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sábado, 18 de marzo de 2017

ANALIZAR AL PARLÊTRE, UNA ESCUCHA SINGULAR

"Irma" (2010), de Jaume Plensa. Instalación en el Yorkshire Sculpture Park, Reino Unido, 2011.

Voy a partir de la frase de Jacques-Alain Miller que da título a estas sesiones: “Apostemos por que analizar al parlêtre es lo que ya hacemos, y tenemos pendiente el saber decirlo”(1).
Esta apuesta retoma el término parlêtre introducido por Jacques Lacan (2), en 1976, como término que sustituiría en un futuro al inconsciente freudiano. A diferencia del sujeto del inconsciente, significante, el parlêtre incluye lo real del cuerpo, su goce, producto del encuentro del organismo con lalengua, es decir, de lo que en psicoanálisis llamamos “trauma”, donde tenemos:
1) el encuentro con un goce;
2) este encuentro es correlativo de otro encuentro: el de la insuficiencia de lo simbólico para decir lo real, es decir, el del agujero de lo real en lo simbólico, fuera de sentido;
3) las coordenadas de dicho encuentro fijarán contingentemente las marcas pulsionales (S1);
4) la solución a ambos encuentros, siempre sinthomática, vendrá a suplir la insuficiencia de lo simbólico a la par que conformará un funcionamiento de goce.
Es lo que nos enseñan algunos testimonios de los finales de análisis de la era del parlêtre o del sinthome -términos solidarios-, donde se encuentran aisladas las marcas pulsionales que ciernen el agujero de lo real en lo simbólico para un sujeto y organizan su goce. Asimismo ellos nos ilustran sobre cómo en el análisis el sujeto ha inventado un nuevo modo de relación con ellas, también sinthomático pero inédito, que pone este funcionamiento de goce del lado de la vida, lo que le permite arreglárselas mejor con el goce y hacer un lazo social nuevo.
Pero el parlêtre y su solución sinthomática no hacen su aparición al final del análisis sino que de algún modo están de entrada -si bien no del mismo modo. Entonces no tenemos otro remedio que escucharlos.
Miller señala tres fórmulas descubiertas a partir de la experiencia analítica y, en especial –señala- del pensamiento sobre dicha experiencia, que competen respectivamente al agujero, a la marca y al goce. Son: No hay relación sexual, Haiuno y, correlativamente, lo que llama el auto-goce del cuerpo, es decir, que un cuerpo es algo que se goza, fórmula que se articula a los dos primeras. “Las tres fórmulas, señala, tienen que leerse conjuntamente. Y ellas dan una dirección a la escucha analítica”(3).

La práctica analítica en la era del parlêtre
La apuesta de Miller interroga al analista de la era del parlêtre, en la misma línea inaugurada por Lacan, quien si bien, en 1973, reconoció que “una práctica no requiere ser esclarecida para operar”(4), desde el inicio de su enseñanza se dedicó a esclarecerla. En enero de 1977, pocos meses después de introducir el término parlêtre, dice: “La clínica psicoanalítica debe consistir no sólo en interrogar al análisis, sino en interrogar a los analistas, de modo que éstos hagan saber lo que su práctica tiene de azaroso que justifica a Freud haber existido”, proponiendo “apremiar al analista para que declare sus razones” (5).
“Lo azaroso” de la práctica –entiendo- señala una relación entre ésta última y la contingencia. Por un lado, la práctica analítica está afectada por la contingencia en tanto que el acto analítico tiene principios, como introdujo en 2004 Éric Laurent (5), pero no es previsible. Por otro, en tanto ella apunta a situar el agujero de lo real en lo simbólico, localizable solo por las marcas de goce que lo ciernen al insu del sujeto, es decir, fuera de la concatenación significante y, por tanto, del saber, ha de guiarse más por algo del orden de la contingencia del acontecimiento de lo real que por la deducción de sentido, necesaria. Esto requiere algo de lo señalado por Freud (así entiendo el “que justifique a Freud haber existido”) al decir que la interpretación analítica no debía ser exhaustiva sino que debía dejar “un lugar en sombras”, ese que, en relación al sueño, sitúa como su ombligo y que “se asienta en lo no conocido”(6), no-reconocido, no-encadenado, fuera de historia; ella ha de apuntar a ese lugar que más tarde llamó “represión primaria”, en su doble dimensión de lugar donde las representaciones desfallecen y donde tiene lugar la fijación de la pulsión, es decir, por definición, el lugar del trauma fuera de sentido.
El psicoanálisis responde “a la idea de una cura estándar ni supone ningún protocolo general” (quinto principio), válido para todos, fundados en un saber preestablecido. Esto separa la práctica analítica de toda técnica, que sí requiere dicho saber y por ello es del orden de la repetición necesaria y no de lo contingente.
“El psicoanálisis no es una técnica sino un discurso que anima a cada uno a producir su singularidad, su excepción” (quinto principio). “Lo que se persigue no es una norma sino la conformidad del sujeto consigo mismo” (sexto principio), podríamos añadir “con su norma de goce”, como introdujo Hebe Tizio recientemente en otro espacio. Entiendo que esta conformidad implica una variación, una lectura inédita de un funcionamiento de goce que separa al sujeto del autoerotismo y lo pone en relación al otro y a la vida.
Voy a finalizar esta primera parte desglosando una definición que Lacan hace de la clínica en 1976: “La clínica es lo real en tanto imposible de soportar. El inconsciente es la huella y a la vez el camino por el saber que constituye: haciéndose un deber para el analista repudiar todo lo que implica la idea de conocimiento” (7).
“La clínica es lo real en tanto imposible de soportar”: ella se construye a partir de la experiencia de lo más éxtimo del sujeto, las marcas de lalengua sobre el cuerpo, el trauma que está en la raíz del síntoma. Por ello, “el analista debe repudiar todo lo que implica la idea de conocimiento”: no se alcanza lo insoportable del síntoma mediante una objetivación del sujeto sino “al precio de una sumisión completa, aunque sea enterada, a las posiciones propiamente subjetivas del enfermo” (8).
“El inconsciente es la huella y a la vez el camino por el saber que constituye”: ante un caso nuevo, el analista “no debe sumar sus experiencias”(9) y debe escuchar, como señala Freud, a cada analizante como si fuera el primero. 
En relación a las neurosis, el analista tiene que manejarse con la incertidumbre sin él mismo cerrar el sentido y, por tanto, sin apuntar a cerrarlo con la interpretación, “dejando un lugar en sombras” para mantener abierta la dimensión del inconsciente, que es la huella y a la vez el camino que lleva hacia el ombligo real del síntoma. Sin embargo, cuando se trata de una psicosis a veces basta dar la palabra al sujeto para que nos muestre ese camino de “inconsciente a cielo abierto” con una certeza que forma parte de lo insoportable de su síntoma. A partir de localizar dicha certeza el analista encuentra sin embargo cierta certidumbre de lo que no hay que hacer: apuntar al agujero de lo forcluido que la certeza tapona.
Voy a tratar ahora de decir lo que he hecho como analista en el trabajo con un caso diagnosticado como una psicosis ordinaria.
* Texto presentado en el espacio "Analizar al parlêtre" de la Comunidad de Catalunya de la ELP, el 14 de marzo de 2017.

Notas:
1. Miller J.-A., “El inconsciente y el cuerpo hablante”, Scilicet El cuerpo hablante, Buenos Aires, Grama, 2016, p. 28.
2. Lacan J., “Joyce el Síntoma”, Otros escritos, p. 592.
3. Miller J.-A., El Ser y el Uno, clase del 30.3.2011, a publicar en Freudiana nº 79 con el título “Una orientación para la escucha analítica”.
4. Lacan J., “Televisión”, Otros Escritos, p. 539.
5. Lacan J., “Apertura de la Sección Clínica”, 5.1.1977.
6. Laurent E., “Principios rectores del acto analítico”, 2004:
7. Freud S., “Sobre la psicología de los procesos oníricos”, La interpretación de los sueños, O. C., vol. V, p. 519.
8. Lacan J., “Création de la Section Clinique” (En: “Annonces et informations”), Ornicar? nº 8, Hiver 1976-7. diciembre 1976.
9. Lacan J., “De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis”, Escritos 2, México, Siglo XXI Editores, 1984, p. 516.

10. Lacan J., “Introducción a la edición alemana de los Escritos”, Otros Escritos, op. cit., p. 583.

lunes, 18 de enero de 2016

PENSAR NUESTRAS INSTITUCIONES A LA LUZ Y A LA OSCURIDAD DEL LAGER


Dibujo de Leo Haas (1901-1983): "Niños marchando en Terezín", 1942

Este texto es un comentario del libro de Raúl Vidal, Locura y horror. Qué relación? ¿Qué clínica? (Córdoba, Argentina: Fundación Maud Mannoni / Editorial Brujas, col. “Seminarios”, 2010).
Este libro recoge dos seminarios impartidos por él, los años 2007 y 2009 respectivamente, en la Fundación Maud Mannoni de Córdoba (Argentina), institución que trabaja con niños y jóvenes en dificultades y es co-editora del libro. Ambos parten de distintos textos de Anna Freud sobre el impacto de la guerra en los niños. Luego, el autor, psicoanalista y escritor, abre una reflexión más amplia sobre el horror de los totalitarismos del siglo XX, y sus efectos de locura tanto en los sujetos que los vivieron como en su época, que sigue siendo la nuestra. Esta reflexión también apunta a la posición del analista ante ello, es decir, a su escucha y a su práctica.
Aunque Vidal se consagra en su mayor parte a los horrores del nazismo, no duda en entrar en otros más recientes y más próximos como el terrorismo de Estado en Argentina, o en ampliar su reflexión a lo que podemos llamar el modo de funcionamiento totalitario de algunas instituciones.
En su abordaje y desarrollo de la cuestión, hace referencias a autores como Jean Améry, Robert Antelme, Primo Levi, Imre Kerstéz, Phillippe Grimbert o Jean Sebald, entre otros, en cuyas citas se apoya para corroborar algunos puntos o abrir nuevos. Esto da a la obra un estilo que de entrada se revela marcadamente digresivo, lo que podríamos atribuir en parte a la oralidad de los seminarios que la originan, si bien él mismo declara que ello responde asimismo a su modo elíptico de aproximar las dificultades de representabilidad del tema.
No hay duda, por otra parte, que Raúl Vidal es un gran lector y que merece la pena descubrir o revisitar cada una de sus propuestas de lectura.
Voy a tratar de situar aquí algunos puntos de los muchos por él señalados en lo que constituye mi lectura particular del libro, en especial aquellos referidos a cómo el Lager puede ayudar a pensar las instituciones, según propone Primo Levi y él retoma, que me ha parecido muy interesante.

Los niños en el Lager
Dibujo de Ella Liebermann-Shiber: "Búsqueda de niños escondidos", Bydgoszcz, Polonia, 1945
La primera parte del libro corresponde al primer seminario impartido en 2007 cuyo título lleva: ¿Los niños crecen? En torno a cierto trabajo de Anna Freud  con niños sobrevivientes de la shoá. El seminario tiene como eje un artículo de esta última llamado “La crianza en grupo. Un experimento”, de 1951, que recoge la experiencia citada y fue escrito en colaboración con la enfermera Sophie Dann.
Vidal se detiene de entrada en el título, sobre la palabra “experimento” y la objetivación que éste implica sobre los sujetos a quienes se aplica. ¿Cómo puede utilizarla un estudio cualquiera sobre seres humanos, y en especial uno sobre unos niños recién salidos del horror del nazismo, que fue en sí mismo una máquina de experimentación, y no solo con personas que eran judías?
En segundo lugar, Vidal apunta a la teoría del desarrollo de Anna Freud, para quien la clave del crecimiento, psicológico, radica en la relación primera con la madre. Un buen vínculo con ella ayudaría a que el niño pasara por la serie de fases pertinentes de manera ordenada, es decir, adecuada, normalizada. Recordemos que fue Erickson, paciente de Anna Freud, quien habló del desarrollo del niño en términos de epigénesis como si fuera una flor: si alguna fase del desarrollo fuera problemática no se desarrollaría la flor completa.
En 1967, Lacan criticará esta teoría de la germinación del niño. Vidal retoma la crítica para decir que un niño no es una planta e interrogarse sobre qué quiere decir “crecer” para el ser hablante.
En determinadas circunstancias, señala, escuchamos que los niños se ven obligados a crecer de repente. Así lo dice por ejemplo el escritor húngaro Imre Kerstéz, en su obra autobiográfica Sin destino, llevada al cine por Lajos Koltai. Él tenía quince años cuando su padre fue “reclutado” para ir a un campo de trabajo. Ese día un adulto próximo le dice que “se han acabado para él los años despreocupados y felices de la infancia”.
Pocos meses después, el niño Kerstéz es conducido al Lager de Zeit, después de un breve paso por Auschwitz y Buchenwald. Cuando, en el momento del ingreso, le preguntan la edad, miente sobre ella: afirma tener un año más para no ser considerado un niño, improductivo y por tanto eliminable, sino un adulto productivo, que tenga alguna oportunidad de sobrevivir. Entonces, con ese cambio de categoría de la niñez a la adultez, afirma, “empieza una nueva vida”.
¿Se deja de ser niño cuando se entra en ese tipo de institución que, según el propio Kerstéz, constituye el campo de concentración? Vidal señala que no sabemos mucho de los niños que vivían en los campos, casi no se habla de ellos en los testimonios sobre la shoá, pues lo normal es que no sobreviviesen: cuando entraban en Auchswitz se les transfería rápidamente al bloque de experimentos o a la cámara de gas.
Pero tenemos algunos testimonios al respecto, entre ellos el del mismo Kertész, también el que da Primo Levi en La tregua (1963), que forma parte de la Trilogía de Auschwitz, sobre cuatro niños que había en dicho campo, o el de Anna Freud respecto a los niños de la experiencia citada, algunos de los cuales hablaron también de ello, cincuenta años después, en el documental Die Kinder von Bulldogs Bank, de Beatrix Schwehm. Aunque en todos estos casos los que testimonian sobre los niños en el Lager son adultos, a veces los adultos en que se convirtieron esos niños, sus palabras nos permiten aproximar la cuestión.
Primo Levi refiere que nadie hablaba a estos niños del campo, ni jugaba con ellos; algunos ni siquiera tenían nombre ni hablaban. Pero, “habían formado allí un club muy restringido y reservado, en el cual la intrusión de los adultos era mal recibida. Eran animalillos salvajes y juiciosos, algunos de los cuales hablaban entre sí lenguas que yo no comprendía”.
Estas informaciones recuerdan la experiencia de Anna Freud con los niños supervivientes de la shoá, de los que habla en el artículo citado.

Los niños de Bulldogs Bank
La vida en Bulldogs Bank
Haciendo un poco de historia, también de historia del psicoanálisis, recordaremos que Anna Freud organizó diversas instituciones infantiles para afrontar algunos de los problemas sociales de su época derivados del nazismo y la guerra.
En 1937 había construido la Guardería Jackson en Viena que acogía a niños de 0 a 2 años de familias judías sin recursos, con el objetivo asimismo de informarse sobre las primeras etapas del niño mediante observación directa. En 1940, ya en Londres, recabó financiación para atender a los niños evacuados por los bombardeos alemanes sobre la ciudad. Esto le permitió abrir un centro de apoyo para bebés y una casa de campo en Essex, conjunto conocido como las Guarderías de Hampstead, que fueron diseñadas como hogares-sustitutos para estos niños que por primera vez estaban separados de sus familias y bajo la tutela de desconocidos.
En 1945, recién finalizada la guerra, llegaron a Inglaterra seis pequeños huérfanos judíos. Sus padres respectivos habían sido deportados a Polonia y asesinados en las cámaras de gas justo después de que su nacimiento. Ellos habían sido enviados primero de un lugar a otro hasta ingresar, entre la edad de seis meses y un año, en el campo de concentración de Theresienstadt (Terezín), en la antigua Checoslovaquia, donde permanecieron tres años en la “sección de niños sin madre”, hasta ser rescatados por los rusos.
Cuando llegaron, junto con otros trescientos niños, al Campo de Recepción de Windermere, en Inglaterra, se decidió que serían adoptados en hogares estadounidenses. Sin embargo, y dado que estaban muy afectados por el cambio de entorno, de coordenadas, se pensó asimismo que era más conveniente que permanecieran juntos un tiempo en Inglaterra: los niños, que contaban entonces entre 3 y 5 años, habían vivido siempre en institución, y llevaban tres años juntos en Terezín.
Un antiguo contribuyente de las Guarderías de Hampstead donó durante un año una casa de campo en Sussex, el sudeste de Inglaterra, llamada Bulldogs Bank, donde se organizó un equipo con personal procedente de las Guarderías Hampstead y del Campo de Recepción.
Anna Freud cuenta que la llegada de estos niños contradijo todas sus expectativas, basadas en su teoría del desarrollo. Vidal subraya este punto: la distancia entre lo que esperaba la institución de los niños, y la respuesta de estos últimos.
Para Anna Freud, señala, ocuparse de estos niños era una manera de cuidar, de acoger su sufrimiento, su dolor, de ofrecerles una figura de un adulto para que ellos pudieran identificarse y crecer “adecuadamente”. Con este fin, no solo organizó un equipo con experiencia en la atención de los niños de la guerra, sino que construyó un hogar alegre y cálido para ellos, con muchos juegos.
Sin embargo, estos casos eran distintos de otros que habían acogido en las instituciones mencionadas. Eran niños que habían crecido sin familia, sin vínculos estables con adultos y, de entrada, rechazaban a estos últimos: los trataban con indiferencia o con hostilidad y solo se dirigían a ellos para lo concerniente a la satisfacción de sus necesidades. Tampoco jugaban, destrozaban todo lo que se les daba, incluido el mobiliario. Hablaban entre sí groseramente, mordían, pegaban, aullaban y se masturbaban.
El vínculo que no habían podido hacer con los adultos, lo habían hecho entre ellos -lo que contrariaba la teoría de Anna Freud, de que los vínculos entre pares o hermanos son siempre secundarios a la relación con los padres. Se mantenían juntos de tal manera que era imposible tratarlos individualmente. No permitían que nadie los separase y se ayudaban mutuamente cuando se sentían aterrorizados, sin dejar intervenir a los adultos. Un día que un cuidador tumbó accidentalmente a uno de ellos, los otros le agredieron e insultaron. Cuando comían, si alguno recibía un trozo de comida más grande, inmediatamente lo repartía con los otros. Funcionaban como si fueran uno solo.
Podemos decir que reprodujeron el comportamiento que tenían en el Lager, lo único que conocían. Allí habían sobrevivido juntos sin comida y sin juguetes. Y, así, en Bulldogs Bank no jugaban ni guardaban ningún objeto, solo la cuchara, que para ellos era vital ya que era el único objeto que los deportados podían tener en el campo. Con frecuencia hablaban sobre ella. Tampoco miraban a los adultos a los ojos –Vidal recuerda que para sobrevivir, como cuentan muchos testimonios, no había que mirar a los ojos a los soldados de la SS.
Ellos funcionaban de una manera en cierto modo “adaptada” a lo que era aún su mundo, respondían a ello, no a las expectativas de la institución, a lo que ésta esperaba de ellos –si bien al cabo de un año, cuando partieron hacia sus hogares adoptivos, habían habido importantes cambios.

Lo esperado y lo inesperado del niño
Vidal interrogará esta idea de que la institución pueda esperar a un niño, tal como Kertész afirma haber pensado cuando llegó al Lager y como vemos en Bulldogs Bank. ¿Una institución ha de esperar a un niño o ha de intentar hacerse esperar por el niño, adecuarse a lo que cada niño espera, dejarse adoptar por él?
Esta pregunta le lleva a situar dos tipos de instituciones distintas y que traduzco como la que trataría al niño como un objeto y la que reconocería en él a un sujeto. La primera, “espera” un comportamiento, según un universal; la segunda, consiente a la sorpresa, a lo inesperado del niño, a su particularidad. 
No se trata entonces de llevar el niño a la institución sino la institución al niño, o en otras palabras, según decimos ahora: la institución debe dejarse usar por él.
En este sentido, Vidal critica también que Anna Freud dejara el análisis de estos niños para más adelante, cuando los niños se hubieran separado entre sí ya que el análisis es individual: no es el niño el que tiene que adaptarse a la teoría, a la institución o al análisis, sino lo contrario. Hay que inventar siempre cómo hacer un lugar para que un sujeto pueda advenir.

Pensar la institución a partir del Lager
A partir de la distinción citada, Vidal propone entonces, siguiendo a Primo Levi, reflexionar sobre el universo concentracionario para pensar las instituciones en general y, en particular aquí las infantiles. Cuando son planteadas como universos cerrados, es decir, para todos, salvando la distancia existente con el Lager, hay cierta lógica común que las habita: el problema de las instituciones, cuando se constituyen como universos cerrados, precisa, es que la universalización que introducen para todos elimina la dimensión misma del sujeto. Tienden a funcionar como una máquina conducida por meros gestores.
Ese carácter “administrativo” es la esencia del nazismo, como Kerstéz plantea respecto a los Lager en su artículo “La cultura del holocausto” (En: Un instante de silencio en el paredón, 1998), siguiendo, entiendo, la tesis planteada en 1963 por Hanna Arendt sobre la banalidad del mal. Y eso marca la diferencia con el antisemitismo del siglo XIX.
Eichmann confesó en Jerusalén no haber sido antisemita y aunque sus declaraciones produjeron estupor o increencia, Kertész dice creerle: “Para asesinar a millones de judíos, el Estado total no necesita antisemitas, sino buenos gestores”, funcionarios que no piensan, que han dejado de ser ellos mismos sujetos para limitarse a ser instrumentos del Otro. Los niños, los adultos deportados, no cuentan: no son más que expedientes administrativos que los gestores han de tramitar para cumplir eficientemente con su deber, sin errores ni fisuras.
Ricardo Forster señala, según cita Vidal, que la esencia de los campos de concentración es un “sin nombre y sin habla. No son solamente una máquina para exterminar seres humanos, representan el fin de lo humano. (…) La maquinaria de la muerte nazi se construyó sobre la certeza de que quitar el nombre a los prisioneros haría que los asesinos se vieran como operarios de una fábrica que realizaban satisfactoriamente su labor”.
No hay duda de que la oscuridad de Auschwitz, considero, ensombrece en general no solo nuestra época sino lo que podamos imaginar de todo futuro progreso de la humanidad. No se trata me parece de deprimirnos, que es el efecto habitual a la caída de un ideal, sino de estar advertidos. En relación a este punto, señalaré muy brevemente dos cuestiones planteadas por Raúl Vidal.
Una sería prestar atención sobre cómo la universalización, la objetivación que encontramos en el funcionamiento de algunas instituciones, algunas teorías, ciertas prácticas, podrían situarse en la estela de influencia del Lager.
La otra toca al irrepresentable del horror mismo, a sus efectos sobre los sujetos, al querer olvidar, a no poder hacerlo, al deber ético de que otros puedan hablar por los que no pueden o no han podido hacerlo, por los muertos.
“En ocasiones, dice, para seguir vivo es necesario olvidar cierto recuerdo que debe delegarse a quienes están dispuestos a vivir con el riesgo de cierta memoria”. Por eso, ¿cómo entender que un analista lleve, como hace Anna Freud, un registro de todo lo dicho y hecho, lo que no permitiría el olvido?
Por otro lado, estamos, señala, en un tiempo en el que parece urgente alejarse de los muertos. Un analista no puede retroceder frente a ellos. Estamos empapados de una herencia con la que tenemos que vivir.

Pensar la clínica
Para finalizar, diré algo sobre la segunda parte del libro, “La guerra es sin los padres”, que recoge un segundo seminario de idéntico título y solo en parte continuación del primero. Aquí, Vidal hace referencia a dos textos de Anna Freud y Dorothy Burlingham, “La guerra y los niños” (1944) y “Niños sin hogar” (1945), aunque no se detiene en ellos y los deja para el debate del seminario, que no está recogido en el libro.
En esta parte, él procede a una interrogación de la clínica. Podría llamarse, se me ocurre, “pensar la clínica a partir del Lager”, o de los regímenes totalitarios.
¿Qué clínica sostienen las distintas modalidades de la práctica analítica? Él recuerda que Lacan mismo situó en 1969, la impropiedad de hablar de clínica en psicoanálisis, en tanto es un término que viene de la psiquiatría y es solidario de la ideas de psicopatología, psicodiagnóstico y tratamiento. Nosotros no trabajamos con la idea de enfermedad, de lo que se desvía o no cumple lo “orto”, sino con la de sinthome. La última enseñanza de Lacan acaba con la idea misma de “aparato psíquico”.
Al inaugurar la Sección Clínica de París, en 1977, Lacan precisa una idea distinta de la clínica: es lo que tiene como base aquello que se dice en un psicoanálisis. Y al decir estas palabras en francés, Lacan juega con dire-vent (literalmente “decir-viento”) y divan, lo que hará resonar el “decir al viento” de la asociación libre en el “diván”. Esta introducción de la homofonía aparta lo que se dice en el análisis de todo sentido “orto”, correcto: si se deja de lado este último, se puede llegar a otro sentido nuevo. En este sentido, el analista, tal y como recoge Vidal en Lacan, “no debe jamás dudar en delirar”.
Esto constituye un modo de entender la clínica en el que no hay que apresurarse nunca a entender y, menos aún, cuando se trata de lo que para el sujeto toca a cierto irrepresentable del horror y la locura.
Un analista no tiene un ser; tampoco es un experto, cuyo saber no tiene nada de supuesto, que es el que opera en el análisis. Y, en este sentido, escucha, y no se precipita a entender. Tampoco espera nada del otro, más que un sujeto pueda advenir, que una palabra pueda ser dicha, en tanto como dice Lacan el 8.3.1977, “lo real es siempre lo posible esperando escribirse”. Y eso siempre tiene que ver con lo inesperado, con la sorpresa.
Y, por ello, porque el asunto del psicoanálisis es otra cosa, en relación a la cultura, Vidal señala que al analista le conviene sentarse en el camino y no precipitarse a responder a las exigencias de esta última, sino pensar cada vez su relación con ella, que siempre está apurada, con prisas.
* Comentario a publicar en Cuadernos de Psicoanálisis nº 38, revista del Instituto del Campo Freudiano en España, Madrid: ICF, 2016.



lunes, 4 de marzo de 2013

ALGUNOS APUNTES SOBRE LA XIII CONVERSACIÓN CLÍNICA DEL ICF: FRAGMENTOS DE REAL EN LA CURA DE NEUROSIS


Foto de Blanca Fernández

“Cuando estamos despiertos, 
todos compartimos el mismo mundo, 
pero cuando dormimos 
cada cual tiene uno propio".

Heráclito 


Este fin de semana se celebró en Barcelona la XIII Conversación Clínica del Instituto del Campo Freudiano en España. El tema que nos convocaba, “Fragmentos de lo real en las curas de neurosis”, había surgido en la conversación anterior donde una de las ponentes había hecho referencia a una cita del Seminario 23, en la que Lacan señala que lo real es un fuego, pero “un fuego frío. Lo real de lo que se trata en mi pensamiento es siempre un fragmento, en torno al cual el pensamiento teje historias, pero el estigma de este real es no enlazarse con nada” (1). La historia es entonces “el más grande de los fantasmas”, una trampa que el pensamiento urde alrededor del “fuego frío de los fragmentos de real”. 
La pregunta que surgió entonces fue la de cómo construir, rodear, cernir en cada caso, “esos fragmentos fríos”.
Esta misma pregunta fue retomada en la presentación de la conversación de este año para trabajar el material clínico que se presentaba, esta vez, seis casos de neurosis de otros tantos colegas. Eso era lo que estaba previsto.

La conversación y el acontecimiento imprevisto
Después de las campañas por la liberación de Mitra Kadivar, de Teherán, o de Raja Ben Slama, de Túnez, la semana pasada la red volvió a “calentarse”, esta vez con el  intercambio vibrante de cartas entre Jacques-Alain Miller y Alain Badiou. Finalmente, la creación, el día previo a la Conversación, del Instituto Lacaniano Internacional, extensión del Instituto Lacan de París, y pensado con las mismas finalidades científicas y humanitarias, anunciaba entre sus primeras acciones proyectadas la organización de una serie de conferencias bajo el título: “Por un derecho de injerencia intelectual en los asuntos del mundo”. 
Todo hacía prever que todos estos acontecimientos tan próximos en el tiempo, pudieran afectar de algún modo el curso “esperado” de esta XIII Conversación Clínica del ICF en España. Esto es lo que sucedió, pero de modo imprevisto.
Me resulta difícil hacer la crónica, escribir una reseña de la que fue una conversación única y apasionante. Apenas tomé notas. Solo puedo, aquí, transmitir algunos fragmentos, algunas ideas.
Al empezar la conversación, rápidamente se hizo evidente que Jacques-Alain Miller estaba bastante “tocado” por los últimos sucesos. Cuando comenzó a comentar el primer caso, parecía no poder, a pesar de los esfuerzos evidentes, separarse de ellos. Así, fue yendo de alguna breve puntualización sobre el caso a un comentario amplio sobre su relación con Alain Badiou, y retorno. Esto ocurrió una y otra vez, y otra más, a lo largo de la tarde, en medio del desconcierto general. Solo se pudo comentar uno de los casos de los tres previstos.
Sin embargo, en ese proceso, comenzaron a surgir poco a poco fragmentos de testimonio, sobre el joven que había sido, sobre su relación con el psicoanálisis en distintos momentos de su vida, como analista, como fundador de la AMP y sus escuelas; fragmentos que buscaban decirse, articularse, dialectizarse. Miller parecía esforzarse, luchar para  hacer algo con ellos, algo para él, que le permitiera poner distancia y pasar a otro plano, y de este modo, que lo que le sucedía, fuera útil, para todos los que allí le escuchábamos, para que hubiera un trabajo. En ningún momento abandonó la zona de interlocución con el público.
Apoyándose en los datos del material clínico que trabajábamos, Miller fue hablando de sí mismo, comparándose con el caso, a veces acercándose, otras distanciándose, diferenciándose.
“Para cada ser humano –señaló en relación a uno de ellos -, hay palabras que han tenido una influencia que no se podía prever”. Esto lo aisló primero en el caso, pero también lo ilustró con su propia vida, con el joven de diecisiete años que luchaba con su padre por el reconocimiento, para no ser alcanzado por su ironía. Y señaló cómo este duelo marcó su relación con la  “lucha”, un significante que atraviesa su vida.
Hay casos de mujeres, señaló -como ocurría en el caso que se comentaba en ese momento-, a las que cualquier crítica las sumerge en el llanto, porque las hace conectar directamente con  la castración. Las mujeres siempre están más afectadas por el amor, por el cuidado del otro, en los dos sentidos del genitivo. Sin embargo, para los hombres lo que se juega está más en relación con una pregunta sobre la propia capacidad. En ellos, hay el miedo a perder lo que se tiene, mientras que las mujeres en este sentido son más audaces. 
Esto le sorprendió de su mujer, cuando la conoció. La joven, por aquel entonces Judith Bataille, no estaba solo involucrada intelectualmente, como él, en el apoyo a la causa argelina: un día descubrió que ella misma transportaba armas en el coche de su padre.
En relación a los obsesivos, Miller señaló que con frecuencia no pueden asumir el guión que escriben y se tienen que apoyar en pequeños otros. Fue lo que le pasó cuando tuvo que enfrentar la redacción  de sus primeros textos  a petición de Lacan: necesitó estar acompañado de algunos otros, por temor a que los colegas se le echaran encima.
El obsesivo parece un espectador de su vida pero en realidad está demasiado involucrado en lo que le pasa.  Tiene que distanciarse. Hacerlo es un paso. El "efecto de distanciamiento" brechtiano es una orientación para la cura de la neurosis obsesiva.
“Renegado”. Sobre el calificativo que Badiou había lanzado sobre él, Miller sitúo su poder de reduccionismo, y por tanto de insulto. No se puede decir, como alegó aquél, que es simplemente algo descriptivo. “Poner un significante sobre alguien solo puede ser un bautismo o un insulto” -señaló. Es algo que se hace desde una posición donde uno se constituye como amo de la palabra. Como en el caso de Humpty Dumpty, “la palabra quiere decir lo que yo digo”. El otro queda reducido a eso. Es lo que es, no hay más.
Esto es lo que hacía la madre en uno de los casos presentados, que tenía un discurso degradador de las mujeres, del tipo de: "Una mujer, un agujero". "Cada cosa es lo que es", decía, y solo eso. Destituir la falta que anima  el deseo -puntualizó Miller-, es matarlo.
La habilidad de Badiou –señaló- es insultar al otro con la mejor de sus sonrisas, aparentando simpatía. No es un hombre confrontativo, agrede como si no pasara nada. Sobre este rasgo, para el que inventó el nombre de “badiouisme”, Miller señaló que es una perversión del lenguaje, que manifiesta un trastorno en la relación con él. Podemos hablar entonces, dijo con humor, de la contribución de Alain Badiou a la clínica, como hizo Sacher-Masoch que dio lugar al término de masoquismo o Sade, del que deriva el término de sadismo.
Ya tomado en el camino de la sublimación, la mañana del domingo Miller desbrozó con precisión tres casos más de los presentados. No voy a hablar de ello. Solamente señalar la reducción magnífica que realizó del material.
En este sentido, hizo de nuevo -es un asunto que resiste- una critica del intento de construir un caso al modo de una historieta, saturada de datos. En la construcción del caso, no se trata de proceder via di porre añadiendo datos, como en la pintura, sino que ha de proceder por via di levare, extrayéndolos.
Por ello, Miller alabó la escritura fragmentaria de que hacía de gala la redacción de otro de los casos - al modo de la que emplea Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso. Ese tipo de construcción –acabó diciendo- va bien con los “trozos de real”. La desconexión de lo real sin ley deja respirar el texto.
Creo que los que participamos en esta conversación, tardaremos en olvidarla. Miller testimonió en acto, de modo ejemplar, de cómo  hacer con los fragmentos de real. Impresionante. Un regalo.
Dos casos quedaron sin trabajar. Miller nos prometió volver a Barcelona para trabajarlos en noviembre, con ocasión de las próximas XII Jornadas de la ELP: "Goce, culpa, impunidad". Otro regalo más.
Nota:
Jacques Lacan: El Seminario libro 23: Le sinthome. Paidós: Barcelona, 2006, p. 121.

viernes, 9 de abril de 2010

UNA EVIDENCIA CLINICA: NO TODAS LAS INFANCIAS SON IGUALES

Placa metálica con publicidad de Meccano, 1998. Foto de Margarita Álvarez
La frase del título, “no todas las infancias son iguales”, parece obvia. Pero resulta que un psiquiatra defensor de la llamada “medicina basada en las evidencias” planteó lo contrario el otro día en “Millenium”, un programa de TV3, dedicado en la ocasión a la vigencia de Freud. 
Él afirmó que “todas las infancias son iguales”. No habría nada en la historia del sujeto que permitiría situar sus síntomas o sus malestares. Conclusión: no se puede hacer nada con ello más que resignarse a estar enfermo y a tomar medicación toda la vida, porque –además- añadió- “la medicina no cura”.
Dejemos de lado esta segunda idea aunque, en el campo de la llamada salud mental, sí resulta bastante evidente que los tratamientos farmacológicos no curan -lo cual no quiere decir que no ayuden en algunos casos a sobrellevar los problemas. Centrémonos en la primera idea: ¿Hay algo menos evidente que la idea de que todas las infancias son iguales?
Resulta sorprendente, y más aún lamentable, que una frase así pueda ser dicha por un profesional ya que, podríamos pensar que no se necesitan siquiera estudios específicos para saber que no todas las infancias son iguales: los niños vienen al mundo y crecen en medios sociales y familiares totalmente distintos, con padres que les cuidan, que les descuidan, que les maltratan, a veces hasta poner fin a sus vidas… en un medio estable, inestable, peligroso, difícil, mortífero…
Si tomamos la cuestión desde la perspectiva del ambiente, podemos plantearnos por qué tendría que haber leyes específicas de protección a la infancia si todas ellas fueran iguales. ¿No será porque no lo son? ¿No será que la infancia es un momento en que aún se necesita al otro y que ese otro no siempre hace las cosas medianamente bien? ¿No será que es una época de formación, de construcción incluso, en el que se sientan las bases de la edad adulta y debe velarse especialmente por ella?
Si da igual lo que pase, si “todas las infancias al fin y al cabo son iguales”, ¿por qué velar especialmente por los derechos de los niños? Por qué tiene que prohibirse por ejemplo los actos pederastas, sobre todo en el caso de los niños que participan voluntariamente en ellos si, al fin y a cabo, todas las infancias fueran iguales? ¿No se trata de proteger, en este último caso, al niño del adulto y, también de sí mismo, en los casos que no alcanza a discernir aquello que puede tener consecuencias nefastas para él?
¿No es evidente que las condiciones ambientales afectan? ¿Es algo tan extraño pensar que, por ejemplo, en una sociedad con una educación muy represiva, como lo era la española hace 30 o 40 años, se encontraba con frecuencia individuos que sufrían de excesiva inhibición mientras que en una sociedad claramente permisiva en muchos aspectos, como es la española ahora, es frecuente encontrar individuos con falta de la necesaria inhibición, es decir, con problemas más o menos serios de autocontrol? ¿Ha habido una mutación en los niveles o la calidad de nuestros neurotransmisores o han “mutado” las condiciones sociales?
El problema se complica porque esa posición cínica, esa ideología reaccionaria que plantea que “todas las infancias son iguales” añade que la única solución a nuestros problemas es medicarse, lo que no deja de ser drogarse legalmente. Y lo hace apelando al progreso de la ciencia, para criticar a quienes pensamos lo contrario y no reconocemos como siquiera significativas desde un punto de vista clínico las evidencias que esgrimen como incuestionables. Y, en nombre de la ciencia, cuando los niños o los exniños, es decir, los adolescentes o los adultos, tienen problemas, no dejan de atribuirlos a algún oscuro –es decir, no evidente, no demostrado- trastorno genético, que sin duda consideran debe medicarse y, en muchos casos, especificando que “lo tendrá siempre”, “porque el individuo ha nacido así”: tiene alguna insuficiencia neuroquímica que le hace indefectiblemente depresivo, angustiado, suicida o adicto potencial…. Así, sin más, eso que le ocurre –aseguran- no tiene nada que ver con él por lo que tampoco puede hacer nada para cambiarlo. Dejemos su historia de lado, ¡que importa!, lo imprescindible es que se medique. Y cuando no se cura, se corrobora la evidencia de que el individuo está enfermo, es más, gravemente enfermo, cuando no se le reprocha ser un paciente resistente…
Pero, ¿esto es científico? ¿Es siquiera evidente? ¿Por qué invocar a la ciencia y no a la religión para justificarse? La ciencia no es la religión, vino históricamente a sustituirla. Pero, como Freud vaticinó, no nos será tan fácil librarnos del pensamiento religioso porque tiene una importante función: el consuelo. La religión nos tranquiliza al darnos la posibilidad de creer en un Otro superior a nosotros que tiene el secreto del sinsentido de la vida y que al final nos lo aclarará todo y, en el caso, divino, remediará las injusticias de la existencia. Se trata de un Otro que lo sabe todo, y si esto aún no ocurre –como es el caso de la ciencia-, lo sabrá, por lo que hay que creerle, confiar ciegamente en él.
¿No es ésta la función que la ciencia tiene hoy en día para muchos? ¿No se hace con frecuencia un uso religioso de la ciencia que, en sí misma, es importante pero bastante más modesta que Dios?
No tengo la intención aquí, por supuesto, de negar los avances de la ciencia ni las importantes repercusiones positivas que muchos de ellos tienen en nuestras vidas. Se trata de poder reflexionar también sobre las consecuencias negativas: ¿Qué supone vivir en la era de la ciencia? ¿Cómo nos afecta? En esta época donde faltan ideales sólidos y, con ello, referencias que no sean de “todo a cien”, ¿no hay quienes tratan de convertir la ciencia en un Ideal de los de antes, con mayúsculas, una boya sólida a la que amarrarse para no naufragar?
¿Nos preguntamos qué efectos tiene el borramiento que la ciencia produce de lo subjetivo en beneficio de lo empírico? Y, ¿qué pasa con la subjetividad entonces, es decir, con lo más particular de cada uno de nosotros? ¿Qué lugar se le da? ¿No corremos el riesgo, de tener cada vez más un estatuto de objetos mudos que no pueden decir ni decidir nada respecto a las cosas que les competen - porque algunos técnicos con criterios pseudocientíficos ya lo han decidido - mientras que se nos incita a decir libremente todo lo que se nos ocurre en todas partes, en nombre de la libertad de expresión, con un charloteo sin sentido e imparable?
Es paradójico que mientras las instituciones sanitarias muestran su preocupación por el alto nivel de consumo de alcohol y drogas en nuestra sociedad, guardan un total silencio respecto al hecho de que los individuos, en todos los grupos sociales, nunca habían estado tan medicados psiquiátricamente. Cuando se habla de recortar el gasto sanitario, lo que está en cuestión es dar medicamentos más baratos no medicar menos –parece que la Generalitat de Catalunya tiene la intención de "recortar el gasto" en medicación psiquiátrica para adultos y de aumentar el presupuesto para la medicación infantil, lo que hay que leer de la siguiente manera: en el primer caso, se trata de medicar igual pero más barato y, en el segundo, de medicar aún más.
Pero volvamos al ideal de las evidencias. El ser humano vive desde que se tiene constancia sin encontrar la última respuesta a los agujeros de la vida y la existencia. La solución que ha buscado tradicionalmente para soportarlos ha sido la religión. Pero ahora que no todo el mundo recurre a ella, se buscan sustitutos. Y podría pensarse que algunos querrían hacer de la ciencia la nueva religión, la religión del siglo XXI.
Quizás tenemos que acostumbrarnos a que esos agujeros con bastante seguridad –en el mejor de los casos- nos acompañarán siempre, más allá de todos los progresos esperables de la ciencia.
El psicoanálisis acepta esos agujeros y reconoce que hay cosas que no sabe, pero afirma que hay otras que sí.
Por ejemplo defiende la evidencia de que “no todas las infancias son iguales”. No solo porque, como dijimos, el ambiente y la familia en que crece un niño no es igual en todos los casos –incluso entre hermanos pueden verse variaciones - sino porque, para él, es evidente que “no todos los niños son iguales” ni, en consecuencia, responden del mismo modo siempre, es decir, de un modo programable.

Uno por uno
Para el psicoanálisis, el ambiente –sea la sociedad o la familia- influye pero no determina todo. Está también lo subjetivo: lo que importa es lo que el niño pensó de eso que le ocurrió, cómo lo elaboró, qué solución encontró. Esta solución que sirve para un sujeto puede muy bien no servir para ningún otro.
Los síntomas infantiles a veces indican una solución que no se encuentra o que no funciona; los síntomas adultos, una solución que ha dejado de funcionar.
¿Por qué fue así? ¿Por qué un niño pensó lo que pasaba de un modo y no de otro? No lo sabemos. Pero sí sabemos que, a partir de que eso ocurrió, quedó fijado y el niño fue construyendo sobre ello.
Y el psicoanálisis trabaja con esto, no con lo que ocurrió. No solo porque esto último forma parte del pasado y está fuera del alcance, sino también porque la historia no es la realidad objetiva sino una interpretación –tanto la Historia con mayúscula como la pequeña historia de cada uno.
Esa interpretación puede modificarse –como vemos asimismo ocurre con frecuencia respecto a las interpretaciones sociales. Y esta posibilidad inherente a la idea de historia, es lo que permite al psicoanálisis trabajar: el sujeto no modifica lo que ocurrió pero sí su interpretación y, con ello, su relación con ella, que es lo que en el fondo importa porque tiene efectos sobre el malestar.
La interpretación que un sujeto hace de algo no puede preverse, ni evitarse mediante el consejo o la sugestión; no puede asimismo implantarse en el cerebro… Y tampoco debería medicarse –a no ser por supuesto que el sujeto esté claramente delirante y ello ponga en peligro su vida o la de otros.
Cuando una interpretación causa problemas, se puede trabajar. Pero esto no quiere decir que el psicoanalista prescriba al sujeto cómo ni qué debe pensar. No hay la buena interpretación ni una interpretación que sirva para todos.
Se trata de que un sujeto encuentre cómo esa interpretación que hizo de los acontecimientos marcó en adelante, sin saberlo, la lógica de su vida. Y el objetivo no es que el sujeto “se conozca mejor” sino poder separarse de ella y sufrir menos.
El analista dirige la cura, no la vida del sujeto. Por eso no consideramos que alguien que hace un análisis sea un paciente sino alguien activo: un analizante.
Es evidente que las interpretaciones difíciles que un sujeto ha hecho se modifican con un análisis -aunque desde luego esa modificación lleve su tiempo- y que las personas viven mejor luego. El psicoanálisis sostiene que se puede vivir mejor y hace una oferta al respecto. No trata de negar el sinsentido de la vida ni de quedar detenido antes sus agujeros de sentido. Ayuda a hacer algo con ellos. Ésta es una evidencia. Que otros, invocando nuestro bien -el bien general-, hacen justo lo contrario, también lo es. Y cada vez más preocupante.