María, Olga, Zhenia, son los nombres de los personajes de un
pequeño relato, de cariz autobiográfico, de la escritora y política rusa
Aleksandra Kollontái. Publicado en 1923 bajo el título “El amor de tres
generaciones” (1), relata las relaciones amorosas, o mejor, las distintas
relaciones con el amor de tres mujeres de una misma familia -abuela, madre y
nieta-, participantes todas ellas de los movimientos políticos y sociales que
rodearon a la Revolución Rusa de 1917.
El relato ilustra bien dichos movimientos y los ideales que los
alentaron, en especial aquellos que defendían la igualdad y la libertad entre
los hombres. Surgidos durante la Ilustración e incluidos en el lema de la
Revolución Francesa, estos ideales recorrieron el siglo XIX abanderando luchas
y revoluciones para transformar las condiciones políticas, económicas y
sociales existentes.
El texto de Kollontai está atravesado entonces por estos dos
ideales y testimonia no solo de los logros obtenidos al respecto sino también
de sus fracasos, allí donde podemos decir que el ideal encuentra su límite, o
lo simbólico su tope, real.
Así, los logros obtenidos en materia de igualdad entre los
sexos y de libertad en las relaciones entre ellos, no sirvieron para que el
amor cumpliera sus aspiraciones de hacer Uno a partir de dos y que la relación
sexual cesara de no escribirse. Éste me parece que es el verdadero tema de la
obra, calificado por Olga, principal protagonista y conductora del relato, como
el “drama del amor: un drama femenino. Un drama corriente y moliente, algo de
lo más banal”, pero por ello “especialmente doloroso y humillante”, señala:
después de las respectivas luchas y sacrificios de cada una de ellas por
cambiar el mundo en que vivían: no pudieron evitar vivir dramas similares a los
que sufrían las mujeres del viejo orden social. El amor en el nuevo orden donde
hombres y mujeres eran iguales y libres tampoco evitaba “la maldición sobre el
sexo que Freud evoca en su malestar” (2).
Es sobre estos ideales de libertad y de igualdad y su
influencia sobre la erótica, así como sus aspiraciones y sus límites tal como
los vemos en la vida de las protagonistas, que me propongo hacer algunas
reflexiones. Esto me servirá para pensar después en la influencia de estos
ideales en la vida amorosa de la mujer actual, casi setenta años después de que
dichos ideales se incluyeran en la Declaración Universal de los Derechos
humanos.
El amor de tres
generaciones
El relato Aleksandra Kollontái comienza con la carta que Olga,
hija de María y madre de Zhenia, escribe a un hombre pidiéndole consejo sobre
un problema familiar que la ha sumido en la desorientación y el abatimiento. Se
trata de lo que llama una “tragedia familiar”, dividida en tres dramas amorosos:
el de su madre, el suyo propio y el de su hija. Voy a resumirlos.
María
María,
la madre de Olga, había sido una importante agitadora cultural de la década de
1890, consagrada a difundir el pensamiento ilustrado tanto entre los habitantes
de las aldeas como entre los más desfavorecidos de las ciudades, a través de
conferencias, cursos y la creación de una biblioteca itinerante.
Muy
joven se había casado por amor con un coronel, contra la opinión de sus padres,
con el que había sido feliz durante algunos años y concebido dos hijos. Sin
embargo, con el tiempo empezó a añorar su actividad previa, que había dejado al
casarse. Abandonó el hogar, marido e hijos, cuando conoció al que sería el
padre de su tercer vástago, también revolucionario. Se divorció tan pronto
como se enamoró de él, a pesar de que ninguno de los dos hombres se lo exigía:
al contrario, su marido no quería perderla y, su amante, no aspiraba en
principios a atarse en aquellos momentos a una pareja.
María,
sin embargo, dejó su vida segura y confortable y desafió decididamente todos
los prejuicios de su época en la que se toleraba la “doble vida” pero el
divorcio constituía un escándalo -recordemos a Ana Karenina. En la más pura
lógica del amor cortés, es decir, del amor idealizado, explica que “los
derechos del amor están por encima de los deberes conyugales”. Ella quería
vivir su vida sin hipocresía, de manera “conforme a sus inclinaciones” según
los ideales de la nueva época.
Siguiendo
esa misma lógica, cuando tiempo después descubre que su nuevo compañero la
engaña, le deja de inmediato, llevándose consigo a Olga, la hija de ambos.
Considera los sentimientos como
verdades absolutas e inalterables contra los que no se puede hacer nada. Nunca
más volverá a verlo, pero tampoco lo olvidará ni tendrá una nueva pareja. Al
contrario, le seguirá amando toda la vida y se mantendrá fiel a este amor
siempre.
Ese es
el drama de María: las consecuencias de la exaltación del amor como verdad
absoluta, contra sí misma, contra todo.
Olga
Activista
asimismo precoz, siempre al lado de su madre, la hija de María se adherirá
enseguida al marxismo en cuyos círculos conocerá a su primer compañero y, como
él, se hará bolchevique. Pero, no se casarán y no lo harán por “principios”, en
conformidad con la libertad preconizada por el nuevo orden social que quieren
instalar.
Si su
madre mantiene que solo es posible amar a un hombre, Olga considera caduca esa
concepción que había precipitado a esta última de un divorcio al otro hasta
finalmente acabar sola. Así, cuando ella misma se enamora de otro hombre, se hace su amante pero no lo oculta: con
el primero comparte un proyecto de vida revolucionaria por el que lo ama y lo
respeta, pero no lo desea; con el amante, un “burgués” casado, no solo no tiene
ningún proyecto en común sino que, ideológicamente, le desprecia; sin embargo,
le une a él una pasión tempestuosa. Olga rechaza los prejuicios sociales,
también los de su madre, que consideran la situación inmoral y, por su parte,
la acepta tal y como es, sin hipocresías, como exige el nuevo orden.
En ese
momento, sin embargo, Olga reconoce que “empezó a enredarse el nudo de su
vida”. Cuando nace Zhenia, hija de su amante, ambas continúan viviendo con su
compañero pero, la situación comienza a deteriorarse, y los dos hombres la
conminan a elegir.
Su madre
María considera que como su hija está enamorada de su amante, debe elegir a
este último, a pesar de no compartir nada más: el amor es lo fundamental. Para
su sorpresa, Olga toma una decisión racional y elige a su compañero, con el que
tiene un proyecto de vida en común. Huye así de un deseo sexual que no
concuerda con sus ideales para elegir la estabilidad de un compañerismo sin
deseo.
Pero
cuando su compañero se acomoda y deja de interesarse por la revolución, no
sostiene más la relación y le deja; se va del país con Zhenia. De nuevo, una
mujer sola con su hija.
Más
tarde, conocerá a otro camarada, bastante más joven que ella, con el que
regresa a Rusia y “juntos colaboran en el triunfo de los soviets”. Viven juntos
con la hija de ella.
Zhenia
El drama
que aparece en la tercera generación y sumerge a Olga en el abatimiento que la
lleva a dirigirse al Otro, se inicia cuando descubre que su hija mantiene a
escondidas una relación con el amante de su madre, es decir con su propia
pareja.
Al
interrogarla sobre ello, Zhenia responde con frialdad. No le había contado nada
a su madre sobre esta relación, plantea, porque ella es libre y no consideraba
que su conducta sexual fuera de su incumbencia. Se acuesta con la pareja de su
madre simplemente porque se entienden bien, para pasar el tiempo, pero no le
ama. Es solo sexo.
Si le
amara, no se acostaría con él, porque entiende que eso habría hecho daño a su
madre. Pero, como no hay sentimientos, no entiende por qué a su madre le
tendría que doler: son relaciones sin amor, es decir, “sin consecuencias”.
Como le
pasó a Olga en su momento respecto a María, Zhenia tampoco quiere ser como su
madre que se debatió entre dos hombres: ella no quiere comprometerse. Por ello, cuando se queda embarazada de
la pareja de su madre, aborta sin ningún tipo de sentimiento. No es el momento,
dice, de atarse a un hombre o aun hijo: son años de luchar por el Partido.
Olga se
preocupa por la frialdad del razonamiento de su hija. No siente vergüenza, no
siente culpa. “¿Qué está pasando? –se pregunta. ¿Es solo el resultado de la
lujuria, que no se ve frenada por norma moral alguna? ¿O es algo distinto,
consecuencia del nuevo modo de vida, fruto de las exigencias de la clase que
ahora estaba en el poder? ¿Se trata de una nueva moral?”.
Sin
embargo, el drama de Zhenia surge cuando toma conciencia de las consecuencias
de sus actos: puede perder el amor de su madre. Eso la angustia.
El drama del amor, algo más
que un fracaso
Cada una de estas tres mujeres ilustra una posición distinta
frente al amor: la entrega al amor hasta sus últimas consecuencias, la huida
del amor y de sus consecuencias y la banalización de un amor sin consecuencias.
No hay verdadero encuentro amoroso sin consecuencias. El amor,
señala Lacan “encuentra su soporte en cierta relación entre dos saberes
inconscientes” (3): algo del partenaire hace resonar las propias marcas de
goce. En una pareja así constituida se trata de tener “valentía ante fatal destino”, lo que podemos entender
como coraje para enfrentar las consecuencias del encuentro. Éstas pueden ser
distintas en cada caso, pero piden soportar que se contraríen las propias
aspiraciones del amor: el secreto del amor es que no hace Uno.
Entonces, podemos pensar como Olga que no hay amor sin drama.
Pero no por los mismos motivos. Por un lado, el drama del amor es inevitable en
tanto le es consustancial: el amor necesita una ficción que venga a suplir el
agujero del “no hay relación sexual”. Y, cada ficción amorosa constituye una
manera de hacer posible la ilusión de que la relación sexual cesa por un tiempo
de no escribirse. Es un tratamiento del imposible, con sus logros y
sus fracasos.
Pero, por otro, Lacan sitúa que lo que cuenta en el amor no es
el sentido sino el signo, y ese es su auténtico drama (4). El signo se alza
siempre sobre un fondo de “no hay”: no hay relación sexual, hay el goce.
El goce se escribe de manera distinta en cada lado del
repartitorio sexual: como goce todo fálico o no-todo fálico. Si del lado
masculino, el hombre tiene el objeto a
como partenaire, del lado femenino tenemos el S(A/), que incluye el Otro
privado de lo que da, que es el Otro del amor por excelencia. Pero, aunque el
amor se dirige al Otro, en tanto goce es también autoerótico. De modo que
podemos decir que el amor vela el goce.
El amor como suplencia de la relación sexual es un amor que
permite hacer lazo allí donde lo autoerótico del goce de cada sexo no hace
relación con el otro. En este sentido, el amor no solo requiere del encuentro
entre dos saberes inconscientes, sino también del consentimiento del sujeto a
pasar por el otro y hacer lazo con el partenaire.
La cuestión femenina, ayer
y hoy
María, Olga, Zhenia pertenecen a generaciones distintas pero
podrían ser tres mujeres contemporáneas, de ayer o de hoy. En el paso de una a
otra vemos que, a medida que la idea de libertad individual se vuelve
preponderante, el lazo amoroso se debilita. En cuanto, a la igualdad entre los
sexos, los cambios sexuales no consiguen eliminar la disimetría de los goces, si
bien encontramos posiciones distintas respecto a ello.
Quizás podamos considerar la revolución Rusa como un pequeño
laboratorio de los cambios que se sucederán en Occidente en materia amorosa
durante el siglo XX, en especial, desde la Declaración Universal de los
Derechos humanos de 1948.
Jacques-Alain Miller plantea que “la gran diferencia entre la subjetividad moderna, que Lacan
menciona en 1953, y el sujeto contemporáneo es la cuestión femenina que estalla
en medio. Sería importante precisar, añade, si se pueden ordenar cierto número
de síntomas de la civilización contemporánea en relación con el feminismo y su
manera de difundirse” (5).
La lucha del feminismo, o de los diversos
feminismos, por la igualdad de los sexos ha acompañado al llamado declive del Padre
en la civilización, que ha implicado pasar de una
lógica regida por la creencia en la existencia de un Otro de la ley y la
garantía a la figura de la inexistencia de un Otro así. Esto nos ha precipitado
a un “todos iguales sin excepción”, tal como recoge la misma Declaración.
El concepto de igualdad está siempre referido a un
rasgo, por ejemplo, en este caso, a la relación con los derechos civiles. Nunca
se refiere al todo.
Sin embargo, el tema de la igualdad se ha deslizado a menudo
a creer que el que los hombres
tengan los mismos derechos quiere decir que no hay diferencia entre ellos, lo
cual si nos referimos al goce sexual supone borrar la alteridad radical del
Otro sexo y su goce.
La igualdad jurídica entre hombres y mujeres coexiste con la desigualdad
entre los sexos, como la nombra Miller en su curso (6). No se trata ya de la
diferencia sexual que subrayó Freud, sino de la disparidad de los goces que
introduce la disimetría en la relación con el falo.
La inexistencia de un Otro de la excepción, propia de nuestra
época, es solidaria de la feminización del mundo actual, pero sin olvidar que,
cuando aplicamos la lógica de la sexuación al conjunto social (7), hablamos de
una feminización lógica (8).
Junto a Marías, que no dejan de soñar con el amor unitivo, cada
vez encontramos más Olgas que quieren dejar de lado el amor, y Zhenias que lo
banalizan… hasta encontrarse con los consecuencias de sus actos.
La feminización lógica del mundo no nos lleva paradójicamente
cada vez más al encuentro amoroso sino al goce del Uno solo. Si Lacan, en 1972,
plantea que cualquier discurso emparentado con el capitalismo, al dejar fuera
la castración, forcluye los temas del amor (9), tendríamos la paradoja de que
los ideales revolucionarios de la libertad y la igualdad entre hombres y mujeres
se habrían puesto desde el principio a su servicio. Y, así, encontramos en los
hombres y mujeres actuales, libres e iguales, la tendencia cada vez mayor a
dejar de lado las cosas del amor, reduciéndolo a un consumo, a un mercado.
Notas:
1. Kollontái,
A. “El amor de tres generaciones”. El
amor de las abejas obreras (1923). Barcelona, Alba, 2008.
2. Lacan,
J. “Televisión”. Otros escritos.
Buenos Aires, Paidós, 2012, pág. 557.
3. Lacan, J. El
Seminario, libro XX: Aún. Buenos Aires, Paidós, 1989, págs. 174-5.
4. Lacan, J. “Televisión”, op.
cit., pág. 567.
5. Miller, J.-A., y Laurent, E. El Otro que no existe y sus comités de ética. Buenos Aires, Paidós,
1998, pág. 27.
6. Op. cit., pág. 163.
7. Álvarez, M. “Jacques Lacan, Dios y el goce femenino”. El Psicoanálisis 7. Barcelona, ELP, 2004.
8. Álvarez, M. “La feminización lógica del hombre
contemporáneo”. Freudiana 61.
Barcelona, Comunidad de Catalunya ELP, 2011.Ver en este blog: http://www.elblogdemargaritaalvarez.com/2010/09/la-feminizacion-logica-del-hombre.html
9. Lacan,
J. Yo hablo a los muros. Buenos
Aires, Paidós, col. “Paradojas de Lacan”, 2012, pág. 106.
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