de los que lo hacen en Bagdad; contra los que rezan a otro dios que el
de la destrucción, ya lo hagan en una sinagoga, una iglesia copta o una
mezquita chiíta.
Es un llamamiento no solo contra la otredad en el otro sino también
contra aquella que cada uno porta en su interior, a menudo sin saberlo, eso
diferente que paradójicamente nos hace sentirnos vivos.
Es un llamamiento contra la alegría de la vida, entendiendo por ello
la alegría de estar vivo, que no se desprende necesariamente de estarlo.
Es entonces un llamamiento contra la humanidad misma y, por
tanto, contra cualquier posibilidad de civilización.
No hay civilización para la muerte,
aunque ellas nos resulten pesadas y nos mortifiquen. Las civilizaciones son
solo invenciones humanas para regular lo más posible el odio entre los hombres
y permitirnos vivir un poco bien. Son inventos perecederos: cada una nace y se
acaba. Cada una, a su modo, triunfa y fracasa. Pero mientras duran son inventos
necesarios. No hay vida vivible por fuera de una de ellas, sin un Otro
simbólico que regule para cada uno las pasiones propias y el lazo con los otros.
Ayer regresé a Barcelona, mi ciudad, temiendo que tras el atentado ya no fuera la misma. Y quizás
nosotros no lo seamos, me refiero a los barceloneses (entendiendo por
ellos a todos aquellos, oriundos, residentes o turistas a los que nos
gusta la ciudad). Seguramente algo ha cambiado en nuestro interior después de
haber experimentado con dureza nuestra vulnerabilidad.
Pero la ciudad sigue igual. Barcelona no tiene miedo. Nosotros, cada
uno de los barceloneses, sí, tenemos miedo por supuesto, no estamos locos. Pero
no tenemos miedo del miedo, no seremos vencidos por él. Las ganas de vivir que
nos inspira esta ciudad tradicionalmente tolerante y
respetuosa con las diferencias, es superior al temor que nos causa lo mortífero
del mundo y del Otro.
No hay odio que pueda con su mediterraneidad: con las múltiples
idas y venidas de pueblos y civilizaciones, con su lugar de encrucijada, con
sus mezclas culturales insólitas y su continua reinvención.
Que el odio no pueda con la vida es la verdadera vocación de la
civilización, la verdadera responsabilidad, el llamamiento que importa, al que
todos, sin dudas y sin excusas, debemos responder.