Columbus Circle (detalle). Foto de M. Álvarez. |
Magnífica María Zambrano.
Tras
su vuelta del exilio (1984), vivió hasta el final de su vida bastante retirada
en su casa de Madrid, en la calle Antonio Maura, muy cerca por cierto del
parque del Retiro. En mayo de 1986, José Luis Ullán le preguntó en una entrevista
si desde su retiro hogareño se atrevía a sospechar cómo estaba España.
Ella
respondió: “Me
temo que no. Pero veo los informativos de televisión con cierta frecuencia y
eso me quita la gana de vivir, no ya en España, ni en el mundo, sino en el universo.
Es terrible lo feo que está el mundo. No hay un rostro de verdad, un rostro puro o impuro, pero un rostro. El mundo está perdiendo figura, rostro, se está
volviendo monstruoso. Y ahí, hasta San Juan de la Cruz viene en mi apoyo: ‘La
dolencia de amor, que no se cura sino con la presencia y la figura...’ ¿Cómo
amar a un mundo que no tiene ni presencia ni figura? ¿Cómo hablar siquiera de
él? Hay momentos en que se me aparece de inmediato la posibilidad de no volver
a hablar nunca”.
Estamos
ante una manera poética y precisa -considero-, de referirse a la disolución de
los semblantes simbólico-imaginarios de la humanidad que caracteriza nuestra época, así como a uno de sus principales efectos: mayor extensión de un horror sin velo en el
escenario social -por supuesto, recogido y mostrado a todas horas por los medios.
Los
semblantes de una civilización no solo velan el horror de su propio real sino que, paradójicamente,
también lo ciernen, lo nombran, lo definen, fijan sus coordenadas, es decir, lo
producen. Así, cada civilización tiene, sin saberlo, su propia modalidad de
satisfacción, responsable en determinadas situaciones de suspensión de la
represión, de la irrupción de lo que podemos designar su particular de barbarie.
Podemos
definir la barbarie en el plano social como definimos el término psicoanalítico de goce -la satisfacción de la pulsión de muerte freudiana- en el plano individual: es aquello que resiste a ser
civilizado, a ser tratado, a entrar por los canales particulares de una
civilización, canales excavados en la sociedad por la fuerza de la buena represión
-la que educa, la civilizadora- y modelados según unos ideales que le son propios. Así, a
cada civilización sus ideales, sus modalidades de goce y de segregación;
también, por tanto, a cada civilización, su barbarie.
Desde
finales del siglo XIX, los semblantes de nuestra civilización iniciaron un
paulatino desmoronamiento que no ha hecho más que acentuarse progresivamente después de los traumatismos mayores que supusieron las dos guerras mundiales, en un camino imparable hacia su casi disolución. Señalaré tan solo los que me parecen son dos de sus
importantes hitos: el final del imperio austro-húngaro tras la primera guerra con la acentuación del ocaso del padre, como referencia civilizadora, y el nazismo que supuso la irrupción sin precedentes de la barbarie en el seno mismo de la civilización revelando así el secreto de la unión inextricable entre ambas.
No
es que en la actualidad no haya semblantes. Por supuesto, que los hay. Pero no
reconocemos del todo sus coordenadas, aún no hemos hecho nuestras sus nuevas representaciones. Estamos aún con el sentimiento de la pérdida ante la constatación de que que "el mundo", como dice María Zambrano, nuestro mundo, "ha perdido
su rostro”.
Los
nuevos semblantes que hoy se muestran no son simplemente distintos. Se caracterizan por no velar demasiado el goce mortífero. Y su rostro aparentemente inconsistente, difuso, con un contorno difuminado, poco definido, apenas esconde su ferocidad. El psicoanálisis se refiere a ello diciendo que este cambio en los semblantes produce un real distinto, más deshumanizado,
menos sujetado por lo simbólico, que amenaza con arrastrar en su deriva el
mundo que conocemos, y con él, nuestras seguridades y certidumbres, inclusive a nosotros mismos.
Me
pregunto qué relación tenemos ahora con la barbarie. ¿No está en la actualidad más presente por todas partes? ¿No ocurre que de algún modo nos hemos acostumbrado a ella y
tendemos de algún modo a su banalización?
Interesante
la manera de María Zambrano de tratar de decir este proceso apoyándose, como ella
misma señala, en la palabra poética de San Juan de la Cruz -poesía mística
escrita al borde del agujero, esfuerzo precioso de decir lo indecible.
Por
otro lado, ¿cómo amar un mundo sin velo, es decir, un in-mundo, que exhibe,
hace gala permanentemente de su propia inmundicia? ¿No es por definición la función
misma del amor velar lo real del goce y, al hacerlo, operar sobre él, modificándolo, civilizándolo?
De nuevo, algunos místicos sirven de ejemplo (1). En
ellos, el amor de Dios cubre el agujero de lo indecible a la vez que vela,
nombra el goce del cuerpo que acompaña la ascesis: los ayunos, los cilicios,
los sufrimientos del cuerpo, los estertores, etc. Aunque, desde luego, hay
caminos ascéticos, en Oriente y en Occidente, donde no encontramos ese velo, donde
la relación con lo abyecto se presenta con bastante crudeza, como diría Lévi-Strauss sin el punto de cocción civilizadora.
Sí, no hay duda, se puede amar lo abyecto:
hay sujetos que lo hacen, en nombre de un ideal religioso o de otro tipo. No
podríamos afirmar que no se trata allí del amor, que es solo puro goce. No lo es si,
de algún modo, saca al sujeto de su autoerotismo, lo abre al lazo social, le
hace pasar por el Otro. Aunque en esos casos, sí podemos pensar que estamos
ante una vertiente del amor con poca envoltura simbólico-imaginaria, muy próxima a lo real del goce. Pero no son equivalentes.
Tradicionalmente, lo abyecto ha producido
más rechazo que proximidad, ha despertado más el odio que el amor. Recordemos
que, según Freud, la civilización se construye sobre tres pilares -el asco, la
vergüenza y la moral, que son tres diques construidos para frenar el goce. La presencia de cualquiera de ellos en un sujeto o una cultura es signo y monumento
recordatorio de la operación represiva. Pero estos pilares, estos diques hoy en día son débiles, lo mismo que la acción de la represión de la que solo se menciona su cara
oscura, inhumana, y no su vertiente civilizadora, que introduce al sujeto en el lazo social
y le humaniza. En consecuencia, lo abyecto ha dejado de serlo, ya no se
contrapone al ideal. Y esto debilita a este último.
Si el ideal ha perdido potencia, y vigencia, si comparte escenario con la abyección en régimen de igualdad,
¿cómo podemos investir el mundo suficientemente para amarlo?
Y si no lo amamos de algún modo, ¿cómo
podemos sentirnos parte de él?
Y si no nos sentimos parte de él, ¿cómo
podemos luchar para que progrese, para que mejore?
... Dejo planteadas mis preguntas.
Nota
1. Sobre este punto, se puede consultar en este blog: "El amor y sus modalidades lógicas (3): Dante y Beatriz; las beguinas. El amor divino o la posibilidad lógica del amor": http://www.elblogdemargaritaalvarez.com/2010/05/dante-y-beatriz-las-beguinas-el-amor.html
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