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sábado, 1 de febrero de 2025

UNA REFLEXIÓN A PARTIR DE LA PELÍCULA "LA SUSTANCIA" DE CORALIE FARGEAT


 

Hay  distintas obras que toman como eje la cuestión del temor o el horror ante el envejecimiento. Se me ocurren ahora los ejemplos clásicos del Fausto (1790) de Goethe, o de cien años después, El retrato de Dorian Gray (1890), de Oscar Wilde.

En ambos casos la aparente detención del envejecimiento es el resultado de un pacto con fuerzas oscuras y tiene un coste muy alto para cada uno de los protagonistas

En particular, la novela de Wilde ilustra bien que la ilusión de juventud que Dorian tiene respecto a su imagen se mantiene a costa de lo que segrega de sí y no desaparece sino que se refleja, retorna, en su retrato, que se vuelve al final  monstruoso -por esa mismo rechazo previo.

Acabo de ver  la película La sustancia, de la directora francesa Coralie Fargeat, mezcla de géneros: casi-ciencia ficción y gore.

La obra aborda el deseo de evitar, de revertir, el proceso natural de envejecimiento por parte de una bailarina, otrora famosa, pero a la que ya nadie contrata por considerarla mayor.

Sabemos que en el caso de las mujeres. la "mirada social" (esa mirada que construimos entre todos y cada uno) ante su envejecimiento puede ser más dura, discriminatoria y, por tanto, injusta; llegando el caso, en especial en el caso de oficios como los de actriz o modelo, que puede suponer el final de su carrera, sin que ello guarde relación alguna con su valía.

La protagonista de La sustancia -representada doblemente por Demi Moore como bailarina madura y Margaret Qualley como bailarina joven- realiza un pacto con unos enigmáticos científicos para recobrar la juventud y volver a captar la admiración del público.

La trama y el desenlace de la obra constituyen una singular metáfora del precio a pagar cada vez que, de una manera u otra, no aceptamos las distintas castraciones, es decir, los límites imposibles de superar a los que la vida nos enfrenta en general, en este caso, a la pérdida de la belleza de la juventud.

Como en la vida de Wilde, el ideal de perfección buscado enseña entonces su rostro más terrible.

La ficción es más que exagerada, sí: es gore, como dije al inicio -como se decía antes en algunos momentos "de casquería". Pero sirve para ilustrar , a pesar de sus excesos fantasiosos, la locura actual de querer a toda costa seguir siendo joven, o al menos de parecerlo, a través de distintos "como sí", ya competan al plano de la imagen o de la conducta.

La sociedad capitalista actual se sirve para ello  de los avances técnicos y de las distintas  posibilidades que la época permite. Y así obvia o, como mínimo,  banaliza la cuestión. Y cierra el debate diciendo: Si se puede, ¿por qué no? ¿A quién le importa? Somos libres.

Pero, ¿qué es lo que se puede? ¿Qué es posible? ¿Vivir "como si..."?

En psicoanálisis, consideramos que lo posible deseable es un resultado de aceptar el imposible, de poder hacer algo con él, sin negarlo u obturarlo. Es decir, un posible que el sujeto pueda asumir cuando tenga que entrar en el cuarto desde donde, como a Dorian, le mira el cuadro real.





domingo, 20 de octubre de 2019

¿APOSTAR POR LOS IDEALES O POR LA CONVIVENCIA?

"Capricho de Montserrat", de Miguel Macaya.

El psicoanálisis nos enseña que los otros no nos decepcionan nunca. Aunque no se comporten como esperábamos o, incluso, si fuera el caso, como nos habían dicho que harían, cada uno se decepciona solo. Si se sufre una decepción es porque previamente se había hecho una ilusión, porque había creído algo. 
Pero esto, en sentido estricto, es responsabilidad suya. No se puede reprochar a los demás las propias ilusiones o creencias. 
Eso no exime de responsabilidad a los que se han dedicado a propagar esas ideas. No porque haya, como digo, una relación directa e inexorable entre que alguien diga y otro crea, sino porque cada uno es responsable de lo que dice y eso incluye hasta cierto punto sus efectos. No se puede decir, en sentido ético, cualquier cosa.
El caso de algunas sectas extremas lo ilustra bien. En los años 70, por ejemplo, el estadounidense Marshall Applewhite creía que los extraterrestres habían visitado la Tierra en el remoto pasado trayendo la humanidad a ella, y que en algún momento volverían para recoger a unos pocos elegidos, que pasarían entonces a un  nivel evolutivo superior de la vida.
Hasta aquí el relato no deja de ser una variante un poco más “exótica” de lo que preconizan algunas religiones. Pero, en base a esta creencia, que por supuesto es una certeza delirante, creó una secta llamada “La puerta del cielo” y, resumiendo, convenció a sus seguidores de que se suicidaran, cuando pasara el cometa Halley, para que sus almas, siguiendo la estela de éste, pudieran acceder a ese plano más elevado. El sacrificio demandado, en este caso de la vida, merecería la pena.
Puede sorprendernos, pero ese día se suicidaron treinta y nueve personas.
Pero habría que diferenciar la responsabilidad de Applewhite de la responsabilidad de cada uno de sus discípulos. El primero deliraba, pero, ¿por qué cada uno de los que se suicidaron creyó "religiosamente"  lo que les decía? 
No lo sabemos. Podríamos pensar, teniendo en cuenta el testimonio de aquellos que lograron salir de ésta u otras sectas, que eso dio de algún modo sentido a sus vidas en un momento de crisis, que les hizo sentir mejor, que siempre habían deseado que les pasara algo especial, que … 
En todo caso, sabemos que las sectas siempre ilustran sobre el encuentro “exitoso” entre un líder que se presenta como siendo el único que tiene la verdad, con frecuencia un paranoico, y unos neuróticos, en una situación vital difícil, que buscan una salida, un sentido.
Pero este funcionamiento de las sectas  no es algo en sí mismo raro. Por el contrario, participa en su esencia del funcionamiento habitual de la mayor parte de los grupos humanos que afortunadamente no llegan las más de las veces a esos extremos: nos sentimos cerca o nos unimos con aquellos con los que compartimos ideales y creencias parecidas; el hecho de que haya más personas que piensan como nosotros da a nuestras creencias consistencia de verdad, frente a aquellos que piensan de otro u otros modos. 
El ideal siempre reúne bajo sus alas poderosas a los que le siguen enturbiando siempre su visión sobre lo que hay alrededor. E igualmente siempre segrega, arroja a la oscuridad social, a quienes, supuestamente de manera equivocada, no comparten las mismas ideas. Introduce entonces la lógica de la identificación y la segregación,  que nos hace más acríticos con nosotros mismos y más críticos con los otros, y nos conduce a la guerra del sentido con los otros y por el sentido. 
Freud publicó hace cien años su trabajo sobre Psicología de las masas,y muchos de los dramáticos sucesos acaecidos después, a lo largo del siglo XX, no han dejado de confirmar una misma estructura de base: reunión de un grupo bajo una idea sostenida por un líder, que se vuelve un referente, un ideal; el grupo tiende a homogenizarse bajo sus efectos, a creer que todos sus integrantes son iguales, y que son de fiar, es decir, amigos, lo que exilia los autocuestionamientos; en la misma medida, tiende a acentuar su extrañeza frente a los que no comparten las mismas ideas, llegando a considerarlos como una amenaza o un enemigo, es decir, acentuando la  desconfianza hacia ellos.
Este funcionamiento de los grupos se funda en una estructura poderosa y firmemente enraizada en la vida social y en nosotros mismos. Después de todo, el pensamiento en la infancia se empieza a organizar sobre la división “yo/tú, nosotros/ellos”, que tendemos a reproducir luego con los otros. De hecho, es difícil superarla. El hecho de que los individuos de cualquier  grupo social, incluso los más radicales, tiendan por ejemplo a comportarse igual, incluso en cosas tan banales como la manera de vestir o de hablar, o los libros que leen o no leen, no deja de ilustrarlo. Solo podemos separarnos de esa lógica con determinación, es decir, con un deseo de algo mejor. 
Esta determinación constituye una apuesta ética del sujeto en la vida colectiva. Digo “ética” y no “moral”, porque compete a la relación del sujeto consigo mismo -con sus ilusiones, sus creencias, sus ideales, sus rechazos...-, aunque se ponga en juego en la relación con los otros. Es una apuesta, a renovar y sostener cada día, pero en particular en cada momento de tensión con el otro. 
Entender que las personas son distintas y singulares y la vida social extremadamente compleja puede ayudar a sostener el respeto, por uno mismo y por cada uno de los otros, que requiere la convivencia. En realidad no hay alternativa: seguir la lógica “yo/tú, nosotros/ellos”, basada como he dicho en el ideal y la segregación, solo conduce a formas más o menos encubiertas o declaradas de conflicto, cuando no directamente a la guerra. 
Sería necesario pensar en algo de esto cuando vamos a votar en unas elecciones. No basta solo con los puntos que encontramos en los programas de los partidos, sostenidos en unos ideales u otros, pues  sabemos que solo se cumplirán, en el mejor de los casos, hasta cierto punto. Se trata también de tener en cuenta el  modelo de convivencia por el que apuestan sus líderes, que se desprenden de sus idearios: ¿se basa en este modelo simple del ideal/segregación? ¿O es un modelo más complejo que apunta a sostener la necesaria convivencia en la vida social teniendo en cuenta el real en juego y la manera posible de abordar lo imposible del grupo cada vez, en otras palabras, eso  que en psicoanálisis llamamos orientarse por lo real del síntoma?
Eso nos puede dar una mejor idea de lo que nos espera.