Tin toy. Arrastre de Rico, años 30. Foto M. Álvarez
“Se confunde a la gente ofreciéndole libertad de expresión al tiempo que se le escamotea la libertad de pensamiento”.
José Luis Sampedro
Me gusta esta cita de Sampedro porque de manera breve y sencilla diferencia algo que con frecuencia se confunde. El hecho de que actualmente haya un empuje a decir de inmediato, y en cualquier lado, todo aquello que a uno se le pasa por la cabeza no se puede confundir con la llamada “libertad de expresión”, es decir, con aquello por lo que muchas generaciones, siglos enteros, lucharon y pagaron un alto precio. Aunque afortunadamente en ese sentido, los tiempos sean más tranquilos, la libertad no ha dejado por ello de ser una elección y, en tanto tal, implica una pérdida o un precio a pagar. No hay libertad sin responsabilidad, como tampoco se puede hablar de responsabilidad si uno no es libre de elegir.
Sin embargo, cuando se apela hoy a la libertad de expresión, con frecuencia se habla de una elección que no se hace cargo de las consecuencias. Esto no solo es irresponsable sino que, incluso, podemos dudar razonablemente de si, en ese caso, podemos hablar de libertad.
¿No se trataría allí más bien de un imperativo superyoico que, en nombre de lo que no es sino falsa modernez, empuja a decir lo que se nos pasa por la cabeza sin pensar en las consecuencias, como si hacer desaparecer las barreras del respeto y el pudor nos hiciera más libres y no simplemente más imprudentes o, a veces, más insensatos?
Mientras más ruido hacemos tratando de hablar de todo y de decirlo todo, menos pensamos. Del mismo modo, buscando continuamente consumir nuevas excitaciones que vienen paradójicamente a sustituir en nuestra época la posibilidad de hacer una experiencia, cada vez dejamos menos espacio al vacío, condición sine qua non del pensamiento. Y, por tanto, cada vez reflexionamos y debatimos menos. Cada vez, también, somos menos conscientes de lo que nos perdemos con ello.
Claro que la época no ayuda. Y no me refiero a esta época de cambio más reciente que llamamos crisis. Hace ya un par de décadas, al menos, que la vida empezó a ir demasiado deprisa para todos. Desde los años noventa vivimos en una aceleración creciente como si no hubiera futuro, como si tuviéramos que hacerlo todo de inmediato, como si no pudiéramos esperar, como si no tener lo que se quiere en el acto fuera un signo de enfermedad o, lo que se considera peor, de fracaso social.
Tenemos que tener todo lo que queremos y tenemos que estar siempre bien. Y eso no hay cuerpo ni vida que lo aguante. No tendríamos que sorprendernos tanto de cómo funcionan muchos adolescentes y jóvenes porque los hemos educado nosotros. Y resulta difícil pedirles que aprendan a soportar la angustia de la vida sin beber compulsivamente hasta caer al suelo sin sentido cuando, de más en más, los adultos queremos eludir las dificultades y sinsabores de nuestra vida psicomedicándonos a todas horas.
¿Pero quién nos dice que tenemos que vivir así? Los enunciados actuales no toman por lo general la forma de la prohibición, bastante impopular desde hace tiempo; estos enunciados difusos, que se han extendido como una mancha de aceite sobre todas las capas y grupos sociales, no tienen un lugar de enunciación como antes único y localizable lo que facilitaba tomar posición y, por tanto, llegado el caso construir una oposición. Y estos enunciados por lo general no dicen tanto cómo no hay que ser, sino cómo hay que ser. Nos ordenan entre otras muchas cosas que seamos enrollados, que ni molestemos ni nos sintamos molestos, que no incordiemos... para poder -es lo fundamental-, estar siempre bien disponibles y bien dispuestos a producir y a consumir.
Consecuentemente cada vez somos más homogéneos, lo que no deja de ser una paradoja en una época que tiene como bandera la libertad, como también lo es que, a pesar de que nunca se había hablado tanto, de todo, en todo momento y en todas partes, cada vez debatimos menos y, cada vez también más, nos cuesta tomar la palabra para hablar en nombre propio, para decir algo nuestro que no sean esos enunciados alienantes, repetidos hasta la saciedad por los medios, que han dado en llamarse lo políticamente correcto.
¿No será que vivimos en un bluff? ¿No será que ni somos tan libres, ni nos lo pasamos tan bien, ni disfrutamos tanto con esa vida acelerada y consumista que llevamos? Si esto fuera así, podría pensarse que quizás entonces, mira por dónde, la dureza de la crisis actual y de los tiempos que según parece nos esperan puedan ser una ocasión al menos para pensar en ello.
Me gusta el estilo de Sampedro de decir las cosas porque no se dedica a denunciar lo que todos ya sabemos sino a señalar, a poner de relieve, pequeñas ideas que en realidad son grandes pensamientos. Se sale de la "histeria" de la denuncia que reina en la actualidad y nos invita a pensar. ¡Qué mayor regalo en estos tiempos de crisis, donde todos somos tratados como cifras, como objetos consumibles y desechables, que alguien nos diga que podemos ser sujetos de un pensamiento!
La cita de Sampedro ayuda a pensar, lo que ya es producir un efecto, mientras que la simple denuncia, por muy verdadera o motivada que sea, cuando no se acompaña de propuestas, nos deja cada vez más en la furia estéril y en la impotencia.
Y yo, particularmente, estoy un poco cansada de estos discursos. Sabemos que las cosas está fatal, ¿pero qué podemos hacer con eso? ¿Limitarnos a denunciar? Cómo salir de una situación tan complicada, tan compleja, sin arriesgarnos a inventar. Aproximemos lo imposible, no para negarlo ni para rendirnos delante suyo sino para darnos la posibilidad, que nadie más nos dará, de hacer nuestras vidas más vivibles. Si no lo intentamos, ya sabemos que el lugar que tenemos reservado es el lugar de la impotencia, donde hace tiempo por otro lado que ya estamos. Y no hay nada mejor para lograr perder el gusto de la vida que malacomodarse sin decir ni hacer nada a toda su inercia.
2 comentarios:
He encontrado muy acertado este artículo.
Me ha hecho pensar en quienes dicen ser Charlie para poder agredir verbalmente las ideas religiosas de los demás, pero sin querer asumir las consecuencias.
Es una falsa libertad de expresión; es repetir lo que todos dicen sin que haya un pensamiento detrás.
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