sábado, 13 de noviembre de 2010

EN TORNO DE LA SOLEDAD DEL ANALISTA: UNA SOLEDAD LLEVADERA



El tema de las presentes jornadas (1) remite a la soledad del analista en el momento del acto, que es su operación fundamental. Y, como afirma de entrada su texto de presentación, esta soledad “se produce en la experiencia del propio análisis”. No se trata por tanto de la soledad del individuo ni del sentimiento fantasmático de soledad. No es tampoco algo que esté de entrada, es el producto de un recorrido. Me propongo aquí hacer una pequeña reflexión sobre cómo esta soledad se ha producido en mi propio análisis.

Un cambio de lógica
Antes del atravesamiento del fantasma, el sujeto no está propiamente solo. Por un lado, está acompañado por el Otro de su fantasma, un Otro consistente que le hace sufrir siempre igual. Por otro, sabemos que dicho sufrimiento es una tapadera del goce que el sujeto extrae de la relación privilegiada con el objeto que la escena fantasmática vela. En este sentido podemos decir, con Lacan, que el sujeto siempre es feliz... porque siempre goza. También podemos decir que en realidad nunca está solo: el sujeto está estrechamente vinculado con un partenaire en el fantasma.
Pero ese Otro fantasmático no tiene solo una vertiente de goce / sufrimiento. Tiene también una vertiente reguladora. El fantasma es fundamentalmente una máquina significante que regula el goce y, en tanto tal, se rige, como ya Freud señaló, por la lógica fálica. El fantasma es solidario de la creencia en la existencia de un Otro de excepción que regularía el goce; un Otro que enunciaría la ley y quedaría excluido de su cumplimiento. El sujeto ignora su contribución activa a la construcción de ese Otro. Por un lado, sufre de él –y goza con él- pero no sabe por qué ni para qué le necesita.
El Otro del fantasma se construye, se infla, en el momento en que el sujeto se encuentra con el goce y con la insuficiencia de lo simbólico para dar cuenta de él. Ese encuentro con un agujero en lo simbólico –S(A/)-, es propiamente la experiencia de soledad, de desamparo más radical, la Hilflosigkeit del ser hablante. El atravesamiento del fantasma implica descubrir su función de tapón de este agujero que la inexistencia del Otro excava y, por tanto, su función de defensa contra la soledad.
Este descubrimiento conlleva un cambio de régimen, introducirse en una nueva lógica: pasar del régimen de la existencia del Otro al de su inexistencia, de la lógica del Todo a la del notodo, es decir, a una lógica que no queda totalmente subsumida por el falo.
Trataré de situar brevemente, a continuación, cómo tuvo lugar para mí este pasaje y para ello referiré en primer lugar uno de esos actos que llamamos, con Freud, fallidos, pero respecto a los cuales nos ha enseñado que el inconsciente triunfa en abrirse paso a su través.

Una nueva relación con la soledad
Me dirigía en taxi a la consulta del analista. Cuando llegaba a la dirección indicada, el taxista me preguntó: 
- ¿Dónde quiere que la deje, en el lado izquierdo de la calle o en el derecho?
Una pequeña dificultad con mi lateralidad que hace que mi respuesta a una pregunta así no sea siempre inmediata, fue la causa de que cuando ya estaba lista para decir “en el derecho”, el taxista ya estaba aparcando en el izquierdo. Al observar por el retrovisor mi expresión sorprendida, me dijo:
“Lo siento, pero como no dijo nada pensé que le daba igual”.
“Sí –respondí mientras abría el billetero-, “a veces soy un poco lenta con estas cuestiones, no lo puedo evitar”. Me sorprendió la naturalidad con la que confesaba a un extraño algo que me había causado algunas pequeñas molestias  en la vida, pero el atravesamiento del fantasma que había tenido lugar tiempo atrás, con la posición distinta respecto a la castración que introdujo, había cambiado de manera radical mi relación con lo que podía ser considerado, por mi misma o por otros, como un fallo.
El taxista respondió a mis palabras también como si la cosa no tuviera demasiada importancia:
- “Sí -dijo con suavidad -, a algunas personas parece que les pasa eso”. 
“¡Qué tipo más amable!” –pensé mientras le pagaba y me encaminaba a bajar del coche. Sin embargo, antes de llegar a hacerlo, sus palabras me retuvieron:
“No –me dijo-,  me paga de más”.
Al recoger confusa los billetes que el taxista me entregaba, comprendí de pronto que no le había dado el dinero del trayecto sino el dinero que llevaba aparte en el billetero para pagar al analista, es decir, el precio de la sesión de análisis.
La confusión se volvió risa al reconocer de inmediato que “una voz amable”, era el rasgo por el que había elegido no solo a mi analista actual, sino también a los que le habían antecedido en dicha función. La importancia que para mí tenía ese rasgo remitía a un punto de angustia de mi historia, momento en que escuché lo que llamaré “una voz que tranquiliza en la oscuridad”. El análisis me había permitido precisarlo como “una voz que tranquiliza en la oscuridad... del encuentro con el goce”. Esa voz –había creído a partir de aquel momento-, sabía qué hacer con el goce.
Llevaba casi la mitad de mi vida –pensé al salir del taxi-, pagando para asegurarme una voz amable, para no sentirme sola, a solas con el goce. Y, ahora, el inconsciente me decía que cualquiera hubiera podido ocupar ese lugar... ¡hasta aquel taxista! La amabilidad de la voz no era más que un rasgo. El acto “fallido” comportaba el reconocimiento de una separación bajo la forma de un vaciamiento de la función fantasmática que el objeto voz había tenido para mi. Era solo una voz.
Por un lado, yo podía reconocer que ese rasgo en la voz había sido el señuelo que había permitido, con la instalación de la función SsS, la puesta en marcha de la transferencia; por otro, también sabía que no había bastado con ese rasgo para que hubiera análisis. Había abandonado tres curas anteriores, a pesar de que el analista tuviera una voz amable, justo siempre en el momento en que algo había venido a taponar el lugar vacío de la función del deseo del analista.
Al acto, digamos, solo en cierto sentido, “fallido” le siguieron en las siguientes semanas otros, así como algunos fenómenos de cuerpo. Todos ellos remitían justamente a la situación de angustia infantil y evidenciaban una nueva relación con el inconsciente. Irrumpían, hacían presente de manera muy viva algún aspecto de la situación mencionada y, luego, pasado un momento de acmé desaparecían sin necesidad de ningún desciframiento. Más bien revelaban, develaban, la ilusión de creer que habría un Otro que regularía el goce, y con ella la ilusión del amor, en tanto que esa voz amable pertenecería a un Otro complementario que volvería posible, de dos, hacer Uno.
Sin embargo, al caer esta ilusión, la soledad perdió su dramatismo y se volvió distinta. Sin el runrún del fantasma, devino más silenciosa y, también, al incluir la inexistencia del Otro, más ligera. Era una soledad nueva que no me paralizaba ni me aislaba de los otros. Era, en definitiva, una soledad llevadera.

La soledad del analista
Hay oposición entre la “soledad” del fantasma y la soledad del acto analítico. El fantasma obstaculiza, entorpece el acto, que requiere detener eso que Lacan llama en los Escritos “el discurso intermedio” (2), y que yo he traducido como el runrún del fantasma, que no desaparece pero se escucha menos –no es una cuestión por supuesto de volumen sino de distancia. Solo al consentir separarse del lastre fantasmático, la soledad se vuelve operativa. El acto analítico implica siempre una separación del Otro, está marcado por su inexistencia.
La ilusión de un Otro complementario, un Otro tranquilizador, ya tome la forma del amor o de la regulación, está más cerca del deseo de curar que del deseo del analista como función vacía. El acto analítico, requiere de la soledad de la relación del analista con su inconsciente y rechaza la compañía del fantasma. El “partenaire” del analista no es el fantasma sino la Escuela que, al no taponar S(A/), tiene una estructura más afin con su posición.

Notas
1. Ponencia presentada en las VIII Jornadas de la ELP celebradas en Valencia en noviembre de 2009, con el título “La soledad del analista”. Publicada en revista Freudiana 57. Barcelona: CdC-ELP, 2010.
2. J. Lacan, “Variantes de la cura-tipo”. En: Escritos 2, México: Siglo XXI editores, 1984, p. 341.


sábado, 6 de noviembre de 2010

HOMBRES Y MUJERES, ¿RELACIONES PERFECTAS?


Después de leer mi texto ¿Ya no quedan hombres?, publicado ayer en Too mach 8 y, también en este mismo blog (1), Ana María Pierini, colega de Málaga, me ha enviado haciendo gala de cierto humor un catálogo con 11 reglas para hacer feliz al marido, que publico aquí, enseguida, intercalado. El catálogo, salta a la vista, es antiguo, de 1953. Sin embargo, me ha hecho recordar una película de Frank Oz, muy divertida, estrenada hace pocos años. Se trata de Las mujeres perfectas (2004), basada en la novela de Ira Levin, The Stepford wifes (1972) es decir, las esposas de Stepford, que es el nombre del pueblecito donde se desarrolla.



Joanna Heberhart (Nicole Kidman) es una mujer con éxito profesional, un marido entregado, Walter (Matthew Broderick) y dos niños hermosos a quien un día el mundo se le derrumba: la echan del trabajo, no puede responder a las exigencias del cuidado de sus hijos, su marido amenaza con dejarla, etc..

En este momento de crisis, la pareja decide replantearse la vida y se traslada, junto con sus hijos, a lo que parece un lugar de ensueño: el idílico paraíso suburbano de Stepford (Conéctica). Pero algo extraño pasa allí. 


Todas las mujeres son como Claire Wellington (Glenn Close), hermosas, felices y asombrosamente activas y creativas: hacen pasteles, pintan la casa, cortan el césped, juegan con los niños y aún tienen tiempo de recibir a sus maridos con lencería sexy cuando vuelven del trabajo. Joanna anda cada vez más preocupada con sus atractivas pero sumisas vecinas. En cambio su marido Walter está encantado. Y espera de su mujer que responda como ellas.


Pero Joanna descubrirá que estas mujeres perfectas son en realidad robots que suplantan a las auténticas mujeres, mantenidas por sus, ahora, encantados maridos  en una especie de hibernación, en los sótanos de su club de hombres. 


En las últimas escenas de la película, se produce sin embargo un vuelco: si hasta el momento parecía que las mujeres-robot  eran invento de los hombres, al final se descubre que la ideóloga era una mujer del pueblo: Claire-Glennclose había soñado un mundo ideal en el que si las mujeres fueran perfectas podrían complementar a los hombres y entonces no habría discordancia entre los sexos, sino relación, en el sentido fuerte, lógico, que este término tiene para el psicoanálisis.


El sueño del amor es siempre femenino. Los hombres sueñan con el objeto. Su sueño es más el de Pigmalión con su obra Galatea.


Que los hombres quieran el objeto hecho a medida de su fantasma y las mujeres a veces sacrifiquen todo, o demasiado, para calzar en él, es un clásico de la vida erótica. Que, además, ellas en realidad se sacrifican sin que nadie se lo pida y, además, no por el otro, como dicen, sino para sí mismas, para ser únicas para el otro, también.


No voy a hacer aquí un análisis de los ideales educativos y sociales prevalentes en otras épocas al respecto. Lo que me interesa señalar es esta idea de que existiría un objeto sin discordancia, un Otro complementario, que complementaría perfectamente al sujeto, sea el objeto fetiche masculino o sea el Otro ideal del amor de la erotomanía femenina. 


Esta idea tiene como función borrar tal discordancia, eludir la cuestión de que entre los sexos hay disimetría, disparidad de los goces (2). Asimismo permite sostener la ilusión de que existiría complementariedad entre ellos.


Pero entre hombres y mujeres hay un muro, dice Lacan. 


Podemos precisar que entre ambos existe el muro del lenguaje, el muro que crea el hecho de que no haya relación sexual predeterminada en el ser hablante  al nivel de la especie. 


Detrás de ese muro, cada uno se guarece, se desespera, se entretiene... en la soledad de su goce -sea el goce del amor o el goce del objeto, el goce siempre es fundamentalmente autoerótico. Desde su lado del muro, cada cual trata de pasar o de hacer pasar, de invitar, de seducir o de exigir y amenazar, incluso de disparar o agredir al otro lado, según la modalidad de goce en juego. 


Cada uno escribe en su muro, y ese escrito, sea el que sea, puede hacer signo al otro si resuena con las letras del goce de su inconsciente. Es entonces cuando surge la posibilidad del amor, pero el vínculo no se establece por sí solo, hay que  quererlo, consentir a ello.


Jugando con la palabra “muro” en francés (le mur), Lacan plantea que solo  el amor (pronunciado "l’amur") podría ayudar a salvar ese muro. De cómo eso ocurre en las parejas, encontramos infinitas versiones.  Cada pareja, inventa la suya y podemos decir que se mantiene unida mientras la versión que ha inventado funciona, aunque cada partenaire la interprete siempre a su manera. No hay una misma versión para los dos -aunque ellos lo crean o a veces lo parezca- cada uno escribe siempre de su lado del muro, que es estructural y, por tanto, no desaparece.


Notas:
1. "¿Ya no quedan hombres?"
http://www.elblogdemargaritaalvarez.com/2010/10/ya-no-quedan-hombres.html
2. La igualdad o la desigualdad de los sexos y la disparidad de los goces
http://www.elblogdemargaritaalvarez.com/2010/04/igualdad-o-desigualdad-sexual-la.html