viernes, 18 de julio de 2014

LA BARBARIE, HUMANA. 78 ANIVERSARIO DEL COMIENZO DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA



Cúpula bombardeada iglesia del pueblo viejo de Belchite, Zaragoza, guerra civil española. Foto de M. Álvarez

Dieciocho de julio de 2014. 
Hoy hace 78 años que comenzó  la guerra civil española, la última.
El 1 de abril, hizo 75 que finalizó. ¡Tres cuartos de siglo! ¡Casi nada! 
Gran parte de los españoles actuales no la vivimos. Pero, algunos sí, los más mayores, los que por aquel entonces  eran los niños de la guerra, o los más jóvenes que lucharon en ella o de un modo u otro la padecieron. 
Otros somos los hijos, los nietos, los biznietos de aquellos niños, de aquellos jóvenes. Pero aquella guerra aún nos "toca", lo queramos saber o no, nos guste, nos disguste o nos parezca injusto. 
Nadie vive su vida por fuera de las coordenadas simbólicas o imaginarias de su época. Tampoco lo hace en este tema: No puede ser ajeno a lo que se dijo y escuchó y sabe. Ni de lo que se dijo y escuchó pero quiso olvidar. Ni siquiera de lo que no se dijo, de lo que no pudo escuchar porque se silenció, pero le fue transmitido porque los silencios también hablan -y cuando algo se transmite  a través suyo siempre comporta  una carga emocional mayor, más pesada y confusa. 
Cada uno,  individuo y colectividad, tiene una relación con lo pensado y reprimido, con lo pensado y denegado, y con lo no simbolizado, aquello que no se inscribió pero cuyo ausencia está marcada por un agujero, eso que, en psicoanálisis, llamamos lo real.  
Aquella guerra sigue siendo de algún modo "nuestra", aunque no la viviéramos porque lo que de ella hemos rechazado, ya fuera reprimido, denegado o  excluido de lo simbólico, es decir, forcluido, pervive aún y afecta  a nuestras vidas en distinto modo. 
Nos afecta por ejemplo al nivel de los discursos  polarizados sobre ella que perviven escandalosamente intactos: el discurso peligrosamente idealizado sobre una república que fue muy progresista pero, asimismo, impotente para frenar la violencia  y los crímenes de los grupos más radicales de la extrema izquierda, descontrolados; y el discurso fascista de la extrema derecha, que apenas se ha molestado ni antes ni ahora en esconder, bajo el brillo del ideal totalitario, su ferocidad.  
Asistimos en algunos casos a la pervivencia de las pasiones  que, en su momento, hicieron estallar  el conflicto. Son la herencia a través de las generaciones de los duelos no resueltos de "ganadores" y perdedores y de lo que sus hijos, nietos y biznietos pudimos o podemos hacer al respecto. 
Entrecomillo la palabra "ganadores" porque nadie gana una guerra del todo: resolver un conflicto por las armas condicionará solo que las cosas en adelante tomen una dirección  y no otra pero, por definición, la exclusión del otro bando, de la otra manera de pensar las cosas, o de otras sensibilidades al respecto, seguirá alimentando la segregación e impedirá la elaboración de lo ocurrido en mayor o menor medida. 
Uno se queda con lo que no le molesta y, por debajo, de ese supuesto bienestar, sigue produciendo las condiciones para la barbarie con el mismo rostro o con otro distinto. El conflicto se perpetúa de otro modo. No hay convivencia, en el sentido estricto, posible que no sea el resultado del pacto social.
En otras palabras, ganar algo contra los demás no modifica nuestra relación con lo real y, por tanto, no ayuda a mejorar  la barbarie que cada uno de nosotros, cada pueblo, lleva dentro y que, de tanto en tanto, asoma tímidamente o explota sin pudor. Solo la deja más o menos durmiente  hasta la siguiente ocasión.
Cada cual, individuo o colectividad, izquierda o derecha, está obligado éticamente a saber sobre su propia barbarie, por ejemplo, sobre sus propios mecanismos de idealización que, como señaló Freud, son en todas y cada una de las ocasiones fuente inexorable de segregación. Esta última es fundamento y sostén de todo ideal pasado presente y futuro, es su mecanismo secreto y más oscuro. Cada uno es responsable de lo que deja fuera, de lo que no quiere saber nada.
Nunca pensamos en la barbarie hasta que explota. Y, cuando lo hace, solemos  estar demasiado horrorizados, embargados, sobrepasados, urgidos para pensar. 
Aunque seguramente a muchos nos gustaría que fuera de otro modo, la dificultad es sin duda estructural. 
La realidad de cada día nos enseña lo que hay de ineliminable en ello: la segregación de los bandos no deja de reproducirse, con discursos viejos o nuevos, con rostros conocidos o distintos. La segregación es hermana del odio.
Cuando se suspende toda pregunta sobre uno mismo y se identifica solo al otro como causa del problema, la barbarie individual o colectiva se despereza presta a ponerse en pie.
La barbarie humana es ineliminable. Podemos olvidarla pero no hacerla desaparecer. Nunca se agota o se elabora del todo -ni en el plano individual ni en el colectivo. Pero, negarla, atribuirla al otro, nos ciega, es decir, suspende nuestra capacidad de pensar. Eso la alimenta.
Escritura de las "tres heridas" del Miguel Hernández sobre un muro derruido de Belchite. Foto de M. Álvarez
La barbarie es humana, aunque parezca una contradicción. Es tan nuestra como lo es la misma civilización (1). De hecho, la civilización es hija suya. Inventamos civilizaciones para librarnos de ella. Pero, a la par que las inventamos, y en el mismo proceso, producimos nuevas formas de la barbarie. Cada civilización crea, recrea una forma nueva. Así, la civilización es, a la par, hija y madre suya. Ambas están inextricablemente unidas. 
La llamada "humanidad" conlleva su porción  de inhumanidad. Pero lo que nos hace humanos, es luchar contra esta última: en lugar de reprimirla, denegarla o forcluirla,  estar advertidos de ella e inventar cada vez modos de tratarla. 
Es necesario un ejercicio constante de identificación de las distintas maneras como la preparamos o la hacemos existir, a veces con discursos muy elaborados portadores de las mejores intenciones. Pero como decimos en psicoanálisis, la verdad de las cosas está en sus consecuencias. Lamentablemente, esto hace que con frecuencia la encontremos  demasiado tarde. 
Lo reprimido de la verdad constituye  la fábrica de nuestros síntomas, sean individuales o sociales. Y, cuando la verdad retorna, lo hace a través suyo. Lo denegado no retorna, porque no ha sido reprimido, pero encuentra su expresión en actos y desmentidos que alcanzan a veces la canallería. Y lo no simbolizado, lo forcluido, retorna también pero no lo hace vía síntoma como lo reprimido sino  de modo funesto, es decir, por fuera de la palabra. No se trata allí de la verdad sino de lo real. Y, con él, nunca hay la posibilidad de un buen encuentro.

Notas:
1. Ver el final del humanismo, en este mismo blog:
2. Sobre las dos fotos: Los pueblos de Belchite viejo y Gernika son dos símbolos de los desastres de la guerra civil española, homenajeados respectivamente por cada uno de los bandos que sobrevivieron a la destrucción. 
Recorrer las calles del primero, completamente en ruinas, es sumamente impactante... Al final de una calle, encuentras un portón, lo atraviesas y entras en el pueblo nuevo: una plaza normal con gente sentada leyendo el periódico, niños jugando, un perro, un carrito de helados... De ese otro lado, junto al portón hay un letrero que pone: "Ruinas históricas". En fin, lo son, pero no se han arruinado por el simple paso del tiempo sino por la mano del hombre, por la guerra. 
Belchite, 75 años de soledad.

El pueblo viejo de Belchite fue uno de los escenarios donde se rodó la película "¿Por quién doblan las campanas? de Sam Wood (basada en la novela "For whom the bell tolls", de Hemingway, 1943) y que protagonizaron, entre otros, Gary Cooper e Ingrid Bergman.

Setenta y cinco años después de los bombardeos, al atravesar la puerta que lleva del pueblo nuevo de Belchite al viejo, cuesta pensar sus habitantes hayan podido vivir todos estos años al lado de semejante testimonio de la destrucción.

A dieciocho kilómetros de allí, en Fuendetodos, nació Goya cuya serie de grabados “Los desastres de la guerra” cumplían el año que hice las fotos doscientos años. Goya supo pintar magistralmente la barbarie de la guerra que le tocó vivir, pero también la barbarie humana en general, más allá de su propia época.