Dentro de la literatura analítica, la
correspondencia que tuvo lugar entre Einstein y Freud (1) durante el verano de
1932, en el marco del trabajo de la Liga o Sociedad de las Naciones para
mantener la paz internacional, no se deja reducir a mera anécdota o curiosidad
histórica sino que mantiene con el paso del tiempo toda su frescura y su
interés.
El contexto
En 1919, recién finalizada la primera guerra
mundial y durante la firma de los indispensables tratados de paz que siguieron,
se constituyó la Sociedad de las Naciones, primera organización internacional
de naciones que tenía como fin resolver los conflictos entre los países para
mantener la paz internacional.
Esta sociedad nació debilitada en primer lugar
por la ausencia en ella de algunas potencias mundiales: Estados Unidos de América
se negó a entrar en 1920 cuando llegó Warren G. Harding a la presidencia, a
pesar de que Thomas Woodrow Wilson, el presidente anterior, había sido su
promotor; a Alemania se le vetó el ingreso, hasta 1926; la Unión Soviética
tampoco fue admitida hasta 1934.
Los años treinta marcarían su fracaso definitivo:
las agresiones de las potencias fascistas y militaristas mostraron la
ineficiencia de una sociedad que tampoco contaba con los medios militares o
económicos para imponer sus resoluciones. Alemania salió de la Liga en 1933
después del ascenso de Hitler al poder; Japón la abandonó en 1933 e Italia en
1936; la Unión Soviética fue expulsada en 1939 (2).
La correspondencia entre Einstein y Freud se
produjo justo antes de estos acontecimientos, pero en un momento en el que
las tendencias que los producirían ya estaban en marcha.
El encargo
Según cuenta Strachey (3), la Comisión Permanente
para la Literatura y las Artes, de la Sociedad, encargó en 1931 al Instituto
Internacional de Cooperación Intelectual que organizara un intercambio
epistolar entre intelectuales representativos sobre algunos temas escogidos
para servir a los comunes intereses de la Liga de las Naciones y de la vida
intelectual, que luego sería publicado. Una de las primeras personalidades
a las que se dirigió el Instituto fue Einstein quien eligió a Freud como
interlocutor.
La primera carta: La petición de Einstein
En su carta, fechada el 30 de julio de 1932, el
premio nobel de Física elige interrogar a Freud sobre el tema de la guerra:
“¿Hay algún camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra?”.
Einstein plantea que, con los avances de la ciencia moderna, la guerra ha
pasado a convertirse en una amenaza para la civilización tal como la conocemos.
Y, señala, que los esfuerzos para eliminarla han resultado un fracaso. Pero no
se deja reducir a la impotencia: “Quizás usted pueda sugerir métodos educativos
adecuados” -añade.
Einstein, que se describe a sí mismo inmune a las
inclinaciones nacionalistas, relata a continuación los modos que ha pensado
como tratamiento posible del problema. Una primera manera de tratarlo podría
ser “la creación, con el consenso internacional, de un cuerpo legislativo y
judicial para dirimir cualquier conflicto que surgiera entre las naciones. Las
naciones debería respetar las órdenes emanadas de este cuerpo legislativo. La
seguridad internacional pasa por la renuncia parcial de todas las naciones a la
libertad de acción, es decir, a su soberanía”. Aunque reconoce la
superficialidad de este tratamiento “administrativo” pues el problema mayor es
“el afán de poder de los gobernantes”, que no están dispuestos a aceptar una
disminución de sus competencias. Dicho afán medra –añade- con todos aquellos
que viven de la guerra, mercenarios, industriales, etc., quienes encuentran en el
conflicto armado ocasión propicia para favorecer sus intereses personales y
extender su influencia.
Esta minoría dominante tiene en sus manos las
escuelas, la prensa y la Iglesia. Esto les permite organizar y gobernar las
emociones de las masas y convertirlas en su instrumento.
Einstein se pregunta por qué ello llevaría a
despertar en los hombres tan salvaje entusiasmo hasta llevarlos a sacrificar su
vida. Concluye que el hombre lleva dentro un apetito de odio
y destrucción el cual, latente en circunstancias normales, se pone en marcha en
circunstancias inusuales. Éste es el quid
del problema, un enigma que solo puede resolver “el experto en el conocimiento
de las pulsiones humanas”, que reconoce en Freud. En ese momento precisa la
pregunta que le había formulado de entrada: “¿Es posible controlar la evolución
mental del hombre como para ponerlo a salvo de las psicosis del odio y la
destructividad”? Einstein no se deja engañar por los ideales culturales de la
época de que la educación permitirá eliminar la guerra, ideales que fracasarían
estrepitosa y dramáticamente en los siguientes años (4). Por ello, señala que, en modo
alguno puede ser una cuestión de educación, pues esto no se da más en las masas
iletradas. Al contrario, la experiencia prueba que es más bien la llamada
intelectualidad la más proclive a estas desastrosas sugestiones colectivas.
Finaliza la carta diciendo que espera que los más recientes descubrimientos de
Freud ayuden a iluminar el camino de la paz mundial.
La segunda carta: La respuesta de Freud
Durante el mes de septiembre, Freud responde a
Einstein. Considera que la carta de este último, no ha sido escrita en tanto
investigador de la naturaleza y físico sino como filántropo. Y, por ello, él
mismo no se ha sentido invitado a dar respuestas prácticas sino solo a indicar
“el aspecto que cobra el problema de la prevención de las guerras para un
abordaje psicológico”. Reconoce que el propio Einstein ya ha marcado en su
carta el rumbo de la navegación y que él navegará siguiendo su estela, tan solo
corroborando lo que aquél dice, aunque expresándolo con “su mejor saber –o
conjeturar”.
Comienza partiendo del nexo entre derecho y poder
señalado por Einstein, pero sustituye este último término por el de "violencia".
Los conflictos de intereses entre los hombres se han zanjado en principio mediante
la violencia. Un largo camino ha permitido que la violencia más primaria sea
sustituida por el derecho, el cual ejerce también una violencia pero en la que no se trata ya de la imposición de uno, sino de muchos, unidos de manera duradera
en la comunidad. Es una manera de doblegar la violencia mediante el recurso de
transferir el poder a una unidad mayor que se mantiene cohesionada por vínculos
afectivos permanentes entre sus miembros.
Pero la situación se complica porque Freud, como
ya señalara Rousseau (5), plantea que la comunidad incluye desde el comienzo
elementos de poder desigual, padres e hijos, hombres y mujeres… y, a
consecuencia de la guerra, vencedores y vencidos, que se transforman en amos y
esclavos. Entonces el derecho de la comunidad se convierte en la expresión de
las relaciones desiguales que imperan en su seno. Las leyes son hechas por los
dominadores y, para ellos. Dieciséis años antes de la Declaración Universal de
los Derechos Humanos (6), Freud considera que los derechos concedidos a los
sometidos son escasos.
A partir de aquí, Freud señala dos movimientos:
los intentos de algunos individuos, entre los dominadores, para elevarse por
encima de las limitaciones vigentes, es decir, para retrotraer el imperio del
derecho al de al violencia; y los empeños de los oprimidos para procurarse más
poder y que esos cambios sean reconocidos por la ley como un derecho, es decir,
el camino contrario.
Una prevención segura de las guerras solo será
posible –precisa, ahora podemos considerar que ilusoriamente- si los hombres acuerdan la
institución de una violencia central encargada de mediar en todos los
conflictos de intereses entre ellas. Tiene que crearse una instancia así y
tiene que otorgársele el poder requerido. Y si bien la Sociedad de Naciones ha
sido creada como esa instancia –señala- no tiene un poder propio ni por el
momento parece que vaya a tenerlo.
Freud califica la creación de la Sociedad de la Naciones de un “ensayo
pocas veces aventurado en la historia de la humanidad”: conquistar la autoridad
en base no a un poder sino a los ideales. Los miembros de una comunidad se
mantienen unidos por dos factores: la compulsión a la violencia y las
identificaciones. Sin embargo, no se engaña, “el intento de sustituir un
poder objetivo por el poder de las ideas está hoy condenado al fracaso”.
Freud no puede sino mostrarse conforme con
Einstein respecto a la existencia de una pulsión a matar y aniquilar. Él mismo
ha teorizado la existencia de una pulsión de muerte una década antes (7). Junto
con las pulsiones de vida, las pulsiones de muerte representan el Eros y el
Tánatos que rigen la vida psíquica. Ni unas ni otras actúan nunca totalmente
disjuntas. Los fenómenos de la vida surgen de las acciones conjugadas y
contrarias de ambas.
Cuando nos enteramos de los hechos crueles de la
historia –prosigue-, pensamos que los ideales solo sirvieron como pretexto a
las pulsiones de muerte, las cuales “todavía no han sido apreciadas en toda su
significatividad”. Juzga una ilusión, sin perspectiva, pretender el desarraigo
de las inclinaciones agresivas de los hombres. No se trata de eliminar por
completo la inclinación de los hombres a agredir; pero se trata de intentar
desviarla para que no encuentre su expresión en la guerra.
De la naturaleza misma de las pulsiones, Freud
deduce una fórmula sobre las vías indirectas para combatir la guerra: en
momentos de desbordamiento de la pulsión de muerte, se trataría de apelar a
Eros, la pulsión de vida, que crea los lazos de sentimiento entre los hombres.
Señala dos tipos: el lazo social y la identificación. Sobre ellos descansa el
edificio de la sociedad humana.
Pero, pensar que los hombres pueden someter su
vida pulsional a la naturaleza de la razón es una esperanza utópica. Como dice
en otros textos, la pulsión es ineducable, resiste a todo intento de educación
(8). Es mejor empeñarse en cada caso para enfrentar el peligro con los medios
que se tienen a mano.
Sin embargo, Freud quiere plantear un último
problema: si la pulsión de muerte, la destrucción, forma parte inevitable de la
vida psíquica, y por tanto de la vida social, ¿por qué nos sublevamos tanto
contra la guerra? No podemos hacer otra cosa -responde-, la guerra contradice
de manera flagrante las actitudes psíquicas que nos impone el proceso cultural.
Todo lo que promueve el desarrollo de la cultura trabaja contra la guerra.
Tomaremos para finalizar una cita de 1929. En El malestar de la cultura Freud había
dicho: “Podemos esperar que en el curso del tiempo se van a producir cambios en
nuestra civilización que resulten más satisfactorios para nuestras necesidades
y que ya no estén expuestos a los reproches que les hemos formulado ahora. Pero
tal vez tengamos que acostumbrarnos también a la idea de que hay ciertas
dificultades inherentes a la naturaleza misma de la cultura que no cederán a
ningún intento de reforma”. Escribiendo en el momento crítico de los desastres
económicos que se desataron sobre el mundo civilizado, Freud finalizaba la obra
con esperanza: “Y ahora cabe esperar que el otro de los dos poderes
celestiales, el Eros eterno, haga un esfuerzo para afianzarse contra su enemigo
igualmente inmortal” (9). Pero en 1931, después de que Hitler subiera al poder,
al revisar la obra escribió: “Pero, ¿quién puede prever el desenlace?”
Notas:
1. Sigmund Freud: "Por qué la guerra?
(Einstein y Freud)”, 1933/1932. En: Obras
Completas, vol. XXII. Buenos Aires: Amorrortu, 1984.
2. La Sociedad se disolvió en 1939 con el inicio
de la segunda guerra mundial. El final de la contienda traerá consigo la
creación, en 1946, de la Organización de Naciones Unidas (ONU).
3. S. Freud, “Por qué la guerra?”, op. cit., p. 181.
4. Ver en este mismo blog: “El final del
humanismo”: http://www.elblogdemargaritaalvarez.com/2009/12/cuando-el-hombre-deja-de-serlo.html
5. Jean-Jacques Rousseau: Discurso sobre los fundamentos y los
principios de la desigualdad social entre los hombres, 1754.
6. La asamblea general de la futura ONU
proclamará la Declaración, dos años después de su creación, es decir, en 1948.
7. Sigmund Freud: “Más allá del principio del
placer” (1920). En: O. C., op.
cit., vol. XVIII.
8. Sigmund Freud: "El malestar en la
cultura" (1930 /1929). En: O.
C., op. cit, vol. XXI, p. 8.
9. Ibídem, p. 140.
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