martes, 21 de abril de 2015

SOBRE LA DIGNIDAD DE LAS VICTIMAS. PALABRA Y SILENCIO


Gárgola en el techo del Duomo, Milán. Foto de Margarita Álvarez


El término “víctima” se asocia con frecuencia en los discursos -sociales, filosóficos o jurídicos-, vinculados a los Derechos humanos, con el término “dignidad”, bien sea porque se hable de que se le ha arrebatado su dignidad a la víctima o bien sea porque se abogue por darle o por devolverle su dignidad.
La dignidad se considera en esos mismos discursos un valor del ser humano en cuanto es autónomo y puede tomar decisiones con libertad, es decir, sabe gobernarse a sí mismo, lo que le vuelve merecedor de respeto. Podríamos decir, ayudándonos de las operaciones lacanianas de causación subjetiva, que la dignidad sería una cualidad del sujeto que se ha procurado un estado civil separándose del Otro.
Pero hay situaciones en las que la autonomía de la persona está severamente disminuida, cuando no cancelada, y, sin embargo, los sujetos mantienen su dignidad. La dignidad puede entonces pensarse más bien como algo que un sujeto puede perder por sí mismo que algo que los otros pueden arrebatarle o, en consecuencia, devolverle.
Ella nombra la capacidad de elegir, incluso en aquellas ocasiones en que, en muchos sentidos, no se puede elegir nada. Implica la capacidad de responder aunque, a veces, la única respuesta posible ante la confrontación con un real indecible sea el silencio. Otras, por ejemplo, el sujeto aborda lo irrepresentable a través de la escritura.
En sus Memorias de la casa muerta,1 de 1862, Dostoievski recoge parte de su experiencia en el presidio militar de Omsk (Siberia) donde fue deportado, a mediados del siglo diecinueve, por su activismo socialista. Si el ingreso en prisión le sume de entrada en la desesperación y el aislamiento, poco a poco empieza a relacionarse con los otros presidiarios: algunos, prisioneros políticos como él; otros, soldados procedentes de batallones de castigo, pero la mayoría contrabandistas, falsificadores y bandoleros de oficio, pequeños ladrones, homicidas ocasionales, etc. También, algunos “criminales pervertidos y feroces”. A excepción de unos pocos nobles como él, la mayoría son gente del pueblo, cuyas vidas parecen dramáticamente determinadas desde su inicio por unas condiciones socioeconómicas en extremo duras.
Con un relato organizado a modo de un informe sobre el presidio, va describiendo a los otros presidiarios, pero también a los mandos. Cuenta sus rutinas pero también sus rigores: la arbitrariedad de la disciplina y de los castigos físicos, las torturas y las humillaciones vanas y, también, la crueldad de las normas sin sentido. Pero, “el hombre, escribe, es un ser que se acostumbra a todo; ésa es, pienso, su mejor definición”.2
Dostoievski descubre en el presidio una realidad común e infame a la que, en tanto aristócrata, no ha sido sensible hasta la fecha: el dolor del pueblo ruso condenado de entrada a una vida injusta y miserable, sin esperanza. Este descubrimiento le transforma llevándole a cuestionar los ideales políticos por los que ha ido a prisión.
“Los hombres, afirma, son hombres en todas partes. Incluso, en el presidio, entre criminales, durante esos cuatro años pude, finalmente, distinguir a la gente”. Esto le hace valorar finalmente que el tiempo pasado en el presidio, pese a todo, no ha sido en vano: desconocedor hasta entonces, como aristócrata, de la realidad del pueblo ruso, ahora lo conoce mejor que nadie y puede escribir sobre él. Esta transformación tiene, para él, un sentido de regeneración que expresará en las últimas líneas de las Memorias, como la posibilidad de una nueva vida, lo que llama “una resurrección de entre los muertos”.3 Este cambio se hará patente en Apuntes del subsuelo,4 de 1864, su siguiente obra.
Las Memorias inauguran la literatura penal rusa y su estilo influirá y proporcionará el marco a otras obras posteriores, tal y como se puede apreciar en el reportaje que hizo Chéjov, en 1895,5 en la isla de Sajalín donde había una colonia peninteciaria; o también, en las obras de Alexander Solzhenitsin sobre los gulags soviéticos, ya en el siglo XX.6
Encontramos la marca de esta obra asimismo en la llamada Trilogía de Auschwitz, de Primo Levi.7 El autor hace allí un guiño a las Memorias cuando, al agradecer las únicas palabras amables recibidas a su llegada al Lager, afirma no haber olvidado la cara mansa del joven prisionero que le “acogió en el umbral de la casa de los muertos”.8
Las reflexiones sobre qué es un hombre atraviesan la trilogía. Para él, los hombres no son hombres en todas partes como decía Dostoievski: No son hombres siempre. Es el uso de la palabra, afirma, el que hace que los hombres sean hombres.
En el Lager, “el uso de la palabra había caído en desuso (...)”.9 “Los prisioneros eran despojados de todo, hasta de sus nombres”. Respecto a los nazis y a todos aquellos prisioneros que colaboraron en distinto modo y grado con ellos, añade: “Los personajes de estas páginas no son hombres. Su humanidad –podríamos leer “su dignidad”-, estaba sepultada o ellos mismos la habían sepultado bajo la ofensa súbita o infligida a los demás (...) Todos ellos estaban emparentados por una unitaria desolación interna”.10
Gracias a otro prisionero, que le hace recordar que aún había un mundo justo fuera del suyo, Primo Levi afirma no haber olvidado que era un hombre11 durante ese tiempo marcado por la “huelga moral del nazismo”.12 Una afirmación que me recuerda otra distinta realizada, años después, por Aaron Appelfeld según la cual, a pesar de todo lo vivido durante la segunda guerra mundial, él ha seguido confiando en la humanidad.13

Palabra y silencio
Si el uso de la palabra a menudo nos humaniza, esto no quiere decir sin embargo que el silencio necesariamente nos deshumanice. El uso de la palabra, tomar la palabra, pone siempre en juego un tiempo propio para cada uno y, más aún, después del encuentro con un real devastador que hace caer los ideales de la civilización en los que nos sostenemos. Este tiempo es particular a cada cual y es necesario, no se puede forzar ni juzgar como algo negativo.
Jorge Semprún lo transmite muy bien cuando explica en La escritura o la vida14 que, a su salida de Buchenwald, él necesitó más de diez años para poder empezar a escribir, porque si lo hacía, sabía que no podía escribir sobre otra cosa que sobre lo vivido en el Lager. Necesitaba tomar distancias del hecho de haber sido atravesado por la muerte, de haberla vivido de algún modo, de haber regresado de ella.15 Él no podía escribir y elegir la vida.
Hay el tiempo propio de cada cual para poner la distancia, la separación con el Otro, que pensar requiere. Es el tiempo particular para salir de la “casa de los muertos”, es decir, para volver a desear después de la devastación.
Sin embargo, no se trata de contraponer víctima y sujeto, de hacer equivaler a alguien identificado a una víctima con alguien en posición de objeto. Identificarse a la víctima puede ser la manera en la que un sujeto tome la palabra. A veces, un sujeto puede hacer un uso del significante “víctima”, por ejemplo, para empezar a separarse del encuentro con un goce devastador y ponerse así del lado de la vida.
La clínica analítica es una clínica siempre del uno por uno. Y la única dignidad que podemos “dar” a un sujeto es tratarlo como tal, concederle su lugar y su tiempo para que en algún momento pueda advenir, es decir, responder.
* Texto publicado en PIPOL News, boletín del Congreso europeo PIPOL 7, el 20 de abril de 2015.


Notas
1. Dostoievski, Fiodor, Memorias de la casa muerta, Barcelona, De Bolsillo, 2004.
2. Op. cit., p. 45.
3. Op. cit., p. 414.
4. Dostoievski, Fiodor, Apuntes del subsuelo, Madrid, Alianza Editorial, 2000.
5. Chèjov, Anton, La isla de Sajalín, Barcelona, Alba, 2005.
6. Obras tales como Un día en la vida de Iván Ilich o Archipiélago Gulag.
7. Levi, Primo, Trilogía de Auschwitz, Barcelona, Aleph Editores, 2005.
8. Op. cit., p. 53.
9. Op. cit., p. 549.
10. Op. cit., p. 550.
11. Op. cit., p. 156.
12. Levi, Primo, Vivir para contar. Escribir tras Auschwitz, Barcelona, Alpha-Decay, 2010, parte 3.
13. Appelfeld, Aharon, Historia de una vida, Península, Madrid, 2005.
14. Semprún, Jorge, La escritura o la vida, Tusquets, Barcelona, 1998.
15. Op. cit., p. 27.


Añado las traducciones hechas al francés e italiano para el trabajo preparatorio del Congreso  PIPOL 7, con mi agradecimiento a los traductores: Jean-François Lebrun, por la versión francesa y Luissella Rossi, por la italiana.


Sur la dignité de la victime. Parole et silence

Les discours, social, philosophique ou juridique, liés aux Droits de l’Homme, associent fréquemment le terme « victime » au terme « dignité », soit pour dire que l’on a enlevé à la personne sa dignité, soit pour plaider qu’on lui donne ou  qu’on lui rende cette même dignité.
La dignité, dans ces mêmes discours, est considérée comme une valeur de l’être humain en tant qu’il est autonome et qu’il peut librement prendre des décisions, autrement dit qu’il sait se gouverner lui-même, ce qui le rend digne de respect. Nous pouvons donc considérer, à la lumière  des opérations lacaniennes de causation du sujet, que la dignité est une qualité  intrinsèque au sujet, lequel s’est procuré un état civil en se séparant de l’Autre.
Mais il est des situations dans lesquelles l’autonomie de la personne se trouve sévèrement diminuée lorsqu’elle n’est pas totalement annulée, et dans lesquelles cependant les sujets gardent leur dignité. La dignité peut alors tout à fait se concevoir comme quelque chose qu’un sujet peut perdre par lui-même, quelque chose que les autres peuvent lui retirer ou, en conséquence, lui restituer.
La dignité nomme la capacité de choix, y compris dans les circonstances où, de diverses façons, on ne peut rien choisir.  Elle implique la capacité de répondre, encore que face à un réel indicible, l’unique réponse possible soit parfois le silence. C’est  parfois au travers de l’écriture que le sujet trouve à aborder l’irreprésentable.
Dans ses Récits de la maison des morts [1], datant de 1862, Dostoïevski rapporte une part de son expérience du bagne militaire à Omsk (Sibérie) où il a été déporté pour activisme socialiste, au milieu du dix-neuvième siècle. Si l’entrée en prison le plonge dans le désespoir et l’isolement,  il commence peu à peu à se mettre en relation avec les autres bagnards : certains, prisonniers politiques comme lui, d’autres, soldats venant de bataillons disciplinaires, mais la plupart, contrebandiers, faussaires et brigands de métier, petits délinquant, homicides occasionnels, etc. Il y a également, quelques « criminels pervers et féroces ». Excepté quelques aristocrates comme lui, la plupart sont issus du peuple, et leur existence paraît déterminée dès le départ de façon dramatique par des conditions socioéconomiques extrêmement dures.
Dans un récit construit sous forme de rapport sur le bagne, il décrit les autres bagnards, mais également les geôliers. Du bagne il raconte les routines, mais aussi les rigueurs : l’arbitraire de la discipline  et des châtiments physiques, les tortures et les humiliations vaines, de même que la cruauté de règles dénuées de sens. Mais « l’homme, écrit-il, est un être qui s’accoutume à tout, c’est, je pense, sa meilleure définition.[2] » Dostoïevski découvre au bagne une réalité ordinaire et infâme à laquelle, en tant qu’aristocrate, il n’a pas avant cette date été sensible : la douleur du peuple russe, condamné d’entrée à une vie injuste et misérable, dénuée d’espoir. Cette découverte le transforme, le portant à questionner les idéaux politiques pour lesquels il a été mis en prison.
« Les hommes, affirme-t-il, sont des hommes en tout lieu. Y compris au bagne, entre criminels ;  j’ai pu enfin durant ces quatre années découvrir le peuple ». Cela le conduit à réaliser que finalement le temps passé au bagne, malgré tout, n’a pas été vain : en tant qu’aristocrate ignorant jusqu’alors de la réalité du peuple russe, il le connaît à présent mieux que personne et il peut désormais écrire sur lui. Cette transformation prend pour lui la signification d’une régénération, qu’il exprimera dans les dernières lignes des Récits comme la possibilité d’une vie nouvelle, ce qu’il  nomme  « une résurrection d’entre les morts.[3] » Ce changement mutation se fait patente dans Notes d’un souterrain[4], de 1864, son œuvre suivante.
Les Récits inaugurent la littérature concentrationnaire russe, et leur style influera et imprimera de sa marque les œuvres ultérieures, comme on peut en juger dans le reportage que fit Tchékhov[5] en 1895 sur les îles de Sakhaline, ou encore au XXème siècle dans les œuvres d’Alexandre Soljénitsyne[6] sur le goulag soviétique.
De la même manière, nous trouvons la marque de cette œuvre dans ce qu’on appelle la Trilogie d’Auschwitz, de Primo Levi[7]. L’auteur fait là un clin d’œil aux Récits de Dostoïevski: témoignant de sa reconnaissance pour les uniques paroles aimables reçues à son arrivée au Lager, il affirme ne pas avoir oublié le visage doux du jeune prisonnier qui l’a « accueilli au seuil de la maison des morts.[8] » Les réflexions sur ce qu’est un homme traversent la Trilogie. Pour lui, les hommes ne sont pas des hommes en tout lieu, comme le disait Dostoïevski : ils ne sont pas toujours des hommes. C’est l’usage de la parole, affirme-t-il, qui fait que les hommes sont des hommes.
Au Lager, « l’usage de la parole est tombé en désuétude (…) » « Les prisonniers étaient dépouillés de tout, jusqu’à leur nom.[9]» Concernant les nazis et tous ceux qui collaborent de différentes façons et à  différents degrés avec eux, il ajoute : « les personnages décrits dans ces pages ne sont pas des hommes. Leur humanité – nous pourrions lire « leur dignité » - était enterrée, ou encore, ils l’avaient enterrée eux-mêmes sous l’outrage adressé ou infligé aux autres (…) Tous ceux-là étaient liés   par une même désolation interne. »[10] 
Primo Levi  indique que s’il a pu ne pas oublier qu’il était un homme[11], dans ces temps marqués par la « grève morale du nazisme [12] », c’est grâce au souvenir maintenu par un autre prisonnier de l’existence d’un monde juste au dehors. Cette affirmation consonne avec celle d’Aaron Appelfeld des années plus tard selon laquelle, malgré tout le vécu durant la seconde guerre mondiale, il est resté confiant en l’humanité. [13]

Parole et silence
Si l’usage de la parole nous humanise, il ne s’ensuit pas pour autant que le silence nous  déshumanise nécessairement. L’usage de la parole -  prendre la parole - met toujours en jeu un temps propre pour chacun, et davantage encore après la rencontre avec un réel dévastateur qui fait tomber les idéaux de la civilisation dont nous nous soutenons. Ce temps est particulier à chacun et il est nécessaire, on ne peut ni le forcer ni le rejeter comme négatif.
C’est ce que Jorge Semprun transmet très bien dans L’écriture ou la vie[14] ; il indique qu’à sa sortie de Buchenwald, il lui fallut plus de dix ans pour pouvoir commencer à écrire, parce qu’il savait qu’autrement il n’aurait pu écrire sur autre chose que sur le vécu au Lager. Il avait besoin de prendre distance, du fait d’avoir été traversé par la mort, de l’avoir vécue d’une certaine manière, ou d’en être revenu[15]. Il ne pouvait écrire s’il voulait choisir la vie.
Le temps est propre à chacun pour la prise de distance, la séparation d’avec l’Autre, que requiert de penser. C’est le temps particulier pour sortir de la « Maison des morts », c’est-à-dire, pour recommencer à désirer après la dévastation.
Cependant, il ne s’agit pas d’opposer victime et sujet, de faire s’équivaloir quelqu’un identifié à une victime avec quelqu’un en position d’objet. S’identifier à la victime peut être la manière propre à un sujet de prendre la parole. Il peut arriver qu’un sujet fasse usage du signifiant « victime », par exemple, pour commencer à se séparer de la rencontre avec une jouissance dévastatrice et se situer ainsi du côté de la vie.
La clinique analytique est toujours une clinique du un par un. Et l’unique dignité que nous puissions « donner » à un sujet est de le considérer en tant que tel, de lui attribuer son lieu et son temps, afin qu’à un certain moment il puisse advenir, c’est-à-dire, répondre.
Traduction Jean-François Lebrun

Notes:
[1]Dostoïevski, Fédor, Récits de la maison des morts, Flammarion, Paris
[2]Dostoïevski, Fédor, op. cit.. Ndt : pour cette citation et les suivantes, il s’agit de notre traduction ;
[3]Dostoïevski, Fédor, op. cit.
[4]Dostoïevski, Fédor, Notes d’un souterrain, Paris Flammarion,1992.
[5] Tchékhov, Anton, L’île de Sakhaline - notes de voyage, Paris, Gallimard, 2001.
[6]Soljenitsyne, Alexandre, Une journée d’Ivan Denissovitch, Paris, Julliard, 1963 ; l’Archipel du Goulag, Paris, Seuil, 1974.
[7]Levi, Primo, Si c’est un homme, Livre de Poche 1988 ; Les naufragés et les rescapés, Gallimard, 1989 ; La trêve, Livre de Poche, 2003.
[8]Levi Primo, op. cit.
[9]Levi, Primo, op. cit.
[10]Levi, Primo, op. cit.
[11]Levi, Primo, op. cit.
[12]Levi, Primo,  Œuvres, Paris, Laffont, 2005, coll. Bouquins.
[13]Appelfeld, Aaron, Histoire d’une vie, Paris, Ed. de l’Olivier, 1994.
[14]Semprun, Jorge, L’écriture ou la vie, Paris, Gallimard, 1996, coll. Folio.
[15]Semprun, Jorge, op.cit.


Sulla dignità della vittima. Parola e silenzio

Il termine “vittima” si associa  frequentemente nei discorsi - sociali, filosofici o giudiziari -, vincolati ai Diritti umani, con il termine “dignità”, sia perché si parli di ciò che ha strappato alla vittima la sua dignità, sia perché la si difenda per darle o restituirle la sua dignità.
In questi stessi discorsi, si considera la dignità un valore dell'essere umano in quanto è autonomo e può prendere decisioni con libertà, vale a dire, sa governare se stesso,  cosa che lo rende meritevole di rispetto.
Allora, potremmo pensare, aiutati dalle operazioni lacaniane della causazione del soggetto, che la dignità sarebbe una qualità  intrinseca del soggetto che si è procurato uno stato civile separandosi dall'Altro.
Vi sono, però, situazioni in cui l'autonomía della persona è severamente diminuita, quando non cancellata, e, ciononostante, i soggetti mantengono la loro dignità.
La dignità può allora pensarsi, piuttosto, come qualcosa che un soggetto puo perdere, che altri possono strappargli, o, in conseguenza, restituirgli.
Essa nomina la capacità di scegliere, anche in quelle occasioni nelle quali, in molti sensi, non si può scegliere niente. Implica la capacità di rispondere, sebbene talvolta l’unica risposta possibile di fronte a un reale indicibile sia il silenzio. Altre volte, per esempio, il soggetto, affronta l’irrapresentabile attraverso la scrittura.
Nelle sue Memorie dalla casa dei morti [1] del 1862, Dostoievski raccoglie parte della sua esperienza nella prigione militare di Omsk (Siberia), dove fu deportato nella metà del secolo diciannovesimo per il suo attivismo socialista. All'inizio, l'arrivo in prigione lo precipita  nella disperazione e nell’isolamento, poco a poco incomincia a relazionarsi con gli altri carcerati, alcuni prigionieri politici come lui; altri, soldati provenienti da battaglioni disciplinari; per la maggior parte contrabbandieri, falsificatori e banditi di professione, piccoli ladri, assassini occasionali, ecc. Inoltre, alcuni "criminali pervertiti e feroci". Ad eccezione di pochi nobili come lui, la maggior parte è gente del popolo, le cui vite sembrano drammaticamente  determinate fin dall’inizio, a causa di condizioni socio-economiche estremamente dure.
Con una narrazione organizzata alla maniera di un report circa la prigione, va descrivendo  gli altri detenuti e i carcerieri. Racconta le sue routines e i suoi obblighi: l’arbitrarietà della disciplina e delle punizioni fisiche, le torture, le inutili umiliazioni ed anche la crudeltà di regole senza senso.
Però, “l’uomo, scrive, è un essere che si abitua a tutto; è questa, penso, la sua migliore definizione”. [2]
Dostoievski scopre in prigione una realtà comune ed infame, alla quale, come aristocratico, non è stato sensibile fino a quel momento: il dolore del popolo russo condannato sin dall’inizio ad una vita ingiusta e miserabile, senza speranza. Questa scoperta lo trasforma portandolo a interrogare gli ideali politici per i quali è andato in prigione.
“Gli uomini, afferma, sono uomini dappertutto. Anche in prigione, tra criminali, durante questi quattro anni, potei,  finalmente, distinguere le persone.” Infine, ciò gli permette di valutare che il tempo passato in prigione, suo malgrado, non è stato vano: non conoscendo fino ad allora, in quanto aristocratico, la realtà del popolo russo, ora lo conosce meglio di chiunque e può scriverne. Questa trasformazione ha per lui un senso di rigenerazione che esprimerà nelle ultime righe delle Memorie come la possibilità di una nuova vita, che chiama” una resurrezione  fra i morti”[3]. Questo mutamento si farà evidente nelle Memorie dal sottosuolo [4], del 1864, la sua opera successiva.
Le Memorie inaugurano la letteratura penale russa ed il suo stile influenzerà e segnerà le opere successive, così come si può vedere nel reportage che fece Checov, nel 1895[5], nell’isola di Sajalín, o nelle opere di Alexander Solzhenitsin[6] sui gulag sovietici, nel XX secolo.
Troviamo il segno di quest’opera anche nella cosiddetta Trilogia di Auschwitz di Primo Levi[7]. L’autore strizza l'occhio alle Memorie quando, nel ringraziare le uniche parole amabili ricevute all’arrivo nel Lager, afferma di non aver dimenticato la faccia mansueta del giovane prigioniero che lo “accolse sulla soglia della casa dei morti”[8].
Le riflessioni su che cos’è un uomo attraversano la trilogia. Per lui, gli uomini non sono uomini dappertutto come diceva Dostoievski: Non sono uomini sempre. È l’uso della parola, afferma, che fa sì che gli uomini siano uomini.
Nel Lager “l’uso delle parole era caduto in disuso (…). “I prigionieri erano spogliati di tutto, persino dei loro nomi”[9]. Rispetto ai nazisti e a tutti quei prigionieri che collaborarono in diverso modo e grado con loro, aggiunge: “I personaggi di queste pagine non sono uomini. La loro umanità, - potremmo leggere la “loro dignità” – era sepolta o loro medesimi l’avevano sepolta sotto l’offesa repentina inflitta agli altri(…) Tutti loro erano imparentati da un'unica desolazione interiore”[10].
Grazie ad un’altro prigioniero, che gli fa ricordare che c’è ancora un mondo al di fuori di quello, Primo Levi afferma di non aver dimenticato di essere un uomo[11] durante questo tempo segnato dallo “sciopero morale del nazismo”[12]. Un’affermazione in consonanza con l’affermazione realizzata anni dopo da Aaron Appelfel, secondo cui, a dispetto di quanto ha vissuto durante la Seconda Guerra Mondiale, lui ha continuato ad avere fiducia nell’umanità.[13]

Parola e silenzio
Se l’uso della parola ci umanizza, ciò non vuol dire che il silenzio necesariamente ci disumanizzi. L’uso della parola, prendere la parola, mette sempre in gioco un tempo proprio per ognuno,  soprattutto dopo l’incontro con un reale devastatore che fa cadere gli ideali della civilizazione sui quali ci sosteniamo. Questo tempo è particolare per ciascuno ed è necessario, non si può forzare, né rifiutare come qualcosa di negativo.
Jorge Semprún lo trasmette molto bene quando spiega, in La scrittura o la vita [14], che dopo la sua uscita da Buchenwald ha avuto bisogno di più di dieci anni per iniziare a scrivere, perché se lo avesse fatto, era consapevole di non poter scrivere di nulla all'infuori del Lager. Bisognava prendere le distanze dal fatto di essere stato attraversato dalla morte, di averla vissuto in qualche modo, di essere ritornato da essa[15]. Non poteva scrivere se voleva scegliere la vita.
C’è il tempo proprio di ognuno per mettere la distanza, la separazione con l’Altro, che richiede di pensare. Il tempo particolare per uscire dalla “casa dei morti”, insomma, per tornare a desiderare dopo la devastazione.
Ciononostante, non si tratta di contraporre vittima e soggetto, di fare equivalere qualcuno identificato a una vittima con qualcuno in posizione di oggetto, identificarsi alla vittima può essere il modo in cui il soggetto prende la parola. Talvolta, un soggetto puo fare uso del significante “vittima” , ad esempio, per cominciare a separarsi dall’incontro con un godimento devastatore e mettersi così dalla parte della vita.
La clinica analitica è sempre una clinica dell’uno per uno. E l’unica dignità che possiamo “dare” a un soggetto è trattarlo come tale, concedergli un suo luogo e un suo tempo affinché ad un certo momento possa avvenire, vale a dire, rispondere.

Notas:

[1] Dostoievski, Fiodor, Memorias de la casa muerta, Barcelona, De Bolsillo, 2004.

[2] Op. cit., p. 45.

[3] Op. cit., p. 414.

[4] Dostoievski, Fiodor, Apuntes del subsuelo, Madrid, Alianza Editorial, 2000.

[5] Chèjov, Anton, La isla de Sajalín, Barcelona, Alba, 2005.

[6] Obras tales como Un día en la vida de Iván Ilich o Archipiélago Gulag.

[7] Levi, Primo, Trilogía de Auschwitz, Barcelona, Aleph Editores, 2005.

[8] Op. cit., p. 53.

[9] Op. cit., p. 549.

[10] Op. cit., p. 550.

[11] Op. cit., p. 156.

[12] Levi, Primo, Vivir para contar. Escribir tras Auschwitz, Barcelona, Alpha-Decay, 2010, parte 3.

[13] Appelfeld, Aharon, Historia de una vida, Península, Madrid, 2005.

[14] Semprún, Jorge, La escritura o la vida, Tusquets, Barcelona, 1998.

[15] Op. cit., p. 27.

Traduzione di Luisella Rossi.



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