lunes, 18 de enero de 2016

PENSAR NUESTRAS INSTITUCIONES A LA LUZ Y A LA OSCURIDAD DEL LAGER


Dibujo de Leo Haas (1901-1983): "Niños marchando en Terezín", 1942

Este texto es un comentario del libro de Raúl Vidal, Locura y horror. Qué relación? ¿Qué clínica? (Córdoba, Argentina: Fundación Maud Mannoni / Editorial Brujas, col. “Seminarios”, 2010).
Este libro recoge dos seminarios impartidos por él, los años 2007 y 2009 respectivamente, en la Fundación Maud Mannoni de Córdoba (Argentina), institución que trabaja con niños y jóvenes en dificultades y es co-editora del libro. Ambos parten de distintos textos de Anna Freud sobre el impacto de la guerra en los niños. Luego, el autor, psicoanalista y escritor, abre una reflexión más amplia sobre el horror de los totalitarismos del siglo XX, y sus efectos de locura tanto en los sujetos que los vivieron como en su época, que sigue siendo la nuestra. Esta reflexión también apunta a la posición del analista ante ello, es decir, a su escucha y a su práctica.
Aunque Vidal se consagra en su mayor parte a los horrores del nazismo, no duda en entrar en otros más recientes y más próximos como el terrorismo de Estado en Argentina, o en ampliar su reflexión a lo que podemos llamar el modo de funcionamiento totalitario de algunas instituciones.
En su abordaje y desarrollo de la cuestión, hace referencias a autores como Jean Améry, Robert Antelme, Primo Levi, Imre Kerstéz, Phillippe Grimbert o Jean Sebald, entre otros, en cuyas citas se apoya para corroborar algunos puntos o abrir nuevos. Esto da a la obra un estilo que de entrada se revela marcadamente digresivo, lo que podríamos atribuir en parte a la oralidad de los seminarios que la originan, si bien él mismo declara que ello responde asimismo a su modo elíptico de aproximar las dificultades de representabilidad del tema.
No hay duda, por otra parte, que Raúl Vidal es un gran lector y que merece la pena descubrir o revisitar cada una de sus propuestas de lectura.
Voy a tratar de situar aquí algunos puntos de los muchos por él señalados en lo que constituye mi lectura particular del libro, en especial aquellos referidos a cómo el Lager puede ayudar a pensar las instituciones, según propone Primo Levi y él retoma, que me ha parecido muy interesante.

Los niños en el Lager
Dibujo de Ella Liebermann-Shiber: "Búsqueda de niños escondidos", Bydgoszcz, Polonia, 1945
La primera parte del libro corresponde al primer seminario impartido en 2007 cuyo título lleva: ¿Los niños crecen? En torno a cierto trabajo de Anna Freud  con niños sobrevivientes de la shoá. El seminario tiene como eje un artículo de esta última llamado “La crianza en grupo. Un experimento”, de 1951, que recoge la experiencia citada y fue escrito en colaboración con la enfermera Sophie Dann.
Vidal se detiene de entrada en el título, sobre la palabra “experimento” y la objetivación que éste implica sobre los sujetos a quienes se aplica. ¿Cómo puede utilizarla un estudio cualquiera sobre seres humanos, y en especial uno sobre unos niños recién salidos del horror del nazismo, que fue en sí mismo una máquina de experimentación, y no solo con personas que eran judías?
En segundo lugar, Vidal apunta a la teoría del desarrollo de Anna Freud, para quien la clave del crecimiento, psicológico, radica en la relación primera con la madre. Un buen vínculo con ella ayudaría a que el niño pasara por la serie de fases pertinentes de manera ordenada, es decir, adecuada, normalizada. Recordemos que fue Erickson, paciente de Anna Freud, quien habló del desarrollo del niño en términos de epigénesis como si fuera una flor: si alguna fase del desarrollo fuera problemática no se desarrollaría la flor completa.
En 1967, Lacan criticará esta teoría de la germinación del niño. Vidal retoma la crítica para decir que un niño no es una planta e interrogarse sobre qué quiere decir “crecer” para el ser hablante.
En determinadas circunstancias, señala, escuchamos que los niños se ven obligados a crecer de repente. Así lo dice por ejemplo el escritor húngaro Imre Kerstéz, en su obra autobiográfica Sin destino, llevada al cine por Lajos Koltai. Él tenía quince años cuando su padre fue “reclutado” para ir a un campo de trabajo. Ese día un adulto próximo le dice que “se han acabado para él los años despreocupados y felices de la infancia”.
Pocos meses después, el niño Kerstéz es conducido al Lager de Zeit, después de un breve paso por Auschwitz y Buchenwald. Cuando, en el momento del ingreso, le preguntan la edad, miente sobre ella: afirma tener un año más para no ser considerado un niño, improductivo y por tanto eliminable, sino un adulto productivo, que tenga alguna oportunidad de sobrevivir. Entonces, con ese cambio de categoría de la niñez a la adultez, afirma, “empieza una nueva vida”.
¿Se deja de ser niño cuando se entra en ese tipo de institución que, según el propio Kerstéz, constituye el campo de concentración? Vidal señala que no sabemos mucho de los niños que vivían en los campos, casi no se habla de ellos en los testimonios sobre la shoá, pues lo normal es que no sobreviviesen: cuando entraban en Auchswitz se les transfería rápidamente al bloque de experimentos o a la cámara de gas.
Pero tenemos algunos testimonios al respecto, entre ellos el del mismo Kertész, también el que da Primo Levi en La tregua (1963), que forma parte de la Trilogía de Auschwitz, sobre cuatro niños que había en dicho campo, o el de Anna Freud respecto a los niños de la experiencia citada, algunos de los cuales hablaron también de ello, cincuenta años después, en el documental Die Kinder von Bulldogs Bank, de Beatrix Schwehm. Aunque en todos estos casos los que testimonian sobre los niños en el Lager son adultos, a veces los adultos en que se convirtieron esos niños, sus palabras nos permiten aproximar la cuestión.
Primo Levi refiere que nadie hablaba a estos niños del campo, ni jugaba con ellos; algunos ni siquiera tenían nombre ni hablaban. Pero, “habían formado allí un club muy restringido y reservado, en el cual la intrusión de los adultos era mal recibida. Eran animalillos salvajes y juiciosos, algunos de los cuales hablaban entre sí lenguas que yo no comprendía”.
Estas informaciones recuerdan la experiencia de Anna Freud con los niños supervivientes de la shoá, de los que habla en el artículo citado.

Los niños de Bulldogs Bank
La vida en Bulldogs Bank
Haciendo un poco de historia, también de historia del psicoanálisis, recordaremos que Anna Freud organizó diversas instituciones infantiles para afrontar algunos de los problemas sociales de su época derivados del nazismo y la guerra.
En 1937 había construido la Guardería Jackson en Viena que acogía a niños de 0 a 2 años de familias judías sin recursos, con el objetivo asimismo de informarse sobre las primeras etapas del niño mediante observación directa. En 1940, ya en Londres, recabó financiación para atender a los niños evacuados por los bombardeos alemanes sobre la ciudad. Esto le permitió abrir un centro de apoyo para bebés y una casa de campo en Essex, conjunto conocido como las Guarderías de Hampstead, que fueron diseñadas como hogares-sustitutos para estos niños que por primera vez estaban separados de sus familias y bajo la tutela de desconocidos.
En 1945, recién finalizada la guerra, llegaron a Inglaterra seis pequeños huérfanos judíos. Sus padres respectivos habían sido deportados a Polonia y asesinados en las cámaras de gas justo después de que su nacimiento. Ellos habían sido enviados primero de un lugar a otro hasta ingresar, entre la edad de seis meses y un año, en el campo de concentración de Theresienstadt (Terezín), en la antigua Checoslovaquia, donde permanecieron tres años en la “sección de niños sin madre”, hasta ser rescatados por los rusos.
Cuando llegaron, junto con otros trescientos niños, al Campo de Recepción de Windermere, en Inglaterra, se decidió que serían adoptados en hogares estadounidenses. Sin embargo, y dado que estaban muy afectados por el cambio de entorno, de coordenadas, se pensó asimismo que era más conveniente que permanecieran juntos un tiempo en Inglaterra: los niños, que contaban entonces entre 3 y 5 años, habían vivido siempre en institución, y llevaban tres años juntos en Terezín.
Un antiguo contribuyente de las Guarderías de Hampstead donó durante un año una casa de campo en Sussex, el sudeste de Inglaterra, llamada Bulldogs Bank, donde se organizó un equipo con personal procedente de las Guarderías Hampstead y del Campo de Recepción.
Anna Freud cuenta que la llegada de estos niños contradijo todas sus expectativas, basadas en su teoría del desarrollo. Vidal subraya este punto: la distancia entre lo que esperaba la institución de los niños, y la respuesta de estos últimos.
Para Anna Freud, señala, ocuparse de estos niños era una manera de cuidar, de acoger su sufrimiento, su dolor, de ofrecerles una figura de un adulto para que ellos pudieran identificarse y crecer “adecuadamente”. Con este fin, no solo organizó un equipo con experiencia en la atención de los niños de la guerra, sino que construyó un hogar alegre y cálido para ellos, con muchos juegos.
Sin embargo, estos casos eran distintos de otros que habían acogido en las instituciones mencionadas. Eran niños que habían crecido sin familia, sin vínculos estables con adultos y, de entrada, rechazaban a estos últimos: los trataban con indiferencia o con hostilidad y solo se dirigían a ellos para lo concerniente a la satisfacción de sus necesidades. Tampoco jugaban, destrozaban todo lo que se les daba, incluido el mobiliario. Hablaban entre sí groseramente, mordían, pegaban, aullaban y se masturbaban.
El vínculo que no habían podido hacer con los adultos, lo habían hecho entre ellos -lo que contrariaba la teoría de Anna Freud, de que los vínculos entre pares o hermanos son siempre secundarios a la relación con los padres. Se mantenían juntos de tal manera que era imposible tratarlos individualmente. No permitían que nadie los separase y se ayudaban mutuamente cuando se sentían aterrorizados, sin dejar intervenir a los adultos. Un día que un cuidador tumbó accidentalmente a uno de ellos, los otros le agredieron e insultaron. Cuando comían, si alguno recibía un trozo de comida más grande, inmediatamente lo repartía con los otros. Funcionaban como si fueran uno solo.
Podemos decir que reprodujeron el comportamiento que tenían en el Lager, lo único que conocían. Allí habían sobrevivido juntos sin comida y sin juguetes. Y, así, en Bulldogs Bank no jugaban ni guardaban ningún objeto, solo la cuchara, que para ellos era vital ya que era el único objeto que los deportados podían tener en el campo. Con frecuencia hablaban sobre ella. Tampoco miraban a los adultos a los ojos –Vidal recuerda que para sobrevivir, como cuentan muchos testimonios, no había que mirar a los ojos a los soldados de la SS.
Ellos funcionaban de una manera en cierto modo “adaptada” a lo que era aún su mundo, respondían a ello, no a las expectativas de la institución, a lo que ésta esperaba de ellos –si bien al cabo de un año, cuando partieron hacia sus hogares adoptivos, habían habido importantes cambios.

Lo esperado y lo inesperado del niño
Vidal interrogará esta idea de que la institución pueda esperar a un niño, tal como Kertész afirma haber pensado cuando llegó al Lager y como vemos en Bulldogs Bank. ¿Una institución ha de esperar a un niño o ha de intentar hacerse esperar por el niño, adecuarse a lo que cada niño espera, dejarse adoptar por él?
Esta pregunta le lleva a situar dos tipos de instituciones distintas y que traduzco como la que trataría al niño como un objeto y la que reconocería en él a un sujeto. La primera, “espera” un comportamiento, según un universal; la segunda, consiente a la sorpresa, a lo inesperado del niño, a su particularidad. 
No se trata entonces de llevar el niño a la institución sino la institución al niño, o en otras palabras, según decimos ahora: la institución debe dejarse usar por él.
En este sentido, Vidal critica también que Anna Freud dejara el análisis de estos niños para más adelante, cuando los niños se hubieran separado entre sí ya que el análisis es individual: no es el niño el que tiene que adaptarse a la teoría, a la institución o al análisis, sino lo contrario. Hay que inventar siempre cómo hacer un lugar para que un sujeto pueda advenir.

Pensar la institución a partir del Lager
A partir de la distinción citada, Vidal propone entonces, siguiendo a Primo Levi, reflexionar sobre el universo concentracionario para pensar las instituciones en general y, en particular aquí las infantiles. Cuando son planteadas como universos cerrados, es decir, para todos, salvando la distancia existente con el Lager, hay cierta lógica común que las habita: el problema de las instituciones, cuando se constituyen como universos cerrados, precisa, es que la universalización que introducen para todos elimina la dimensión misma del sujeto. Tienden a funcionar como una máquina conducida por meros gestores.
Ese carácter “administrativo” es la esencia del nazismo, como Kerstéz plantea respecto a los Lager en su artículo “La cultura del holocausto” (En: Un instante de silencio en el paredón, 1998), siguiendo, entiendo, la tesis planteada en 1963 por Hanna Arendt sobre la banalidad del mal. Y eso marca la diferencia con el antisemitismo del siglo XIX.
Eichmann confesó en Jerusalén no haber sido antisemita y aunque sus declaraciones produjeron estupor o increencia, Kertész dice creerle: “Para asesinar a millones de judíos, el Estado total no necesita antisemitas, sino buenos gestores”, funcionarios que no piensan, que han dejado de ser ellos mismos sujetos para limitarse a ser instrumentos del Otro. Los niños, los adultos deportados, no cuentan: no son más que expedientes administrativos que los gestores han de tramitar para cumplir eficientemente con su deber, sin errores ni fisuras.
Ricardo Forster señala, según cita Vidal, que la esencia de los campos de concentración es un “sin nombre y sin habla. No son solamente una máquina para exterminar seres humanos, representan el fin de lo humano. (…) La maquinaria de la muerte nazi se construyó sobre la certeza de que quitar el nombre a los prisioneros haría que los asesinos se vieran como operarios de una fábrica que realizaban satisfactoriamente su labor”.
No hay duda de que la oscuridad de Auschwitz, considero, ensombrece en general no solo nuestra época sino lo que podamos imaginar de todo futuro progreso de la humanidad. No se trata me parece de deprimirnos, que es el efecto habitual a la caída de un ideal, sino de estar advertidos. En relación a este punto, señalaré muy brevemente dos cuestiones planteadas por Raúl Vidal.
Una sería prestar atención sobre cómo la universalización, la objetivación que encontramos en el funcionamiento de algunas instituciones, algunas teorías, ciertas prácticas, podrían situarse en la estela de influencia del Lager.
La otra toca al irrepresentable del horror mismo, a sus efectos sobre los sujetos, al querer olvidar, a no poder hacerlo, al deber ético de que otros puedan hablar por los que no pueden o no han podido hacerlo, por los muertos.
“En ocasiones, dice, para seguir vivo es necesario olvidar cierto recuerdo que debe delegarse a quienes están dispuestos a vivir con el riesgo de cierta memoria”. Por eso, ¿cómo entender que un analista lleve, como hace Anna Freud, un registro de todo lo dicho y hecho, lo que no permitiría el olvido?
Por otro lado, estamos, señala, en un tiempo en el que parece urgente alejarse de los muertos. Un analista no puede retroceder frente a ellos. Estamos empapados de una herencia con la que tenemos que vivir.

Pensar la clínica
Para finalizar, diré algo sobre la segunda parte del libro, “La guerra es sin los padres”, que recoge un segundo seminario de idéntico título y solo en parte continuación del primero. Aquí, Vidal hace referencia a dos textos de Anna Freud y Dorothy Burlingham, “La guerra y los niños” (1944) y “Niños sin hogar” (1945), aunque no se detiene en ellos y los deja para el debate del seminario, que no está recogido en el libro.
En esta parte, él procede a una interrogación de la clínica. Podría llamarse, se me ocurre, “pensar la clínica a partir del Lager”, o de los regímenes totalitarios.
¿Qué clínica sostienen las distintas modalidades de la práctica analítica? Él recuerda que Lacan mismo situó en 1969, la impropiedad de hablar de clínica en psicoanálisis, en tanto es un término que viene de la psiquiatría y es solidario de la ideas de psicopatología, psicodiagnóstico y tratamiento. Nosotros no trabajamos con la idea de enfermedad, de lo que se desvía o no cumple lo “orto”, sino con la de sinthome. La última enseñanza de Lacan acaba con la idea misma de “aparato psíquico”.
Al inaugurar la Sección Clínica de París, en 1977, Lacan precisa una idea distinta de la clínica: es lo que tiene como base aquello que se dice en un psicoanálisis. Y al decir estas palabras en francés, Lacan juega con dire-vent (literalmente “decir-viento”) y divan, lo que hará resonar el “decir al viento” de la asociación libre en el “diván”. Esta introducción de la homofonía aparta lo que se dice en el análisis de todo sentido “orto”, correcto: si se deja de lado este último, se puede llegar a otro sentido nuevo. En este sentido, el analista, tal y como recoge Vidal en Lacan, “no debe jamás dudar en delirar”.
Esto constituye un modo de entender la clínica en el que no hay que apresurarse nunca a entender y, menos aún, cuando se trata de lo que para el sujeto toca a cierto irrepresentable del horror y la locura.
Un analista no tiene un ser; tampoco es un experto, cuyo saber no tiene nada de supuesto, que es el que opera en el análisis. Y, en este sentido, escucha, y no se precipita a entender. Tampoco espera nada del otro, más que un sujeto pueda advenir, que una palabra pueda ser dicha, en tanto como dice Lacan el 8.3.1977, “lo real es siempre lo posible esperando escribirse”. Y eso siempre tiene que ver con lo inesperado, con la sorpresa.
Y, por ello, porque el asunto del psicoanálisis es otra cosa, en relación a la cultura, Vidal señala que al analista le conviene sentarse en el camino y no precipitarse a responder a las exigencias de esta última, sino pensar cada vez su relación con ella, que siempre está apurada, con prisas.
* Comentario a publicar en Cuadernos de Psicoanálisis nº 38, revista del Instituto del Campo Freudiano en España, Madrid: ICF, 2016.



No hay comentarios: